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San Agustín: LAS RETRACTACIONES

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LAS RETRACTACIONES
Hipona — Antes de 42

Prólogo

1. Hace ya tiempo que vengo pensando y queriendo hacer lo que ahora comienzo con la ayuda del Señor. Creo que no debo retrasar por más tiempo hacer la recensión de mis opúsculos en libros, cartas y tratados, corrigiendo con rigor de juez lo que no me agrada en ellos. Y que nadie, si no es un imprudente, se atreva a reprenderme porque corrijo mis errores. Si dice que no debí haber escrito lo que después me desagrada también a mí, dice la verdad y está de acuerdo conmigo, porque reprueba lo mismo que yo; pero no debería corregirme por ello, cuando yo tuviese el deber de decirlo.

2. Que cada cual tome como quiera lo que hago; a mí en este caso me ha convenido tener presente aquella sentencia del Apóstol donde dice: Si nos juzgamos a nosotros mismos, no seremos juzgados por el Señor1. Y también lo que está escrito: En mucho hablar no faltará pecado2, me aterra muchísimo, no porque haya escrito mucho, o porque muchas cosas que yo no he dictado, sin embargo, también han sido escritas como dichas por mí. Y lejos de mí llamar palabrería a las palabras necesarias, cualquiera que sea su multitud y prolijidad. Sino que temo precisamente esta sentencia de la Escritura Santa porque de tantas discusiones mías, sin duda que se pueden recoger muchas frases, que, aunque no sean falsas, sí pueden parecerlo o ser tenidas como inútiles. Pues ¿a quién de sus fieles no ha aterrado el Señor cuando dice: De toda palabra ociosa que dijere el hombre dará cuenta en el día del juicio?3 De donde también su apóstol Santiago dice: que todo hombre sea pronto para escuchar y tardo para hablar4. Y en otro lugar añade: No queráis haceros muchos los maestros, hermanos míos, sabiendo que seréis juzgados más severamente. Porque todos faltamos muchas veces. Si alguno no falta al hablar, ése es un hombre perfecto5. Yo no me atribuyo tanta perfección, ni siquiera ahora que ya soy viejo, mucho menos cuando de joven comencé a escribir o a hablar al pueblo. Y tanta responsabilidad me echaban que, cuando había que hablar al pueblo en cualquier parte, estando yo presente, rarísima era la vez que se me permitía callar y escuchar a los demás, y ser pronto para oír y tardo para hablar. Me queda, por lo tanto, juzgarme a mí mismo a los pies del único Maestro6, cuyo juicio sobre mis faltas quiero evitar. Porque entiendo que entonces llegan a ser muchos los maestros, cuando existen pareceres diversos y opuestos entre sí. Mas cuando todos coinciden7 y dicen la verdad, entonces no se apartan del magisterio del único Maestro verdadero. En cambio, faltan, no cuando hablan mucho de Él, sino cuando añaden algo de su cosecha8. Sin duda que, de este modo, de la palabrería pasan también a la falsedad.

3. Por otra parte, además he querido escribir esta obra para ponerla en manos de los hombres, a quienes no puedo reclamar los libros que he publicado para corregirlos. Tampoco omito las obras que escribí cuando, siendo aún catecúmeno y, dejada toda esperanza terrena que ambicionaba, todavía estaba hinchado con los gustos literarios del siglo, porque aquellos escritos llegaron también a conocimiento de copistas y lectores, y son leídos con provecho, si se les disculpa algunas faltas, o con tal de no adherirse a ellas cuando no se las disculpa. Por todo lo cual, quienquiera que los lea, que no me imite en mis errores, sino en mi progreso hacia lo mejor. Porque quien lea mis opúsculos por el orden en que los escribí, encontrará tal vez cómo he ido progresando al escribirlos. Y para que lo pueda comprobar, en lo posible procuraré que llegue a conocer ese mismo orden en esta obra.


Dos libros

Libro Primero

1. Contra los académicos, tres libros (1)

1. Después de haber abandonado cuanto había conseguido o ambicionaba conseguir en las vanidades de este mundo, y haberme retirado al ocio de la vida cristiana, escribí en primer lugar Contra los Académicos o De los Académicos, cuando aún no estaba bautizado, para disipar de mi espíritu con cuantas razones pudiese, porque todavía me preocupaban sus argumentos, que llevan a muchos la desesperación de poder encontrar la verdad, e impiden asentir a cosa alguna, y que el sabio apruebe lo más mínimo como evidente y cierto, con el pretexto de que todo les parece oscuro e incierto. Esto lo hice con la misericordia y la gracia del Señor.

2. Pero en estos tres libros míos no me agrada haber nombrado tantas veces la fortuna; aunque haya querido designar con este nombre no a una diosa, sino los acontecimientos fortuitos, tanto para los bienes y males de nuestro cuerpo como para los de fuera. De ahí las diversas palabras que ninguna religión prohíbe decir, como: tal vez, quizás, por casualidad, por fortuna, fortuitamente, que deben ser referidas a la Providencia divina. Esto no lo he omitido aquí cuando digo: «Por cierto, tal vez lo que vulgarmente se llama fortuna (suerte) está regido por un orden secreto, y lo que nosotros llamamos casualidad en los acontecimientos, no es otra cosa que su causa y razón desconocidas». Esto es lo que dije; sin embargo, me arrepiento de haber hablado así en ellos de la fortuna, sabiendo que los hombres tienen la pésima costumbre de decir: ha sido una suerte, la fortuna lo ha querido, en vez de Dios lo ha querido.

En cuanto a lo que he dicho en otro lugar: «Así está determinado, bien por nuestros méritos, bien por exigencias de la naturaleza, que un alma divina apegada a las cosas mortales nunca alcanza el puerto de la filosofía, etc.», no debí decir ninguna de las dos expresiones, porque aun así el sentido podría estar completo y bastaría con decir: «por nuestros propios méritos», porque, en verdad, lo heredamos de la miseria de Adán; sin añadir «por exigencia de la naturaleza», ya que la triste condición de nuestra naturaleza vino, con razón, del pecado original. He dicho también: «no debe ser objeto de culto y sí completamente rechazado todo lo que ven los ojos mortales, todo lo que perciben los sentidos», y debería decir: «todo lo que perciben los sentidos del cuerpo mortal», porque también está el sentido del alma1; pero entonces hablaba según la costumbre de aquellos que llaman sentidos solamente a los del cuerpo, y sensibles sólo a las cosas corporales. Y al hablar de este modo sólo resulta algo claro para los que emplean esa frase.

También dije: «¿qué te parece que es vivir felizmente sino vivir conforme a lo más noble que hay en el hombre?» Y poco más adelante, al explicar lo de «qué hay más noble en el hombre», añado: «¿quién dudará de que nada hay mejor en el hombre que aquella parte del alma a cuyo señorío debe obedecer todo lo demás que hay en el hombre?» Pues, para que no me pidas otra definición, esta parte puede llamarse «sentido del alma o razón». Esto es verdad: que en la naturaleza humana nada hay mejor que el sentido del alma o la razón. Pero no ha de vivir según su natural el que quiera vivir felizmente; de lo contrario, vive según el hombre, cuando debe vivir según Dios2 para poder llegar a ser feliz. Para alcanzar la felicidad, nuestro espíritu no debe sentirse satisfecho de sí mismo, sino sometido a Dios.

Respondiendo a mi interlocutor he dicho también: «ciertamente no está equivocado; y desearía de corazón que el pronóstico te sirva para el futuro». Aunque esto no lo dije en serio, sino de broma, sin embargo no quisiera emplear más esa palabra, puesto que no recuerdo haber leído pronóstico ni en nuestras Sagradas Escrituras3 ni en los escritos de comentarista eclesiástico alguno, aunque se llame abominación la que se encuentra con frecuencia en los libros divinos.

3. En el libro segundo es completamente inútil y estúpida «la fabulilla sobre la Filocalia y la Filosofía como hermanas gemelas, engendradas de un mismo padre». Porque o la llamada Filocalia es una broma y, por tanto, de ningún modo gemela de la Filosofía; o, si hay que respetar este nombre, porque en latín significa el amor de la belleza, y designa la verdadera y suma belleza de la sabiduría, Filocalia es en las cosas incorpóreas y supremas lo mismo que Filosofía; y en manera alguna son como dos hermanas. En otro pasaje, tratando del alma, dije: «regresará más segura al cielo». Debería haber dicho con más propiedad «irá», en vez de «regresará», porque hay quienes piensan que las almas humanas caídas o arrojadas del cielo por sus pecados están encerradas en los cuerpos mortales. Pero no he dudado en decirlo, porque puse expresamente «al cielo», como si dijera «a Dios», que es su autor y creador. Del mismo modo que el bienaventurado Cipriano no dudó en afirmar: «porque tenemos el cuerpo de la tierra y el alma del cielo, nosotros mismos somos tierra y cielo». Y en el libro del Eclesiastés está escrito: el espíritu se vuelva a Dios que lo hizo4, lo cual evidentemente hay que entender para no contradecir al Apóstol cuando dice: los que aún no han nacido no han hecho nada bueno ni malo5. Porque está fuera de toda discusión que la patria original del alma es el mismo Dios, que no la ha engendrado de Sí mismo, sino que la creó de la nada, como creó el cuerpo de la tierra6. En cuanto a su origen, como sucede que está en el cuerpo, no sabía entonces, ni todavía lo sé, si procede de aquel primer hombre que fue creado, cuando fue hecho ser animado7, o si cada una es creada del mismo modo para cada uno.

4. En el libro tercero dije: «Si preguntas qué me parece, yo pienso que el sumo bien del hombre está en el sentido del alma». En verdad, debería haber dicho «en Dios», porque el sentido del alma goza de Él, como el sumo bien suyo, para ser feliz. Tampoco me agrada lo que dije: «es lícito jurar por todo lo divino»8. Lo mismo cuando dije de los Académicos que conocían la verdad, cuyo parecido ellos llamaban «verosímil». Y a esto mismo o «verosímil» que ellos aprobaban, yo lo llamé falso; pero está mal dicho por dos razones, o porque sería falso lo que parece de algún modo como verdadero, y esto de suyo ya es verdadero; o porque aprobaban estas falsedades que ellos llamaban «verosímiles», cuando no aprobaban nada, y afirmaban que el sabio no aceptaba nada. Pero, porque a lo «verosímil» llamaban también «probable», por eso hablo así de ellos.

También me desagrada, y no sin razón, «la alabanza con que ensalcé a Platón, a los Platónicos y a los filósofos Académicos» más de lo que es lícito a hombres impíos, principalmente por sus grandes errores de los que hay que defender la doctrina cristiana. Asimismo dije que «en comparación con los argumentos que emplea Cicerón en sus libros Académicos, las mías eran bagatelas», con las cuales yo había refutado esos argumentos de manera contundente. Y aunque lo dije en broma y con ironía, sin embargo, no debí decirlo.

Esta obra comienza así: O utinam, Romaniane, hominem sibi aptum.

2. La vida feliz, un libro (2)

El libro de La vida feliz lo escribí no después de los libros Contra los Académicos, sino a la vez que ellos, porque nació con ocasión de mi día natalicio y quedó completo después de tres días de discusión, como se indica allí suficientemente. En este libro hubo acuerdo entre nosotros que investigábamos de consuno sobre que la vida feliz no es otra cosa sino el conocimiento perfecto de Dios.

Pero me desagrada allí que «alabé más de lo justo a Manlio Teodoro», varón docto y cristiano, a quien se lo dediqué; y «que también allí he nombrado muchas veces a la fortuna». Y haber dicho: «que durante esta vida la vida feliz está en el alma del sabio, cualquiera que sea el estado de su cuerpo», cuando el Apóstol espera el conocimiento perfecto de Dios, es decir, el mayor que el hombre pueda tener, en la vida futura, la única que debe llamarse vida feliz, donde el cuerpo incorruptible e inmortal9 se somete a su espíritu sin molestia alguna ni contradicción.

Por cierto que he encontrado este libro incompleto en mi manuscrito, y que tiene muchas lagunas. Y aunque ha sido copiado por algunos hermanos, no he hallado todavía un ejemplar completo por el que poder corregirlo, cuando lo he retractado.

Este libro comienza así: Si ad philosophiae portum.

3. El orden, dos libros (3)

1. Por el mismo tiempo en que escribí los libros de Los Académicos, escribí también los libros sobre El orden, donde se trata una gran cuestión: si el orden de la divina Providencia abarca todos los bienes y los males. Pero como viese que esta cuestión era difícil de entender, y más penosamente aún conseguir que la comprendiesen, disputando, aquellos con quienes la trataba, preferí hablar del orden en el saber cómo se puede progresar desde las cosas corporales hacia las incorporales.

2. En estos libros me desagrada también «haber empleado muchas veces la palabra fortuna», y que no añadí «del cuerpo», «cuando he nombrado los sentidos del cuerpo». Y que «he dado mucha importancia a las disciplinas liberales», que ignoran muchas personas santas, y algunas que las conocen no son santas. Y que «he recordado a las Musas, como unas diosas», aunque bromeando. Y que «a la admiración la he llamado vicio»10. Y que «filósofos sin verdadera piedad han brillado en la virtud». Y que «he recomendado la doctrina de los dos mundos, el uno sensible y el otro inteligible», no por la autoridad de Platón o de los Platónicos, sino de propia cosecha, «como si el Señor lo hubiese querido indicar ya, porque no dice: Mi reino no es del mundo, sino: Mi reino no es de este mundo»11, pudiendo tener también algún otro sentido, y si Cristo, el Señor, indicó otro mundo, puede entenderse con más propiedad aquel en el cual habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, cuando se cumpla lo que pedimos, al decir: venga a nosotros tu reino12. En verdad que Platón no se equivocó al decir que existe un mundo inteligible, si queremos atender al mismo significado y no a la palabra, que en esta materia no se ha usado en el lenguaje eclesiástico. Porque él llamó mundo inteligible a la razón sempiterna e inconmovible por la cual Dios hizo el mundo. Quien niega que existía, admite en consecuencia que Dios hizo irracionalmente lo que hizo, o que, cuando lo hacía y aún antes de hacerlo, no supo lo que se hacía, si no había en El una razón de hacerlo. Pero si la había, como así era, parece que Platón la llamó mundo inteligible. Sin embargo, no habría utilizado esta palabra, de haber estado más ducho en la literatura eclesiástica.

3. Tampoco me agrada que cuando dije: «hay que consagrarse con el mayor tesón a las mejores costumbres», añadí después: «porque de ese modo nuestro Dios no podrá menos de escucharnos; en efecto, escuchará facilísimamente a los que viven bien». Pues lo dije así, como si Dios no escuchase a los pecadores, que lo dijo en el Evangelio uno que aún no había conocido a Cristo, aquel a quien Cristo le había iluminado antes en el cuerpo13. Tampoco me agrada «el que alabé tan exageradamente al filósofo Pitágoras», que quien lo oiga o lea puede pensar que yo estaba creído que no había ningún error en la doctrina de Pitágoras, habiendo muchos, y éstos capitales.

Esta obra comienza así: Ordinem rerum, Zenobi.

4. Soliloquios, dos libros (4)

1. Escribí también entonces dos volúmenes, siguiendo mi interés y el amor que tenía por indagar la verdad sobre lo que más deseaba saber, interrogándome y respondiéndome, como si fuésemos dos, la razón y yo, siendo uno solo. Por eso llamé a esta obra Soliloquios. Pero quedó sin acabar, con todo, de manera que en el primer libro se indagase y apareciese siempre cómo debe ser el que quiera percibir la sabiduría, que ciertamente no la perciben los sentidos del cuerpo, sino el sentido del alma (razón); y al final se deduce con un razonamiento que las cosas que son verdaderamente son las inmortales. En el segundo se trata ampliamente de la inmortalidad del alma, y no se termina.

Por cierto que no apruebo en estos libros lo que dije en la oración: «Oh Dios, que quisiste que sólo los limpios conozcan la verdad». Porque se puede responder que muchos que no son puros conocen también muchas cosas verdaderas, pues no está aquí definido qué es la verdad, que solamente pueden conocer los puros, y qué sea conocer. También lo que puse: «Oh Dios, cuyo reino es todo el mundo, a quien el sentido desconoce», si se entiende de Dios, debería haber completado: «a quien el sentido del cuerpo mortal desconoce». Y si es el mundo al que el sentido desconoce, propiamente se entiende del mundo futuro con un cielo nuevo y una tierra nueva14, aunque aquí habría que añadir las palabras: el sentido del cuerpo mortal. Pero yo hablaba todavía con aquel lenguaje en el que se entiende por sentido propiamente el del cuerpo. Y no hay necesidad de repetir lo dicho más arriba a este propósito. En todo caso habrá que tenerlo en cuenta siempre que esta expresión se encuentre en mis libros.

3. Y donde he dicho del Padre y del Hijo: «el que engendra y Aquel a quien engendra es una cosa»; debí decir: son una cosa, como claramente habla la misma Verdad, al decir: Yo y el Padre somos una cosa15.

Tampoco me agrada lo que dije, que «en conociendo a Dios en esta vida, el alma ya es feliz», a no ser tal vez por la esperanza. Lo mismo aquello: «no hay un solo camino para alcanzar la sabiduría», no suena bien, como si hubiese algún otro camino además de Cristo, que dijo: Yo soy el camino16. Ha de evitarse, pues, ofender a los oídos piadosos, aunque uno sea aquel camino universal, y otros los caminos de los cuales cantamos en el salmo: Hazme conocer tus caminos, Señor, y enséñame tus senderos17.

También en aquello que dije: «hay que huir completamente de estas cosas sensibles», debí tener cuidado para no hacer creer que sostengo aquella sentencia del falso filósofo Porfirio, en la que afirma que se debe huir de todo cuerpo. Porque yo no dije todas las cosas sensibles, sino éstas, esto es, las cosas corruptibles. De todas formas debí decir más bien que tales cosas sensibles no son las cosas futuras en el cielo nuevo y tierra nueva18 del siglo futuro.

4. Asimismo en otro lugar dije que «los instruidos en las disciplinas liberales las extraen, aprendiendo, sin duda sepultadas en sí mismos por el olvido y de algún modo las descubren». Pero repruebo también esa frase, pues es más creíble que hasta los ignorantes respondan cosas verdaderas sobre algunas disciplinas, cuando son bien interrogados, precisamente porque, en cuanto pueden comprenderlo, tienen presente la luz de la razón eterna19, en la cual ven estas verdades inmutables; no porque alguna vez las hayan conocido, y se han olvidado, como creyeron Platón y compañía. Contra esta opinión traté en el libro duodécimo de La Trinidad, y siempre que se me ha ofrecido la ocasión.

Esta obra comienza así: Volventi mihi multa ac varia mecum.

5. La inmortalidad del alma, un libro (5)

1. Después de Los Soliloquios, de vuelta ya del campo a Milán, escribí un libro, La inmortalidad del alma, para que me sirviera de recordatorio para terminar Los Soliloquios, que estaban incompletos. Y no sé cómo, contra mí voluntad, cayó en manos de los hombres, y viene enumerada entre mis opúsculos. Es tan oscuro por la complicación del razonamiento y por su brevedad que, cuando lo leo, fatiga hasta mi atención, y apenas lo entiendo yo mismo.

2. Pensando solamente en las almas de los hombres, dije después en una argumentación del libro: «No puede tener disciplina quien nada sabe». Y en otro pasaje: «tampoco la ciencia comprende cosa alguna que no pertenezca a un conocimiento adquirido», sin haber caído en la cuenta de que Dios no adquiere conocimientos, y tiene la ciencia de todo, en la cual está también la presciencia de las cosas futuras. Igualmente aquello que dije allí: «que no hay vida racional, sino en un alma», porque ni Dios tiene una vida sin razón, pues en Él está la vida suma y la razón suprema. Y algo más arriba: «que lo que se entiende es siempre del mismo modo», porque también el alma es entendida, y ciertamente no es siempre del mismo modo. En cambio, lo que dije que «el alma por eso no puede separarse de la razón eterna, porque no está unida a ella localmente», no lo hubiese dicho si entonces estuviera ya tan instruido en las Sagradas Letras que llegara a recordar lo que está escrito: Vuestros pecados ponen separación entre vosotros y Dios20. De donde cabe pensar que también puede hablarse de la separación de aquellas cosas que están unidas no local sino incorpóreamente.

3. No he podido recordar qué es lo que dije: «el alma, cuando carece del cuerpo, no está en este mundo». Porque, ¿es que las almas de los muertos no carecen del cuerpo o no están en este mundo, como si los infiernos no estuviesen en este mundo? Pero, puesto que carecer del cuerpo lo tomé en el buen sentido, quizás entendí con el nombre de cuerpo los males corporales. Si es así, he abusado de esa palabra con demasiada insolencia.

También dije temerariamente aquello: «La esencia suprema da al cuerpo la forma exterior (imagen) por medio del alma, por la cual es en cuanto que es. Luego el cuerpo subsiste por el alma, y existe en el mismo momento en que es animado, ya sea universalmente como el mundo, ya particularmente como cualquier animal dentro del mundo»58. Todo esto es completamente temerario.

Este libro comienza así: Si alicubi est disciplina.

6. Las disciplinas, siete libros (5,6)

Por el mismo tiempo en que estuve en Milán para recibir el bautismo, intenté escribir también los libros de Las Disciplinas, preguntando a aquellos que estaban conmigo, y a quienes no disgustaban estos estudios, deseando llegar o proseguir con paso seguro por las cosas corporales a las incorporales. Pero de estas Disciplinas, únicamente pude acabar el libro de La Gramática, que después perdí en la biblioteca, y los seis libros de La Música, relativos a esa parte que se llama ritmo. Estos seis libros los escribí ya bautizado, y de vuelta de Italia al África, puesto que en Milán únicamente me había comenzado a ocupar de esta disciplina.

En cuanto a las otras cinco disciplinas, comenzadas igualmente allí: La Dialéctica, La Retórica, La Geometría, La Aritmética, La Filosofía, sólo quedaron los principios que, con todo, también perdí; pero creo que los tiene alguno.

