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EL Espíritu Santo en el NT: Catequesis del Santo Padre, Juan Pablo II, sobre las Verdades del Credo

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San Juan Pablo II: El Espíritu Santo en el NT

 

 

ESPÍRITU SANTO -6-

(LA REVELACIÓN DEL ESPÍRITU SANTO EN EL NUEVO TESTAMENTO)

INDICE

El Espíritu Santo, alma de la Iglesia (28.XI.90)


El Espíritu Santo y la unidad de toda la humanidad (5.XII.90)


La santidad de la Iglesia, fruto del Espíritu Santo (12.XII.90)


El Espíritu Santo origen de la catolicidad (2.I.91)


El Espíritu Santo y la apostolicidad de la Iglesia (9.I.91)


El Espíritu Santo custodia las fuentes de La Revelación (16.I.91)


El Espíritu Santo es principio de la vida sacramental (30.I.91)


El Espíritu Santo vivifica el ministerio pastoral (6.II.91)


Los dones que el Espíritu Santo da a la Iglesia (27.II.91)


El Espíritu Santo como Consolador (13.III.91)

 

El Espíritu Santo, alma de la Iglesia (28.XI.90)

1. Hoy comenzamos una nueva serie de catequesis del ciclo pneumatológico, en el que he querido atraer la atención de los oyentes, cercanos y lejanos, sobre la verdad fundamental cristiana del Espíritu Santo. Hemos visto que el Nuevo Testamento, preparado por el Antiguo, nos lo da a conocer como Persona de la Santísima Trinidad. Es una verdad fascinante, tanto por su íntimo significado como por su reflejo en nuestra vida. Más aún, podemos decir que se trata de una verdad para la vida como, por lo demás, lo es toda la revelación recogida en el Credo. De modo especial, el Espíritu Santo nos ha sido revelado y dado para que sea luz y guía de vida para nosotros, para toda la Iglesia, para todos los hombres llamados a conocerlo.

2. Hablemos, ante todo, del Espíritu Santo como principio vivificante de la Iglesia.

Hemos visto a su tiempo, a lo largo de las catequesis cristológicas, que Jesús, desde el comienzo de su misión mesiánica, recogió en torno a si a los discípulos, entre los que eligió a los Doce, llamados Apóstoles, y que entre ellos asignó a Pedro el primado del testimonio y de la representación (Cfr. Mt 16,18). Cuando, la víspera de su sacrificio en la cruz, instituyó la Eucaristía, dio a los mismo Apóstoles el mandato y el poder de celebrarla en conmemoración suya (Cfr. Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24.25). Tras la resurrección les confirió el poder de perdonar los pecados (Cfr. Jn 20, 22.23) y el mandato de la evangelización universal (Cfr. Mc 16,15).

Podemos decir que todo eso enlaza con el anuncio y la promesa de la venida del Espíritu Santo, que se realiza el día de Pentecostés, como refieren los Hechos de los Apóstoles (2, 1 4).

3. El Concilio Vaticano II nos ofrece algunos textos significativos acerca de la importancia decisiva del día de Pentecostés, que con frecuencia es presentado como el día del nacimiento de la Iglesia ante el mundo. En efecto, leemos en la constitución Dei Verbum que 'con el envío del Espíritu Santo de la verdad (Cristo), lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna' (n. 4). Por tanto, entre Jesucristo y el Espíritu Santo existe un vinculo estrecho en la obra salvífica.

A su vez, la constitución Lumen Gentium acerca de la Iglesia dice del Espíritu Santo: 'Él es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (Cfr. Jn 4, 14; 7, 38)39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo' (n. 4). Así, pues, por el poder y la acción del Espíritu, mediante el que resucitó Cristo, resucitarán los que han sido incorporados a Cristo. Es la enseñanza de San Pablo, recogida por el Concilio (Cfr. Rom 8, 10.11).

El mismo Concilio añade que, al venir sobre los Apóstoles, el Espíritu Santo dio inicio a la Iglesia (Cfr. Lumen Gentium, 19), la cual, en el Nuevo Testamento y especialmente en San Pablo, es descrita como el Cuerpo de Cristo: 'El Hijo de Dios, (...) a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su espíritu' (ib., n. 7: 'tamquam corpus suum mystice constituit').

La tradición cristiana, que recoge este tema paulino de la Ecclesia Corpus Christi, del que )siempre según el Apóstol) el Espíritu Santo es principio vivificante, llega a decir con una bellísima expresión, que el Espíritu Santo es el 'alma' de la Iglesia. Baste aquí citar a San Agustín que, en uno de sus discursos, afirma: 'lo que nuestro espíritu, o sea, nuestra alma es con relación a nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, es decir, para el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (Sermo 269, 2; PL 38, 1232). También es sugestivo un texto de la Suma Teológica, en la que Santo Tomás de Aquino, hablando de Cristo cabeza del cuerpo de la Iglesia, compara al Espíritu Santo con el corazón, porque 'invisiblemente vivifica y unifica a la Iglesia', como el corazón 'ejerce un influjo interior en el cuerpo humano' (III, q. 8, a. l, ad 3).

El Espíritu Santo, 'alma de la Iglesia', 'corazón de la Iglesia': es un dato hermoso de la Tradición, sobre el que conviene investigar.

4. Es evidente que, como explican los teólogos, la expresión 'el Espíritu Santo, alma de la Iglesia' se ha de entender de modo analógico, pues no es 'forma sustancial' de la Iglesia como lo es el alma para el cuerpo, con el que constituye la única sustancia 'hombre'. Espíritu Santo es el principio vital de la Iglesia, intimo, pero transcendente. él es el Dador de vida y de unidad de la Iglesia, en la línea de la causalidad eficiente, es decir, como autor y promotor de la vida divina del Corpus Christi. Lo hace notar el Concilio, según el cual Cristo, 'para que nos renováramos incesantemente en él (Cfr. Ef 4, 23), nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma que en el cuerpo humano' (Lumen Gentium, 7).

Siguiendo esta analogía, todo el proceso de la formación de la Iglesia, ya en el ámbito de la actividad mesiánica de Cristo en la tierra, se podría comparar con la creación del hombre según el libro del Génesis, y especialmente con la inspiración del 'aliento de vida' por el que 'resultó e hombre un ser viviente' (Gen 2, 7). En el texto hebreo, el término usado es nefesh (es decir, ser animado por un soplo vital); pero, en otro pasaje del mismo libro del Génesis, el soplo vital de los seres vivientes es llamado ruah, o sea, 'espíritu' (Gen 6, 17). Según esta analogía, se puede considerar al Espíritu Santo como soplo vital de la 'nueva creación', que se hace concreta en la Iglesia .

5. El Concilio nos dice también que 'fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (Cfr. Ef 2, 18)' (Lumen Gentium, 4). Esta es la primera y fundamental forma de vida que el Espíritu Santo, a semejanza del '(alma que da la vida' infunde en la Iglesia: la santidad, según el modelo de Cristo 'a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo' (Jn 10, 36). La santidad constituye la identidad profunda de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, vivificado y partícipe de su Espíritu. La santidad da la salud espiritual al Cuerpo. La santidad determina también su belleza espiritual; la belleza que supera toda belleza de la naturaleza y del arte; una belleza sobrenatural, en la que se refleja la belleza de Dios mismo de un modo más esencial y directo que en toda la belleza de la creación, precisamente porque se trata del Corpus Christi Sobre el tema de la santidad de la Iglesia volveremos aún en una próxima catequesis.

6. El Espíritu Santo es llamado 'alma de la Iglesia' también en el sentido que él aporta su luz divina a todo el pensamiento de la Iglesia, que 'guía hasta la verdad completa', según el anuncio de Cristo en el Cenáculo: 'Cuando venga) Él, Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros' (Jn 16,13. 1 5).

Por consiguiente, bajo la luz del Espíritu Santo se proclama en la Iglesia el anuncio de la verdad revelada y se realiza la profundización de la fe en todos los niveles del Corpus Christi: el de los Apóstoles, el de sus sucesores en el Magisterio, y el del 'sentido de la fe' de todos los creyentes, entre los que se encuentran los catequistas, los teólogos y los demás pensadores cristianos. Todo está y debe estar animado por el Espíritu.

7. El Espíritu Santo es también la fuente de todo el dinamismo de la Iglesia, ya se trate del testimonio de Cristo que debe dar ante el mundo, ya de la difusión del mensaje evangélico. En el evangelio de Lucas, Cristo resucitado, cuando anuncia a los Apóstoles el envío del Espíritu Santo, insiste precisamente en este aspecto, diciendo: 'Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder desde lo alto' (Lc 24, 49). La conexión entre Espíritu Santo y dinamismo es aún más clara en la narración paralela de los Hechos de los Apóstoles, donde Jesús dice: 'Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos...' (Hech 1, 8). Tanto en el evangelio como en los Hechos de los Apóstoles la' palabra griega que se usa para decir 'fuerza' o 'poder' es dynamis: 'dinamismo'. Se trata de una energía sobrenatural, que por parte del hombre exige sobre todo la oración. Es otra de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, según el cual el Espíritu Santo 'habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos' (Lumen Gentium, 4). El Concilio también en este texto se refiere a San Pablo (Cfr. Gal 4, 6; Flm 8, 15.16. 26), del que queremos aquí recordar especialmente el paso de la carta a los Romanos donde dice: 'El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables' (Rom 8, 26).

8. Como conclusión de cuanto hemos dicho hasta aquí, leamos otro breve texto del Concilio, según el cual el Espíritu Santo 'con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: '¡Ven! (Cfr. Ap 22, 17)' (Lumen Gentium, 4). Este texto es un eco de San Ireneo (Adv. Haereses, 111, 14, 1: PG 7, 966 B), que nos trasmite la certeza de fe de los Padres más antiguos. Se trata de la misma certeza anunciada por San Pablo, cuando decía que los creyentes han sido emancipados de la esclavitud de la letra 'para servir bajo el nuevo régimen del Espíritu' (Rom 7, 6). La Iglesia entera está bajo este régimen y encuentra en el Espíritu Santo la fuente de su continua renovación y de su unidad. Porque más poderosa que todas las debilidades humanas y todos los pecados es la fuerza del Espíritu, que es Amor vivificante y unificante.