7. Las costumbres de la Iglesia católica, y de los maniqueos, dos libros (6)

1. Estando en Roma ya bautizado, y no pudiendo soportar en silencio la jactancia de los maniqueos sobre la continencia o abstinencia falsa y falaz, con la cual, para cazar a los incautos, se tenían en más que los verdaderos cristianos, a los cuales no pueden compararse, escribí dos libros: uno sobre Las costumbres de la Iglesia católica y otro sobre Las costumbres de los maniqueos.

2. En el libro sobre Las costumbres de la Iglesia católica, donde cito el texto: Por ti nos tratan de muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza21, la inexactitud de mi códice me indujo a error, como poco conocedor de las Escrituras, a las que aún no estaba acostumbrado. Pues otros códices de la misma interpretación no traen «por ti nos tratan», sino por ti nos tratan de muerte, lo cual expresan otros con una sola palabra: «nos mortifican». Los libros griegos indican que esta lectura es más exacta; y del griego, según los setenta intérpretes del Antiguo Testamento, fue hecha la traslación a la lengua latina. Sin embargo, conforme a esas palabras «por ti nos tratan», en las disputas he dicho muchas cosas que no las repruebo en sí mismas como falsas, pero que, sin embargo, tampoco demostré con acierto, al menos por esas palabras, la concordancia del Antiguo Testamento y del Nuevo, como quería demostrar. He dicho, pues, dónde me equivoqué; en cambio, por otros testimonios he demostrado suficientemente la misma concordancia.

3. Y poco después puse un testimonio del libro de la Sabiduría, según el códice mío, en el que estaba escrito: La sabiduría, en efecto, enseña la sobriedad, la justicia y la virtud22, y según estas palabras yo he tratado cosas verdaderas ciertamente, pero traídas a causa de una incorrección. Porque ¿qué más verdadero que la sabiduría enseñe la verdad de la contemplación, que creí designada con el nombre de sobriedad, y la honradez de la acción, que quise se entendiese por las otras dos, por la justicia y la virtud, cuando los manuscritos mejores de la misma interpretación traen: en efecto, enseña la sobriedad, la sabiduría, la justicia y la virtud? Con estos nombres el intérprete latino ha expresado aquellas cuatro virtudes que principalmente suelen estar en boca de los filósofos, llamando sobriedad a la templanza, sabiduría a la prudencia, virtud a la fortaleza, y únicamente interpretó a la justicia por su nombre. Ahora bien, estas cuatro virtudes, llamadas así en el mismo libro de la Sabiduría como las llaman los griegos, las encontramos después en los manuscritos griegos.

Igualmente lo que puse sobre el libro de Salomón: Vanidad de los que se envanecen, dijo el Eclesiastés23, lo he leído ciertamente en muchos códices, pero esto no lo tiene el griego; tiene, más bien, vanidad de vanidades, que después he visto y encontrado más exactos a los latinos, que tienen «de vanidades», y no «de los que se envanecen». Sin embargo, lo que he tratado con ocasión de esta incorrección se ve que está de acuerdo con la misma realidad.

4. Lo que dije: «Amemos primero con caridad plena al mismo a quien queremos conocer, es decir, a Dios, diría mejor sincera que «plena»; a no ser que se piense quizás que la caridad de Dios no ha de ser mayor cuando lo veamos cara a cara24. Entiéndase, por tanto, así: se dice tan plena que no pueda existir mayor, mientras caminamos por la fe; será más plena, aún más, plenísima, pero por la visión25.

Del mismo modo lo que dije sobre los que socorren a los necesitados, que «se les llama misericordiosos, aun cuando sean tan sabios que ya no son turbados por ningún dolor del alma», no se ha de tomar como si hubiese enseñado que existen tales sabios en esta vida, porque no dije «mientras que son», sino «aun cuando sean».

5. En otro lugar, donde dije: «Ahora bien, cuando este amor humano haya nutrido y robustecido al alma que se adhiere a tus ubres, capaz de seguir a Dios, cuando su majestad comenzare a manifestarse en tal medida cuanta sea suficiente al hombre mientras es habitante en esta tierra, empieza a nacer un ardor tan grande de caridad, y surge un incendio tal de amor divino que quemados todos los vicios, y santificado y purificado el hombre, se ve con claridad cuan divinamente dijo: Yo soy un fuego consumidor»26, los pelagianos pueden pensar que yo he creído posible tal perfección en esta vida mortal. Que no piensen esto, pues puede nacer y crecer en esta vida un ardor de caridad capaz de seguir a Dios, y tan grande que consuma todos los vicios; pero no le es posible al hombre alcanzar aquí la perfección, para la que nace, sin vicio alguno; aunque tan alta cosa se perfeccione con el mismo ardor de caridad, donde y cuando puede ser perfeccionada, que así como el baño de la regeneración purifica al hombre del reato de todos los pecados27 que trajo el nacimiento humano y contrajo la iniquidad, así aquella perfección del amor lo purifica de toda mancha de los vicios, sin los cuales la debilidad humana no puede existir en este siglo; como debe entenderse también lo que dice el Apóstol: Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a Sí mismo por ella, purificándola con el baño del agua en la palabra, para que Él se mostrase a Sí mismo una ni arruga alguna o algo semejante28. Aquí existe, pues, un baño de agua en la palabra que purifica a la Iglesia. Pero, como toda la Iglesia repite, mientras existe aquí: Perdónanos nuestras deudas29, aquí no está ciertamente sin mancha ni arruga o algo semejante; por eso, sin embargo, que ha recibido aquí, es llevada a aquella gloria y perfección que aquí no hay.

6. En el otro libro titulado Las costumbres de los maniqueos dije: «la bondad de Dios ordena todas las cosas defectuosas de tal modo que están allí donde pueden ser más convenientes hasta que por movimientos ordenados vuelvan a aquello de donde se apartaron»; no debe entenderse como que «todas las cosas vuelven a aquello de donde se apartaron», según le pareció a Orígenes, sino todas aquellas cosas que vuelven. Porque no vuelven a Dios, de quien se apartaron, aquellos que serán castigados con el fuego sempiterno. Aunque «todas las cosas defectuosas» sean ordenadas a que estén en donde puedan estar lo más convenientemente, porque también los que no vuelven están lo más convenientemente en el castigo.

En otro pasaje digo: «Casi nadie duda de que los escarabajos se alimentan de la tierra embolada y recubierta por ellos», pues muchos dudan de si esto será verdad, y otros ciertamente ni lo habrán oído.

Esta obra comienza así: In aliis libris satis opinor egisse nos.

8. La dimensión del alma, un libro (7)

1. En la misma ciudad (Roma) escribí un diálogo, en el cual son tratadas y discutidas muchas cuestiones sobre el alma, a saber: «de dónde es, qué es, cuan grande es, por qué se le da al cuerpo, qué le sucede cuando viene al cuerpo, y qué cuando se va». Pero, porque cuan grande es (su dimensión) la he tratado tan diligente y sutilísimamente que, en cuanto cabe, demuestro que no se trata de una cantidad corporal, y que sin embargo hay en ella algo grande, por esta sola investigación titulo el libro La dimensión del alma.

2. Lo que dije en este libro: «que me parece que el alma ha traído consigo todas las artes, y que lo que se dice aprender no es otra cosa que evocar y recordar», no se ha de entender como si admitiese por eso que el alma hubiera vivido alguna vez, o aquí en otro cuerpo, o en otro lugar, ya en el cuerpo, ya fuera del cuerpo; y que aprendió antes, en una vida anterior, las cuestiones que, preguntada, responde ahora, cuando aquí no ha aprendido nada. Aun puede suceder, en efecto, que eso sea posible, como ya he dicho antes en esta obra, porque es capaz de entender por naturaleza, y conecta no sólo con las cosas inteligibles, sino también con las inmutables, hecha con tal orden que cuando atiende a aquello con que ha conectado o a sí misma, en tanto se asegura respuestas verdaderas en cuanto las ve. No ha traído exactamente consigo todas las artes del mismo modo que las posee consigo, porque nada puede decir de las artes que pertenecen a los sentidos corporales, a no ser que haya aprendido aquí, como muchas cosas de medicina, todo lo de la astrología. Pero ella, cuando fuere bien interrogada y recordada o por sí misma o por otro, responde a todo aquello que capta la inteligencia sola.

3. Digo en otro pasaje: «quisiera decir aquí muchas cosas, y ajustarme a mí mismo, mientras casi te ordeno no hacer otra cosa que rendirme a mí mismo a quien me debo sobre todo». Donde advierto que debí decir más bien: «rendirme a Dios a quien me debo sobre todo». Mas porque el mismo hombre debe rendirse primero a sí mismo, para que entonces, como cuando se pone la base, se levante de allí y se eleve hacia Dios, como aquel hijo menor se volvió primero a sí mismo, y entonces dice: Me levantaré e iré a mi padre30, por eso lo dije así. Finalmente añadí luego: «Y así llegar a ser amigo esclavo del Señor». En conclusión, lo que dije: «a quien me debo sobre todo», lo referí a los hombres, porque yo me debo a mí mismo más que a los hombres, aunque más que a mí me debo a Dios.

Este libro comienza así: Quoniam video te abundare otio.

9. El libre albedrío, tres libros (8)

1. Cuando vivíamos todavía en Roma, quisimos investigar, disputando, de dónde viene el mal. Y disputamos de tal modo que, si pudiésemos, la razón reflexiva y dialéctica traería también a nuestra inteligencia aquello que como sumisos a la autoridad divina creíamos sobre este asunto, hasta donde pudiésemos, disputando, con la ayuda de Dios. Y porque, después de discutir las razones con diligencia, quedó claro entre nosotros que el mal no nació sino del libre albedrío de la voluntad, los tres libros que produjo esa discusión se llamaron El libre albedrío. El segundo y el tercero los terminé, como pude entonces, en África, ya en Hipona, ordenado sacerdote.

2. En estos libros los temas tratados son tantos que muchas cuestiones incidentales, que, o no pude resolver o requerían entonces una larga explicación, serían pospuestas, para que, de una y otra parte, o desde todos los aspectos de aquellas cuestiones en las que no aparecía lo que era más conforme a la verdad, nuestro raciocinio se concluyese con esto: que, cualquiera que fuese la verdad, se debía creer y proclamar también que Dios es digno de alabanza. Ciertamente que fue suscitada esta discusión por aquellos que niegan que el mal tiene su origen en el libre albedrío de la voluntad; y, si es así, pretenden culpar a Dios, como autor de todas las naturalezas, queriendo de este modo, según el error impío de los maniqueos, introducir una naturaleza del mal inmutable y coeterna con Dios. Pero en cuanto a la gracia de Dios, con la que ha predestinado a sus elegidos de tal manera que El mismo prepara la voluntad de aquellos que usan en sí mismos ya del libre albedrío31, nada se ha disputado en estos libros al lado de esta cuestión propuesta. Mas cuando da lugar a que se haga mención de esta gracia, se menciona, no como si se tratase de defenderla con un raciocinio bien trabajado. Porque una cosa es indagar de dónde viene el mal, y otra cómo se vuelve al bien primero o se llega a un bien mayor.

3. Por tanto, los nuevos herejes pelagianos, que exponen el libre albedrío de la voluntad de manera que no dejan lugar a la gracia de Dios, cuando afirman a veces que ésta se nos da según nuestros méritos, no se gloríen como si yo hubiese defendido su causa, porque en estos libros y a favor del libre albedrío he dicho muchas cosas que exigía el tema de aquella discusión. Dije, en efecto, en el libro primero: «los crímenes son vengados por la justicia de Dios», y añadí: «y no serían castigados con justicia si no fueran hechos por la voluntad». Lo mismo, cuando demuestro que la buena voluntad es un bien tan grande que se debería anteponer con razón a todos los bienes corpóreos y externos, he dicho: «por tanto, ves ya, según creo, que está determinado en nuestra voluntad que gocemos o carezcamos de este bien tan grande y verdadero. Porque ¿qué hay tan en la voluntad como la misma voluntad?»

Y en otro lugar: «¿qué razón hay para dudar, aun cuando nunca hayamos sido sabios, de que nosotros merecemos y vivimos por la voluntad o una vida honrosa y bienaventurada o una vida desdichada y miserable?» También digo: «De lo cual se deduce que todo el que quiere vivir recta y honestamente, si él quiere quererlo sobre las cosas fugaces, que consiga tan gran fortuna con tanta facilidad que, para él, poseer lo que quiso no sea otra cosa que el mismo querer».

Dije igualmente en otra parte: «porque aquella ley eterna, a cuya consideración ya es tiempo de volver, ha establecido de una manera inmutable esto, que el mérito está en la voluntad, y el premio y el castigo en la bienaventuranza y en la desdicha». Y en otro pasaje digo: «Es seguro que está en la voluntad que para elegir o abrazar elige cada uno».

Y en el libro segundo digo: «Pues el hombre mismo, en cuanto que es hombre, es algo bueno, porque, si quiere, puede vivir rectamente». Y en otro lugar dije: «que nada puede hacerse bien sino por el libre albedrío de la voluntad».

Y en el libro tercero: «Qué necesidad hay de indagar de dónde nace ese movimiento por el que la voluntad se aparta del bien inmutable hacia un bien mudable, cuando confesamos que éste no es sino del alma y voluntario, y por eso culpable; y que toda disciplina sobre este asunto pueda ser útil para eso, para que, reprobado y cohibido este movimiento, convirtamos nuestra voluntad de la caída de las cosas temporales a gozar del bien sempiterno».

Y en otro pasaje digo: «Muy bien, la verdad habla de ti. Pues no podrías sentir que está en nuestro poder otra cosa sino aquello que hacemos cuando queremos. Por lo cual nada hay tan en nuestro poder como la misma voluntad. Porque ella, por completo, sin intervalo alguno, está presta luego que queremos». También en otro sitio digo: «Pues si tú eres alabado, viendo qué debes hacer, cuando no lo ves sino en Aquel que es la verdad inmutable, ¿cuánto más el que mandó también el querer, y dio el poder, y no permitió impunemente no querer?» Después añadí: «Si, pues, cada cual debe esto que ha recibido, y el hombre fue hecho de tal manera que peca necesariamente, esto debe el que peque. Luego cuando peca, hace lo que debe. Y si es criminal decirlo, la naturaleza no obliga a nadie a que peque». Y de nuevo: «¿Qué causa de la voluntad, finalmente, puede ser anterior a la voluntad? Porque o es también la misma voluntad, y entonces no se aparta de esa raíz de la voluntad; o no es la voluntad, y entonces no tiene pecado alguno. Insisto: o la voluntad es la causa primera del pecado, o ningún pecado es causa primera del pecado; no hay otro a quien se impute justamente el pecado sino al que peca. Luego no hay otro a quien se impute justamente sino a la voluntad». Y poco después digo: «¿Quién peca en lo que no puede ser evitado en modo alguno? Ahora bien, se peca; luego puede ser evitado». Pelagio se ha servido de este argumento mío en un libro suyo. Cuando respondía a ese libro, quise que fuese el título del mío La naturaleza y la gracia.

4. Porque no he recordado la gracia de Dios, de la cual no se trataba entonces, los pelagianos piensan o pueden pensar, por estas y otras palabras mías, que sostengo su opinión. Pero en vano piensan eso. Puesto que está la voluntad, por la que se peca, y también se vive rectamente, como lo he tratado con esos mismos términos. Luego, a no ser que la gracia de Dios libre a la voluntad misma de la servidumbre que la hace sierva del pecado32, y la ayude a vencer los vicios, los mortales no pueden vivir recta y piadosamente. Y si ese divino beneficio, que libera a la voluntad, no la previniese, entonces sería mérito suyo, y ya no sería gracia, que se da ciertamente de balde. Esto lo he tratado suficientemente en otras obras mías, al refutar a esos enemigos de esta gracia, los nuevos herejes; aunque en los libros de El libre albedrío, que en absoluto fueron escritos contra ellos, puesto que aún no existían, tampoco callé del todo esta gracia de Dios, que ellos intentan suprimir con nefanda impiedad.

Dije, efectivamente, en el segundo libro: «que no pueden existir no sólo los bienes grandes, pero ni los más pequeños, si no viene de Aquel de quien desciende todo bien, esto es: de Dios». Y un poco después: «Las virtudes por las que se vive rectamente son grandes bienes; en cambio, las hermosuras de los cuerpos, cualesquiera que ellas sean, y sin las cuales se puede vivir rectamente, son bienes mínimos; pero las potencias del alma, sin las cuales no se puede vivir rectamente, son bienes intermedios. Nadie usa mal de las virtudes; en cambio, de los demás bienes, intermedios y mínimos, no sólo puede usar bien cualquiera, sino también mal. Y por eso nadie usa mal de la virtud, puesto que la obra de la virtud es el buen uso de esos bienes, de los cuales también podemos usar mal; pero nadie usando bien usa mal. Por lo cual la abundancia y la grandeza de la bondad de Dios estableció que existieran no sólo bienes grandes, sino también intermedios y mínimos. Más digna de alabanza es la bondad de Dios en los bienes grandes que en los intermedios, y más en los intermedios que en los mínimos; pero en todos más que si no los hubiese dado todos».

Y en otro lugar dije: «Tú procura tanto una piedad inquebrantable que no te traiga para ti, sintiendo, entendiendo o pensando de cualquier modo, bien alguno que no sea de Dios». Igualmente dije en otro pasaje: «Mas porque el hombre no puede levantarse tan espontáneamente como ha caído por su culpa, dirijámonos con fe firme a la diestra de Dios33 tendida hacia nosotros desde el cielo, es decir, Jesucristo nuestro Señor».

5. Y en el libro tercero, cuando dije y también recordé que Pelagio se sirvió de mis opúsculos: «¿Quién peca, pues, en lo que de ningún modo puede ser evitado? Ahora bien, se peca; luego puede ser evitado», añadiendo a continuación: «Y, sin embargo, algunos hechos cometidos por ignorancia son reprobados y se juzgan dignos de corrección, como leemos en las autoridades divinas. Porque dice el Apóstol: He conseguido misericordia porque obré por ignorancia34. Dice también el Profeta: No te acuerdes de los delitos de mi juventud y de mi ignorancia35. Porque hay hechos dignos de reprobación por necesidad, cuando el hombre quiere obrar rectamente y no puede. ¿Qué significan aquellas palabras: Porque no hago el bien que yo quiero, sino el mal que detesto, eso hago. Y aquello: El querer lo bueno lo tengo a mano, el realizarlo no36. Y: La carne combate contra el espíritu, y el espíritu contra la carne. Porque mutuamente se contradicen de manera que no hacéis aquello que queréis37. Pero todo esto es de los hombres que proceden de aquella condena de muerte. Pues si esto no es la pena del hombre, sino su naturaleza, nada de esto es pecado. Porque si no se aparta de aquel modo como fue hecho naturalmente de suerte que no puede ser mejor, hace lo que debe cuando hace eso. Pero si el hombre fuese bueno, sería de otro modo. Ahora, como es así, no es bueno ni tiene en su poder el ser bueno, sea al no ver como debe ser, sea al ver y no poder ser como ve que debe ser. ¿Quién duda de que ésa es la pena? Pero toda pena, si es justa, es pena del pecado, y se llama suplicio. En cambio, si la pena es injusta, nadie duda de que es una pena, porque es impuesta a un hombre por algún tirano injusto. Y porque es de locos dudar de la omnipotencia y de la justicia de Dios, esa pena es justa, y se impone por algún pecado. Ciertamente que ningún tirano injusto pudo ni siquiera engañar subrepticiamente al hombre, como si Dios no se enterara, al obligarle contra su voluntad, como más débil, ya atemorizando, ya castigando, para atormentar al hombre con una pena injusta. Queda, por tanto, que esa pena justa procede de la condenación del hombre».

Y en otro pasaje dije: «Aprobar lo falso como verdadero para engañarse, a pesar suyo, y, resistiendo y atormentando el dolor de la concupiscencia carnal, no poder abstenerse de obrar pasionalmente, no es la naturaleza del hombre creado, sino la pena del condenado. En cambio, cuando hablamos de la libre voluntad de obrar rectamente, hablamos sin duda de aquella en la que el hombre fue creado».

6. Mucho antes de que existiese la herejía pelagiana ya traté como si fuese contra ella. Porque, al decir que «todos los bienes proceden de Dios: los grandes, los medianos y los mínimos, entre los medianos, al menos, se encuentra el libre albedrío de la voluntad, porque podemos también usar mal de él; y, sin embargo, es tal que, sin él, no podemos vivir bien. Pero su buen uso es ya la virtud, que está entre los grandes bienes, de los cuales nadie puede usar mal. Y, puesto que todos los bienes, como queda dicho, los grandes y medianos y mínimos, vienen de Dios, se sigue que también viene de Dios el buen uso de la libre voluntad, que es la virtud, contada entre los grandes bienes». Dije también: «De qué miseria, justísimamente infligida a los que pecan, libera la gracia de Dios38, porque el hombre puede caer voluntariamente, esto es, por su libre albedrío, pero no así puede levantarse. A la miseria de esa justa condenación pertenecen la ignorancia y la dificultad que sufre todo hombre desde el comienzo de su existencia; ni se libera de ese mal sin la gracia de Dios»". Los pelagianos no quieren que esa miseria proceda de una justa condenación, al negar el pecado original. «Y por más que la ignorancia y la dificultad, por supuesto, fuesen naturaleza primitiva del hombre, tampoco debe ser acusado Dios de ese modo, sino alabado», como he tratado en el mismo libro tercero.

Esta discusión se ha de tener en cuenta contra los maniqueos, que no aceptan las Escrituras Santas del Antiguo Testamento, en las cuales se narra el pecado original; y que aseguran con detestable desvergüenza que cuanto se lee en las Epístolas de los Apóstoles fue interpolado por corruptores de las Escrituras, como si los Apóstoles no lo hubieran dicho. No obstante, se ha de defender contra los pelagianos lo que ambas Escrituras enseñan, y que ellos confiesan que las aceptan.

Esta obra comienza así: Dic mihi, quaeso te, utrum Deus non sit auctor malí.

10. Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos, dos libros (9)

1. Una vez establecido ya en África, escribí dos libros sobre El Génesis contra los maniqueos. Aunque ciertamente he tratado todo esto en libros anteriores, en donde demuestro que Dios, sumamente bueno e inmutable, es el Creador de todas las naturalezas mudables, y que no hay naturaleza o sustancia alguna mala, en cuanto que es naturaleza o sustancia, mi intención se dirigía contra los maniqueos. Al fin esos dos libros fueron publicados contra ellos en defensa de la ley antigua, a la que atacan con el empeño vehemente de su loco error. El primero comienza: Al principio hizo Dios el cielo y la tierra39, hasta que se acaban los siete días, cuando se lee que Dios descansó el día séptimo40. El segundo: Este es el libro de la creación del cielo y de la tierra, hasta que Adán y su mujer son echados del paraíso, y custodiado el árbol de la vida41. Al final del libro opuse la fe de la verdad católica al error de los maniqueos, resumiendo breve y claramente qué es lo que dicen ellos y qué es lo que decimos nosotros.

2. En cuanto a lo que dije: «Aquella luz recrea no la vista de las aves irracionales, sino los corazones puros de aquellos que creen en Dios, y que se apartan del amor de las cosas visibles y temporales para cumplir sus preceptos; lo cual, si quieren, pueden todos los hombres»; que no crean los nuevos herejes pelagianos que lo he dicho según ellos. Porque es completamente verdadero que todos los hombres, si lo quieren, pueden eso; pero el Señor prepara la voluntad42, y tanto la fortalece con el don de la caridad que llegan a poder. Por eso no lo he dicho aquí, porque no era necesario a la cuestión presente.

Lo que en verdad se lee allí: «que la bendición de Dios, cuando se dice: Creced y multiplicaos43, se ha de creer referida a la fecundidad carnal después del pecado», si no puede entenderse de otro modo que de no haber pecado aquellos hombres no habrían tenido hijos, no lo acepto en absoluto. Tampoco es consecuente «interpretar como una pura alegoría el que las hierbas verdes y los árboles frutales en el libro del Génesis son el alimento de todas las especies de animales terrestres44, de pájaros y de serpientes, porque hay también cuadrúpedos y volátiles que al parecer se alimentan de carne solamente». Por cierto que habría sido posible que los animales fueran alimentados por los hombres también con los frutos de la tierra, si, por la obediencia con que los mismos hombres sirviesen a Dios, sin iniquidad alguna, hubiesen merecido que todas las bestias y aves estuviesen del todo a su servicio. Lo mismo cabe decir del pueblo de Israel: «Aquel pueblo como envuelto en el océano de las naciones servía a la ley gracias a la circuncisión corporal y a los sacrificios»; puesto que no podían sacrificar en medio de los paganos, como vemos también ahora que permanecen sin sacrificios, a no ser que se considere sacrificio el cordero que inmolan por la Pascua45.

3. En el libro segundo escribí también que «con la palabra pábulo se puede significar la vida». Pero como los códices de mejor traducción no tienen pábulo, sino heno46, no parece satisfactoria mi explicación. Porque la palabra heno no conviene para significar la vida como la palabra pábulo. Lo mismo me parece que no he llamado correctamente «palabras proféticas a aquella escritura: ¿Por qué se ensoberbece la tierra y ceniza?47, porque no se leen en el libro de aquel a quien ciertamente se le debe llamar profeta. «Ni lo del Apóstol, cuando trae el testimonio del Génesis, diciendo: El primer hombre Adán fue hecho alma viviente48, lo entendí como él quiso exponerlo cuando explico esta escritura: Dios sopló en su rostro un soplo de vida, y el hombre fue hecho alma viva o alma viviente49. Porque el Apóstol aduce este testimonio para probar que el cuerpo es animado; en cambio, yo creí que aquí se podía probar que desde un principio el hombre fue hecho animal, antes que hombre, y no sólo el cuerpo del hombre».

Lo que dije: «a ninguna naturaleza hacen daño los pecados, sino los suyos propios», lo dije porque quien hace daño a un justo, en verdad no le hace daño a él, puesto que más bien le aumenta su recompensa en el cielo50; por el contrario, al pecar verdaderamente se hace daño uno a sí mismo, porque, a causa de su misma voluntad de hacer daño, él mismo recibirá el daño que hizo. Los pelagianos, de hecho, pueden traer a su favor esta frase, y afirmar por ello que a los párvulos no les han hecho daño los pecados ajenos, porque dije «a ninguna naturaleza hacen daño los pecados, sino los suyos propios» (los pecados no perjudican sino al que los comete), sin fijarse que los párvulos, que ciertamente pertenecen a la naturaleza humana, traen consigo el pecado original, porque la naturaleza humana pecó en los primeros hombres, y así ningún otro pecado ha dañado a la naturaleza humana sino los suyos propios. Sin duda que el pecado entró en el mundo por un solo hombre, en el cual todos pecaron51; pues no he dicho que a ningún hombre, sino «a ninguna naturaleza hacen daño los pecados, sino los suyos propios».

Igualmente en lo que dije un poco después: «que no existe un mal natural» m, pueden buscar una excusa semejante, a no ser que se refiera a la naturaleza tal cual fue creada al principio sin vicio alguno, porque ésa es verdadera y propiamente la naturaleza del hombre. Por el contrario, utilizamos esta palabra trasladada (en sentido metafórico) para designar también la naturaleza como nace el hombre (congénita), según la expresión del Apóstol: Porque fuimos también nosotros alguna vez por naturaleza hijos de ira igual que los demás52.

Esta obra comienza así: Si eligerent Manichaei quos deciperent.

11. La música, seis libros (10)

1. Después, como he recordado antes, escribí seis libros sobre La Música, de los cuales el libro sexto ha tenido más éxito, porque en él se discurre dignamente cómo desde los números corporales y espirituales, pero mutables, se llega a los números inmutables, que están en la misma verdad inmutable, y así las perfecciones invisibles de Dios llegan a ser conocidas por medio de las criaturas53. Quienes no pueden conseguirlo, y sin embargo viven de la fe de Cristo54, llegan después de esta vida a contemplarlas con mayor seguridad y felicidad. En cambio, quienes pueden, pero carecen de la fe de Cristo, único Mediador de Dios y de los hombres55, perecen con toda su sabiduría.

2. En este libro dije: «Por cierto, los cuerpos son tanto mejores cuanto más armoniosos con tales números; el alma, en cambio, se hace tanto mejor, careciendo de ellos, que recibe por el cuerpo, cuando se aparta de los sentidos carnales, y se reforma según los números divinos de la sabiduría»56; no debe entenderse esto como si no ha de haber números corporales en los cuerpos incorruptibles y espirituales, cuando han de ser mucho más hermosos y armoniosos; o que el alma no los ha de sentir cuando llegue a ser perfectísima, así como aquí, careciendo de ellos, se hace mejor. De hecho, aquí necesita abstraerse de los sentidos carnales para captar las cosas inteligibles, porque es débil y menos capaz para atender a la vez a los dos; y en estas cosas corporales ha de evitar ahora los halagos engañosos, mientras el alma puede ser arrastrada al deleite torpe. En cambio, entonces será tan firme y perfecta que los números corporales no llegan a apartarla de la contemplación de la sabiduría, y así los siente que no es seducida por ellos, ni se hace mejor por carecer de ellos, sino que de tal modo es buena y recta que ni pueden desconocerla ni poseerla.

3. Asimismo: «Ahora bien, esta salud será entonces tan firme y segurísima en el momento en que este cuerpo, en su tiempo y orden determinado, haya sido restituido a su antiguo estado de firmeza», no se tome como si los cuerpos, después de la resurrección, no vayan a ser mejores que lo fueron los de los primeros hombres en el paraíso, puesto que aquéllos ya no tienen que ser alimentados con alimentos corporales, con los que se alimentaban éstos; sino que el antiguo estado de firmeza hay que entenderlo en cuanto que aquellos cuerpos no padecerán ninguna enfermedad, como tampoco la podrían padecer éstos antes del pecado.

4. En otro lugar digo: «Mucho más penoso es el amor de este mundo. Porque lo que el alma busca en él, a saber: la estabilidad y la eternidad, no lo encuentra, porque su baja belleza culmina con el paso cambiante de las cosas; y lo que en tal belleza imita el trasunto de la estabilidad, le viene dado de Dios sumo a través del alma, porque esa belleza, únicamente cambiable en el tiempo, es superior a aquella que cambia en el tiempo y en el espacio». La razón evidente defiende estas palabras, si pueden tomarse de modo que no se entienda la baja hermosura sino en los cuerpos de los hombres y de todos los animales que viven con el sentido del cuerpo. Esto, en realidad, es en aquella belleza trasunto de la estabilidad, porque los mismos cuerpos permanecen en su trabazón, en cuanto permanecen, aunque esto les viene a ellos de Dios sumo a través del alma. Cierto que el alma sujeta esa trabazón para que no se disuelva ni disipe, como vemos que sucede en los cuerpos de los animales cuando mueren. En cambio, si la baja belleza se entiende en todos los cuerpos, esta opinión obliga a creer también en el mismo mundo como un animal, para que también le venga a él de Dios sumo a través del alma lo que en él es trasunto de la estabilidad. Pero, así como Platón y no pocos filósofos han pensado que este mundo es un animal, yo ni lo he podido averiguar ciertamente con la razón, ni he visto que pueda probarse con la autoridad de las divinas Escrituras. Por lo tanto, he advertido en mi libro La inmortalidad del alma que es temerario lo que he dicho, como puede entenderse. No porque confirmo que esto es falso, sino porque no comprendo que sea verdadero que el mundo sea un animal. Y no tengo la menor duda en afirmar que este mundo no es Dios para nadie, tenga alma o no la tenga; porque si tiene alma, el que la ha hecho, él es nuestro Dios; y si no la tiene, ese tal no puede ser dios de nada, mucho menos nuestro. Sin embargo, se puede creer correctísimamente, aunque el mundo no sea un animal, que tenga una cualidad espiritual y vital que sirve a Dios en los santos ángeles para embellecer y administrar el mundo, sin que ellos mismos la comprendan. Con el nombre de santos ángeles quisiera designar ahora a toda criatura espiritual santa dispuesta por Dios para su ministerio secreto y oculto. La Escritura Santa no suele significar con el nombre de almas a los espíritus angélicos.

Por consiguiente, en lo que dije al final de este libro: «Los números racionales e intelectuales de las almas bienaventuradas y santas que, sin ninguna otra naturaleza interpuesta, recogen la ley misma de Dios, sin la cual no cae la hoja del árbol, y para quien todos nuestros cabellos están contados57 transmitiéndola hasta los dominios terrenos e infernales», no veo cómo pueda demostrarse que la palabra «de las almas» pueda presentarse según las Escrituras Santas; puesto que aquí quise entender únicamente a los santos ángeles, de quienes no recuerdo haber leído nunca en las divinas palabras canónicas que tengan almas.

Este libro comienza así: Satis diu paene.

12. El maestro, un libro (11)

Por el mismo tiempo escribí un libro titulado El Maestro. En él se disputa e investiga, y se concluye que no hay otro Maestro que enseñe la ciencia a los hombres sino Dios, según está escrito en el Evangelio: Uno es vuestro Maestro, Cristo58.

Este libro comienza así: Quid tibí videmur efficere velle cum loquimur?

13. La verdadera religión, un libro (12)

1. También escribí por entonces un libro sobre La verdadera religión. En él se discute de muchas formas y copiosísimamente que sólo ha de ser adorado con religión verdadera el único Dios verdadero, esto es: la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo; y con cuánta misericordia suya ha concedido a los hombres, durante la presente economía temporal, la religión cristiana, que es la religión verdadera; y cómo el hombre debe ser preparado con dulzura para el mismo culto de Dios. En fin, este libro va principalmente contra las dos naturalezas de los maniqueos.

2. En este libro digo en algún sitio: «Que te conste clara y evidentemente que no habría podido haber error alguno en religión, si el alma, en vez de a su Dios, no hubiera dado culto al alma, o al cuerpo, o a sus propias invenciones». Aquí entiendo por alma a toda criatura incorpórea, no en el sentido de las Escrituras, que, cuando no hablan en sentido metafórico, no sé si quieren entender por alma aquella por la cual viven los animales mortales59, entre los cuales están también los hombres, mientras que son mortales. En cambio, poco después comprendí mejor y más brevemente el mismo sentido, cuando dije: «No sirvamos, pues, a la criatura, sino más bien al Creador, ni nos perdamos en nuestros vanos pensamientos60; y ésa es la religión perfecta». Por supuesto que con una sola palabra he designado a una y a otra criatura, esto es, a la espiritual y a la corporal. Finalmente, lo que dije allí: «o a sus propias imaginaciones», lo dije aquí por esto: «ni nos perdamos en nuestros vanos pensamientos».

3. He dicho también: «En el tiempo presente la religión cristiana es aquella cuyo conocimiento y práctica trae con toda seguridad y certeza la salvación»; esto lo dije según el nombre, no según la realidad misma que ese nombre significa. Porque la misma realidad, que se llama ahora religión cristiana, existía ya en los antiguos ni ha faltado nunca desde el origen del género humano hasta que vino el mismo Cristo en la carne, por quien la verdadera religión, que ya existía, comenzó a llamarse cristiana. En efecto, cuando los Apóstoles comenzaron a predicar, después de la resurrección y ascensión al cielo, y muchísimos creyeron en El, los discípulos fueron llamados cristianos por primera vez en Antioquía61, como está escrito. Por eso dije: «En el tiempo presente la religión cristiana es aquélla», no porque no existiese antes, sino porque se llamó así después.

4. En otro lugar digo: «Atiende, pues, diligente y piadosamente a lo que sigue, cuanto puedas, porque a esos tales ayuda Dios». No se ha de entender como si Dios ayudase únicamente a esos tales, piadosos y diligentes, cuando ayuda también a los que no son tales para que lo sean, esto es, para que lo busquen diligente y piadosamente; y a estos tales los ayuda para que lo encuentren.

Igualmente en otro sitio digo: «que se puede concluir ya, por lo tanto, que, después de la muerte corporal que debemos al primer pecado, este cuerpo será restituido, a su tiempo y en su orden, a su primitivo estado de estabilidad». Lo cual ha de entenderse así: que también la original estabilidad del cuerpo, que perdimos al pecar, tenía tanta felicidad que no se deterioraba por la vejez. A ese estado original, pues, será restituido el cuerpo actual en la resurrección de los muertos. Pero tendrá aún más, de manera que no necesitará alimentos corporales, sino que será vivificado para subsistir por solo el espíritu, cuando haya resucitado en espíritu vivificante, por cuya causa será también espiritual. En cambio, aquel cuerpo que fue el primero, aunque no habría muerto si el hombre hubiese pecado, sin embargo fue hecho animal, esto es, en alma viviente62.

5. Y en otra parte digo: «El pecado es un mal de tal manera voluntario, que de ningún modo es pecado cuando no es voluntario». Esta definición puede parecer falsa; pero, si se considera con atención, se verá que es muy verdadera. En efecto, se ha de considerar como pecado aquello que solamente es pecado, y no lo que es pena del pecado, como he demostrado más arriba, al recordar un pasaje del libro tercero de El libre albedrío. Aunque también aquellos pecados que no sin razón se llaman involuntarios, porque se hacen por ignorancia o por coacción, no pueden ser cometidos completamente sin la voluntad, puesto que hasta aquel que peca por ignorancia hace ciertamente con la voluntad aquello que, sin tener que hacerlo, cree que debe hacerlo, y aquel que no hace lo que quiere, porque la carne lucha contra el espíritu, lo desea por cierto sin quererlo, y en eso no hace lo que quiere63; pero, si es vencido, consiente en su concupiscencia voluntariamente, y en eso no hace sino lo que quiere, a saber, libre de la justicia y esclavo del pecado64. Y el llamado pecado original en los niños, cuando todavía no tienen el uso del libre albedrío de la voluntad, tampoco es absurdo llamarlo voluntario, porque, contraído por la mala voluntad del primer hombre, se hizo en cierto modo hereditario. Así pues, no es falso lo que dije: «Hasta tal punto el pecado es un mal voluntario, que de ningún modo es pecado si no es voluntario». Por esto la gracia de Dios no solamente perdona el reato de todos los pecados pasados en los que se bautizan en Cristo65, que lo hace el espíritu de regeneración, sino que también el Señor sana y prepara en los adultos66 la voluntad misma mediante el espíritu de fe y de caridad.

6. En otro pasaje lo que dije de nuestro Señor Jesucristo: «El no hizo nada por la fuerza, sino todas las cosas persuadiendo y aconsejando», no se me había ocurrido que arrojó del templo a los vendedores y compradores67 con un látigo. Pero ¿qué significa esto y qué importancia tiene? Aunque también arrojó de los hombres a los demonios recalcitrantes no con la persuasión, sino con la fuerza de su poder68.

También digo en otro lugar: «ante todo hemos de preferir a los que afirman el culto de Dios, soberano, único y verdadero. Si entre ellos no alumbra la evidencia de la verdad, entonces habrá que buscarla en otra parte». Al hablar así puede parecer que he dudado de la verdad de la religión. Sin embargo, lo dije de un modo conveniente a quien lo escribía. Efectivamente dije: «si entre ellos no alumbra la evidencia de la verdad», sin dudar de que alumbrase entre ellos, del mismo modo que el Apóstol dice: Si Cristo no ha resucitado69, sin que dudase en absoluto de que resucitó.

7. Igualmente lo que he dicho: «no quiso Dios que se prolongasen aquellos milagros hasta nuestro tiempo para que el alma no se aferrase siempre a las cosas visibles, y el género humano no se entibiase por la costumbre de ver aquello que por su novedad despertó tanto su entusiasmo», esto es verdad, porque hasta ahora, cuando se imponen las manos a los bautizados, no reciben el Espíritu Santo de manera que hablen las lenguas de todos los pueblos70, ni, hasta ahora, los enfermos se curan al pasar la sombra de los predicadores de Cristo71; y está claro que entonces se hicieron aquellos prodigios que han cesado después. Pero no ha de entenderse lo que he dicho de tal manera que ahora se crea que ya no se hacen más milagros en el nombre de Cristo. Pues yo mismo conocí que un ciego fue curado en la misma ciudad de Milán ante los cuerpos de los Mártires Mediolanenses. Y otros muchos en calidad y número son realizados en nuestros días, tales, que ni podemos conocer todos ni contar los que conocemos.

8. Lo que dije en otro pasaje: «Como dice el Apóstol: Todo orden viene de Dios», no lo dijo el Apóstol con las mismas palabras, aunque parezca que es su misma sentencia. En efecto, él dice: Pues las cosas que son han sido ordenadas por Dios72.

Y en otra parte digo: «Que nadie os engañe en adelante. Todo lo que se vitupera con razón, se menosprecia en comparación de lo que es mejor».

Dije esto a propósito de las sustancias y de las naturalezas, de las cuales era la cuestión, no de las acciones buenas y de los pecados.

Asimismo en otro lugar digo: «Ni tampoco el hombre ha de amar a otro hombre, así como se aman los hermanos carnales, o los hijos, o los cónyuges o cualesquiera parientes, bien afines, bien ciudadanos. Porque ese amor también es temporal. Y no tendríamos necesidad de tales parentelas, que se originan de los nacimientos y las muertes, si nuestra naturaleza, guardando los preceptos y la imagen de Dios, no estuviera relegada a la corrupción presente». Desapruebo totalmente esta opinión, que ya reprobé más arriba en el libro primero del Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos. Porque lleva a creer que aquellos primeros esposos no llegarían a engendrar a los hombres posteriores, si no hubiesen pecado, como si fuese necesario engendrar mortales, cuando se engendra de la unión del varón y la mujer: Aún no había entendido que hubiera podido suceder que los inmortales naciesen de los inmortales, si aquel gran pecado no hubiera deteriorado la naturaleza humana, y, por lo tanto, habrían nacido los hombres no para suceder a los padres que mueren, sino para reinar con los que viven, si tanto en los padres como en los hijos hubiese permanecido la felicidad y la fecundidad hasta el número completo de los santos73, que Dios ha predestinado74. Habría, pues, también tales parentescos y afinidades, aunque ninguno hubiese pecado y ninguno hubiese muerto.

9. Además digo en otro lugar: «elevando al único Dios y religando a Él solo nuestras almas, de donde se cree que se llama religión, carezcamos de toda superstición». La explicación que doy con estas palabras mías, de donde se llama religión, me ha gustado más. Tampoco se me pasa que otros autores latinos han propuesto otro origen de esta palabra, que de ahí se llama religión lo que se religa. Palabra que se compone de ligando, esto es, eligiendo, de modo que en latín aparece religo así como eligo.

Este libro comienza así: Cum omnis vitae bonae ac beatae via.

14. Utilidad de la fe, un libro (13)

1. Ya era sacerdote en Hipona cuando escribí un libro sobre La utilidad de la fe a un amigo mío que, engañado por los maniqueos, sabía que aún continuaba con aquel error, y se burlaba de la disciplina de la fe católica, porque exigía a los hombres creer, antes de enseñarles con argumentos muy seguros qué es la verdad.

En ese libro dije: «Pero en aquellos preceptos y mandatos de la Ley, que a los cristianos ya no les es lícito guardar, como son el sábado, la circuncisión, los sacrificios y otras prescripciones semejantes, se contienen, sin embargo, misterios tan grandes que todo hombre piadoso entiende que nada hay tan peligroso como interpretar aquello a la letra, es decir, palabra por palabra, y, en cambio, nada tan saludable como descubrir el espíritu. De ahí: La letra mata y el espíritu da vida»75. Ahora bien, esas palabras del apóstol Pablo las expuse en un sentido diferente, y, según creo, o mejor, según aparece en realidad, mucho más apropiadamente en el libro que se titula El espíritu y la letra, aunque tampoco este sentido sea desdeñable.