 

El Espíritu Santo y la unidad de toda la humanidad (5.XII.90)

1. Si el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, según la tradición cristiana fundada en la enseñanza de Cristo y de los Apóstoles, como hemos visto en la catequesis precedente, debemos añadir de inmediato que San Pablo, al establecer su analogía de la Iglesia con el cuerpo humano, quiere subrayar que 'en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo (...) Y todos hemos recibido de un solo Espíritu (1 Cor 12, 13). Si la Iglesia es como un cuerpo, y el Espíritu Santo es como su alma, es decir, el principio de su vida divina; si el Espíritu, por otra parte, dio comienzo, el día de Pentecostés, a la Iglesia al venir sobre la primitiva comunidad de Jerusalén (Cfr. Hech 1,13), él ha de ser, desde aquel día. Y para todas las generaciones nuevas que se insertan en la Iglesia, el principio y la fuente de la unidad, como lo es el alma en el cuerpo humano.

2. Digamos enseguida que, según los textos del evangelio y de San Pablo, se trata de la unidad en la multiplicidad' Lo expresa claramente el Apóstol en la primera carta a los Corintios: 'Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo' (1 Cor 12, 12).

Puesta esta premisa de orden ontológico sobre la unidad al Corpus Christi, se explica la exhortación que hallamos en la carta a los Efesios: 'Poned empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz' (Ef 4, 3). Como se puede ver, no se trata de una unidad mecánica, y ni siquiera sólo orgánica (como la de todo ser viviente), sino de una unidad espiritual que exige un compromiso ético. En efecto, según San Pablo, la paz es fruto de la reconciliación mediante la cruz de Cristo, 'pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu' (Ef 2, 18). 'Unos y otros': es una expresión que en este texto se refiere a los convertidos del judaísmo y del paganismo, cuya reconciliación con Dios, que de todos hace un solo pueblo, un solo cuerpo, en un solo Espíritu, el Apóstol sostiene y describe ampliamente (Cfr. Ef 2, 11.18). Pero eso vale para todos los pueblos, las naciones, las culturas, de donde provienen los que creen en Cristo. De todos se puede repetir con San Pablo lo que se lee a continuación en el texto: 'Así, pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros (convertidos del paganismo) estáis siendo juntamente edificados (con los demás, que proceden del judaísmo), hasta ser morada de Dios en el Espíritu' (Ef 2,19.22).

3. 'En quien toda edificación crece'. Existe, por tanto, un dinamismo en la unidad de la Iglesia, que tiende a la participación cada vez más plena de la unidad trinitaria de Dios mismo. La unidad de comunión eclesial es una semejanza de la comunión trinitaria, cumbre de altura infinita, a la que se ha de mirar siempre. Es el saludo y el deseo que en la liturgia renovada tras el Concilio se dirige a los fieles al comienzo de la misa, con las mismas palabras de Pablo: 'La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros' (2 Cor 13, 13). Esas palabras encierran la verdad de la unidad en el Espíritu Santo como unidad de la Iglesia, que San Agustín comentaba así: 'La comunión de la unidad de la Iglesia (...) es casi una obra propia del Espíritu Santo con la participación del Padre y del Hijo, pues el Espíritu mismo es en cierto modo la comunión del Padre y del Hijo (...). El Padre y el Hijo poseen en común el Espíritu Santo, porque es el Espíritu de ambos' (Sermo 71, 20. 33: PL 38, 463.464)

4. Este concepto de la unidad trinitaria en el Espíritu Santo, como fuente de la unidad de la Iglesia en forma de 'comunión', como repite con frecuencia el Concilio Vaticano II, es un elemento esencial en la eclesiología. Citemos aquí las palabras conclusivas del número 4 de la constitución Lumen Gentium, dedicado al Espíritu santificador de la Iglesia, en donde se recoge un famoso texto de San Cipriano de Cartago (De Orat Dominica, 23: PL 4, 536): 'Así la Iglesia universal se presenta como 'un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo' (Lumen Gentium, 4; cfr. 9; Gaudium et Spes, 24; Unitatis redintegratio, 2).

5. Es preciso destacar que la 'comunión' eclesial se manifiesta en la prontitud y en la constancia de la permanencia en la unidad, según la recomendación de San Pablo que hemos escuchado, independientemente de la múltiple pluralidad y diferencia entre personas, grupos étnicos, naciones y culturas. El Espíritu Santo, fuente de esta unidad, enseña la reciproca comprensión e indulgencia (o al menos la tolerancia), mostrando a todos la riqueza espiritual de cada uno; enseña la mutua concesión de los respectivos dones espirituales, cuyo fin es unir a los hombres, y no dividirlos entre si. Como dice el Apóstol: 'Un solo cuerpo, y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo' (Ef 4, 4.5). En el plano espiritual y ético, pero con profundos reflejos en el psicológico y en el social, la fuerza que une es sobre todo el amor compartido y practicado según el mandamiento de Cristo: 'Amaos los unos a los otros, como yo os he amado' (Jn 13, 34; 15, 12). Según San Pablo, este amor es el don supremo del Espíritu Santo (Cfr. 1 Cor 13, 13)

6. Por desgracia, esta unidad del Espíritu Santo y en el Espíritu Santo, que es propia del Cuerpo de Cristo, es obstaculizada por el pecado. Así, ha sucedido que, al paso de los siglos, los cristianos han sufrido no pocas divisiones, algunas de ellas muy grandes y estabilizadas. Esas divisiones se explican )pero no se justifican) por la debilidad y las limitaciones propias de la naturaleza humana herida, como permanece y se manifiesta también en los miembros de la Iglesia y en sus mismos pastores. Pero, de igual forma, debemos proclamar nuestra convicción, fundada en una certeza de fe y en la experiencia de la historia, de que el Espíritu Santo trabaja incansablemente en la edificación de la unidad y de la comunión, a pesar de la debilidad humana. Es la convicción expresada por el Concilio Vaticano II en el decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, cuando reconoce que 'hoy, en muchas partes del mundo, por inspiración del Espíritu Santo, se hacen muchos esfuerzos con la oración, la palabra y la acción para llegar a aquella plenitud de unidad que Jesucristo quiere' (n. 4). Unum corpus, unus Spiritus. El tender sinceramente a esta unidad en el Cuerpo de Cristo deriva del Espíritu Santo y sólo por obra suya puede llevar a la plena realización del ideal de la unidad.

7. Pero en la Iglesia el Espíritu Santo, además de la unidad de los cristianos, realiza la apertura universal hacia toda la familia humana, y es fuente de la comunión universal. En el plano religioso, de esta fuente excelsa y profunda brota la actividad misionera de la Iglesia, desde los tiempos de los Apóstoles hasta nuestros días. La tradición de los Padres nos muestra que, ya desde los primeros siglos, la misión se llevó a cabo con atención y comprensión hacia aquellas 'semillas del Verbo' (Semina Verbi) contenidas en las diversas culturas y religiones no cristianas, a las que el último Concilio ha dedicado un documento (Nostra aetate: Cfr. de manera especial el n. 2, en relación con los Padres antiguos, entre los que está San Justino, II Apologia 10. Cfr. también Ad gentes, 15; Gaudium et Spes, 22). Y eso es así porque el Espíritu que 'sopla donde quiere' (Cfr. Jn 3, 8) es fuente de inspiración para todo lo que es verdadero, bueno y bello, según la magnífica afirmación de un autor desconocido de los tiempos del Papa Dámaso (366.384), que afirma' Toda verdad, sea quien sea el que la haya enunciado, viene del Espíritu Santo' (Cfr. PL 191, 1651). Santo Tomás, a quien gusta repetir con frecuencia en sus obras ese hermoso texto, lo comenta así en la Suma: 'Cualquier verdad, sea quien sea el que la haya enunciado, viene del Espíritu Santo que infunde la luz natural (de la inteligencia) y mueve a entender y a expresar la verdad'. Además, el Espíritu .prosigue el Aquinate. interviene con el don de la gracia, añadido al de la naturaleza, cuando se trata de 'conocer y expresar ciertas verdades, y especialmente las verdades de fe, a las que se refiere el Apóstol cuando afirma que 'nadie puede decir '¡Jesús es Señor! 'sino con el Espíritu Santo' (1 Cor 12, 3') (S.Th. III, q. 109, a. 1, ad 1 ). Discernir y hacer surgir en toda su riqueza verdades y valores presentes en el tejido de las culturas es una tarea fundamental de la acción misionera, alimentada en la Iglesia por el Espíritu de Verdad, que como Amor lleva al conocimiento más perfecto en la caridad.

8. Es el Espíritu Santo quien se derrama a sí mismo en la Iglesia como Amor, energía salvífica, que tiende a alcanzar a todos los hombres y a toda la creación. Esta energía de amor acaba venciendo las resistencias, aunque, como sabemos por la experiencia y por la historia, debe luchar continuamente contra el pecado y contra todo lo que en el ser humano es contrario al amor, es decir, el egoísmo, el odio, la emulación envidiosa y destructiva. Pero el Apóstol nos asegura que 'el amor edifica' (1 Cor 8, 1). También dependerá del amor la construcción de la unidad siempre nueva.

 

 

La santidad de la Iglesia, fruto del Espíritu Santo (12.XII.90)

1. El Concilio Vaticano II puso de relieve la estrecha relación que existe en la Iglesia entre el don del Espíritu Santo y la vocación y aspiración de los fieles a la santidad: 'Pues Cristo, el Hijo de Dios, que con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado el único Santo amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a si mismo por ella para santificarla (Cfr. Ef 5, 25.26), la unió a sí como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por ello, en la Iglesia todos (...) están llamados a la santidad (...). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe manifestarse en los frutos de la gracia que el Espíritu Santo produce en tus fieles. Se expresa multiformemente en cada uno de lo que, con edificación de los demás se acercan a la perfección de la caridad en el propio género de vida' (Lumen Gentium, 39).

Es éste otro de los aspectos fundamentales de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia: el ser fuente de santidad.

2. La santidad de la Iglesia, como se puede ver por el texto del Concilio que acabamos de referir, tiene su inicio en Jesucristo, Hijo de Dios que se hizo hombre por obra del Espíritu Santo y nació de la Santísima Virgen María. La santidad de Jesús en su misma concepción y en su nacimiento por obra del Espíritu Santo está en profunda comunión con la santidad de aquella que Dios eligió para ser su Madre. Como advierte también el Concilio: 'Entre los Santos Padres prevaleció la costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo' (Lumen Gentium, 56). Es la primera y más alta realización de santidad en la Iglesia, por obra del Espíritu Santo que es Santo y Santificador. La santidad de María está totalmente ordenada a la santidad suprema de la humanidad de Cristo, que el Espíritu Santo consagra y colma de gracia desde su comienzo en la tierra hasta la conclusión gloriosa de su vida, cuando Jesús se manifiesta constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos' (Rom 1, 4).