2. Dije también: «Hay en la religión dos clases de personas dignas de alabanza: una es la de aquellos que ya la han encontrado, y a quienes es necesario proclamar dichosísimos; otra la de aquellos que la buscan con todo empeño y rectitud. Los primeros están ya en su posesión; los segundos, en el camino por el cual se llega con toda certeza». Si en estas palabras mías se entiende que aquellos que ya la han encontrado y decimos que ya en su posesión son tenidos por muy dichosos, de manera que lo sean no en esta vida, sino en aquella que esperamos y a la cual nos dirigimos por el camino de la fe, esa interpretación no tiene error alguno. En efecto, hay que juzgar que han encontrado lo que se debe buscar aquellos que ya están allí adonde nosotros deseamos llegar, buscando y creyendo, es decir, manteniéndonos en el camino de la fe. Por el contrario, si se piensa que ésos son o fueron dichosos en esta vida, eso me parece falso, no porque en esta vida sea imposible llegar a encontrar alguna verdad que se vea con la razón y no se crea por la fe, sino porque tanto es todo lo que es que no nos hace completamente dichosos. En realidad lo que dice el Apóstol: Vemos ahora confusamente por un espejo, y: Ahora lo conozco en parte, se ve con la mente; se ve ciertamente, pero todavía no nos hace felices del todo. Porque dichosos plenamente nos hace aquello que dice: y entonces lo veremos cara a cara, y: Entonces conoceré como yo soy conocido76. Quienes han encontrado eso, hay que decir que están firmes en posesión de la felicidad, a la cual lleva el camino de la fe que mantenemos, y adonde, creyendo, deseamos llegar. Pero ¿quiénes son esos plenamente dichosos, que ya están en la posesión adonde conduce ese camino?, he ahí una gran cuestión. Por lo menos, que los ángeles santos están allí, es incuestionable. Pero se pregunta con razón por los hombres santos ya difuntos, ¿si se debe decir que éstos al menos están firmes ya en esa posesión? De hecho ya están despojados del cuerpo corruptible que agrava el alma77; pero todavía esperan ellos la redención de su cuerpo78, y su carne descansa en la esperanza79, no clarea aún en la incorrupción futura. Con todo, no es éste el lugar de entablar discusión para inquirir si no les falta nada para que puedan contemplar la verdad con los ojos del corazón, como se ha dicho, cara a cara. Asimismo lo que dije: «En verdad, conocer las cosas grandes, y honestas, incluso las divinas, es la suma dicha», debemos referirlo a la misma bienaventuranza. Porque, en esta vida, por amplio que sea nuestro conocimiento de ello, no es todavía plenamente dichoso porque está incomparablemente más lejos lo que de ello se desconoce.

3. Y lo que he dicho: «Interesa mucho distinguir entre lo que se conoce con la seguridad de la razón, que es lo que llamamos saber, y lo que se transmite por tradición oral o por escrito a los sucesores, que es objeto de la fe»; y un poco después: «Por tanto, lo que sabemos se debe a la razón; lo que creemos, a la autoridad», no se debe entender de manera que en el lenguaje corriente tengamos reparo en decir que sabemos lo que creemos por testigos idóneos. Puesto que cuando hablamos con propiedad, decimos saber solamente aquello que comprendemos con las razones sólidas de la mente. En cambio, cuando hablamos según el uso corriente, como lo hace también la divina Escritura, no dudamos en decir que sabemos tanto lo que percibimos con los sentidos de nuestro cuerpo como lo que creemos por testigos dignos de crédito, aunque, sin embargo, entendemos la gran diferencia que hay entre lo uno y lo otro.

4. Igualmente lo de que «no hay duda de que todos los hombres son necios o sabios» puede parecer que contradice a lo que se lee en el libro tercero de El libre albedrío: «Como si en la naturaleza humana no hubiese término medio entre la necedad y la sabiduría». Hablé así cuando investigaba sobre el primer hombre si fue creado sabio o necio, o ni lo uno ni lo otro; porque, siendo la necedad un gran defecto, en modo alguno se le puede llamar necio a quien fue creado sin defecto alguno, y tampoco aparece claro cómo le podemos llamar sabio a aquel que fue víctima de la seducción. Por eso quise decir en síntesis: «como si en la naturaleza humana no hubiese término medio entre la necedad y la sabiduría». Pensaba entonces también en los niños, a los cuales, aunque confesamos que contraen el pecado original, sin embargo no los podemos llamar propiamente ni sabios ni necios, porque todavía no usan el libre albedrío ni bien ni mal. Ahora, pues, he dicho que todos los hombres son o sabios o necios, queriendo que se entendiese a aquellos que tienen uso de razón, por la cual se distinguen de los animales, de modo que sean hombres; así como decimos que todos los hombres quieren ser felices. ¿Acaso en esta sentencia tan verdadera y clara hemos recelado de que se entiendan también los párvulos que todavía no son capaces de desearlo?

5. Al recordar en otro lugar los milagros que el Señor Jesús hizo cuando vivía aquí en la carne, añadí la frase: «¿Por qué, preguntarás, no se hacen ahora esos milagros?», y he respondido: «Porque no impresionarían si no fuesen algo extraordinario; y no serían algo extraordinario si fuesen ordinarios». Con ello quise decir que ahora no se hacen ni tan grandes ni todos, pero no que ahora tampoco se haga ningún milagro.

6. Pero al final del libro digo: «Porque este discurso se alarga más de lo que pensaba, pongo punto final. Recuerda, sin embargo, que aún no pretendo comenzar a refutar a los maniqueos ni he examinado aún sus imposturas, así como tampoco he pretendido exponer elevados conceptos de la fe católica, sino que he querido únicamente, cuanto podía, desvanecer en ti la falsa opinión sobre los verdaderos cristianos insinuada en nosotros con menos torpeza que malicia, y a la vez despertar en ti la inquietud por el estudio de las grandes verdades divinas. Por lo cual este volumen queda así concluido; y cuando sea mayor la serenidad de tu espíritu, tal vez sea más expedito en lo demás». No he dicho esto como si aún no hubiese escrito nada contra los maniqueos, o no hubiese publicado nada sobre la doctrina católica, cuando tantos volúmenes publicados atestiguan que no me he callado sobre ambos asuntos. Lo que quise expresar en este libro, dedicado al amigo Honorato, es que no había empezado aún a refutar a los maniqueos ni había penetrado aún en aquellas simplezas, ni había expuesto nada importante sobre la fe católica, porque esperaba, después de este primer contacto, que habría de escribirle a él mismo las cosas que aquí aún no había escrito.

Este libro comienza así: Si mihi, Honorate, unum atque idem videretur esse.

15. Las dos almas del hombre, un libro (14)

1. Después de este libro, todavía presbítero, escribí contra los maniqueos sobre Las dos almas; una de las cuales dicen que es una parte de Dios; la otra procede de la región de las tinieblas, que no ha creado Dios y que es coeterna con Dios. Ellos deliran en sus locuras que esas dos almas existen en un mismo hombre, la una buena, la otra mala, a saber: que esa mala es propia de la carne, la que dicen proceder del linaje de las tinieblas; en cambio, la buena es de la parte adventicia de Dios, que ha combatido con el linaje de las tinieblas, y que están mezcladas una y otra. En consecuencia, atribuyen todos los bienes del hombre al alma buena, y todos los males al alma mala. En este libro lo que dije: «No hay vida alguna, de cualquier clase que sea, por lo mismo que es vida y en cuanto que lo es completamente, que no pertenezca a la fuente y principio soberano de la vida», lo he dicho así para que se entienda que como criatura pertenece al Creador, pero que no se crea que procede de Dios como parte suya.

2. Del mismo modo lo que dije: «A saber: en ninguna parte, a no ser en la voluntad, existe el pecado», los pelagianos pueden pensar que lo he dicho en su favor a causa de los párvulos, a quienes ellos niegan que tienen el pecado que se les perdona en el bautismo por eso, porque todavía no tienen el uso del libre albedrío de la voluntad. Como si el pecado, que nosotros decimos que contraen originalmente desde Adán, es decir, implicados en su culpabilidad, y por ello sujetos a la pena, ha podido existir en parte alguna más que en la voluntad con la que fue cometido cuando fue quebrantado el precepto de Dios. También puede creerse que es falsa la sentencia que he referido: «En ninguna parte, a no ser en la voluntad, existe el pecado», porque dijo el Apóstol: Ahora, si hago lo que yo no quiero, ya no soy yo el que lo realiza, sino que es el pecado que habita en mí80. Pues qué, ese pecado no está en la voluntad hasta decir: Eso que no quiero, hago. Luego ¿cómo en ninguna parte, a no ser en la voluntad, existe el pecado? Es que ese pecado, del que habla así el Apóstol, por eso se llama pecado, porque ha sido cometido a causa de un pecado, y es castigo de un pecado, puesto que está hablando de la concupiscencia de la carne, como lo declara a continuación diciendo: Sé que no habita en mí, es decir, en mi carne, el bien; porque está en mí querer el bien, pero no realizarlo81. La realización perfecta consiste en que en el hombre no exista ni siquiera la misma concupiscencia del pecado, a la cual ciertamente no consiente la voluntad, cuando la vida es buena. Sin embargo, no realiza perfectamente el bien, porque anida dentro todavía la concupiscencia a la que se opone la voluntad. La culpabilidad de esa concupiscencia es destruida en el bautismo, pero queda la debilidad, contra la cual lucha celosísimamente todo fiel que progresa en el bien, hasta que sea curada. En cuanto al pecado, «que en ninguna parte existe sino en la voluntad», ha de entenderse precisamente de la justa condena subsiguiente. Porque el pecado entró en el mundo por un solo hombre82. Aunque también ese pecado, por el que se consiente en la concupiscencia del pecado, no es cometido sino por la voluntad. Por esto dije en otro lugar: «Que no se peca sino voluntariamente».

3. También he definido en otro lugar a la misma voluntad diciendo: «La voluntad es un movimiento del alma para no perder o para conseguir algún bien sin coacción alguna». Lo dije así para distinguir con esa definición al que quiere del que no quiere, y de ese modo la intención va referida a aquellos primeros que en el paraíso fueron el origen del mal para el género humano, sin que nadie les obligara a pecar, esto es, a pecar por su libre voluntad, porque obraron también a sabiendas contra el precepto; y además aquel tentador los persuadió para hacerlo, pero no los obligó83. En realidad, el que ha pecado por ignorancia puede decirse también sin ningún inconveniente que ha pecado sin querer, aunque quien ha obrado por ignorancia, sin embargo, ha obrado, también, voluntariamente; de este modo tampoco aquel pecado pudo existir sin la voluntad. «Voluntad que, según la definición, fue un movimiento del alma para no perder o para conseguir algún bien sin coacción alguna». Pues si no lo hubiese querido no lo hubiese hecho, ni fue coaccionado para hacerlo. Luego lo hizo porque quiso, aunque no pecó porque quiso, al ignorar que era un pecado lo que hizo. Así tampoco ese pecado pudo existir sin la voluntad, pero no la voluntad del pecado, sino la voluntad del hecho, que, sin embargo, fue un pecado, porque ese hecho es lo que no debió hacerse. En cuanto a todo el que peca a sabiendas, cuando puede resistir sin pecar al que le coacciona al pecado y sin embargo no lo hace, de cierto que peca voluntariamente, porque el que puede resistir no está obligado a ceder. En cambio, quien no puede resistir de buena voluntad a la pasión que lo arrastra, y por eso obra contra los preceptos de la justicia, ya comete el pecado, de tal manera que tiene también la pena del pecado. En consecuencia, es verdad clarísima que el pecado no puede existir sin la voluntad.

4. Igualmente la definición del pecado cuando dije: «El pecado es la voluntad de retener o conseguir lo que prohíbe la justicia, y de lo cual se puede abstener libremente»153, es verdadera precisamente porque define lo que solamente es pecado, no lo que también es pena del pecado. En efecto, cuando el pecado es tal que el mismo es también pena del pecado, ¿qué es lo que puede la voluntad dominada por la pasión si no es quizás, siendo piadosa, rezar pidiendo ayuda? Porque en tanto es libre en cuanto que está liberada84, y en tanto es liberada en cuanto tiene libertad; de lo contrario habría que llamarla pasión, más que voluntad propiamente. La cual no es, como sueñan los maniqueos, una añadidura a una naturaleza extraña, sino un vicio a la naturaleza nuestra, del que no nos sana más que la gracia del Salvador. Y si alguno dice que hasta la misma pasión no es otra cosa que la voluntad viciada y servidora del pecado, no me opondría ni habría que discutir sobre las palabras, siendo la cosa cierta y clara. Porque también así se demuestra que sin voluntad no hay pecado alguno, sea actual sea original.

5. Dije también que «comencé a investigar si aquel linaje perverso de almas, antes de mezclarse con el bien, tuvo alguna voluntad. Porque si no la tenía, era sin pecado e inocente, y en consecuencia de ningún modo era un mal». ¿Por qué, pues, nos dicen, habláis del pecado de los niños, cuya voluntad sostenéis que no es culpable? Respondo que son tenidos por reos no a causa de su propia voluntad personal, sino a causa de su origen. Porque ¿qué es todo hombre terreno en cuanto a su origen sino Adán? Pero, además, Adán tenía ciertamente voluntad, por la cual, cuando pecó voluntariamente, por él entró el pecado en el mundo85.

6. Lo mismo en aquello: «Las almas no pueden de ningún modo ser malas por naturaleza», si se me pregunta cómo entiendo lo del Apóstol: Éramos también nosotros por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás86, respondo que en esas palabras mías yo he querido entender por naturaleza aquella que se llama propiamente naturaleza, en la que fuimos creados sin defecto. Pues ésta se llama naturaleza por el origen, que ciertamente tiene un vicio, que es contra la naturaleza.

Y en aquello: «Considerar reo de pecado a cualquiera, porque no ha hecho lo que no ha podido hacer, es el colmo de la injusticia y de la insensatez»; ¿por qué, pues, dicen que los niños son considerados reos? Respondo: porque son considerados por origen de aquel que no hizo lo que pudo hacer, sin duda, guardar el precepto divino. En cuanto a que «aquellas almas que hacen lo que sea, si por naturaleza no lo hacen voluntariamente, es decir, si carecen del libre movimiento del alma para obrar y para no obrar si, en fin, no se les concede potestad alguna para abstenerse de su propia obra, no podemos considerarlas pecadoras», no inquieta, por eso la cuestión de los niños, puesto que son considerados reos por su origen de aquel que pecó voluntariamente, cuando no carecía del «libre movimiento del alma para obrar o no obrar», y tenía el soberano poder de abstenerse de toda obra mala. Esto los maniqueos no lo dicen de la estirpe de las tinieblas, que inventan de una manera fabulosa, y afirman que esta naturaleza fue una naturaleza siempre mala, y jamás buena.

7. En cambio se puede indagar en qué sentido dije esto: «Supuesto que hay almas entregadas a oficios corporales no por causa del pecado, sino por naturaleza, lo cual sin embargo es incierto, y que esas almas, aunque sean inferiores, nos llegan a tocar siquiera por cierta vecindad interior, por eso no conviene considerarlas como malas, porque, cuando nosotros las seguimos, y cuando amamos las cosas corporales, nosotros somos malos», siquiera cuando he dicho eso de aquellas almas de las que comencé a tratar más arriba: «Aun en el supuesto de que se les conceda a los mismos (maniqueos) que una especie inferior de almas nos incita a las cosas torpes, no concluyen por ello ni que aquéllas sean malas por naturaleza ni que ésas sean el sumo bien». Y como continué la discusión hasta el pasaje: «Supuesto que hay almas entregadas a oficios corporales no por causa del pecado, sino por naturaleza», etc., se puede preguntar por qué aquello: «lo cual sin embargo es incierto», cuando no debí dudar en absoluto de que tales almas no existen. Sin embargo lo dije porque he conocido por experiencia a quienes dicen que el diablo y sus ángeles son buenos en su género y en aquella naturaleza en la que Dios los creó tales cuales son en su propio rango; pero que para nosotros son un mal, cuando nos incitan y seducen, y, en cambio, cuando los evitamos y los vencemos, son honor y gloria. Y a quienes dicen eso les parece que pueden aducir testimonios idóneos de las Escrituras para probarlo: por ejemplo, lo que está escrito en el libro de Job, cuando describe al diablo: Ese es el principio de la obra del Señor, que la hizo para ser divertido por sus ángeles87, y lo del salmo 103: Ese dragón que modelaste para jugar con él88. Para no hacer el libro mucho mayor de lo que quería, no quise tratar y resolver entonces esta cuestión, que no debe ser tratada y resuelta contra los maniqueos, que no piensan eso, sino contra aquellos que opinan así; además, al ver que, si hacía esa concesión, los maniqueos debían y también podían ser convencidos, cuando explican con un error demencial que la naturaleza del mal es coeterna con el bien eterno. Por eso, pues, dije: «lo cual sin embargo es incierto», no porque yo dude, sino porque esta cuestión no quedaba aún resuelta entre mí y aquellos a quienes descubrí que opinaban así. Finalmente, esa cuestión la resolví con la mayor claridad que pude, según las Escrituras Santas, en otros libros míos muy posteriores sobre Comentario literal al Génesis («El Génesis a la letra»).

8. En otro pasaje digo: «Por eso pecamos al amar las cosas corporales, porque se nos manda, y con justicia, amar las cosas espirituales, y somos capaces por naturaleza, y entonces somos en nuestro rango óptimos y felicísimos», donde puede preguntarse por qué dije «por naturaleza». Pero la cuestión trataba de la naturaleza contra los maniqueos. Y, ciertamente, la gracia actúa de tal manera que la naturaleza sanada pueda hacer lo que la naturaleza viciada no puede, por Aquel que vino a buscar y a salvar lo que había perecido89. Recordando esta gracia también entonces le pedí por mis familiares íntimos que aún estaban detenidos por aquel error mortífero, y dije: «Oh Dios grande, Dios omnipotente, Dios de bondad infinita, a quien es lícito creer y entender inviolable e incorruptible; oh Unidad trina, a quien venera la Iglesia católica, te ruego suplicante, habiendo experimentado en mí tu misericordia que los hombres con quienes desde mi niñez tuve en toda la convivencia suma armonía, no permitas que disientan de mí en tu culto». Al orar así, ciertamente creía que la gracia no sólo ayuda a los convertidos a Dios para que adelanten y se perfeccionen, toda vez que puede decirse además que esa gracia se da según el mérito de su conversión, sino que también pertenece a la misma gracia de Dios el que se conviertan a Dios. Finalmente, cuando rogué por aquellos que están demasiado alejados de Él, rogué también para que se conviertan a Él

Este libro comienza así: Opitulante Dei misericordia.

16. Actas del debate contra el maniqueo Fortunato, un libro (15)

1. Por el mismo tiempo de mi sacerdocio disputé contra cierto Fortunato, presbítero de los maniqueos, el cual había vivido mucho tiempo en Hipona, y había seducido a tantos que por ellos le agradaba vivir aquí. Esta disputa entre los dos fue recogida por los notarios para que fuese registrada como Actas públicas, porque efectivamente llevan el día y el consulado. He procurado recoger la discusión en un libro para recuerdo. La cuestión tratada allí es sobre el origen del mal, afirmando yo que el mal del hombre nació del libre albedrío de la voluntad; intentando, en cambio, él persuadir que la naturaleza del mal es coeterna con Dios. Al día siguiente confesó, por fin, que él no tenía nada que responder contra mí. Por cierto que no se hizo católico, aunque sí salió de Hipona.

2. Lo dicho por mí en este libro: «Afirmo que el alma fue creada por Dios, como todas las demás cosas que fueron creadas por Dios; y que entre esas que creó Dios omnipotente, el primer lugar ha sido dado al alma», lo dije así porque quería que eso se entendiese en general de toda criatura racional, aunque en las Escrituras Santas o no se encuentra en absoluto o no puede encontrarse fácilmente que sean llamadas almas las de los ángeles, como ya dijimos más arriba. Lo mismo en otro pasaje: «Yo digo que no hay pecado si no se peca por propia voluntad». Donde he querido que se entienda por pecado lo que no es también pena del pecado; en efecto, de esa pena he dicho en otro sitio de la misma discusión lo que se debía decir.

También dije: «Para que esta misma carne, que nos aflige mientras estamos en el pecado, se nos someta después en la resurrección, y no nos aflija con ninguna adversidad, de modo que observemos la ley y los preceptos divinos», no ha de entenderse esto como si también en aquel reino de Dios, en donde tendremos un cuerpo incorruptible e inmortal, deberemos tomar la ley y los preceptos de las Escrituras divinas; sino que como la ley divina será observada allí perfectísimamente, guardaremos también aquellos dos preceptos del amor a Dios y al prójimo90, no a la letra, sino con el mismo amor perfecto y sempiterno.

Esta obra comienza así: Quinto calendas Septembris, Arcadio Augusto bis et Rufino viris clarissimis consulibus.

17. La fe y el símbolo, un libro (16)

Por ese mismo tiempo, siendo presbítero, diserté sobre La fe y el símbolo en presencia y por encargo de los obispos que celebraban un Concilio plenario de toda África en Hipona. Este sermón lo puse en un libro a instancias de algunos obispos que me estimaban afectuosísimamente. En él trato del mismo asunto, aunque no tiene la misma estructura de palabras que se confía a los competentes, cuando se aprenden de memoria.

En ese libro, cuando trato de la resurrección de la carne, digo: «El cuerpo resucitará, según la fe cristiana que no puede engañar. Esto parece increíble a quien piensa en la carne cual es ahora, pero que no considera cómo será, porque en aquel tiempo de la transformación angelical no habrá más carne y sangre, sino solamente el cuerpo», y lo demás que traté allí sobre la mutación de los cuerpos terrestres en cuerpos celestiales, porque el Apóstol ha dicho, hablando de esto: la carne y la sangre no poseerán el reino de Dios91. Pero quien entienda esto de tal manera que crea que el cuerpo terreno, tal como lo tenemos ahora, será mudado en cuerpo celestial en la resurrección, de modo que no tendrá ni estos miembros ni la verdadera sustancia de la carne, debe corregirse sin lugar a dudas, advertido por el cuerpo del Señor, quien, después de la Resurrección, se apareció con los mismos miembros, no solamente para ser contemplado con los ojos, sino también para ser palpado con las manos, afirmando también que Él tenía carne diciendo verbalmente: Palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo92. Donde está claro que el Apóstol no ha negado que la sustancia de la carne existirá en el reino de los cielos, sino que ha llamado con el nombre de carne y sangre: bien a los hombres que viven según la carne93, bien a la misma corrupción de la carne, que ciertamente no habrá entonces. En verdad, como hubiese dicho que la carne y la sangre no poseerán el reino de Dios, se comprende perfectamente que hubiese añadido a continuación, como manifestando qué es lo que iba a decir: Ni la corrupción poseerá la incorrupción94. Quienquiera que haya leído el último libro de La Ciudad de Dios encontrará cuanto he podido tratar con diligencia sobre esta verdad difícil de persuadir a los infieles.