3. Esta santidad eclesial, el día de Pentecostés, resplandece no sólo en María, sino también en los Apóstoles y en los discípulos que, juntamente con ella, 'quedaron todos llenos del Espíritu Santo' (Hech 2, 4). Desde entonces hasta el fin de los tiempos esta santidad, cuya plenitud es siempre Cristo, del que recibimos toda gracia (Cfr. Jn 1, 16) es concedida a todos los que, mediante la enseñanza de los Apóstoles, se abren a la acción del Espíritu Santo, como pedía el apóstol Pedro en el discurso de Pentecostés: 'Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo' (Hech 2,38).

Aquel día comenzó la historia de la santidad cristiana, a la que están llamados tanto los judíos como los paganos, ya que, como escribe San Pablo, 'por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu' (Ef 2,18). Según el texto ya referido en la anterior catequesis, todos están llamados a ser 'conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor ( ) hasta ser morada de Dios en el Espíritu' (Ef 2, 19.22). Este concepto del templo aparece con frecuencia en San Pablo; en otro texto pregunta: '¡No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?' (1 Cor 3, 16). Y también: '¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo?' (1 Cor 6, 19).

Es evidente que en el contexto de las cartas a los Corintios y a los Efesios el templo no es sólo un espacio arquitectónico. Es la Imagen representativa de la santidad obrada por el Espíritu Santo en los hombres que viven en Cristo, unidos en la Iglesia. Y la Iglesia en el 'espacio' de esta santidad.

4. También el apóstol Pedro, en su primera carta, usa el mismo lenguaje y nos imparte la misma enseñanza. En efecto, dirigiéndose a los fieles 'que viven como extranjeros en la Dispersión' (entre los paganos), les recuerda que han sido 'elegidos según el previo conocimiento de Dios Padre, con la acción santificadora del Espíritu, para obedecer a Jesucristo y ser rociados con su sangre' (1 Pe 1, 1.2). En virtud de esta santificación en el Espíritu Santo, todos 'cual piedras vivas, entran en la construcción de un edificio espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo' (1 Pe 2, 5)

Es significativo este vinculo especial que establece el Apóstol entre la santificación y la oblación de 'sacrificios espirituales', que en realidad es participación en el sacrificio mismo de Cristo y en su sacerdocio. Es uno de los temas fundamentales de la carta a los Hebreos. Pero también en la carta a los Romanos, el apóstol Pablo habla de una oblación 'agradable, santificada por el Espíritu Santo'; esa oblación son los gentiles, por medio del Evangelio (Cfr. Rom 15, 16). Y en la segunda carta a los Tesalonicenses exhorta a dar gracias a Dios porque 'os ha escogido desde el principio para la salvación mediante la acción santificadora del Espíritu y la fe en la verdad' (Cfr. 2 Tes 2, 13); todos ellos signos de la conciencia, común a los cristianos de los primeros tiempos, de la obra del Espíritu Santo como autor de la santidad en ellos y en la Iglesia, y, por tanto, de la calidad de templo de Dios y del Espíritu que se les había concedido.

5. San Pablo insiste en recordar que el Espíritu Santo obra la santificación humana y forma la comunión eclesial de los creyentes, participes de su misma santidad. En efecto, los hombres 'lavados, santificados y justificados en el nombre del Señor Jesucristo' se convierten en santos 'en el Espíritu de nuestro Dios' (1 Cor 6, 11). 'El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él' (1 Cor 6, 17). Y esta santidad se transforma en el verdadero culto del Dios vivo: el 'culto en el Espíritu de Dios' (Flp 3, 3).

Esta doctrina de Pablo se debe poner en relación con las palabras de Cristo que aparecen en el evangelio de Juan acerca de los 'verdaderos adoradores' que 'adoran al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren' (Jn 4, 23)24). Este culto en espíritu y en verdad tiene en Cristo la raíz de donde se desarrolla toda la planta, vivificada por él mediante el Espíritu, como dirá Jesús mismo en el Cenáculo: 'El (el Espíritu Santo) me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros' (Jn 16, 14). Toda la 'opus laudis' en el Espíritu Santo es el 'verdadero culto' ofrecido al Padre por el Hijo.Verbo encarnado, y participado en los creyentes por el Espíritu Santo. Así, pues, se trata también de la glorificación del Hijo mismo en el Padre.

6. La participación del Espíritu Santo a los creyentes y a la Iglesia se da también bajo todos los demás aspectos de la santificación: la purificación del pecado (Cfr. 1 Pe 4, 8), la iluminación del intelecto (Cfr. Jn 14, 26; 1 Jn 2,27), la observancia de los mandamientos (Cfr. Jn 14, 23), la perseverancia en el camino hacia la vida eterna (Cfr. Ef 1,13)14; Rom 8,14)16), y la escucha de lo que el Espíritu mismo 'dice a las Iglesias' (Cfr. Ap 2, 7). En la consideración de esta obra de santificación, Santo Tomás de Aquino, en la catequesis sobre el Símbolo de los Apóstoles, encuentra fácil el paso del artículo sobre el Espíritu Santo al artículo sobre la 'santa Iglesia católica'. En efecto, escribe: 'Así como vemos que en un hombre existe un alma y un cuerpo, y a pesar de ello hay diversos miembros, así la Iglesia católica es un solo cuerpo con diversos miembros. El alma que vivifica este cuerpo es el Espíritu Santo. Por tanto, después de la fe en el Espíritu Santo, se nos manda creer en la santa Iglesia católica, como decimos en el Símbolo. Ahora bien, Iglesia significa congregación: por consiguiente, la Iglesia es la congregación de los fieles, y todo cristiano es como un miembro de la Iglesia, que es santa (,17)' (In Symb. Apost, a. 9). Y tras haber ilustrado las notas de la Iglesia, el Aquinate pasa al artículo sobre la comunión de los santos: 'Así como en el cuerpo natural la operación de cada miembro confluye en el bien de todo el cuerpo, de la misma manera sucede en el cuerpo espiritual, es decir, en la Iglesia. Puesto que todos los fieles son un solo cuerpo, el bien de cada uno es participado con el otro (Cfr. Rom 12, 5): según la fe de los Apóstoles existe, pues, en la Iglesia la comunión de los bienes, en Cristo que, como Cabeza, comunica su bien a todos los cristianos, como a miembros de su Cuerpo' (In Symb Apost, 7 a. 10).

7. La lógica de este raciocinio está fundada en el hecho de que la santidad, de la que es fuente el Espíritu Santo, debe acompañar a la Iglesia y a sus miembros durante toda la peregrinación hasta las moradas eternas. Por esto, en el Símbolo están vinculados entre sí los artículos sobre el Espíritu Santo, la Iglesia y la comunión de los santos: 'Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos'. El perfeccionamiento de esta unión . comunión de los santos. será el fruto escatológico de la santidad que es concedida en la tierra por el Espíritu Santo a la Iglesia en sus hijos, en toda persona, en toda generación, a lo largo de la historia. Y aunque en esta peregrinación terrena los hijos de la Iglesia con frecuencia 'entristecen al Espíritu Santo' (Ef 4, 30), la fe nos dice que ellos, 'sellados' con este Espíritu 'para el día de la redención' 'ib.), pueden. a pesar de sus debilidades y sus pecados. avanzar por las sendas de la santidad, hasta la conclusión del camino. Las sendas son muchas, y es grande también la variedad da los santos en la Iglesia. 'Una estrella difiere de otra en resplandor' (1 Cor 15, 41). Pero 'hay un solo Espíritu', que con su propio modo y estilo divino realiza en cada uno la santidad. Por eso, podemos acoger con fe y esperanza la exhortación del apóstol Pablo: 'Hermanos míos amados, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que vuestro trabajo no es vano en el Señor' (1 Cor 15, 58).

 

 

El Espíritu Santo origen de la catolicidad (2.I.91)

1. En el Símbolo de la fe afirmamos que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica. Son las notas de la Iglesia. De ellas, la catolicidad se utiliza en la misma denominación común de la Iglesia: Iglesia católica.

Esta catolicidad tiene su origen en el Espíritu Santo, que 'llena la tierra' (Sab 1, 7) y es principio universal de comunicación y comunión. La 'fuerza del Espíritu Santo' tiende a propagar la fe en Cristo y la vida cristiana 'hasta los confines de la tierra (Hech 1, 8), extendiendo a todos los pueblos los beneficios de la redención.

2. Antes de la venida del Espíritu Santo, la comunión con el Dios verdadero en la Alianza divina no era accesible de modo igual a todos los pueblos. Lo observa la carta de los Efesios, dirigiéndose a los cristianos que pertenecían a los pueblos paganos: 'Recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, llamados incircuncisos por la que se llama circuncisión, (...) estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a la Alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo' (Ef 2, 11.12). Para entrar de algún modo en la Alianza divina, era preciso aceptar la circuncisión y adoptar las observancias del pueblo judío, apartándose, por tanto, del pueblo al que pertenecían.

Ahora, en cambio, la comunión con Dios no requiere ya estas condiciones restrictivas, porque se lleva a cabo 'por medio del Espíritu'. Ya no existe ninguna discriminación por motivo de raza o de nación. Todas las personas humanas pueden 'ser morada de Dios en el Espíritu' (Ef 2, 22).

Este cambio de situación había sido anunciado por Jesús en su conversación con la samaritana: 'Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y en verdad' (Jn 4, 23)24). Era la respuesta de Jesús ala pregunta sobre el lugar del verdadero culto a Dios, que era el monte Garizim para los samaritanos y Jerusalén para los judíos. La respuesta de Cristo indicaba otra dimensión del culto verdadero a Dios: la dimensión interior ('en espíritu y en verdad', por la que el culto no se encontraba ligado a un lugar determinado (santuario nacional), sino que era culto universal. Esas palabras dirigidas a la samaritana abrían el camino hacia la universalidad, que es una cualidad fundamental de la Iglesia como nuevo Templo, nuevo Santuario, construido y habitado por el Espíritu Santo. Esta es la raíz profunda de la catolicidad.