Este libro comienza así: Quoniam scriptum est.

18. Comentario literal al Génesis, un libro (inacabado) (17)

Aun cuando escribí dos libros sobre Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos, porque había tratado las palabras de la Escritura según el sentido alegórico, no me atrevía a exponer tantos misterios de las cosas naturales al pie de la letra, es decir, cómo pueden ser entendidas las cosas que allí se dicen según la propiedad histórica, he querido probar mis fuerzas en esta obra tan laboriosa y dificilísima. Pero mi inexperiencia en la exposición de las Escrituras sucumbió bajo el peso de carga semejante; y antes de acabar un solo libro desistí de aquella empresa que no podía realizar. Sin embargo, cuando estaba en este trabajo de retractar mis opúsculos, cayó en mis manos este libro imperfecto y todo como era, que ni siquiera había publicado yo, y que estaba decidido a destruir, porque escribí después doce libros con el título Comentario literal al Génesis, en los cuales, aunque muchas cosas parecen cuestionadas más que solucionadas, sin embargo éste no se puede comparar con ellos en modo alguno. Es verdad que, después de retractar este libro, también quise conservarlo para que fuese un testimonio, según creo, no inútil de mis esfuerzos por explicar y comentar las divinas Escrituras, y quise que se titulase Comentario literal al Génesis incompleto.

En efecto, me encontré con que lo había dictado hasta estas palabras: «El Padre sólo es Padre, y el Hijo no es otra cosa que Hijo, porque cuando se dice también semejanza del Padre, sin embargo, aunque demuestre que no hay ninguna desemejanza, el Padre no es solo, si tiene una semejanza». Después de esto repetí que deben ser estudiadas y explicadas nuevamente las palabras de la Escritura: Y dijo Dios: Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra95. Hasta aquí dejé dictado el libro incompleto. En cuanto a lo que sigue allí, creí que debía añadirlo cuando lo retractaba; sin embargo, tampoco lo terminé, sino que, añadiéndole eso, lo dejé incompleto. Porque, de haberlo terminado, tendría que tratar de todas las obras y palabras de Dios, al menos, que pertenecen al día sexto96. Me ha parecido superfluo hacer notar en este libro lo que me desagrada o defender lo que, sin entenderlo debidamente, puede desagradar a otros. En una palabra, yo aconsejo más bien que lean los doce libros que escribí mucho después, siendo obispo, y por aquéllos se juzgue de éste.

Este libro, pues, comienza así: De obscuris naturalium rerum, quae omnipotente Deo artífice facta sentimus, non adfirmando, sed quaerendo tractandum est.

19. El sermón del Señor en la montaña, dos libros (18)

1. Por el mismo tiempo escribí dos volúmenes sobre El Sermón del Señor en la montaña según Mateo. En el primero de ellos, a propósito de aquello: Bienaventurados los pacíficos porque serán llamados hijos de Dios97, digo: «La sabiduría conviene a los pacíficos, en quienes ya todo está ordenado, y no hay movimiento alguno rebelde contra la razón, sino que todo obedece al espíritu del hombre, que a su vez él mismo obedece a Dios». Que con razón impresiona cómo lo dije. Porque no puede ocurrirle a cualquiera en esta vida que la ley opuesta a la ley del espíritu no esté en general en los miembros98, puesto que, de hecho, aun cuando el espíritu del hombre le resistiese de tal manera que jamás consintiese en nada, por eso ella no dejaría de fastidiar. Luego eso que he dicho: «que no hay movimiento alguno rebelde contra la razón», puede entenderse rectamente de los pacíficos que obran dominando las concupiscencias de la carne hasta llegar a la más completa paz.

2. Igualmente, a lo que he dicho en otro pasaje, repitiendo la misma sentencia evangélica: Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios99, he añadido: «Y eso, por cierto, puede darse en esta vida, como creemos que se dio en los Apóstoles», ha de entenderse no que en los Apóstoles durante esta vida ningún movimiento de la carne resistió al espíritu100, sino que creemos que puede darse en esta vida, como creemos que se dio en los Apóstoles, es decir, esa medida de perfección humana, cuanta perfección sea posible en esta vida. Porque no dije: eso puede darse en esta vida, porque creemos que se dio en los Apóstoles, sino que dije: «como creemos que se dio en los Apóstoles», para que pueda darse así como se dio en ellos, es decir, con aquella perfección de que se es capaz en esta vida, no como se ha de dar en aquella paz plenísima que esperamos, cuando se dice: ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?101

3. En otro pasaje intercalé este testimonio: Pues Dios no da el espíritu con medida102, cuando aún no había entendido que se trataba propiamente con toda verdad de Cristo. Ya que, si no se diese el Espíritu con medida a los demás hombres, Elíseo no hubiese pedido el doble del que tuvo Elías103. Del mismo modo, cuando expuse lo que está escrito: Ni una sola jota o tilde de la Ley pasará hasta que todo se cumpla104, dije: «que no podía entenderse otra cosa que la viva expresión de la perfección». Donde se pregunta justamente si esa perfección pueda entenderse de manera que, con todo, sea verdad que nadie usando del arbitrio de la voluntad viva aquí sin pecado. Porque ¿quién puede cumplir la ley hasta una tilde sino aquel que cumple todos los mandamientos de Dios? Pero entre los mismos mandamientos está también el que estamos obligados a decir: Perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos a nuestros deudores105, oración que dice toda la Iglesia hasta el fin del siglo. Por tanto, todos los mandamientos se creen cumplidos cuando es perdonado todo lo que no se hace.

4. En verdad, aquello del Señor: Quien quebrantare uno de estos mandamientos más pequeños y lo enseñare así, y lo que sigue hasta donde dice: si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos106, lo expuse mejor y más convenientemente en otros sermones míos posteriores, que sería muy largo corregir aquí. En cuanto a eso, el sentido allí dado se reduce a que la justicia de aquéllos sea mayor que la de los escribas y fariseos, porque dicen y hacen. Como quiera que el mismo Señor en otro lugar dice de los escribas y fariseos: que ellos dicen y no hacen107.

También entendí mejor después lo que está escrito: el que se irrita contra su hermano108. Pues los códices griegos no tienen sin causa, como aquí está puesto, si bien el sentido es el mismo. Eso lo dije teniendo en cuenta qué significa irritarse contra su hermano, porque no se irrita contra el hermano quien se irrita contra el pecado del hermano. Así que quien se irrita contra el hermano y no contra el pecado, se irrita sin motivo.

5. De igual modo lo que dije: «Se debe entender también del padre y de la madre y de los demás vínculos de sangre, como odiamos en ellos lo que el género humano ha heredado al nacer y al morir», suena como si no hubiesen existido todos esos vínculos de sangre, si de no haber precedido pecado alguno a la naturaleza humana, nadie hubiese muerto, sentido que ya reprobé más arriba. Realmente habría parentescos y afinidades, aunque, no existiendo pecado original alguno, el género humano creciese y se propagase sin morir. Y por eso ha de resolverse de otro modo la cuestión de por qué el Señor mandó amar a los enemigos109, habiendo mandado en otro lugar odiar a los padres e hijos110, no como aquí se resuelve, sino como la he resuelto después muchas veces, es decir, que amemos a los enemigos para ganarlos para el reino de Dios, y que odiemos a los parientes cuando son impedimento para el reino de Dios.

6. También «he disputado aquí con todo cuidado sobre el precepto que prohíbe abandonar a su mujer, a no ser por fornicación»111. Pero hay que pensar y examinar una y otra vez qué clase de fornicación, por la que sea lícito abandonar a su mujer, quiso dar a entender el Señor, si a la que se condena en los adulterios, o a aquella de la que se dice: Has perdido a todo el que fornica lejos de ti112, en la cual también está la primera, porque, en efecto, fornica lejos del Señor el que tomando los miembros de Cristo los hace miembros de una meretriz113. Yo no quiero pensar que en una cuestión tan importante y tan difícil de resolver sea suficiente para el lector esta discusión nuestra; más bien debe leer otros escritos posteriores míos y de otros mejor considerados y tratados; y, si puede, que investigue él mismo con ánimo más vigilante e inteligente lo que aquí puede interesar razonablemente. Porque no todo pecado es fornicación, pues Dios, que escucha cada día a sus santos, cuando le piden: Perdónanos nuestras deudas114, no condena a todo el que peca, mientras que condena a todo el que fornica lejos de Él115; pero en qué medida hay que entender y limitar esa fornicación, y si a causa de ella sea lícito abandonar a su mujer, es cuestión oscurísima. Sin embargo, no hay cuestión de que es lícito abandonarla por causa de esa que se comete en los adulterios. Y cuando dije que «eso que está permitido no está mandado», no me fijé en otra escritura que dice: Quien guarda a una adúltera es un necio y un impío116. En realidad, yo no dije que fuera tenida como adúltera aquella mujer, aun después de que oyó del Señor: Yo tampoco te condeno, vete, y en adelante ya no peques más117, si oyó eso obedientemente.

7. En otra parte, «el pecado mortal de un hermano del que dice el Apóstol: No digo que se ruegue por él118, lo definí así para decir: Creo que el pecado de un hermano es mortal cuando, después de conocer a Dios por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, ofende a la fraternidad, y se revuelve por las sendas de la ceguera contra la misma gracia que le ha reconciliado con Dios». Esto, por cierto, no lo he confirmado, porque para mí es sólo una opinión; sin embargo, tuve que añadir: sí es que llega a acabar esta vida en una perversidad de alma tan criminal, porque no hay que desesperar de cualquier criminal que sea, mientras está en esta vida, ni es imprudente rezar por él, mientras hay esperanza.

8. En el libro segundo digo también: «A nadie le es lícito ignorar que existe el reino de Dios, cuando su Unigénito ha de venir del cielo, no solamente de un modo inteligible, sino también visiblemente, como hombre del Señor que ha de juzgar a vivos y muertos»119. Pero no tengo claro si es exacto llamar hombre del Señor a quien es el Mediador entre Dios y los hombres120, Jesucristo en cuanto hombre, siendo ciertamente Señor. Ahora bien, ¿quién en su santa familia no puede ser llamado hombre del Señor? Y para decir eso lo he leído en algunos comentaristas católicos de las palabras divinas. Pero dondequiera que lo haya dicho, más quisiera no haberlo dicho. En efecto, he visto después que no se debe hablar así, aunque haya alguna razón para defenderlo. Igualmente lo que dije: «No hay casi nadie cuya conciencia pueda odiar a Dios», no debí decirlo, porque son muchos de quienes está escrito: La soberbia de aquellos que te odian121.

9. En otro pasaje en el que dije: «Por eso dijo el Señor: Le basta a cada día su malicia122, porque la misma necesidad urgirá a tomar alimentos, creo que es llamada así por eso, porque para nosotros es penal; efectivamente pertenece a esa fragilidad que merecimos por el pecado», no tuve en cuenta que a los primeros hombres también les fueron dados en el paraíso los alimentos del cuerpo, antes de merecer por el pecado este castigo de la muerte. Pues de tal modo eran inmortales en el cuerpo aún no espiritual, sino animal, que no obstante se servían de alimentos corporales en semejante inmortalidad.

Lo mismo al decir: «La Iglesia gloriosa que Dios se eligió sin arruga ni mancha»123, lo dije no porque lo sea ahora totalmente, aunque no tengo duda alguna de que ha sido elegida para eso, para que lo sea, cuando aparezca Cristo vida suya; pues entonces también ella misma aparecerá con El en gloria124, por la cual es llamada Iglesia gloriosa.

Igualmente «lo que dijo el Señor: Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá125, creí que exponer trabajosamente en qué se diferencian entre sí esas tres fórmulas»; pero que se refieren todas ellas mucho mejor a la petición más perseverante. Efectivamente, eso queda patente cuando concluyó con una sola expresión al decir: ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará bienes a los que se lo piden?126, pues no dijo: a los que piden, y a los que buscan, y a los que llaman.

Esta obra comienza así: Sermonem quem locutus est Dominus.

20. Salmo contra la secta de Donato (19)

Queriendo que la causa de los donatistas llegase también hasta el conocimiento del pueblo más humilde, y sobre todo de los ignorantes y de los incultos, y que se les grabase en la memoria por nuestro medio, en cuanto fuera posible, compuse un salmo según el alfabeto latino hasta la letra V, para que fuese cantado. De esos que llaman abecedarios. En cuanto a las tres últimas letras las omití, y en su lugar añadí un final como epílogo, como si les hablase a ellos la Madre Iglesia. Tampoco están en el orden de las letras ni el estribillo o hipopsalmo que se responde ni el prólogo de la causa, que debe ser cantado, puesto que el orden alfabético comienza después del prólogo. Además, yo quise que no fuese en modo alguno lírico, para que la exigencia del metro no me obligase a emplear algunas palabras que no son usadas por el pueblo.

Este salmo comienza así: Omnes qui gaudetis de pace, modo verum iudicate, que es su hipopsalmo o estribillo.

21. Réplica a la carta del hereje Donato, un libro (20)

1. Escribí también en esta época de mí sacerdocio contra una carta de Donato, que fue en Cartago el segundo obispo de la secta de Donato después de Mayo riño. En esta carta él manifiesta que hay que creer que el bautismo de Cristo existe solamente en su comunión, a lo que yo me opongo en este libro. Aquí dije en algún lugar, «a propósito del apóstol Pedro, que en él como en la piedra está fundada la Iglesia», sentido que muchos cantan con los versos del beatísimo Ambrosio, cuando dice del canto del gallo: «Al cantar el gallo, / él, piedra de la Iglesia, / llora su pecado». Pero recuerdo haber expuesto después muchísimas veces aquello que dijo el Señor: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, de manera que se entendiese sobre ese a quien confesó Pedro cuando dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo127, como si Pedro, así llamado por esa piedra, representara la persona de la Iglesia, que es edificada sobre esa piedra, y que recibió las llaves del reino de los cielos. Porque no se le dijo: Tú eres la piedra, sino Tú eres Pedro. Puesto que la piedra era Cristo128, a quien confesó Simón, así como lo confiesa toda la Iglesia, y fue llamado Pedro. De entre esas dos sentencias, que el lector elija la más probable.

2. En otro lugar dije: «Dios no busca la muerte de nadie», que ha de entenderse de suerte que el hombre al abandonar a Dios se acarrea la muerte, y también se la acarrea quien no recurre a Dios, según lo escrito: Dios no hizo la muerte129. Sin embargo, no es menos verdadero lo otro: La vida y la muerte son del Señor Dios130, a saber: la vida del remunerador, la muerte del vengador.

3. Dije también que «Donato, cuya carta refutada, pidió que el Emperador nombrase como jueces entre él y Ceciliano a los obispos transmarinos», pero es lo más probable que eso no lo hizo él, sino otro Donato también del mismo cisma. Si bien aquél no era obispo donatista de Cartago, sino de Casas Negras, que fue el primero que en el mismo Cartago comenzó el cisma abominable. Y, sin duda, tampoco fue «Donato de Cartago quien instituyó que los cristianos fuesen rebautizados», como yo creía que él lo había instituido cuando respondí a su carta. Tampoco fue él quien eliminó de en medio de una sentencia del libro del Eclesiástico las palabras que no le convenían, «donde, como se escribió: Quien se lava (bautiza) después de tocar a un muerto, y lo toca de nuevo, ¿de qué le sirve haberse lavado?131 Ese lo puso como si se hubiese escrito: Quien se lava (bautiza) después de tocar a un muerto, ¿de qué le sirve haberse lavado?» Pero yo aprendí más tarde que, también antes de que existiese la secta de Donato, muchos códices, y por cierto africanos, habían tenido ese texto de tal modo que no estaba en medio de la frase y lo toca de nuevo. Y si entonces lo hubiese sabido, no habría acusado a ese tal Donato como de ladrón y corruptor de la palabra divina.

Este libro comienza así: Abs te ipso praesente audieram.

22. Réplica a Adimanto, discípulo de Manes, un libro (21)

1. Por la misma época cayeron en mis manos ciertas discusiones de Adimanto, que había sido discípulo de Manes, que las había escrito en contra de la Ley y los Profetas, como intentando demostrar que los escritos evangélicos y apostólicos les eran contrarios. Le respondí citando sus mismas palabras, y añadiéndoles mi respuesta. Esta obra la concluí en un solo libro, y respondí en él dos veces a algunas cuestiones, porque se había perdido mi primera respuesta, y apareció entonces cuando ya había respondido por segunda vez. En realidad, algunas de estas cuestiones las he resuelto en los sermones populares de la Iglesia en cambio, otras no las he respondido aún; algunas han quedado de lado ante otros asuntos más urgentes y también sepultadas en el olvido.

2. En este libro, pues, he dicho: «Antes de la venida del Señor aquel pueblo, que recibió el Antiguo Testamento, se conservaba por medio de algunas sombras y figuras ciertas de los acontecimientos, según la disposición admirable y ordenadísima de los tiempos; sin embargo, hay en él tanta predicación y tal predicción del Nuevo Testamento, que no se encuentra en la doctrina evangélica y apostólica precepto o promesa alguna, por difícil y divina que sea, que no esté también en aquellos libros antiguos; pero debí añadir «casi», y decir así: «que casi no se encuentra en la doctrina evangélica y apostólica precepto o promesa alguna, por difícil y divina que sea, que no esté también en aquellos libros antiguos». Porque ¿qué es lo que dice el Señor en el sermón evangélico de la montaña: Habéis oído que se dijo a los antiguos esto, mas yo os digo esto132, si es que El mismo no ha mandado nada más que lo que está mandado en aquellos libros antiguos? Además, no leemos que el reino de los cielos fuese prometido a aquel pueblo entre las promesas de la Ley dadas por Moisés en el monte Sinaí133, que se llama propiamente Antiguo Testamento, y que dice el Apóstol que está prefigurado por medio de la esclava de Sara y de su hijo; pero que allí también está prefigurado el Nuevo por medio de la misma Sara y de su hijo134. Por consiguiente, si se examinan esas figuras, se encuentra profetizado allí todo lo que ha sido realizado o que se esperaba que había de ser realizado por Cristo. Sin embargo, a causa de algunos preceptos, no figurados sino propuestos en sentido propio, que no se encuentran en el Antiguo Testamento, sino en el Nuevo, sería más cauto y moderado decir que no se encuentra «casi ninguno», en vez de que «ninguno» se encuentra aquí que no esté también allí; aunque se encuentren los dos grandes preceptos del amor de Dios y del prójimo135, donde están referidos rectísimamente todos los preceptos de la Ley, de los Profetas, del Evangelio y de los Apóstoles136.

3. Asimismo lo que dije: «El nombre de hijos se entiende de tres modos en las Escrituras Santas», lo dije sin mucha reflexión. Porque, en efecto, he omitido algunos otros modos: así se dice hijo de condenación137 o hijo adoptivo138, que ciertamente no se toman ni según la naturaleza, ni según la ciencia, ni según la imitación. De estos tres modos, como si fuesen solos, pongo algunos ejemplos: «según la naturaleza, como los judíos, hijos de Abrahán139; según la ciencia, como cuando el Apóstol llama hijos suyos a los que ha enseñado el Evangelio140; según la imitación, como nosotros somos hijos de Abrahán, de quien imitamos la fe»141.

En cambio, lo que dije: «Cuando el hombre se vista de incorrupción e inmortalidad ya no habrá carne y sangre142, se entiende de la carne según la corrupción carnal, no según la sustancia, según la cual el cuerpo del Señor es llamado carne aún después de la resurrección».

4. En otro pasaje: «A no ser cambiando la voluntad, no se puede obrar el bien, que está en nuestra potestad, enseña el Señor en otro lugar, cuando dice: Os hacéis el árbol bueno, y su fruto es bueno; o hacéis el árbol malo, y su fruto es malo143. Lo cual no va contra la gracia que predicamos. Puesto que está en la potestad del hombre el mejorar su voluntad, mas esta potestad no es nada si no la da Dios, de quien se dice: Les dio la potestad de llegar a ser hijos de Dios144. En efecto, cuando está en nuestra potestad eso que hacemos cuando queremos, nada hay tan en nuestra potestad como la misma voluntad, pero la voluntad es preparada por el Señor145. De ese modo, pues, da la potestad.

También hay que entender así lo que dije después: «Que está en nuestra potestad el merecer ser aceptados por la bondad de Dios o ser excluidos por su justicia146, porque en nuestra potestad no está sino lo que sigue a nuestra voluntad, la cual, cuando es preparada por el Señor fuerte y poderosa, hace fácilmente la obra piadosa, y hasta lo que era difícil e imposible.

Este libro comienza así: De eo quod scriptum est: In principio fecit Deus caelum et terram.

23. Exposición de algunos textos de la carta a los romanos (22)

1. Siendo todavía presbítero, aconteció que se leía la Carta a los Romanos entre nosotros que vivíamos en comunidad en Cartago; y los hermanos me preguntaban algunas cuestiones, a las que yo respondí como pude, y quisieron que se escribiese lo que yo decía, antes que se perdiesen sin escribirlas. Como yo los complaciese, añadí un libro más a mis opúsculos anteriores. En este libro digo: «En cuanto a lo del Apóstol: Sabemos que la ley es espiritual; en cambio, yo soy carnal147, demuestra suficientemente que la ley no puede ser cumplida sino por los espirituales, cuales los hace la gracia de Dios». Por cierto que eso no quise que se tomara por la persona del Apóstol, que ya era espiritual, sino por la del hombre puesto bajo la ley, no todavía bajo la gracia148. En efecto, así es como entendía al principio esas palabras, que después consideré con más atención, habiendo leído algunos tratadistas de las divinas Escrituras, cuya autoridad era de peso para mí, y he visto que también puede entenderse por el mismo Apóstol lo que dice: Sabemos que la ley es espiritual; en cambio, yo soy carnal, como lo he demostrado, con todo el cuidado que he podido, en los libros que recientemente he escrito contra los pelagianos.