3. De esta raíz toma su origen la catolicidad externa, visible, que podemos llamar comunitaria y social. Esta catolicidad es esencial en la Iglesia por el hecho mismo de que Jesús ordenó a los Apóstoles )y a sus sucesores) que llevaran el Evangelio 'a todas las gentes' (Mt 28, 19). Y esta universalidad de la Iglesia bajo el influjo del Espíritu Santo se manifestó ya en el momento de su nacimiento el día de Pentecostés. En efecto, los Hechos de los Apóstoles atestiguan que en ese acontecimiento que tuvo lugar en Jerusalén participaron los judíos piadosos, 'venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo' (Hech 2, 5), que se hallaban presentes en la ciudad santa, y con ellos los prosélitos, es decir, los paganos que habían aceptado la ley de Moisés. Los Hechos de los Apóstoles enumeran los nombres de algunos países de los que provenían unos y otros, pero de modo aún más general hablan de 'todas las naciones que hay bajo el cielo'. El hecho de que el bautismo 'en el Espíritu Santo' (Hech 1, 5), conferido a esa primera comunidad de la Iglesia, revistiera un valor universal, es un signo de la conciencia que tenia la Iglesia primitiva .de la que es intérprete y testigo Lucas. de que había nacido con su carácter de catolicidad (es decir, universalidad).

4. Esta universalidad, engendrada bajo la acción del Espíritu Santo, ya en el primer día de Pentecostés va acompañada por una insistente referencia a lo que es 'particular', tanto en las personas como en cada uno de los pueblos o naciones. Esto se aprecia por el hecho, anotado por Lucas en los Hechos, de que el poder del Espíritu Santo se manifestó mediante el don de las lenguas en las que hablaban los Apóstoles, de forma que 'da gente (...) se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua' (Hech 2, 4.6). Podemos observar aquí que el Espíritu Santo es Amor, y amor quiere decir respeto hacia todo lo que es una prioridad de la persona amada. Eso vale especialmente en lo que se refiere a la lengua, en cuyo respeto somos por lo general muy sensibles y exigentes, pero vale también en lo que se refiere a la cultura, la espiritualidad y las costumbres.

El acontecimiento de Pentecostés tiene lugar respetando esta exigencia y es la manifestación de la unidad de la Iglesia en la multiplicidad de los pueblos y en la pluralidad de las culturas. La catolicidad de la Iglesia incluye el respeto a los valores de todos. Se puede decir que lo 'particular' no queda anulado por lo universal. Una dimensión contiene y exige a la otra.

5. El hecho de la multiplicidad de las lenguas en Pentecostés nos indica que en la Iglesia la lengua de la fe )que es universal, por ser expresión de la verdad revelada por medio de la palabra de Dios) encuentra su traducción humana a las diferentes lenguas; podríamos decir, a todas y cada una de las lenguas. Lo demuestran ya los inicios de la historia cristiana. Se sabe que la lengua que hablaba Jesús era el arameo, que se usaba en Israel en ese tiempo. Cuando los Apóstoles salieron por el mundo para propagar el mensaje de Cristo, el griego se había convertido en la lengua común del ambiente grecorromano 'ecumene', y precisamente por ello fue la lengua de la evangelización. También fue la lengua del evangelio y de todos los demás escritos del Nuevo Testamento, redactados bajo la inspiración del Espíritu Santo. En esos escritos se han conservado sólo pocas palabras arameas. Eso prueba que, desde el principio, la verdad, anunciada por Cristo, busca el camino para llegar a todas las lenguas, para hablar a todos los pueblos. La Iglesia ha buscado y busca seguir este principio metodológico y didáctico del apostolado, según las posibilidades ofrecidas en las diversas épocas. Hoy, como sabemos, la práctica de esta exigencia de catolicidad es especialmente sentida y, gracias a Dios, facilitada.

6. En los Hechos de los Apóstoles encontramos otro hecho significativo, que aconteció incluso antes de la conversión y de la predicación de Pablo, apóstol de la catolicidad. En Cesarea, Pedro había aceptado en la Iglesia y había bautizado a un centurión romano, Cornelio, y a su familia: a los primeros paganos, por lo tanto. La descripción que Lucas hace de este episodio con muchos detalles señala, entre otros, el hecho de que, habiendo venido el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban la enseñanza del Apóstol, 'los fieles circuncisos que habían venir', con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles' (Hech 10, 44-45). Pero Pedro mismo no vacila en confesar que actuó bajo e influjo del Espíritu Santo: 'El Espíritu me dijo que fuera con ellos sin dudar' (Hech 11, 12).

7. Esta primera 'brecha' hacia la universalidad de la fe encuentra pronto una nueva confirmación cuando se trata de pronunciarse acerca de la actividad apostólica de Pablo de Tarso y de sus compañeros. La asamblea de Jerusalén, que se suele considerar como el primer 'Concilio', refuerza esta dirección en el desarrollo de la evangelización y de la Iglesia. Los Apóstoles reunidos en aquella asamblea están seguros de que esa dirección proviene del Espíritu de Pentecostés. Son elocuentes, y lo seguirán siendo siempre, sus palabras, que se pueden considerar como la primera resolución conciliar: 'Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros' (Hech 15, 28). Estas decisiones afectaban al camino de la universalidad por donde debe avanzar la Iglesia.

No cabe duda de que éste es el camino que ha seguido la Iglesia entonces y a lo largo de los siglos. Los Apóstoles y los misioneros han anunciado el Evangelio a todas las gentes, penetran do lo más posible en todas las sociedades y en los diversos ambientes. Según la posibilidad de los tiempos, la Iglesia ha tratado de introducir la palabra de salvación en todas las culturas (inculturación), ayudándoles al mismo tiempo a reconocer mejor sus valores auténticos a la luz del mensaje evangélico.

8. Es lo que el Concilio Vaticano II estableció como una ley fundamental de la Iglesia, cuando escribió: 'Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos (...). Para esto envió Dios a su Hijo (...). Para esto, finalmente, envió Dios al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, quien es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes el principio de asociación ' unidad en la doctrina de los Apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones (Cfr Hech 2, 42)' (Lumen Gentium, 13).

Con estas palabras, el Concilio proclama la propia conciencia del hecho de que el Espíritu Santo es principio y fuente de la universalidad de la Iglesia.

 

 

El Espíritu Santo y la apostolicidad de la Iglesia (9.I.91)

1. Al ilustrar la acción del Espíritu Santo como alma del 'Cuerpo de Cristo', hemos visto en las catequesis precedentes que él es fuente y principio de la unidad, santidad, catolicidad (universalidad) de la Iglesia. Hoy podemos añadir que es también fuente y principio de la apostolicidad, que constituye la cuarta propiedad y nota de la Iglesia: 'unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam' como profesamos en el Credo. Gracias al Espíritu Santo la Iglesia es apostólica, y eso quiere decir 'edificada sobre el fundamento de los Apóstoles', siendo la piedra angular el mismo Cristo, como dice san Pablo (Ef 2, 20). Es un aspecto muy interesante de la eclesiología vista a la luz pneumatológica (Cfr. Ef 2, 22).

2. Santo Tomás de Aquino lo pone de relieve en su catequesis acerca del Símbolo de los Apóstoles, donde escribe: 'El fundamento principal de la Iglesia es Cristo, como afirma san Pablo en la primera carta a los Corintios (3,11). Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo . Pero existe un fundamento secundario, a saber, los Apóstoles y su doctrina. Por eso se dice Iglesia apostólica' (In Symb. Apost., a. 9).

. Además de atestiguar la concepción antigua (de santo Tomás y de la época medieval) acerca de la apostolicidad de la Iglesia, el texto del Aquinate nos remite a la fundación de la Iglesia y a la relación entre Cristo y los Apóstoles. Esa relación tiene lugar en el Espíritu Santo. Así se nos manifiesta la verdad teológica .y revelada. de una apostolicidad cuyo principio y fuente es el Espíritu Santo, en cuanto autor de la comunión en la verdad que vincula con Cristo a los Apóstoles y, mediante su palabra, a las generaciones cristianas y a la Iglesia en todos los siglos de su historia.

3. Hemos repetido en muchas ocasiones el anuncio de Jesús a los Apóstoles en la Ultima Cena: 'El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho' (Jn 14, 26). Estas palabras de Cristo pronunciadas antes de su Pasión, encuentran su complemento en el texto de Lucas donde se lee que Jesús 'después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los Apóstoles (...), fue llevado al cielo' (Hech 1, 2). El apóstol Pablo, a su vez, escribiendo a Timoteo (ante la perspectiva de su muerte), le recomienda: 'Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros' (2 Tim 1, 14). El Espíritu de Pentecostés, el Espíritu que llena a los Apóstoles y a las comunidades apostólicas, es el Espíritu que garantiza la transmisión de la fe en la Iglesia, de generación en generación, asistiendo a los sucesores de los Apóstoles en la custodia del 'buen depósito', como dice Pablo, de la verdad revelada por Cristo.

4. Leemos en los Hechos de los Apóstoles el relato de un episodio en el que se trasluce, de modo muy claro, esta verdad de la apostolicidad de la Iglesia en su dimensión pneumatológica. Es cuando el apóstol Pablo, 'encadenado en el Espíritu' )como él mismo decía), v Jerusalén, sintiendo que aquellos a quienes ha evangelizado en Éfeso ya no lo volverán a ver (Cfr. Hech 20, 25). Entonces se dirige a los presbíteros de la Iglesia de aquella ciudad, que se habían reunido en torno a él, con estas palabras: 'Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo' (Hech 20, 28). 'Obispos' significa inspectores y guías: puestos a apacentar, por tanto, permaneciendo sobre el fundamento de la verdad apostólica que, según la previsión de Pablo, experimentará halagos y amenazas de parte de los propagadores de 'cosas perversas' (Cfr. Hech 20, 30) con el fin de apartar a los discípulos de la verdad evangélica predicada por los Apóstoles. Pablo exhorta a los pastores a velar por la grey, pero con la certeza de que el Espíritu Santo, que los puso como 'obispos', los asiste y los sostiene, mientras él mismo guía su sucesión a los Apóstoles en el munus, en el poder y en la responsabilidad de guardar la verdad que, a través de los Apóstoles, recibieron de Cristo: con la certeza de que es el Espíritu Santo quien asegura la verdad misma y la perseverancia del pueblo de Dios en ella.