En ese libro, pues, también «eso que en cambio, yo soy carnal, y lo que sigue hasta Yo, desgraciado de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? la gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor149, dije que se describe al hombre todavía bajo la ley, y no constituido aún bajo la gracia, que quiere hacer el bien, pero que hace el mal vencido por la concupiscencia de la carne. De la tiranía de esa concupiscencia no libera sino la gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor con el don del Espíritu Santo, por quien la caridad derramada en nuestros corazones150 vence las concupiscencias de la carne, de modo que no consintamos en ellas para hacer el mal, sino que hagamos el bien. Donde ciertamente queda destruida la herejía pelagiana, que quiere que la caridad, por la cual vivimos bien y piadosamente, no la tenemos nosotros de Dios, sino de nosotros mismos. Pero en esos libros que he publicado contra ellos, he demostrado que esas palabras se entienden todavía mejor del hombre espiritual y constituido ya bajo la gracia a causa del cuerpo de carne, que no es aún espiritual, pero que lo será en la resurrección de los muertos, y a causa de la misma concupiscencia de la carne, con la cual luchan los santos de tal manera sin consentir en ella para el mal, que, sin embargo, no carecen en esta vida de sus movimientos, a los que se oponen rechazándolos; pero no los tendrán en la otra vida, cuando la muerte sea absorbida en la victoria151. Así pues, por esa concupiscencia y por sus movimientos, a los que se resiste de tal manera que, sin embargo, están en nosotros, cualquier santo, puesto ya bajo la gracia, puede decir que todo eso que aquí he afirmado son palabras del hombre todavía puesto no bajo la gracia, sino bajo la ley152. Lo cual es muy largo de probar aquí, y he dicho dónde lo he demostrado.

2. Igualmente «cuando estoy disputando qué es lo que ha elegido Dios en el que todavía no ha nacido, a quien dijo que le serviría el mayor, y qué es lo que ha reprobado en ese mayor del mismo modo aún no nacido, de quienes se recuerda por eso, aunque mucho después, el citado testimonio profético: He amado a Jacob y odiado a Esaú153, ahí he llevado el raciocinio para decir: Luego Dios no ha elegido en su presciencia las obras de cada uno que El mismo habría de darle, sino que en su presciencia ha elegido la fe de tal modo que a aquel al que conoció previamente que había de creer en El, habría elegido al mismo al que daría el Espíritu Santo, para que obrando el bien consiguiese también la vida eterna». Aún no había investigado con bastante diligencia ni había encontrado todavía cuál es la elección de la gracia, de la que dice el mismo Apóstol: «El resto (de Israel) ha sido salvado por la elección de la gracia154, la cual ciertamente no es gracia si la preceden algunos méritos, ni ya lo que se da según la deuda y no según la gracia se devuelve por los méritos más bien que se regala.

Por tanto, lo que he dicho a continuación: «Porque dice el mismo Apóstol: Dios mismo es quien obra todo en todos155; pero en ninguna parte se ha dicho: que Dios es quien cree todo en todos», y después añadí: «Luego lo que creemos es nuestro; en cambio, el bien que hacemos es de Aquel que da el Espíritu Santo a los que creen», en realidad no lo hubiera dicho si hubiese sabido entonces que la misma fe se encuentra también entre los dones de Dios que son dados en el mismo Espíritu. Ambas cosas, pues, son nuestras por el arbitrio de la voluntad, y, sin embargo, ambas cosas son dadas por el Espíritu de fe y de caridad. Pues la caridad no va sola, sino que, como está escrito: La caridad con la fe vienen de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo156.

3. Y poco después: «Porque es nuestro el creer y el querer, pero de Él es dar a los que creen y a los que quieren la facultad de obrar bien por el Espíritu Santo, por quien la caridad es derramada en nuestros corazones157. Ciertamente esto es verdad, pero por la misma regla tanto lo uno como lo otro es del mismo Dios, porque El prepara la voluntad158; y a la vez ambas cosas son también nuestras, porque nada se hace sino queriéndolo nosotros. De ahí lo que también dije después: «Pues no podemos querer si no somos llamados; y cuando, después de la vocación, hayamos querido, no bastan nuestra voluntad y nuestro concurso si Dios no da las fuerzas a los que corren y los conduce adonde llama», y añadí: «Está claro que el que obremos bien no es del que quiere ni del que corre, sino de Dios misericordioso159, completamente exacto. Pero he tratado poco de la misma vocación que se hace según el propósito de Dios160. Pues no es tal la de todos los que son llamados, sino solamente la de los que son elegidos. De ahí lo que dije poco después: «En efecto, así como en aquellos que Dios elige no son las obras, sino la fe, quien da principio al mérito para obrar bien por la gracia de Dios, del mismo modo en aquellos que condena, la infidelidad y la impiedad son las que dan principio a merecer el castigo, para que obren mal hasta por el mismo castigo», lo dije con toda verdad. Pero ni he cuestionado ni he dicho que el mérito de la fe sea también el mismo un don de Dios.

4. En otro lugar también digo: «A aquel de quien Dios se compadece, le hace obrar bien; y a quien endurece161, lo abandona para que obre mal. Pero tanto aquella misericordia es atribuida al mérito que precede a la fe como este endurecimiento se atribuye a la impiedad que le precede, lo cual es rigurosamente verdadero. Aún cabría preguntar si el mérito de la fe procede también de la misericordia de Dios, es decir, si esa misericordia se realiza en el hombre por eso, porque es fiel, o le ha sido realizada para que sea fiel. Leemos, efectivamente, que dice el Apóstol: He conseguido la misericordia para que fuese fiel162; no dice: porque era fiel. Por tanto, la misericordia es dada ciertamente al que es fiel, pero también le es dada para que fuese fiel. He dicho, pues, rectísimamente en otro pasaje del mismo libro: «Que si no somos llamados para creer por las obras, sino por la misericordia de Dios, y si se da a los creyentes para que obremos bien, los gentiles no han de envidiar esa misericordia», aunque haya tratado allí con menos atención de la vocación que se hace según el designio de Dios.

Este libro comienza así: Sensus hi sunt in epistula Pauli ad Romanos.

24. Exposición de la carta a los gálatas, un libro (23)

1. Después de este libro expuse la Carta del mismo Apóstol a los Gálatas, no separadamente, esto es, omitiendo algunos pasajes, sino de un modo continuo, y toda completa. En cuanto a esa exposición la recogí de un solo libro. En él aquello que dije: «Luego son veraces los primeros apóstoles que fueron enviados no por hombres, sino por Dios a través del hombre, es decir, a través de Jesucristo todavía mortal. También es veraz el último apóstol, que fue enviado por Jesucristo enteramente Dios después de su resurrección», dije «ya enteramente Dios» a causa de la inmortalidad, que comenzó a tener después de la resurrección, no a causa de la divinidad siempre inmortal, de la que nunca se apartó y en la cual era enteramente Dios, aun cuando todavía tenía que morir. Lo que sigue declara ese sentido, porque añadí diciendo: «Los primeros son los otros apóstoles enviados por medio de Jesucristo todavía hombre en una parte, esto es, mortal; el último es el apóstol Pablo, enviado por Jesucristo ya enteramente Dios, esto es, completamente inmortal». En efecto, dije eso exponiendo lo que dice el Apóstol: «No por los hombres ni por medio del hombre, sino por Jesucristo y por Dios Padre», como si Jesucristo ya no fuese hombre, puesto que sigue: «Quien lo ha resucitado de los muertos163, para que quedase bien claro por qué dijo: ni por medio del hombre. En consecuencia, a causa de la inmortalidad, Cristo Dios ya no es ahora un puro hombre; y a causa de la sustancia de la naturaleza humana, en la cual subió al cielo, ahora es también el Mediador de Dios y de los hombres, el hombre Cristo Jesús164, porque volverá así como lo vieron quienes lo vieron subir al cielo»165.

2. También lo que dije: «La gracia de Dios por la cual se nos perdonan los pecados para que nos reconciliemos con Dios; la paz, en cambio, por la que nos reconciliamos con Dios», hay que entenderlo de manera que sepamos que una y otra pertenecen también a la gracia general de Dios, como en el pueblo de Dios una cosa es Israel en particular, otra Judas, y, sin embargo, uno y otro son Israel en general.

También «cuando expongo: ¿Qué, pues?, la ley fue dada por la transgresión166, juzgué que había que distinguir de tal modo que la interrogación fuese: ¿Qué, pues?, y a continuación la respuesta: La ley fue dada por la transgresión». Esta puntuación no va ciertamente contra la verdad, pero me parece mejor la distinción siguiente, que la interrogación sea: ¿Qué, pues, la ley?, y se deduzca la respuesta: fue dada por la transgresión.

En cuanto a lo que dije: «Así pues, añadió ordenadísimamente: Que si os conduce el Espíritu, no estáis más bajo la ley, para que entendamos que están bajo la ley aquellos cuyo espíritu lucha de tal modo contra la carne que no hacen lo que quieren, esto es, que no se consideran vencedores en la caridad de la justicia, sino que son vencidos por la carne que lucha contra sí», eso es por el sentido en que yo entendía lo dicho: Que la carne lucha contra el espíritu y el espíritu contra la carne, en efecto, éstas se oponen mutuamente para que no hagáis lo que queréis167, pertenece a los que están bajo la ley, y aún no bajo la gracia168. Porque no había entendido todavía que esas palabras convenían también a los que están bajo la gracia, no bajo la ley, por eso, porque también ellos, si pudiesen, aunque no las consientan, no querrían tener las concupiscencias de la carne, contra las que luchan con el espíritu. Y por lo tanto no hacen lo que quieren, porque quieren carecer de ellas y no pueden. Entonces, realmente, no las tendrán, cuando no tengan la carne corruptible.

Este libro comienza así: Causa propter quam scribit Apostolus ad Galatas haec est.

25 .Exposición incoada de la carta a los romanos, un libro (24)

Ya había comenzado la Exposición de la Carta a los Romanos, lo mismo que la Exposición de la Carta a los Calatas. Pero serían muchos los libros de esa obra si la hubiera acabado; de ellos solamente concluí uno, comentando el saludo desde el principio hasta donde dice: La gracia a vosotros, y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo169. Ocurrió realmente que me detuve en resolver la cuestión dificilísima, incidental a nuestro pasaje, sobre el pecado contra el Espíritu Santo, que no se perdona ni en este mundo ni en el otro170. Pero después dejé de añadir otros volúmenes exponiendo la Carta entera, asustado por la magnitud y la dificultad de la empresa, y me desvié a otros trabajos más fáciles. Así resultó que el libro primero que había acabado quedó solo, cuyo título quise que fuera Exposición incoada de la Carta a los Romanos.

Donde lo que dije: que «la gracia está en la remisión de los pecados, y la paz en la reconciliación de Dios», en dondequiera que he dicho eso, no ha de entenderse como si la misma paz y la reconciliación no perteneciese a la gracia general, sino que con el nombre de gracia estuviese significada especialmente la remisión de los pecados, lo mismo que nos referimos a la ley también de modo especial, según aquello que se dijo: la Ley y los Profetas171, y de un modo general para comprender en ella también a los profetas.

Este libro comienza así: En epistula, quam Paulus apostolus scripsit ad Romanos.

26. Ochenta y tres cuestiones diversas, un libro (25)

Entre las obras que he escrito hay también una prolija, considerada un solo libro, cuyo título es: Ochenta y tres cuestiones diversas. Como estas cuestiones estuvieron dispersas en multitud de fichas, porque desde el primerísimo tiempo de mi conversión, y después que volví a África, las fui dictando sin guardar orden alguno, según los hermanos me preguntaban, cuando me veían libre. Siendo ya obispo mandé recogerlas y, después de numerarlas, hacer con ellas un libro, de modo que lo que quisiere leer cada uno lo encuentre fácilmente.

La primera de estas cuestiones es: Si el alma existe.

La segunda: Sobre el libre albedrío.

La tercera: Es el hombre malvado, siendo Dios su autor.

La cuarta: Cuál es la causa de que el hombre sea malvado.

La quinta: Puede ser dichoso el animal irracional.

La sexta: Sobre el mal.

La séptima: Propiamente hablando, a qué se llama alma en el ser que anima.

La octava: Es capaz el alma de moverse por sí misma.

La novena: Los sentidos corporales pueden percibir la verdad, en esta cuestión he dicho: «Todo lo que el sentido corporal alcanza, y que se llama también sensible, está sujeto a cambios sin interrupción alguna». Por cierto que esto no es verdadero en los cuerpos incorruptibles de la resurrección. Además, actualmente ningún sentido de nuestro cuerpo alcanza la verdad inmutable, a no ser que Dios revele algo semejante.

La décima: El cuerpo viene de Dios.

La undécima: Por qué Cristo nació de mujer.

La duodécima, cuyo título es: Opinión de un sabio, no es mía. Pero, porque yo la di a conocer a algunos hermanos que iban recogiendo con toda diligencia esas respuestas mías, y les gustó, ellos quisieron incluirla entre mis respuestas. Su autor es un tal Fonteo de Cartago, quien, siendo todavía pagano, escribió sobre la necesidad de purificar el espíritu para ver a Dios, y que murió siendo cristiano bautizado.

La decimotercera: Con qué prueba se demuestra que los hombres son superiores a las bestias.

La decimocuarta: Que el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo no fue un fantasma.

La decimoquinta: Sobre el entendimiento.

La decimosexta: Sobre el Hijo.

La decimoséptima: Sobre la ciencia de Dios.

La decimoctava: Sobre la Trinidad.

La decimonovena: Sobre Dios y la criatura.

La vigésima: Sobre el lugar de Dios.

La vigésima primera: Si Dios no es el autor del mal. Aquí hay que tener cuidado de que no se entienda mal lo que he dicho: «No es autor del mal el que es autor de todas las cosas que son, porque en tanto son buenas en cuanto que son». Y, en consecuencia, que no se piense que no procede de Él el castigo de los malos que, ciertamente, es un mal para aquellos que son castigados. Sino que yo lo he dicho así, del mismo modo que se dijo: Dios no hizo la muerte172. Cuando en otro pasaje está escrito: La muerte y la vida vienen del Señor Dios173. Por tanto, el castigo de los malos, que viene de Dios, es ciertamente un mal para los malos, pero está entre las obras buenas de Dios, porque es justo que los malos sean castigados y, ciertamente, es bueno todo lo que es justo.

La vigésima segunda: Que Dios nada necesita.

La vigésima tercera: Sobre el Padre y el Hijo. Donde he dicho: «Que El mismo engendró a la Sabiduría por la que se llama sabio174. Pero después he estudiado mejor esta cuestión en el libro La Trinidad.

La vigésima cuarta: Si tanto el pecado como la obra buena están en el libre albedrío de la voluntad. Es del todo verdadero que es así; pero la gracia divina lo libera para que sea libre para obrar rectamente.

La vigésima quinta: Sobre la cruz de Cristo.

La vigésima sexta: Sobre la diferencia específica de los pecados.

La vigésima séptima: De la Providencia.

La vigésima octava: Por qué Dios ha querido crear el mundo.

La vigésima novena: Si existe algo arriba y abajo en el universo.

La trigésima: Si todas las cosas han sido creadas para la utilidad del hombre.

La trigésima primera (Sentencia de uno—Cicerón). Tampoco es mía, sino de Cicerón. Pero, porque fui yo quien la dio a conocer a los hermanos, ellos la incluyeron entre las notas que recogían, deseando saber cómo él (Cicerón) había dividido y definido las virtudes del alma.

La trigésima segunda: Si uno entiende una cosa más que otro, y si la inteligencia de una misma cosa progresa indefinidamente.

La trigésima tercera: Sobre el miedo.

La trigésima cuarta: Si no se debe amar otra cosa que el no tener miedo.

La trigésima quinta: Qué es lo que se debe amar. Lo que he dicho que: «Debe ser amado aquello que poseerlo no es otra cosa que conocerlo», no lo apruebo en absoluto. Porque poseían a Dios aquellos a quienes se dijo: ¿No sabéis que vosotros sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?175 Y sin embargo no lo conocían, o no lo conocían como debe ser conocido. Asimismo lo que dije: «Nadie conoce la vida feliz y es desgraciado», he dicho «conoce», en el sentido de «como debe ser conocida». Efectivamente, ¿quién la ignora por completo (al menos entre los que tienen uso de razón), puesto que saben que ellos quieren ser felices?

La trigésima sexta: Sobre el deber de alimentar la caridad, donde he dicho: «Dios y el alma por la que es amado, se dice propiamente caridad completamente purificada y consumada cuando no se ama ninguna otra cosa». Si esto es verdadero, ¿cómo dice el Apóstol: Nadie odia nunca su propia carne176, y así exhorta a que los maridos amen a sus mujeres177. Por eso he escrito «se dice propiamente caridad», porque la carne se ama de seguro, pero no propiamente, sino por el alma a la que sirve. En efecto, aunque parece que es amada por sí misma, cuando no queremos que sea deforme, su belleza ha de referirse a otra cosa, a saber: a aquello de donde procede todo lo bello.

La trigésima séptima: Del que es siempre nacido.

La trigésima octava: De la conformación del alma.

La trigésima novena: De los alimentos.

La cuadragésima: Puesto que la naturaleza de las almas es una, de dónde preceden las diversas voluntades de los hombres.

La cuadragésima primera: Habiendo creado Dios todas las cosas, por qué no las creó uniformemente.

La cuadragésima segunda: Cómo la Sabiduría de Dios, el Señor Jesucristo178, estuvo a la vez en el seno de su Madre y en el cielo.

La cuadragésima tercera: Por qué el Hijo de Dios apareció como hombre179, y el Espíritu Santo como paloma180.

La cuadragésima cuarta: Por qué el Señor Jesucristo vino tan tarde. Donde, al recordar las edades del género humano como edades de un solo hombre, he dicho: «No fue conveniente que viniese el Maestro divino, a cuya imitación sería formado (el hombre) en las mejores costumbres, sino a la edad de la juventud»; y añadí que: «A este propósito vale lo que dice el Apóstol: custodiados bajo la ley como párvulos bajo el pedagogo181. Pero puede preguntarse por qué en otra parte dije que «Cristo vino en la edad sexta del género humano, como en la senectud». Es decir, que eso que dije de la juventud se refiere al vigor y al fervor de la fe que obra por la caridad182; en cambio, lo otro de la senectud se refiere a la división de los tiempos. En realidad, ambas cosas se pueden entender en la totalidad de los hombres, lo cual no es posible en las edades de cada uno, como en el cuerpo no es posible que coexistan a la vez la juventud y la senectud; pero sí es posible en el alma, aquella por la vivacidad, ésta por su gravedad.

La cuadragésima quinta: Réplica a los matemáticos.

La cuadragésima sexta: Sobre las ideas.

La cuadragésima séptima: Si alguna vez podemos llegar a ver nuestros pensamientos. Donde dije que: «Los cuerpos angélicos, como nosotros esperamos tener, debemos creer que son luminosos y etéreos», si esto se entiende sin los miembros que ahora tenemos, y sin la sustancia, que, aunque incorruptible, con todo será de carne, es un error. Mucho mejor he tratado esta cuestión en la obra La Ciudad de Dios a propósito de si nosotros hemos de ver nuestros pensamientos.

La cuadragésima octava: De las cosas creíbles.

La cuadragésima novena: Por qué los hijos de Israel sacrificaban visiblemente las víctimas de animales.

La quincuagésima: La igualdad del Hijo.

La quincuagésima primera: El hombre creado a imagen y semejanza de Dios183. ¿Qué significa aquí lo que dije: «Un hombre sin vida no se llama hombre rectamente hablando», puesto que se llama también hombre el cadáver del hombre? Así que debí decir: no se llama con propiedad, donde dije: «no se llama rectamente». Asimismo he dicho: «No sin razón se distingue que una cosa es la imagen y semejanza de Dios, y otra a imagen y semejanza de Dios184, tal como entendemos que fue creado el hombre185. Lo cual no hay que entenderlo como si al hombre no se le pudiese llamar imagen de Dios, diciendo el Apóstol: Es decir, el hombre no debe cubrirse la cabeza, siendo como es imagen y reflejo de Dios186. Pero se le llama también a imagen de Dios, porque el hombre no es llamado Unigénito, el cual es únicamente su imagen, no a su imagen.

La quincuagésima segunda: Sobre lo que está escrito: Me arrepiento de haber creado al hombre187.

La quincuagésima tercera: Sobre el oro y la plata que los israelitas recibieron de los egipcios188.

La quincuagésima cuarta: Sobre lo que está escrito: Para mí lo bueno es estar junto a Dios189. Allí dije: «Y a lo que es mejor que toda alma, a eso lo llamamos Dios», más bien debí decir: «mejor que todo espíritu creado».

La quincuagésima quinta: Sobre lo escrito: Sesenta son las reinas, ochenta las concubinas y sin número las doncellas190.

La quincuagésima sexta: De los cuarenta y seis años de la edificación del templo191.

La quincuagésima séptima: De los ciento cincuenta y tres peces192.

La quincuagésima octava: Sobre Juan bautista.

La quincuagésima novena: Sobre las diez vírgenes193.

La sexagésima: Sobre el día y la hora nadie sabe nada, ni siquiera los ángeles del cielo ni el Hijo del hombre, sólo y únicamente el Padre194.

La sexagésima primera: Sobre lo que está escrito en el Evangelio que el Señor alimentó a la multitud en el monte con cinco panes195. Allí dije: «Que los dos peces196 significan las dos personalidades, a saber, la personalidad regia y la personalidad sacerdotal, a las que estaba reservada aquella unción sacerdotal197. Y debí decir más bien: principalmente «estaba reservada», porque a veces leemos que los profetas también eran ungidos198. También dije: «Lucas199, que ha insinuado a Cristo sacerdote, como ascendiendo después de la abolición de los pecados, sube por Natán hasta David200, porque había sido enviado el profeta Natán para corregir a David, quien, haciendo penitencia, alcanzó el perdón de su pecado201, lo cual no debe entenderse como si el mismo profeta Natán fuese el hijo de David202, porque yo no he dicho ahí que éste en persona era enviado como profeta, sino que «había sido enviado el profeta Natán», para que se comprenda que el misterio no está en el mismo hombre, sino en el mismo nombre.

La sexagésima segunda: Sobre lo del Evangelio: que Jesús bautizaba más que Juan, aunque no bautizaba él personalmente, sino sus discípulos203. Lo que ahí dije que: «El ladrón aquel a quien dijo: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso204, no había recibido el bautismo.

Por cierto, he hablado que ya otros rectores de la santa Iglesia antes que yo lo han expuesto en sus escritos; sin embargo, yo no sé con qué documentos se puede demostrar suficientemente que el ladrón aquel no fue bautizado. Sobre esta cuestión he disputado con más detenimiento en algunos de mis opúsculos, sobre todo en el que escribí a Vicente Víctor, Sobre el origen del alma.

La sexagésima tercera: Del Verbo.

La sexagésima cuarta: Sobre la mujer samaritana205.

La sexagésima quinta: Sobre la resurrección de Lázaro206.

La sexagésima sexta: Sobre lo escrito: ¿Acaso ignoráis, hermanos, y hablo a gente entendida en leyes, que la Ley obliga al hombre sólo mientras vive?207, hasta el pasaje en que dice: Vivificará también vuestros cuerpos mortales por el Espíritu suyo que habita en vosotros208. Aquí, queriendo explicar lo que dice el Apóstol: Y sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal209, dije: «Es decir, yo consiento a la carne, cuando todavía no estoy liberado por la gracia espiritual». Esto no ha de entenderse como si el hombre espiritual, constituido ya bajo la gracia, no pudiera decir esto también de sí mismo, y lo que sigue hasta aquel pasaje donde digo: ¡Desgraciado de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?210, lo cual he aprendido después, como ya he confesado anteriormente. Más adelante, exponiendo lo que dice el Apóstol: Aunque el cuerpo estuvo muerto por el pecado211, yo repito: «Llama muerto al cuerpo, mientras es tal que molesta al alma con la indigencia de las cosas temporales». Pero más tarde me ha parecido mucho mejor entender que al cuerpo se le llama muerto precisamente porque ahora tiene la necesidad de morir que no tuvo antes del pecado.

La sexagésima séptima: Sobre lo que está escrito: Sostengo además que los sufrimientos del tiempo presente son cosa de nada comparados con la gloria futura que va a revelarse en nosotros, hasta las palabras: Pues en la esperanza hemos sido salvados212. Aquí, cuando explico lo que está escrito: Y la misma criatura será liberada de la esclavitud de la muerte, dije: «Y la misma criatura, es decir, el mismo hombre, que, habiendo perdido la huella de la imagen por el pecado, ha permanecido únicamente criatura». Lo cual no ha de entenderse como si el hombre hubiese perdido todo lo que tenía de la imagen de Dios. Puesto que si del todo no lo hubiese perdido, no habría razón para decir: Idos reformados en la novedad de vuestro espíritu213; y, nosotros somos transformados en la misma imagen214. Por el contrario, si lo hubiese perdido, no quedaría nada para poder decir: Aunque camine con la imagen, sin embargo se turba en vano215. Asimismo lo que dije que «los ángeles supremos viven espiritualmente, en cambio los ínfimos animalmente», lo he dicho de los ángeles inferiores con más audacia que el poder demostrarlo, bien por las Escrituras Santas, bien por los mismos hechos; porque, aunque tal vez pueda probarse mi afirmación, será muy difícil poder hacerlo.

La sexagésima octava: Sobre lo escrito: ¡Vamos, hombre! ¿Quién eres tú para responderle a Dios?216, donde dije: «Porque cualquiera, ya sea por pecados más leves, ya hasta por los más graves y numerosos, sin embargo llega a hacerse digno de la misericordia de Dios por el gran quejido y dolor del arrepentimiento, no de él mismo que, si fuese abandonado, perecería, sino del Dios misericordioso que atiende a sus ruegos y dolores. En efecto, es poco querer, si Dios no se compadece. Pero Dios, que llama a la paz, no se compadece si la voluntad no va por delante hacia la paz». Esto está dicho después del arrepentimiento. Porque es la misericordia de Dios la que previene también a la misma voluntad, y si no estuviese presente la voluntad no sería preparada por el Señor217. A esta misericordia pertenece también la misma llamada que precede también a la fe. Tratando poco después de este asunto he dicho: «esta llamada que actúa, ya en los hombres singularmente, ya en los pueblos, y en el mismo género humano, según las oportunidades y circunstancias, es obra de una elevada y profunda providencia». Por esta razón le pertenecen también estos pasajes: En el seno materno te santifiqué218, y: Cuando estabas en los riñones de tu padre, te vi, y: Amé a Jacob y odié a Esaú219, etc. Aunque este testimonio: Cuando estabas en los riñones de tu padre, te vi, yo no caigo en la cuenta de dónde me ha venido como de la Escritura.

La sexagésima novena: Sobre lo escrito: Entonces también el Hijo estará sujeto al que se lo sometió todo220.

La septuagésima: Sobre lo que dice el Apóstol: Se aniquiló la muerte con la victoria. Muerte, ¿dónde está tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley221.

La septuagésima primera: Sobre lo que está escrito: Arrimad todos el hombro a las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo222.

La septuagésima segunda: Sobre los tiempos eternos.

La septuagésima tercera: Sobre lo escrito: Así por su porte tenido como un hombre223.

La septuagésima cuarta: Sobre lo que está escrito en la Carta de Pablo a los Colosenses En quien nosotros obtenemos la redención y el perdón de los pecados, el cual es la imagen de Dios invisible224.

La septuagésima quinta: Sobre la heredad de Dios.

La septuagésima sexta: Sobre lo que dice el apóstol Santiago: ¿Quieres enterarte, hombre estúpido, de que la fe sin obras es inútil?225

La septuagésima séptima: Sobre si el temor es pecado.

La septuagésima octava: Sobre la beldad de los ídolos.

La septuagésima novena: ¿Por qué los magos del Faraón realizaron algunos milagros como Moisés, el servidor de Dios?226

La octogésima: Réplica a los Apolinaristas.

La octogésima primera: Sobre la Cuaresma y la Quincuagésima.

La octogésima segunda: Sobre lo escrito: Porque el Señor educa al que ama y da azotes a todo hijo que él recibe por suyo227.

La octogésima tercera: Sobre el matrimonio, a propósito de lo que dice el Señor: Si alguno repudia a su mujer, fuera del caso de fornicación228(unión ilegal).

Esta obra comienza así: Utrum anima a se ipsa sit. «Si el alma existe por sí sola».

27. La mentira, un libro (26)

También escribí un libro sobre La mentira, el cual, aunque se entiende con alguna dificultad, sin embargo es útil para ejercitar el ingenio y la inteligencia, y aprovecha aún más para amar la veracidad en las costumbres. Ya estaba resuelto a excluir también este libro de mis opúsculos, porque me parecía, además de oscuro y complicado, completamente molesto, por lo cual no lo había publicado. Después, como escribí otro libro con el título Contra la mentira, decidí y aun mandé que con más razón aquel se destruyese, pero no se hizo. Es por lo que, al encontrarlo intacto, ordené que en esta retractación de mis opúsculos se conservase también retractado, principalmente porque en él hay algunas cosas necesarias que no están en el otro libro. Por eso el título de aquél es Contra la mentira y el de éste sobre La mentira, porque por todo él aparece clara la refutación de la mentira, aunque una gran parte se dedica a su investigación. Sin embargo, los dos persiguen el mismo fin.

Este libro comienza así: Magna quaestio est de mendacio.


Dos libros

Libro segundo

1. Cuestiones diversas a Simpliciano, dos libros (27)

1. De los libros que compuse siendo obispo, los dos primeros son para Simpliciano, prelado de la Iglesia de Milán, que sucedió al beatísimo Ambrosio. Tratan de Cuestiones diversas, dos de las cuales las tomé de la Carta del apóstol Pablo a los Romanos para el libro primero.

La primera de éstas: «sobre lo que está escrito: ¿Qué diremos por tanto?, ¿que la Ley es pecado? No, hasta donde dice: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor1. Donde las palabras del Apóstol: La ley es espiritual, pero yo soy carnal, y lo que sigue, que demuestran que la carne lucha contra el espíritu2, lo expuse de un modo «como que se describe al hombre constituido todavía bajo la ley y aún no bajo la gracia»3. En efecto, mucho después reconocí que esas palabras pueden entenderse también, y más probablemente, del hombre espiritual.

La segunda cuestión de este libro es: «sobre el lugar donde dice: Pero no sólo (Sara), sino también Rebeca, que tuvo (gemelos) de una sola unión de Isaac, nuestro padre, hasta donde dice: Si el Señor de los ejércitos no nos hubiese dejado una semilla, seríamos como Sodoma, y semejantes a Gomorra»4. Al solucionar esta cuestión he trabajado ciertamente en favor del libre albedrío de la voluntad humana, pero ha vencido la gracia de Dios; únicamente he podido llegar a eso para que se entienda que el Apóstol dijo con verdad purísima: ¿Quién, en efecto, te conoce? Pero ¿qué tienes que no has recibido? Y si lo has recibido, ¿de qué te glorías como si no lo hubieras recibido?5 Queriendo demostrar eso mismo el mártir Cipriano, lo definió todo con ese mismo título diciendo: «No debemos gloriarnos de nada, cuando nada es nuestro».

2. En el segundo libro son tratadas las otras cuestiones, y las resuelvo según mi humilde entender. Todas son de la Escritura que llaman Libro de los Reyes. La primera de ellas trata «de lo que está escrito: Y el Espíritu del Señor se arrojó sobre Saúl6, cuando se dice en otro sitio: Y el Espíritu malo del Señor sobre Saúl»7. Cuando la expuse dije: «Aunque esté en la potestad de cada uno el querer, sin embargo no está en la potestad de cada uno el poder». Lo he dicho así porque no decimos que esté en nuestro poder sino lo que se hace cuando queremos; donde lo primero, y sobre todo, es el mismo querer.

Efectivamente, sin ningún intervalo de tiempo la voluntad misma está presta cuando queremos; pero también recibimos de arriba esa potestad para vivir bien cuando la voluntad es preparada por el Señor8.

La segunda cuestión es: «como se dijo: Estoy arrepentido de haber constituido rey a Saúl»9.

La tercera: «si el espíritu inmundo, el que estaba en la pitonisa, pudo hacer que Samuel fuese visto por Saúl y hablase con él»10.

La cuarta: «sobre lo escrito: Entró el rey David y se sentó ante el Señor»11.

La quinta: «acerca de lo que dijo Elías: Señor, soy testigo de esta viuda, en cuya casa estoy hospedado, de que tú obraste mal al morir su hijo»12.

Esta obra comienza así: Gratissimam sane atque suavissimam.

2. Réplica a la carta de Manes, llamada «del fundamento», un libro (28)

El libro Réplica a la carta de Manes, llamada «del Fundamento», refuta solamente sus principios, pero en otras partes de la misma, donde me parecía, he puesto anotaciones con las que se destruyen del todo, y me recordarían a mí a escribir contra ella entera cuando hubiese tenido tiempo.

Este libro comienza así: Unum verum Deum omnipotentem.

3. El combate cristiano, un libro (29)

El libro El combate cristiano fue escrito con lenguaje vulgar para los hermanos poco instruidos en la lengua latina, y contiene la regla de fe y los mandamientos de vida. En él aquello que pongo: «No escuchemos a los que niegan la futura resurrección de la carne, y recuerdan lo que dice el apóstol Pablo: La carne y la sangre no poseerán el reino de Dios, sin comprender que el mismo Apóstol dice: Conviene que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se viste de inmortalidad13; porque, cuando eso sucediere, ya no habrá carne y sangre, sino cuerpo celestial», no hay que entenderlo como si la sustancia de la carne no va a existir, sino que el Apóstol llamó con el nombre de carne y sangre a la corrupción de la carne y sangre; la cual ciertamente no existirá en aquel reino, donde la carne será incorruptible. Aunque también se puede entender de otro modo, y decir que el Apóstol llamó carne y sangre a las obras de la carne y de la sangre, y que no han de poseer el reino de Dios los que hayan amado esas obras obstinadamente.

Ese libro comienza así: Corona victoriae.

4. La doctrina cristiana, cuatro libros (30)

1. Como encontrase que estaban sin terminar los libros de La doctrina cristiana, preferí terminarlos antes que dejarlos así, y pasar a retractar otros tratados. Así pues, terminé el libro tercero, que estaba escrito hasta aquel pasaje «donde se recuerda el testimonio del Evangelio sobre la mujer que esconde el fermento en tres medidas de harina hasta que fermenta todo»14. Añadí también un libro nuevo, y completé toda la obra con cuatro libros. Los tres primeros ayudan a entender las Escrituras, el cuarto cómo debemos exponer lo que entendemos.

2. Por cierto que en el libro segundo, «a propósito del autor del libro que muchos llaman la Sabiduría de Salomón, que lo hubiese escrito también Jesús Sirac como el Eclesiástico», no hay constancia de haber dicho yo que lo aprendí después, y que he encontrado con más probabilidad que ése no es el autor del libro. En cambio, donde dije: «En esos cuarenta y cuatro libros se contiene la autoridad del Antiguo Testamento», llamé Antiguo Testamento según la costumbre con que ahora habla la Iglesia; pero el Apóstol no parece llamar Antiguo Testamento sino a la Ley dada en el monte Sinaí15.

También en lo que dije: «Que San Ambrosio resolvió la cuestión sobre la historia de los tiempos, como si Platón y Jeremías hubiesen sido coetáneos», la memoria me engañó. Pues lo que aquel gran obispo dijo sobre este asunto se lee en el libro que él escribió De los sacramentos o De la filosofía.

Esta obra comienza así: Sunt praecepta quaedam.

5. Réplica a la secta de Donato, dos libros (31)

Hay dos libros míos, cuyo título es Réplica a la secta de Donato. En el primero dije: «que no me agradaba que los cismáticos sean obligados violentamente a la comunión por la fuerza de un poder secular». Y en verdad que entonces no me agradaba, porque no había experimentado aún a cuánta maldad se atrevía su impunidad y cuánto bien podría acarrearles la vigilancia de la autoridad para convertirlos.

Esta obra comienza así: Quoniam Donatistae nobis.

6. Las confesiones, trece libros (32)

1. Los trece libros de mis Confesiones alaban la justicia y la bondad de Dios tanto por mis obras malas como por las buenas, y mueven hacia El el espíritu y el corazón humano. Al menos en cuanto a mí, eso hicieron en mí cuando las escribí, y continúan haciendo cuando se leen. Qué piensan otros de ellas, ¡allá ellos!; sin embargo, sé que a muchos hermanos les han gustado mucho, y continúan gustando. Tratan de mí desde el libro primero hasta el décimo; en los tres restantes tratan de las Sagradas Escrituras desde aquello: En el principio Dios creó el cielo y la tierra16, hasta el descanso sabático.

2. En el libro cuarto, al confesar la miseria de mi alma a propósito de la muerte de un amigo, hablando de que en alguna manera nuestras dos almas se habían hecho una sola alma, digo: «y por eso tal vez temía morir yo para que no muriese todo entero aquel a quien amaba mucho». Lo cual me parece como una declaración ligera más que una confesión seria, aunque esa tontería esté suavizada algún tanto, porque añadí: «tal vez».

También lo que dije en el libro decimotercero: «el firmamento fue creado entre las aguas espirituales superiores y las corporales inferiores»17, lo dije sin la suficiente reflexión; pues la cuestión es muy oscura.

Esta obra comienza así: Magnus es, Domine18.

7. Réplica a Fausto, el maniqueo, treinta y tres libros (33)

1. He escrito una obra extensa, Réplica a Fausto, el Maniqueo, que blasfema contra la Ley y los Profetas, y su Dios, y contra la encarnación de Cristo, y además porque dice que las Escrituras del Nuevo Testamento con que yo le refuto están falseadas, replicando a sus palabras propuestas con mis respuestas. En realidad son treinta y tres discusiones, ¿y por qué no las voy a llamar libros? Pues aunque algunas de ellas son muy breves, sin embargo son libros. Si bien uno de ellos, el que defiende la vida de los patriarcas de sus acusaciones, es de tanta extensión como casi ningún otro de mis libros.

2. Así pues, en el libro tercero, al resolver la cuestión de cómo José pudo tener dos padres19, dije en realidad «que nació de uno y que fue adoptado por otro»; pero debí decir también el modo de adopción, porque lo que he dicho suena así como que estando vivo el primero lo hubiese adoptado un segundo padre. En cambio, la ley adoptaba a los hijos también para los muertos ordenando que a la mujer del hermano muerto sin hijos la tomara por esposa el hermano, y diese descendencia de ella al hermano difunto20. Lo cual hace allí más clara la razón sobre los dos padres de un solo hombre. Pues hubo hermanos uterinos en quienes sucede eso, que el segundo, esto es: Jacob, que, según Mateo, engendró a José21, tomó la mujer del primer difunto, que se llamaba Helí. Pero lo engendró para su hermano uterino, de quien, según Lucas, fue hijo José22, no ciertamente engendrado, sino adoptivo por la ley. Esa explicación se halla en las cartas de aquellos que escribieron sobre este asunto después de la Ascensión del Señor, cuando aún estaba reciente su memoria. En efecto, el Africano no calló el nombre de la misma mujer que parió a Jacob, padre de José, de su primer marido Matán, que fue el padre de Jacob, y el abuelo de José según Mateo, y del segundo marido Melquí, parió a Helí, de quien José era hijo adoptivo. Lo cual yo realmente aún no lo había leído cuando respondía a Fausto; pero, no obstante, yo no podía dudar de que por la adopción pudo suceder que un solo hombre tuviese dos padres.

3. En el libro duodécimo y en el decimotercero «he tratado del segundo hijo de Noé, llamado Cam, como si no hubiese sido maldecido por su padre en su hijo Canaán, como lo demuestra la Escritura23, sino en sí mismo». En el decimocuarto «he dicho tales cosas sobre el sol y la luna como si tuviesen sentimientos, y por eso toleran a sus vanos adoradores»; aunque allí pueden entenderse las palabras (de la Escritura) como trasladadas de lo animado a lo inanimado, al modo de la locución que en griego se llama metáfora; así como se dice del mar: que brama en el seno de su madre queriendo avanzar24, cuando ciertamente no tiene voluntad.

En el vigésimo noveno digo: «Lejos el pensar que exista torpeza alguna en los miembros de los santos, aun en los genitales. Se les llama, en efecto, deshonestos porque no tienen aquella especie de belleza que tienen otros miembros colocados a la vista». Pero he dado una razón más probable, en otros escritos posteriores, de por qué el Apóstol llama deshonestos a esos miembros, es a saber, a causa de la ley que en los miembros se opone a la ley del espíritu, la cual sucedió por causa del pecado, no por la disposición primera de nuestra naturaleza.

Esta obra comienza así: Faustus quídam fuit.

8. Actas del debate con el maniqueo Félix, dos libros (34)

Tuve unas disputas delante del pueblo en la Iglesia durante dos días con un maniqueo llamado Félix. Efectivamente, había llegado a Hipona para propagar ese error, porque era uno de sus doctores, aunque poco instruido en las letras liberales, sin embargo mucho más hábil que Fortunato. Son las actas eclesiásticas, pero van incluidas entre mis libros. Por lo tanto, son dos libros: en el segundo trato del libre albedrío de la voluntad para hacer el bien y el mal; pero, como era tal el personaje con el que trataba, no tuve ninguna necesidad de disputar con mayor diligencia de la gracia por la cual se hacen verdaderamente libres aquellos de quienes está escrito: Si el Hijo os ha liberado, entonces seréis verdaderamente libres25.

Esta obra comienza así: Honorio augusto VI consule VII idus Decembris.

9. Naturaleza del bien, un libro (35)

Tengo un libro sobre La naturaleza del bien contra los maniqueos, donde demuestro que Dios es una naturaleza inmutable y el Bien Sumo, y que por El son buenas las demás naturalezas, espirituales o corporales, en tanto en cuanto son naturalezas. Y qué es y de dónde procede el mal, y cuántos males ponen los maniqueos en la naturaleza del bien y cuántos bienes en la naturaleza del mal, naturalezas que ha inventado su error.

Ese libro comienza así: Summum bonum quo superius non est Deus est.

10. Respuesta al maniqueo Secundino, un libro (36)

Un tal Secundino, no de los que llaman los maniqueos elegidos, sino de los oyentes, a quien yo no conocía de vista, me escribió como un amigo, reprendiéndome con respeto, porque atacaba con mis escritos aquella herejía y aconsejándome que no lo hiciera, y exhortándome a la vez a que yo la siguiera, defendiéndola, y criticando la fe católica. Le respondí; pero, como en el encabezamiento no puse ni quién escribía ni a quién, no está entre mis cartas, sino entre los libros. Allí va copiada también la carta suya. En cuanto al título de ese volumen mío es Contra el maniqueo Secundino, porque a mi parecer fácilmente le prefiero a todos los que he podido escribir en contra de aquella peste.

Este libro comienza así: Tua in me bevolentia quae apparet in litteris tuis.

11. Réplica a Hílaro, un libro (37)

Entre tanto, un tal Hílaro, varón tribunicio y católico seglar, no sé por qué, irritado contra los ministros de Dios, como suele suceder, reprochaba con malévola violencia, por donde podía, la costumbre que entonces comenzaba a existir en Cartago, de que se cantasen ante el altar los himnos tomados de los Salmos, bien antes de las ofrendas, bien cuando se distribuye al pueblo lo que se ha ofrecido, afirmando que no era conveniente que se hiciese. Le respondí a petición de los hermanos, y el libro se llama Réplica a Hílario.

Ese libro comienza así: Qui dicunt mentionem Veteris Testamenti.

12. Varios pasajes de los Evangelios, dos libros (38)

Hay unas exposiciones de algunos pasajes del evangelio según Mateo, y lo mismo otras del evangelio según Lucas; aquéllas están recogidas en un libro, y éstas en otro. El título de esa obra es: Cuestiones de los Evangelios. Pero, por qué fueron expuestas solamente aquellas cuestiones acerca de los libros evangélicos sobredichos, que se recogen en esos libros míos, y cuáles son, el prólogo mío lo indica suficientemente con las mismas cuestiones adjuntas y numeradas, de tal manera que quien quisiere leer lo que prefiera, lo encuentre siguiendo la numeración.

Así pues, en el primer libro la equivocación del códice me ha engañado en aquello que puse que «el Señor anunció su pasión a dos discípulos por separado»26, porque está escrito «a los doce», no «a los dos».