5. Los Apóstoles y sus sucesores, además de la tarea de la custodia, tienen igualmente la de dar testimonio de la verdad de Cristo, y también en esta tarea actúan con la asistencia del Espíritu Santo. Como dijo Jesús a los Apóstoles antes de su Ascensión: 'Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra' (Hech 1, 8). Es una vocación que vincula a los Apóstoles con la misión de Cristo, quien en el Apocalipsis es llamado 'el testigo fiel' (Ap 1, 5). En efecto, él en la oración por los Apóstoles dice al Padre: 'Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo' (Jn 17, 18); y en la aparición de la tarde de Pascua, antes de alentar sobre ellos el soplo del Espíritu Santo, les repite: 'Como el Padre me envió, también yo os envío' (Jn 20, 21). Pero el testimonio de los Apóstoles, continuadores de la misión de Cristo, está vinculado con el Espíritu Santo quien, a su vez, da testimonio de Cristo: 'El Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio' (Jn 15, 26.27). A estas palabras de Jesús en la Ultima Cena aluden las que dirige también a los Apóstoles antes de la Ascensión, cuando a la luz del designio eterno sobre la muerte y resurrección de Cristo, dice que 'se predicará en su nombre la conversión para el perdón de los pecados (...). Vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre' (Lc 24, 48.49). Y, de modo definitivo, anuncia: 'Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos' (Hech 1, 8). Es la promesa de Pentecostés, no sólo en sentido histórico, sino también como dimensión interior y divina del testimonio de los Apóstoles y, por consiguiente, .se puede decir. de la apostolicidad de la Iglesia.

6. Los Apóstoles son conscientes de que han sido así asociados al Espíritu Santo al 'dar testimonio' de Cristo crucificado y resucitado, como se desprende claramente de la respuesta que Pedro y sus compañeros dan a los sanedritas que querían obligarles a guardar silencio acerca de Cristo: 'El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándole de un madero. A éste le ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen' (Hech 5, 30.32). También la Iglesia, a lo largo de toda su historia, tiene conciencia de que el Espíritu Santo está con ella cuando da testimonio de Cristo. Aun constatando los límites y la fragilidad de sus hombres, y con el esfuerzo de la búsqueda y de la vigilancia que Pablo recomienda a los 'obispos' en su despedida de Mileto, la Iglesia sabe que el Espíritu Santo la guarda y la defiende del error en el testimonio de su Señor y en la doctrina que de él recibe para anunciarla al mundo. Como dice el Concilio Vaticano II, 'esta infalibilidad que el divino redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad' (Lumen Gentium, 25). El texto conciliar aclara de qué modo esta infalibilidad corresponde a todo el Colegio de los obispos, y en particular al Obispo de Roma, en cuanto sucesores de los Apóstoles que perseveran en la verdad heredada gracias al Espíritu Santo.

7. El Espíritu Santo es, pues, el principio vital de esta apostolicidad. Gracias a él, la Iglesia puede difundirse en todo el mundo, a través de las diversas épocas de la historia, implantarse en medio de culturas y civilizaciones tan diferentes, conservando siempre su propia identidad evangélica. Como leemos en el decreto Ad gentes del mismo Concilio: 'Cristo envió de parte del Padre al Espíritu Santo, para que llevar cabo interiormente .intus. su obra salvífica e impulsar la Iglesia a extenderse a sí misma (...). Antes de dar voluntariamente su vida para salvar al mundo, de tal manera organizó el ministerio apostólico y prometió enviar al Espíritu Santo, que ambos están asociados en la realización de la obra de la salvación en todas partes y para siempre. El Espíritu Santo unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos a toda la Iglesia a través de todos los tiempos, vivificando, a la manera del alma, las instituciones eclesiásticas e infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo' (Ad gentes, 4). Y la constitución Lumen Gentium subraya que 'esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta el fin del mundo (Cfr. Mt 28, 20), puesto que el Evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el principio de toda vida para la Iglesia' (Lumen Gentium, 20).

En la próxima catequesis veremos que, en el cumplimiento de esta misión evangélica, el Espíritu Santo interviene dando a la Iglesia una garantía celeste.

 

 

El Espíritu Santo custodia las fuentes de La Revelación (16.I.91)

1. La apostolicidad de la Iglesia, en su significado más profundo, consiste en la permanencia de los pastores y de los fieles, en su conjunto, en la verdad recibida de Cristo mediante los Apóstoles y sus sucesores, con una inteligencia cada vez más adecuada de su contenido y de su valor para la vida. Es una verdad de origen divino, que se refiere a los misterios que superan las posibilidades de descubrimiento y de visión de la mente humana, ya que sólo en virtud de la Palabra de Dios, dirigida al hombre la con las analogías conceptuales y expresivas de su lenguaje, puede percibirse, predicarse, creerse y obedecerse fielmente. Una autoridad de valor simplemente humano no bastaría para garantizar ni la autenticidad de transmisión de esa verdad, ni por consiguiente la dimensión profunda de la apostolicidad de la Iglesia. El Concilio Vaticano II nos asegura que el Espíritu Santo es el que garantiza esta autenticidad.

2. Según la constitución Dei Verbum, Jesucristo ''con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna' (Dei Verbum, 4). Este pasaje de la constitución conciliar sobre la divina revelación halla su justificación en las palabras que Cristo dirigió a los Apóstoles en el Cenáculo y que cita el evangelista Juan: 'Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga' (Jn 16, 12.13). Así, pues, será el Espíritu Santo quien conceda la luz a los Apóstoles para que anuncien la 'verdad entera' del Evangelio de Cristo, 'enseñando a todas las gentes' (Cfr. Mt 28, 19): ellos, y obviamente sus sucesores en esta misión.

3. La constitución Dei Verbum prosigue diciendo que el mandato (de anunciar el Evangelio) 'se cumplió fielmente, pues los Apóstoles con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó; además, los mismos Apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo' (Dei Verbum, 7). Como se ve, el texto conciliar se refiere a la aseguración de la verdad revelada por parte del Espíritu Santo, tanto en su transmisión oral (origen de la Tradición) como en la forma escrita que se hizo con la inspiración y la asistencia divina en los libros del Nuevo Testamento.

4. Leemos también que 'el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo (Cfr. Col 3, 16)' (Dei Verbum, 8). Por eso 'la Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La sagrada Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores, para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación' (Dei Verbum, 9).

También 'el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios... ha sido encomendado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo. Pero el Magisterio... por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído' (Dei Verbum, 10).

Existe, pues un vinculo intimo entre la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. Gracias a este nexo íntimo, el Espíritu Santo garantiza la transmisión de la divina Revelación y consiguientemente la identidad de la fe en la Iglesia.

5. Sobre la Sagrada Escritura, en particular, el Concilio nos dice que 'la santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que escritos por inspiración del Espíritu Santo (Cfr. Jn 20, 31; 2 Tim 3,16; 2 Pe 1,19.21; 3,15.16), tienen a Dios como autor y como tales han sido confiados a la Iglesia... Todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo' (Dei Verbum, 11). Por consiguiente la Sagrada Escritura 'se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita' (Dei Verbum, 12). 'Pues lo que los Apóstoles predicaron por mandato de Jesucristo, después ellos mismos con otros de su generación lo escribieron por inspiración del Espíritu Santo y nos lo entregaron como fundamento de la fe: el Evangelio cuádruple, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan' (Dei Verbum, 18).

'Después de la Ascensión del Señor, los Apóstoles comunicaron a sus oyentes esos dichos y hechos con la mayor comprensión que les daban la resurrección gloriosa de Cristo y la enseñanza del Espíritu de la verdad' (Dei Verbum, 19).

6. Este intimo vinculo entre el Espíritu Santo, la revelación y la transmisión de la verdad divina es la base de la autoridad apostólica de la Iglesia y el tema decisivo de nuestra fe en la Palabra que la Iglesia nos transmite. Además, como dice también el Concilio, el Espíritu Santo interviene en el nacimiento interior de la fe en el alma del hombre. Efectivamente, 'cuando Dios revela, el hombre tiene que 'someterse con la fe' (Cfr. Rom 16, 26; como. con Rom 1, 5; 2 Cor 10, 5.6). Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece 'el homenaje total de sus entendimiento y voluntad', asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede 'a todos gusto en aceptar y creer la verdad'. Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones' (Dei Verbum, 5).

7. Se trata aquí de la fe de la Iglesia en su conjunto y, en la Iglesia, de todo creyente. Se trata también de la 'inteligencia correcta de la divina revelación, que brota de la fe también por obra del Espíritu Santo, y del 'desarrollo' de la fe mediante la reflexión y el estudio de los creyentes'. En efecto, hablando de la 'Tradición de origen apostólico', el Concilio dice que 'va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (como María: Cfr. Lc 2, 19, 51), cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los Apóstoles en la carisma de la verdad' (Dei Verbum, 8). Y de la Sagrada escritura dice que 'inspirada por Dios y escrita de una vez para siempre, nos transmite inmutablemente la palabra del mismo Dios; y en las palabras de los Apóstoles y Profetas hace resonar la voz del Espíritu Santo' (Dei Verbum, 21). Por eso 'la Iglesia, esposa de la Palabra hecha carne, instruida por el Espíritu Santo, procura comprender cada vez más profundamente la Sagrada Escritura' (Dei Verbum, 23).

8. Por eso la Iglesia 'venera la Escritura', se nutre de ella como un 'pan de vida' y 'ha considerado siempre como suprema norma de su fe la Escritura unida a la Tradición' (Dei Verbum, 21). Y, puesto que, 'camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios' (Dei Verbum, 8), toda la vida de la Iglesia está animada por el Espíritu con el que invoca la venida gloriosa de Cristo. Como leemos en el Apocalipsis: 'El Espíritu y la novia dicen: '¡Ven! ' (Ap 2, 17).

Para esta plenitud de verdad el Espíritu Santo conduce y garantiza la transmisión de la Revelación, preparando a la Iglesia y, en la Iglesia, a todos y a cada uno de nosotros, a la venida definitiva del Señor.

 

 

El Espíritu Santo es principio de la vida sacramental (30.I.91)

1. Además de ser fuente de la verdad y principio vital de la entidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, el Espíritu Santo es también fuente y principio de la vida sacramental, mediante la que la Iglesia toma fuerza de Cristo, participa de su santidad, se alimenta de su gracia, crece y avanza en su peregrinar hacia la eternidad. El Espíritu Santo, que está en el origen de la encarnación del Verbo, es la fuente viva de todos los sacramentos instituidos por Cristo y que la Iglesia administra. Precisamente a través de los sacramentos, él da a los hombres la 'nueva vida', asociando a sí a la Iglesia como cooperadora en esta acción salvífica.

2. No es el caso de explicar ahora la naturaleza, la propiedad y las finalidades de los sacramentos, a los que dedicaremos, Dios mediante, otras catequesis. Pero podemos remitir siempre a la fórmula sencilla y precisa del antiguo catecismo, según el cual 'los sacramentos son los medios de la gracia instituidos por Jesucristo para salvarnos', y repetir una vez más que el Espíritu Santo es el autor, el difusor y casi el soplo de la gracia de Cristo en nosotros. En esta catequesis veremos cómo, según los textos evangélicos, este vínculo se reconoce en cada uno de los sacramentos.

3. El vinculo es especialmente claro en el bautismo, tal como lo describe Jesús en la conversación con Nicodemo, es decir, como 'nacimiento de agua y de Espíritu Santo': 'Lo nacido de la carne es carne; lo nacido del Espíritu es espíritu... Tenéis que nacer de lo alto' (Jn 3, 5-7).

Ya el Bautista había anunciado y presentado a Cristo como 'el que bautiza con Espíritu Santo' (Jn 1, 33), 'en Espíritu Santo y fuego' (Mt 3, 11). En los Hechos de los Apóstoles y en los escritos apostólicos aparece la misma verdad, aunque expresada de modo diverso. El día de Pentecostés Pedro invitaba a los oyentes de su mensaje: 'Que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo' (Hech 2, 38). En sus cartas san Pablo habla de un 'baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo', que derramó Jesucristo, nuestro Salvador (Cfr. Tit 3, 5.6); y recuerda a los bautizados: 'Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios' (1 Cor 6, 11). Y también les dice: 'en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo' (1 Cor 12,13). En la doctrina de Pablo, al igual que en el evangelio, el Espíritu Santo y el nombre de Jesucristo están asociados en el anuncio, en la administración y en el reclamo del bautismo como fuente de la santificación y de la salvación, es decir, de la nueva vida de la que habla Jesús con Nicodemo.

4. La confirmación, sacramento unido al del bautismo, es presentada en los Hechos de los Apóstoles bajo la forma de una imposición de las manos, por medio de la cual los Apóstoles comunicaban el don del Espíritu Santo. A los nuevos cristianos, que habían sido ya bautizados, Pedro y Juan 'les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo' (Hech 8, 17). Lo mismo se dice del apóstol Pablo con respecto a los otros neófitos: 'Habiéndoles Pablo impuesto las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo' (Hech 19, 6).

Por medio de la fe y de los sacramentos, por tanto, hemos sido 'sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia' (Ef 1,13-14). A los Corintios, Pablo escribe: 'Es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con u sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestro corazones' (2 Cor 1, 21.22; Cfr. 1 Jn 2, 20. 27; 3, 24). La carta a los Efesios añade la advertencia significativa de que no entristezcamos al Espíritu Santo con el que 'hemos sido sellados para el día de la redención' (Ef 3, 30).

De los Hechos de los Apóstoles se puede deducir que el sacramento de la confirmación era administrado mediante la imposición de las manos, tras el bautismo, 'en el nombre del Señor Jesús' (Cfr. Hech 8, 15.17; 19, 5.6).

5. El vinculo con el Espíritu Santo en el sacramento de la reconciliación (o de la penitencia) lo establecen con firmeza las palabras de Cristo mismo después de la resurrección. En efecto, san Juan nos atestigua que Jesús sopló sobre los Apóstoles y les dijo: 'Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos' (Jn 20, 22)23). Y estas palabras pueden referirse también al sacramento de la unción de los enfermos, acerca del cual leemos en la carta de Santiago que 'La oración de la fe juntamente con la unción realizada por los presbíteros en el nombre del Señor salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados' (St 5, 14.15). En esta unción y oración, la tradición cristiana ha visto una forma inicial del sacramento (Cfr. C.G. IV, c. 73), y esta identificación fue confirmada por el Concilio de Trento (Cfr. DS., 1695).

6. Por lo que respecta a la Eucaristía, en el Nuevo Testamento la relación con el Espíritu Santo aparece, al menos de modo indirecto, en el texto del evangelio según san Juan que refiere el anuncio hecho por Jesús en la sinagoga de Cafarnaún sobre la institución del sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, anuncio al que siguen estas significativas palabras: 'El Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida' (Jn 6, 63). Tanto la palabra como el sacramento tienen vida y eficacia operativa por el Espíritu Santo.

La tradición cristiana es consciente de este vínculo entre la Eucaristía y el Espíritu Santo. Así lo ha manifestado y lo manifiesta también hoy en la misa, cuando con la epíclesis la Iglesia pide la santificación de los dones ofrecidos sobre el altar: 'con la fuerza del Espíritu Santo' (Plegaria eucarística tercera), o 'con la efusión de tu Espíritu' (Plegaria eucarística segunda), o 'bendice y acepta, oh Padre, esta ofrenda' (Plegaria eucarística primera). La Iglesia subraya el misterioso poder del Espíritu Santo para la realización de la consagración eucarística, para la transformación sacramental del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y para la irradiación de la gracia en los que participan de ella y en toda la comunidad cristiana.

7. También con respecto al sacramento del orden, san Pablo habla del 'carisma' (o don del Espíritu Santo) que sigue a la imposición de las manos (Cfr. 1 Tim 4, 14; 2 Tim 1, 6), y declara con firmeza que el Espíritu Santo es quien 'pone' a los obispos en la Iglesia (Cfr. Hech 20, 28). Otros pasajes de las cartas de san Pablo y de los Hechos de los Apóstoles atestiguan que existe una relación especial entre el Espíritu Santo y los ministros de Cristo, es decir, los Apóstoles y sus colaboradores y luego sucesores como obispos, presbíteros y diáconos, herederos no sólo de su misión, sino también de los carismas, como veremos en la próxima catequesis.

8. Finalmente, deseo recordar que el matrimonio sacramental, 'gran misterio..., respecto a Cristo y la Iglesia' (Ef 5, 32), en el que tiene lugar, en nombre y por virtud de Cristo, la Alianza de dos personas, un hombre y una mujer, como comunidad de amor que da vida, es la participación humana en aquel amor divino que 'ha sido derramado en nuestro corazones por el Espíritu Santo' (Rom 5, 5). La tercera Persona de la Santísima Trinidad, que, según san Agustín, es en Dios la 'comunión consustancial' (communio consubstantialis) del Padre y del Hijo (Cfr. De Trinitate, VI, 5. 7; PL 42, 928), por medio del sacramento del matrimonio forma la 'comunión de personas' del hombre y de la mujer.

9. Al concluir esta catequesis, con la que hemos esbozado, por lo menos, la verdad de la presencia activa del Espíritu Santo en la vida sacramental de la Iglesia, como nos la muestra la Sagrada Escritura, la Tradición y, de modo especial, la Liturgia sacramental, no puedo menos de subrayar la necesidad de una continua profundización de esta doctrina maravillosa, y de recomendar a todos el empeño de una práctica sacramental cada vez más conscientemente dócil y fiel al Espíritu Santo que, especialmente a través de los 'medios de salvación instituidos por Jesucristo', lleva a cumplimiento la misión confiada a la Iglesia en la realización de la redención universal.

 

 

El Espíritu Santo vivifica el ministerio pastoral (6.II.91)

1. Para la plena realización de la vida de fe, para la preparación de los sacramentos y para la ayuda continua a las personas y a las comunidades en la correspondencia a la gracia conferida a través de estos 'medios salvíficos', existe en la Iglesia una estructura de ministerios (es decir, de encargos y; órganos de servicio, diaconías), algunos de los cuales son de institución divina. Son, principalmente, los obispos, los presbíteros y los diáconos. Son bien conocidas las palabras que dirige san Pablo a los 'presbíteros' de la Iglesia de Éfeso y que nos refieren los Hechos de los Apóstoles: 'Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su Hijo' (Hech 20, 28). En esta recomendación de Pablo se manifiesta el vinculo que existe entre el Espíritu Santo y el servicio o ministerio jerárquico, que se ejerce en la Iglesia. El Espíritu Santo que, obrando continuamente en la Iglesia, la ayuda a perseverar en la verdad de Cristo heredada de los Apóstoles e infunde en sus miembros toda la riqueza de la vida sacramental, es también quien 'pone a los obispos', como leemos en los Hechos de los Apóstoles.

2. Los Apóstoles, en toda su obra de evangelización y de gobierno, eran plenamente conscientes de esta verdad, que se referí ellos en primer lugar. Así, Pedro, dirigiéndose a los fieles esparcidos por diversas regiones del mundo pagano, les recuerda que la predicación evangélica fue realizada 'en el Espíritu Santo enviado desde el cielo' (1 Pe 1, 12). De forma análoga, el apóstol Pablo en diversas ocasiones manifiesta la misma conciencia. Así, en la segunda carta a los Corintios escribe: 'Nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una Nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu' (2 Cor 3, 5.6). Según el Apóstol, el 'servicio de la Nueva Alianza' está vivificado por el Espíritu Santo, en virtud del cual tiene lugar el anuncio del Evangelio y toda la obra de santificación, que Pablo fue llamado a desarrollar especialmente entre los pueblos ajenos a Israel. (...)

Pero todo el colegio apostólico sabía que estaba inspirado, mandado y movido por el Espíritu Santo en el servicio a los fieles, tal como se pone de manifiesto en aquella declaración conclusiva del Concilio de los Apóstoles y de sus más estrechos colaboradores .los 'presbíteros'. en Jerusalén: 'Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros' (Hech 15, 28).

3. El apóstol Pablo con frecuencia afirma que, con el ministerio que él ejerce en virtud del Espíritu Santo, pretende 'mostrar el Espíritu y su poder'. En su mensaje no se hallan 'el prestigio de la palabra', ni 'los persuasivos discursos de la sabiduría' (1 Cor 2, 1. 4) porque, como Apóstol, él habla 'no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales' (1 Cor 2, 13). Y aquí hace él esa distinción tan significativa entre 'el hombre natural', que no capta 'las cosas del Espíritu de Dios' y 'el hombre espiritual', que 'lo juzga todo' (1 Cor 2, 14.15) a la luz de la verdad revelada por Dios. El Apóstol puede escribir de sí mismo .como de los demás anunciadores de la palabra de Cristo. que Dios les reveló las cosas referentes a los divinos misterios 'por medio del Espíritu y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios' (1 Cor 2, 10).

4. Pero a la conciencia del poder del Espíritu Santo, que está presente y actúa en su ministerio, corresponde en san Pablo la concepción de su apostolado como servicio. Recordemos aquella hermosa síntesis de todo su ministerio: 'No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús' (2 Cor 4, 5). Estas palabras, reveladoras del pensamiento y la intención que Pablo lleva en su corazón, son decisivas para el planteamiento de todo ministerio de la Iglesia y en la Iglesia a lo largo de los siglos, y constituyen la clave esencial para entenderlo de modo evangélico. Son la base de la misma espiritualidad que debe florecer en los sucesores de los Apóstoles y en sus colaboradores: servicio humilde de amor, aun teniendo presente lo que el mismo apóstol Pablo afirma en la primera carta a los Tesalonicenses: 'Os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión' (1 Tes 1, 5). Podríamos decir que son como las dos coordenadas que permiten situar el ministerio de la Iglesia; el espíritu de servicio y la conciencia del poder del Espíritu Santo, que actúa en la Iglesia. Humildad de servicio y fuerza de espíritu, que deriva de la convicción personal de que el Espíritu Santo nos asiste y sostiene en el ministerio, si somos dóciles y fieles a su acción en la Iglesia.

5. Pablo estaba convencido de que su acción derivaba de esa fuente transcendente. Y no vacilaba en escribir a los Romanos: 'Tengo, pues, de qué gloriarme en Cristo Jesús en lo referente al servicio de Dios. Pues no me atreveré a hablar de cosa alguna que Cristo no haya realizado por medio de mi para conseguir la obediencia de los gentiles, de palabra y de obra, en virtud de señales y prodigios, en virtud del Espíritu de Dios...' (Rom 15, 17.19).

Y en otra ocasión, tras haber dicho a los Tesalonicenses, como ya aludimos: 'Os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión. Sabéis cómo nos portamos entre vosotros en atención a vosotros', Pablo cree que puede darles este hermoso testimonio: 'Por vuestra parte, os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones. De esta manera os habéis convertido en modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya...' (1 Tes 1, 6.7). Es la perspectiva más espléndida y debe ser el propósito más comprometedor de todos los que han sido llamados a ejercer los ministerios en la Iglesia: ser, como Pablo, no sólo anunciadores, sino también testigos de fe y modelos de vida, y tender a lograr que también los fieles lo sean los unos para los otros en el ámbito de la misma Iglesia y entre las diversas Iglesias particulares.

6. Ésta es la verdadera gloria del ministerio que, según el mandato de Jesús a los Apóstoles, debe servir para predicar 'la conversión para el perdón' (Lc 24, 47). Si, es un ministerio de humildad, pero también de gloria. Todos los que están llamados a ejercerlo en la Iglesia pueden hacer suyas dos expresiones de los sentimientos de Pablo. En primer lugar: 'Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo e nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!' (2 Cor 5, 1820). El segundo texto es aquel en que Pablo, considerando el 'ministerio de la Nueva Alianza' como un 'ministerio del Espíritu' (2 Cor 3, 6) y, comparándolo con el que ejerció Moisés en el Sinaí como mediador de la Antigua Ley (Cfr. Ex 24, 12), observa: si aquel 'resultó glorioso hasta el punto de no poder los hijos de Israel fijar su vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, aunque pasajera, '¡cuánto más glorioso no será el ministerio del Espíritu!'. Refleja en sí (da gloria sobreeminente de la Nueva Alianza (2 Cor 3, 7.10).

Es la gloria de la reconciliación que tuvo lugar en Cristo. Es la gloria del servicio prestado a los hermanos con la predicación del mensaje de la salvación. Es la gloria de no habernos predicado a nosotros mismos, 'sino a Cristo Jesús como Señor' (2 Cor 4, 5). Repitámoslo siempre: ¡es la gloria de la cruz!

7. La Iglesia ha heredado de los Apóstoles la conciencia de la presencia y de la asistencia del Espíritu Santo. Lo atestigua el Concilio Vaticano II cuando escribe en la constitución Lumen Gentium: 'El Espíritu Santo habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (Cfr. 1 Cor 3, 16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (Cfr. Gal 4, 6; Rom 8, 15.16. 26). Guía a la Iglesia a toda la verdad (Cfr. Jn 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y la gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos, y la embellece con sus frutos (Cfr. Ef 4, 11.12; 1 Cor 12, 4; Ga 5, 22)' (Lumen Gentium, 4).

De esta intima conciencia deriva el sentido de paz que los pastores de la grey de Cristo conservan también en las horas en que se desencadena sobre el mundo y sobre la Iglesia la tempestad. Ellos saben que, por encima de sus limites y de su incapacidad, pueden contar con el Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia y el guía de la historia.

 

 

Los dones que el Espíritu Santo da a la Iglesia (27.II.91)

1. Hemos concluido la anterior catequesis con un texto del Concilio Vaticano II que es necesario recoger como punto de partida para la catequesis de hoy. Leemos en la constitución Lumen Gentium 'El Espíritu Santo habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (Cfr 1 Cor 3, 16; 6,19), y con ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (Cfr Gal 4, 6; Rom 15.16 y 26). Guía a la Iglesia a toda la verdad (Cfr Jn 16,13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (Cfr Ef 4, 11.12; 1 Cor 12, 4)' (n.4).

Tras haberme referido en la anterior catequesis a la estructura ministerial de la Iglesia, animada y sostenida por el Espíritu Santo, quiero abordar ahora, siguiendo la línea del Concilio, el tema de los dones espirituales y de los carismas que él otorga a la Iglesia como Dator munerum, Dador de los dones, según la invocación de la Secuencia de Pentecostés.

2. También aquí podemos recurrir a las cartas de san Pablo para exponer la doctrina de modo sintético, tal como lo exige la índole de la catequesis. Leemos en la primera carta a los Corintios: 'Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en todos' (12,4-6). La relación establecida en estos versículos entre la diversidad de carismas, de ministerios y de operaciones, nos sugiere que el Espíritu Santo es el Dador de una multiforme riqueza de dones, que acompaña los ministerios y la vida de fe, de caridad, de comunión y de colaboración fraterna de los fieles, como resulta patente en la historia de los Apóstoles y de las primeras comunidades cristianas.

San Pablo hace hincapié en la multiplicidad de los dones: 'A uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, carismas de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros, a otro, profecía; a otro, diversidad de lenguas' (1 Cor 12, 8.10). Es preciso resaltar aquí que la enumeración del Apóstol no reviste un carácter limitativo. Pablo señala los dones particularmente significativos en la Iglesia de entonces, dones que tampoco han dejado de manifestarse en épocas sucesivas, pero sin agotar, ni en sus comienzos ni después, el horizonte de nuevos carismas que el Espíritu Santo puede conceder, de acuerdo con las nuevas necesidades. Puesto que 'a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común' (1 Cor 12, 7), cuando surgen nuevas exigencias y nuevos problemas en la 'comunidad', la historia de la Iglesia nos confirma la presencia de nuevos dones.

3. Cualquiera que sea la naturaleza de los dones, y aunque den la impresión de servir principalmente a la persona que ha sido beneficiada con ellos (por ejemplo, la 'glosolalia' a la que alude el Apóstol en 1 Cor 14, 5.18), todos convergen de alguna manera hacia el servicio común, sirven para edificar a un Cuerpo. ''Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo... Y todos hemos bebido de un solo Espíritu' (1 Cor 12, 13). De ahí la recomendación de Pablo a los Corintios: 'Ya que aspiráis a los dones espirituales, procurad abundar en ellos para la edificación de la asamblea' (1 Cor 14, 12). En el mismo contexto se sitúa la exhortación 'aspirad... a la profecía' (l Cor 14, 1), más 'útil' para la comunidad que el don de lenguas. 'Pues el que habla en lengua no habla a los hombres sino a Dios. En efecto, nadie lo entiende: dice en espíritu cosas misteriosas. Por el contrario, el que profetiza, habla a los hombres para su edificación, exhortación y consolación..., edifica a toda la asamblea' (1 Cor 14, 2.3).

Evidentemente Pablo prefiere los carismas de la edificación, podríamos decir, del apostolado. Pero, por encima de todos los dones, recomienda el que más sirve para el bien común: 'Buscad la caridad' (1 Cor 14, 1). La caridad fraterna, enraizada en el amor a Dios, es el 'camino perfecto', que Pablo se siente instado a indicar y que exalta con un himno, no sólo de elevado lirismo, sino también de sublime espiritualidad (Cfr 1 Cor 13, 1.3).

4. El Concilio Vaticano II, en la constitución dogmática sobre la Iglesia, recoge la enseñanza paulina acerca de los dones espirituales y, en especial, de los carismas, precisando que 'estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adeudados y útiles a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de la autenticidad de su ejercicio razonable, pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (Cfr 1 Tes 5, 12 y 19, 21)' (Lumen Gentium, 12). Este texto de sabiduría pastoral se coloca en la línea de las recomendaciones y normas que, como ya hemos visto, san Pablo daba a los corintios con el propósito de ayudarlos a valorar correctamente los carismas y discernir los verdaderos dones del Espíritu.

Según el mismo Concilio Vaticano II, entre los carismas más importantes figuran los que sirven para la plenitud de la vida espiritual, en especial los que se manifiestan en las diversas formas de vida 'consagrada', de acuerdo con los consejos evangélicos, que el Espíritu Santo suscita siempre en medio de los fieles. Leemos en la constitución Lumen Gentium: 'Los consejos evangélicos de castidad consagrad Dios, de pobreza y de obediencia, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor, y recomendados por los Apóstoles y Padres, así como por los doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre. La autoridad de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupó de interpretar estos consejos, de regular su práctica e incluso de fijar formas estables de vivirlos... El estado religioso... muestra también ante todos los hombres la soberana grandeza del poder de Cristo glorioso y la potencia infinita del Espíritu Santo, que obra maravillas en la Iglesia. Por consiguiente, el estado constituido por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la escritura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible a su vida y santidad... La misma jerarquía, siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo, admite las reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, y las aprueba aténticamente' (núms. 43.45).

Es muy importante esta concepción del estado religioso como obra del Espíritu Santo, mediante la cual la Tercera Persona de la Trinidad hace casi visible la acción que despliega en toda la Iglesia para llevar a los fieles a la perfección de la caridad.

5. Por lo tanto, es legitimo reconocer la presencia operativa del Espíritu Santo en el empeño de quienes (obispos, presbíteros, diáconos y laicos de todas las categorías) se esfuerzan por vivir el Evangelio en su propio estado de vida. Se trata de 'diversos órdenes', dice el Concilio (Lumen Gentium, 13), que manifiestan la 'multiforme gracia de Dios'. Es importante para todos que 'cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido' (1 Pe 4, 10). De la abundancia y de la variedad de los dones brota la comunión de la Iglesia, una y universal en la variedad de los pueblos, las tradiciones, las vocaciones y las experiencias espirituales.

La acción del Espíritu Santo se manifiesta y actúa en la multiplicidad y en la riqueza de los carismas que acompañan a los ministerios; y éstos se ejercen de diversas formas y medidas, en respuesta a las necesidades de los tiempos y de los lugares; por ejemplo, en la ayuda prestada a los pobres, a los enfermos, a los necesitados, a los misnusválidos y a los que están (impedidos 'de un modo u otro. También se ejercen, en una esfera más elevada, mediante el consejo, la dirección espiritual, la pacificación entre los contendientes, la conversión de los pecadores, la atracción hacia la palabra de Dios, la eficacia de la predicación y la palabra escrita, la educación a la fe, el fervor por el bien, etc. Se trata de un abanico muy grande de carismas, por medio de los cuales el Espíritu Santo infunde en la Iglesia su caridad y su santidad, en analogía con la economía general de la creación, en la que, como nota santo Tomás, el único Ser de Dios hace participes a las cosas de su perfección infinita (Cfr S.Th. II.II, q. 183, a. 2).

6. No hay que contraponer estos carismas a los ministerios de carácter jerárquico y, en general, a los 'oficios', que también han sido establecidos con vistas a la unidad, el buen funcionamiento y la belleza de la Iglesia. El orden jerárquico y toda la estructura ministerial de la Iglesia se halla bajo la acción de los carismas, como se deduce de las palabras de san Pablo en sus cartas a Timoteo: 'No descuides el Carisma que hay en ti, que se te comunicó con intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de presbíteros' (l Tim 4, 14); 'te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos' (2 Tim 1, 6).

Hay, pues, un carisma de Pedro, hay carismas de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos; hay un carisma concedido a quien está llamado a ocupar un cargo eclesiástico, un ministerio. Se trata de descubrir, reconocer y aceptar estos carismas, pero sin presunción alguna. Por esta razón el Apóstol escribe a los Corintios: 'En cuanto a los dones espirituales, no quiero, hermanos, que estéis en la ignorancia' (l Cor 12, 1). Pablo empieza precisamente en este punto su enseñanza sobre los carismas; indica una línea de conducta para los convertidos de Corinto quienes, cuando aún eran paganos, se dejaban 'arrastrar ciegamente hacia los ídolos mudos' (manifestaciones anómalas que debían rechazar). 'Por eso os hago saber que nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: '¡Jesús es Señor!' (1 Cor 12, 3). Esta verdad, junto con la de la Trinidad, es fundamental para la fe cristiana. La profesión de fe en esta verdad es un don del Espíritu Santo, y esto es mucho más que un mero acto de conocimiento humano. En este acto de fe, que está y debe estar en los labios y en el corazón de todos los verdaderos creyentes, 'manifiesta' el Espíritu Santo (Cfr 1 Cor 12, 7). Es la primera y más elemental realización de lo que decía Jesús en la última Cena: 'El (Espíritu Santo) me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros' (Jn 16, 14).

 

 

El Espíritu Santo como Consolador(13.III.91)

1. En el discurso de despedida, dirigido a los Apóstoles durante la Ultima Cena, Jesús prometió: 'Yo pediré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre' (Jn 14,16). El título 'Consolador' traduce aquí la palabra griega Parakletos, nombre dado por Jesús al Espíritu Santo. En efecto, 'Consolador' es uno de los posibles sentidos de Paráclito. En el discurso del Cenáculo, Jesús sugiere en este sentido, porque promete a los discípulos la presencia continua del Espíritu como remedio a la tristeza provocada por su partida (Cfr. Jn 16, 6.8).

El Espíritu Santo, mandado por el Padre, será 'otro Consolador' enviado en nombre de Cristo, cuya misión mesiánica debe concluir con su partida de este mundo para volver al Padre. Esta partida, que tiene lugar mediante la muerte y la resurrección, es necesaria para que pueda venir el 'otro Consolador'. Jesús lo afirma claramente cuando dice: 'Si no me voy, no vendrá a vosotros el Consolador' (Jn 16, 7). La constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II presenta este envío del 'Espíritu de la verdad' como el momento conclusivo del proceso de la revelación y de la redención, que responde al designio eterno de Dios (n. 4). Y todos nosotros, en la Secuencia de Pentecostés, lo invocamos: 'Veni , Consolator optime'.

2. En las palabras de Jesús acerca del Consolador se escucha el eco de los libros del Antiguo Testamento y, en particular, del 'Libro de la consolación de Israel', incluido en los escritos recogidos bajo el nombre del profeta Isaías; 'Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios... Hablad al corazón de Jerusalén... Ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa' (Is 40, 12). Y, un poco más adelante: '¡Aclamad, cielos, y exultad, tierra! Prorrumpan los montes en gritos de alegría, pues el Señor ha consolado a su pueblo' (Is 49,13). El Señor es para Israel como una madre que no puede olvidar a su hijo. Más aún; Isaías insiste en hacer decir al Señor: 'Aunque una madre se llegase a olvidar, yo no te olvido' (Is 49, 15).

En la finalidad objetiva de la profecía de Isaías, además del anuncio de la vuelta de Israel a Jerusalén tras el exilio, la 'consolación' encierra un contenido mesiánico, que los israelitas piadosos, fieles a la herencia de sus padres, tuvieron presente hasta los umbrales del Nuevo Testamento. Así se explica lo que leemos en el evangelio de Lucas acerca del viejo Simeón, que 'esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor' (Lc 2, 25.26).

3. Según Lucas, que habla de hechos sucedidos y narrados en el contexto del misterio de la Encarnación, es el Espíritu Santo quien realiza la promesa profética vinculad la venida del primer Consolador, Cristo. En efecto, es él quien lleva a cabo en María la concepción de Jesús, Verbo encarnado (Cfr. Lc 1, 35); es él quien ilumina a Simeón y lo conduce al Templo en el momento de la presentación de Jesús (Cfr. Lc 2, 27); en él Cristo, al inicio de su ministerio mesiánico, declara, refiriéndose al profeta Isaías: 'El Espíritu del Señor sobre mi, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos' (Lc 4, 18; cfr. Is 61,1 ss.).

El Consolador del que habla Isaías visto en la perspectiva profética, es Aquel que lleva la Buena Nueva de parte de Dios, confirmándola con 'signos', es decir, con obras que contienen los bienes saludables de verdad, de justicia, de amor y de liberación: la 'consolación de Israel'. Y Jesucristo cuando, cumplida su obra, deja este mundo para volver al Padre, anuncia 'otro Consolador', a saber, el Espíritu Santo, que el Padre mandará en nombre de su Hijo (Cfr. Jn 14, 26).

4. El Consolador, el Espíritu Santo, estará con los Apóstoles. Cuando Cristo ya no esté en la tierra, el Espíritu Santo los acompañará en los largos períodos de aflicción, que durarán siglos (Cfr. Jn 16, 17 ss.). Por tanto, estará con la Iglesia y en la Iglesia, especialmente en las épocas de luchas y persecuciones, como Jesús mismo promete a los Apóstoles con aquellas palabras que refieren los evangelios sinópticos: 'Cuando os lleven a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué os defenderéis, o qué diréis, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir' (Lc 12, 11.12; cfr. Mc 13, 11); 'No seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros' (Mt 10, 20). Esas palabras se pueden referir a las tribulaciones que sufrieron los Apóstoles y los cristianos de las comunidades fundadas y presididas por ellos; pero también a todos los que, en cualquier lugar de la tierra, en todos los siglos, tendrán que sufrir por Cristo. Y, en realidad, son muchos los que, en todos los tiempos, incluidos los recientes, han experimentado esta ayuda del Espíritu Santo. Ellos saben .y pueden dar testimonio de ello. qué gozo produce la victoria espiritual que el Espíritu Santo les concedió alcanzar. Toda la Iglesia de hoy lo sabe y es testigo de ello.

5. Ya desde los inicios, en Jerusalén, no le han faltado a la Iglesia contrariedades y persecuciones. Pero ya en los Hechos de los Apóstoles leemos: 'Las Iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo' (Hech 9, 31). El Espíritu-Consolador prometido por Jesús era quien había sostenido a los Apóstoles y a los demás discípulos de Cristo en las primeras pruebas y sufrimientos, y seguía concediendo a la Iglesia su confortación incluso en los períodos de tregua y de paz. De él dependía aquella paz y aquel crecimiento de las personas y de las comunidades en la verdad del Evangelio. Así sucedería siempre a lo largo de los siglos.

6. Una gran 'consolación' para la Iglesia primitiva fue la conversión y el bautismo de Cornelio, un centurión romano (Cfr. Hech 10, 44)48). Era el primer 'pagano' que, junto con su familia, entraba en la Iglesia, bautizado por Pedro. Desde aquel momento, se fueron multiplicando aquellos que, convertidos del paganismo, especialmente mediante la actividad apostólica de Pablo de Tarso y de sus compañeros, reforzaban la muchedumbre de los cristianos. Pedro, en su discurso a la asamblea de los Apóstoles y de los 'ancianos' reunidos en Jerusalén, reconoció en aquel hecho la obra del Espíritu Consolador 'Hermanos, vosotros sabéis que ya desde los primeros días me eligió Dios entre vosotros para que por mi boca oyesen los gentiles la palabra de la Buena Nueva y creyeran. Y Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros'(Hech 15, 7.9). Era una 'consolación' para la Iglesia apostólica el hecho de que al comunicar el Espíritu Santo, como dice Pedro, Dios 'no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones con la fe' (Hech 15, 9). Una 'consolación' era también la unidad que, al respecto, había existido en aquella reunión de Jerusalén: 'Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros (Hech 15, 28). Cuando se leyó a la comunidad de Antioquía la carta que refería las decisiones liberatorias de Jerusalén, todos 'se alegraron por la consolación (en griego paraklese ) que les infundía' (Hech 15, 31).

7. Otra .consolación' del Espíritu Santo para la Iglesia fue la redacción del Evangelio como texto de la Nueva Alianza. Si los textos del Antiguo Testamento, inspirados por el Espíritu Santo, son ya para la Iglesia un manantial de consolación y paciencia, como dice san Pablo a los Romanos (Rom 15, 4), cuánto más lo serán los libros que refieren 'todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio' (Hech 1,1). De estos podemos decir, con más razón, que han sido escritos 'para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza' (Rom 15, 4).

Por otra parte, una consolación que se ha de atribuir también al Espíritu Santo (Cfr. 1 Pe 1, 12) es el cumplimiento de la predicción de Jesús, a saber, que 'se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las gentes', (Mt 24, 14). Entre estas 'gentes' que abarcan todas las épocas, están también las del mundo contemporáneo, que parece tan distraído e incluso extraviado entre los éxitos y los atractivos de su progreso de orden temporal, demasiado unilateral. También a estas gentes, y a todos nosotros, se extiende la obra del Espíritu Paráclito, que no cesa de ser consolación y paciencia mediante la 'Buena Nueva' de salvación.

 

 

 


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