En el segundo, al intentar exponer cómo pudo tener dos padres José27, cuya esposa se llama la Virgen María28, «aquello que digo que el hermano tomó por esposa a la mujer del hermano difunto para darle descendencia según la ley29, dije por eso que es débil, porque la ley mandaba que el que naciese tome el nombre del difunto». Y no es verdad; en efecto, la ley manda que el nombre del difunto así evocado tenga valor para que sea declarado hijo suyo, no para que sea llamado como él.

Esa obra comienza así: Hoc opus non ita scriptum est.

13. Anotaciones al libro de Job, un libro (39)

El libro, cuyo título es Anotaciones a Job, no es fácil decir si ha de ser tenido como mío, o más bien es de aquellos que, como han podido y querido, las reunieron en un solo cuerpo tomadas de los encabezamientos del manuscrito. En efecto, son atractivas a muy pocos inteligentes, los cuales, sin embargo, se sentirán decepcionados al no entender muchas cosas, porque en muchos sitios hasta las mismas palabras que se declaran están descritas de tal modo que no aparece lo que se expone. Además, a la concisión de las palabras le acompaña tanta oscuridad que el lector apenas la puede aguantar, viéndose obligado a pasar muchísimas cosas sin entender. Finalmente, he encontrado la obra tan defectuosa en nuestros códices que no la podría corregir, ni querría que se diga que ha sido editada por mí, de no ser porque sé que la tienen los hermanos, a cuyo deseo no puedo negarme.

Ese libro comienza así: Et opera magna erant ei super terram30.

14. Catequesis a principiantes, un libro (40)

Hay también un libro nuestro, que lleva por título Catequesis a principiantes En él, donde dije: «Ni el ángel, que con otros espíritus cómplices suyos abandonó por soberbia la obediencia de Dios, y se hizo diablo, causó daño alguno a Dios, sino a sí mismo. Porque Dios sabe ordenar a las almas que lo abandonan», más propiamente debería decir: a los espíritus que lo abandonan, porque se trataba de los ángeles.

Ese libro comienza así: Petisti me, frater Deogratias.

15. La Trinidad, quince libros (41)

1. He escrito durante algunos años quince libros sobre La Trinidad, que es un solo Dios. Pero, cuando aún no había terminado el duodécimo, quienes deseaban ardientemente poseerlos, como yo los retenía más tiempo del que ellos podían aguantar, me los sustrajeron menos corregidos de lo que deberían y podrían, cuando yo los hubiese querido publicar. Después lo comprobé, porque también había conservado conmigo algunos ejemplares, y estaba decidido a no publicarlos ya, sino dejarlos así, para contar en alguna otra obrita mía qué me había sucedido con ellos. Sin embargo, a instancias de los hermanos, a quienes no era capaz de oponerme, los corregí en la medida que lo creí necesario, y los completé y publiqué, añadiéndoles de prólogo una carta dirigida al venerable Aurelio, obispo de la Iglesia de Cartago; en ese prólogo expuse qué habría sucedido, qué hubiese querido hacer con mi pensamiento y qué habría hecho, estimulado por la caridad fraterna.

2. En el libro undécimo, al tratar del cuerpo visible, he dicho: «Que amarlo es una locura». Se ha de entender de ese amor con el que se ama algo de modo que se crea que, gozando de ello, es feliz el que lo ama. Porque no es ninguna locura amar la hermosura corporal para alabar al Creador, de manera que sea uno verdaderamente feliz gozando del mismo Creador. Igualmente cuando dije: «Tampoco recuerdo un ave de cuatro patas, porque no la he visto; pero imagino fácilmente una fantasía así cuando a alguna forma de ave que he visto le añado otros dos pies, como los he visto igualmente», al decir eso yo no he podido encontrar los volátiles de cuatro patas que recuerda la ley31. Porque no cuenta como pies las dos patas posteriores con las que saltan las langostas, a las que declara puras, y por eso las distingue de los otros volátiles inmundos, que no saltan con aquellas patas, como son los escarabajos. No obstante, todos los volátiles de esta especie en la ley se llaman cuadrúpedos.

3. En el duodécimo, «como una explicación de las palabras del Apóstol, donde digo: Todo pecado, cualquiera que hubiera cometido el hombre, está fuera del cuerpo», no me satisface; ni creo que deba entenderse así aquello: «En cambio, el que fornica peca contra su propio cuerpo32, como si hiciese eso aquel que obra algo para conseguir lo que se capta por la sensibilidad del cuerpo, de modo que ponga en esos placeres el fin de su propio bien». Porque eso abarca muchos más pecados que el de la fornicación que se comete con la unión ilícita, de la que es evidente que habló el Apóstol cuando decía eso.

Esta obra, menos la carta que añadí después al principio, comienza así: Lecturus haec quae de Trinitate disserimus.

16. Concordancia de los evangelistas, cuatro libros (42)

Por los mismos años en que dictaba poco a poco los libros de La Trinidad, escribí también otros en trabajo continuo, intercalándolos en los tiempos libres de aquéllos, entre los cuales están los cuatro sobre la Concordancia de los Evangelistas por esos que calumnian, igual que para los que no están de acuerdo. El primer libro está escrito contra los que honran o fingen honrar a Cristo como sumamente sabio, y por eso no quieren creer al Evangelio, so pretexto de que no los ha escrito El, sino sus discípulos, de quienes juzgan que le atribuyeron equivocadamente la divinidad, haciendo creer que era Dios. En este libro, lo que he dicho «que desde Abrahán comenzó el pueblo hebreo»33, en verdad que es creíble que también los Hebreos parece que fueron llamados Abraeos, por decirlo así; pero es más verosímil que tomen este nombre de Heber34 como Hebereos, de lo cual he tratado bastante en el libro decimosexto de La Ciudad de Dios.

En el segundo, «al tratar de los dos padres de José35, he dicho que por el primero fue engendrado, por el segundo adoptado». Pero tenía que haber dicho: adoptado para el primero; a saber, para el difunto, que es lo más creíble que fuera adoptado según la ley36, porque el que lo engendró había tomado por esposa a su madre, cónyuge del hermano difunto.

Asimismo, cuando dije: «en cambio Lucas asciende hasta David por Natán37, el profeta por quien Dios le hizo expiar su pecado»38, yo debí decir el homónimo del Profeta, para no dar pie a creer que fue el mismo hombre, cuando fue otro, aunque se llamase igual.

Esa obra comienza así: Inter omnes divinas auctoritates.

17. Réplica a la carta de Parmeniano, tres libros (43)

En los tres libros Contra la Carta de Parmeniano, obispo de Cartago para los donatistas y sucesor de Donato, trato y resuelvo una gran cuestión: si los malos contaminan a los buenos en la unidad y en la comunión de los mismos sacramentos, y se disputa cómo no contaminan al lado de la Iglesia difundida por todo el orbe, y a la que hicieron el cisma calumniando.

En el tercero de esos libros, «cuando trato de averiguar cómo ha de entenderse lo que dice el Apóstol: Removed el mal de en medio de vosotros39, lo que dije: para que cada uno remueva el mal de sí mismo», no hay que entenderlo así, sino más bien de manera que el hombre malo sea removido de entre los hombres buenos, lo cual se hace por medio de la disciplina eclesiástica. El texto griego lo indica suficientemente, cuando sin lugar a dudas escribe, para que se entienda por ese malo no ese mal, aunque a Parmeniano le respondí también según aquel sentido.

Esa obra comienza así: Multa quidem alias adversus Donatistas.

18. Tratado sobre el Bautismo, siete libros (44)

He escrito siete libros sobre El Bautismo contra los donatistas que pretendían defenderse con la autoridad del bienaventurado obispo y mártir Cipriano. En ellos he enseñado que nada hay tan eficaz para refutar a los donatistas y taparles la boca, de manera que no puedan defender su cisma contra la Iglesia católica, como las cartas y la actitud de Cipriano.

«Cuando recuerdo en esos libros que la Iglesia no tiene mancha ni arruga»40, no ha de entenderse como si ya lo sea, sino la que se prepara para que lo sea, cuando aparezca también gloriosa. Ahora, en efecto, a causa de algunas ignorancias y debilidades de sus miembros, tiene motivo para decir diariamente toda ella: Perdónanos nuestras deudas41.

En el libro cuarto, al decir «que el martirio puede suplir al bautismo», puse el ejemplo del buen ladrón42, no muy a propósito, porque no es seguro de que no fuese bautizado.

En el libro séptimo, «a propósito de los vasos de oro y plata colocados en una gran mansión, seguí el parecer de Cipriano, que los recibió entre los buenos; en cambio, los de madera y barro entre los malos, aplicándoles lo que está dicho: Los unos ciertamente para honor, en cuanto a los otros lo dicho: A los otros, en cambio, para oprobio»43. Pero apruebo mejor lo que después he encontrado o advertido en Ticonio, que hay que entender en ambos casos algunos vasos para honor, esto es, no sólo de oro y plata, así como también en ambos casos algunos vasos para oprobio, no sólo, por cierto, de madera y barro.

Esa obra comienza así: In eis libris quos adversus epistulam Parmeniani.

19. Réplica a lo que Centurio trajo de los donatistas, un libro (45)

Cuando disputaba denodadamente contra la secta de Donato, un seglar llevó entonces a la Iglesia algunos argumentos suyos contra nosotros dictados o escritos en pocas palabras, porque creen que apoyan su causa. Respondí a esos muy brevemente. El título de ese librito es: Réplica a lo que Centuria trajo de los donatistas.

Y comienza así: Dicis eo quod scriptum est a Salomone: Ab aqua aliena abstinete44.

20. Respuesta a las preguntas de Jenaro, dos libros (46)

Los dos libros cuyo título es Respuesta a las preguntas de Jenaro recogen muchas discusiones sobre los misterios y ritos que la Iglesia observa, bien universal, bien particularmente, es decir, no de un modo uniforme en todos los lugares; sin embargo, no he podido recordarlo todo, sino que he respondido suficientemente a las cuestiones examinadas. El primero de estos libros es una carta, puesto que tiene encabezamiento, quién escribe y a quién; pero va incluida entre los libros precisamente porque el libro siguiente, que no lleva mi nombre, es mucho más extenso y trata mayor número de cuestiones.

Así pues, lo que dije en el primero sobre el maná, «que a cada uno le sabía en la boca según su voluntad»45, no se me ocurre cómo pueda probarse si no es por el libro de la Sabiduría, al que los judíos no conceden autoridad canónica. Lo cual pudo llegar hasta los fieles no precisamente siendo los murmuradores contra Dios, porque en realidad no habrían deseado otros manjares si el maná les hubiera sabido a lo que quisieran.

Esa obra comienza así: Ad ea quae me interrogasti.

21. El trabajo de los monjes, un libro (47)

Para escribir un libro sobre El trabajo de los monjes me urgió la necesidad de que, al comenzar a haber monasterios en Cartago, unos vivían del trabajo de sus manos, obedeciendo al Apóstol, mientras que otros querían vivir de las limosnas de las personas piadosas, de tal manera que, sin hacer nada para conseguir o completar las cosas más necesarias, creían y se jactaban de que ellos cumplían muy bien el precepto evangélico, cuando dice el Señor: Mirad a los pájaros del cielo y a los lirios del campo46. En consecuencia, comenzaron a manifestarse también entre los seglares, que no seguían el camino de perfección, pero que eran muy fervorosos, disputas tumultuosas que perturbaban a la Iglesia, al defender unos la primera opinión, y otros la segunda. A esto se añadía que algunos de los que decían que no tenían que trabajar eran crinitos, de cabellera larga. Por lo cual aumentaban las discusiones según el interés de las partes entre los reprensores y los defensores. Por esta causa el venerable anciano Aurelio, obispo de la Iglesia de esta misma ciudad, me pidió que escribiese algo a este propósito; así lo hice.

Ese libro comienza así: Iussioni tuae, sancte frater Aureli.

22. La bondad del matrimonio, un libro (48)

1. La herejía de Joviniano, al igualar el mérito de las vírgenes consagradas con la castidad conyugal, se propagó tanto en la ciudad de Roma, que se hablaba de que hasta muchas religiosas, de cuya pureza no hubo nunca la menor sospecha, se precipitaban al matrimonio, argumentando principalmente, cuando se las apremiaba: ¿Eres tú, acaso, mejor que Sara47, mejor que Susana48, o que Ana?49, recordando a las demás mujeres muy recomendadas con el testimonio de la Sagrada Escritura, con las cuales ellas no podrían compararse mejores, ni siquiera iguales. De ese modo se rompía también el santo celibato de los santos varones con el recuerdo y la comparación de los Padres casados. La santa Iglesia de allí resistía a ese monstruo con fidelidad y fortaleza. Pero habían quedado esas discusiones suyas en las tertulias y cotilleos de muchos, porque en público nadie se atrevía a aconsejarlo. Además, con la facultad que Dios me daba, fue necesario salir al paso del veneno que se propagaba ocultamente, sobre todo porque se jactaban de que no había sido posible refutar a Joviniano, ensalzando el matrimonio, sino vituperándolo. Por esta razón publiqué el libro, cuyo título es La bondad del matrimonio. Donde no he tratado la gran cuestión sobre la propagación de los hijos antes de que los hombres mereciesen la muerte por el pecado, porque se trata de la unión de los cuerpos mortales; pero, según creo, lo explico suficientemente en otros libros míos posteriores.

2. Dije también en alguna parte: «En efecto, lo que es el alimento para la conservación del hombre, eso es la unión carnal para la conservación de la especie, y una y otra no se tienen sin placer camal, que, sin embargo, no puede ser libido, cuando es moderada y reducida a su uso natural por el control de la templanza». Me he explicado así porque el uso bueno y recto de la libido ya no es libido. Porque, así como es malo usar mal de los bienes, así es bueno usar bien de los males. Sobre lo cual he tratado más cuidadosamente en otros sitios, sobre todo contra los nuevos herejes pelagianos. Lo que he dicho de Abrahán: «Que el gran patriarca Abrahán, que no vivió sin esposa, estuvo preparado en virtud de aquella obediencia a vivir sin su hijo único e inmolado por él mismo»50, no lo apruebo del todo. Porque él creyó que, si hubiese inmolado al hijo, en seguida se lo hubiese devuelto resucitado, como se lee en la Carta a los Hebreos51.

Ese libro comienza así: Quoniam unusquisque homo humani generis pars est.

23. La santa virginidad, un libro (49)

Después de que escribí La bondad del matrimonio, se esperaba que escribiese sobre La santa virginidad; no lo retrasé, y demostré, como pude, en un libro, cuan grande es este don de Dios, y con cuánta humildad hay que conservarlo.

Ese libro comienza así: Librum de bono coniugali nuper edidimus.

24. Comentario literal al Génesis, doce libros (50)

1. Por el mismo tiempo escribí los doce libros sobre el Génesis, desde el principio52 hasta que Adán fue expulsado del paraíso, y una espada de fuego fue puesta para guardar el camino del árbol de la vida53. Pero cuando los once libros llegaron hasta ese pasaje, añadí el duodécimo, en el cual he tratado más cuidadosamente del paraíso. El título de esos libros es: Comentario literal al Génesis, es decir, no según las significaciones alegóricas, sino según los propios hechos históricos. En la obra hay más interrogantes que respuestas, y de las respuestas, muy pocas son seguras, y las demás están como para que sean examinadas de nuevo. En realidad, comencé esos libros después del de La Trinidad, pero los terminé antes. Por eso los recojo ahora por el orden en que los comencé.

2. En el libro quinto, y dondequiera que he escrito en ellos «sobre la descendencia a la que fue hecha la promesa preparada por medio de los ángeles con el poder del Mediador»54, no lo tiene así el Apóstol, según he comprobado después en códices más exactos, sobre todo griegos. Efectivamente, se ha dicho de la ley lo que muchos códices latinos, por error del intérprete, lo tienen como dicho de la descendencia.

En el libro sexto, lo que dije «que Adán perdió por el pecado la imagen de Dios según la cual fue creado»55, no ha de entenderse como si en él no hubiese quedado nada, sino tan deforme que necesitaba reformación.

En el duodécimo me parece que debí enseñar más acerca «del infierno, que está debajo de la tierra, que dar razones de por qué se cree o se dice que está debajo de la tierra», como si no fuese así.

Esa obra comienza así: Omnis divina Scriptura bipartita est.

25. Réplica a las cartas de Petiliano, tres libros (51)

Antes de haber acabado los libros sobre La Trinidad y los libros Comentario literal al Génesis, me vi obligado a responder a las cartas de Petiliano donatista, que escribió contra la Iglesia católica, y que no pude retrasar. Escribí en contra tres volúmenes: en el primero respondí, con la rapidez y verdad que me fue posible, a la primera parte de su carta, la que él escribió a los de su secta, porque no había llegado a mis manos toda entera, sino la primera parte, que era breve. También la carta va dirigida a los nuestros, pero está colocada entre los libros por eso, porque los otros dos son libros sobre la misma causa. Después, por cierto, encontré la carta toda entera, y la fui respondiendo con tanta diligencia como respondí a Fausto el Maniqueo, a saber: citando sus palabras al principio con su nombre una por una, y con el mío mi respuesta a cada una. Pero llegó antes a Petiliano lo que ya había escrito, y antes de haber encontrado la carta entera, furioso, intentó responderme, inventando más bien lo que quiso contra mí, pero sin entrar para nada en la cuestión. Eso lo puede comprobar cualquiera muy fácilmente comparando los escritos de nosotros dos; sin embargo, en atención a los más lentos, yo mismo procuré demostrarlo respondiéndole. De este modo fue añadido a la misma obra mía el libro tercero.

Esa obra comienza así en el libro primero: Nostis nos saepe voluisse; en el segundo, así: Primis partibus epistulae Petiliani; y en el tercero así: Legi, Petiliane, litteras tuas.

26. Réplica al gramático Cresconio, donatista, cuatro libros (52)

También un gramático donatista llamado Cresconio, habiendo topado con la carta mía, en la que refuto la primera parte de la carta de Petiliano que hasta entonces había llegado a mis manos, creyó que debía responderme, y me lo escribió. A esa obra suya, yo le respondí con cuatro libros, de tal manera que agoté sin duda con los tres libros cuanto exigían sus argumentos. Pero, al ver yo que podía responder a todo cuanto él me escribió en torno a la cuestión única de los maximianistas, a quienes los donatistas condenaron como cismáticos de su secta, y repusieron a algunos de ellos en sus dignidades sin reiterarles el bautismo recibido fuera de su comunión, añadí además el libro cuarto, en el cual demostré esto mismo, lo mejor que pude, con diligencia y caridad. En cuanto a esos cuatro libros, cuando los escribí, ya el emperador Honorio había publicado las leyes contra los donatistas.

Esa obra comienza así: Quando ad te, Cresconi, mea scripta pervertiré possent ignorans.

27. Pruebas y testimonios contra los donatistas, un libro (53)

En seguida tuve empeño en que llegaran a los donatistas los documentos indispensables contra su error, y a favor de la verdad católica, bien sobre las Actas eclesiásticas y civiles, bien sobre las Escrituras canónicas. Y en primer lugar les dirigí a ellos las mismas promesas, para que, si fuera posible, ellos mismos las solicitasen. Habiendo llegado a manos de algunos de ellos, surgió no sé quién para escribir contra ellas, callando su nombre, pero confesándose Donatista, como si se llamase así. En respuesta a él escribí otro libro. Sin embargo, los documentos que había prometido los uní al mismo libro prometido, y de los dos quise hacer uno solo, y así lo publiqué, para que, previamente fijado, se leyese en las paredes de la basílica que había sido de los donatistas. Su título es: Pruebas y testimonios contra los donatistas. En este libro «no puse la absolución de Félix de Aptonga, ordenante de Ceciliano», en ese orden en que luego vi claro, consultando con cuidado las actas consulares, sino «como si hubiese sido absuelto después de Ceciliano», cuando eso sucedió antes.

También aquello «que recordando el testimonio del apóstol Judas, cuando dice: Esos son los que se separan a sí mismos, como animales que no tienen espíritu, añadí diciendo: De quienes también el apóstol Pablo dice: Pero el hombre animal no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios»56, ésos no hay que igualarlos a aquellos a quienes el cisma ha separado de la Iglesia por completo. En efecto, a ésos el mismo Apóstol los llama: párvulos en Cristo, a quienes alimenta con leche57, porque no pueden todavía tomar alimento sólido; en cambio, aquéllos han de ser tratados no entre los hijos párvulos, sino entre los muertos y perdidos, para que si alguno de ellos, después de corregido, fuese unido a la Iglesia, pueda decirse de él rectamente: Estaba muerto, y ha revivido; estaba perdido, y ha sido encontrado58.

Ese libro comienza así: Qui timetis consentire Ecclesiae Catholicae.

28. Réplica a un donatista desconocido, un libro (54)

El segundo libro que he recordado antes quise titularlo: Réplica a un Donatista desconocido. Donde, al igual que acerca de la absolución del ordenante de Ceciliano, no es verdadero el orden cronológico. También lo que dije: «A la multitud de cizañas59, donde se entienden todas las herejías», no tiene una conjunción necesariamente; porque debí decir: «donde se entienden también todas las herejías», o: «donde se entienden incluso todas las herejías». Lo dije así en cuanto ahora, como si las cizañas están solamente fuera de la Iglesia, no también en la Iglesia, cuando ella sea el reino de Cristo, del cual sus ángeles han de recoger en el tiempo de la siega todos los escándalos60. De ahí que el mártir Cipriano dice también: Aunque parezca que en la Iglesia hay cizañas, con todo, nuestra fe o nuestra caridad no deben flaquear de modo que, porque veamos que hay cizaña dentro de la Iglesia, vayamos a apartarnos nosotros mismos de la Iglesia. Opinión que he defendido también otras veces, y sobre todo en la Conferencia contra los mismos donatistas, que estaban presentes.

Ese libro comienza así: Probationes rerum necessariarum quodam breviculo collectas promisimus.

29. Advertencia de los donatistas sobre los maximianistas, un libro (55)

Como viese que muchos, por la dificultad de leer, estaban impedidos para aprender qué sinrazón y falsedad tiene la secta de Donato, compuse un librito muy breve, donde he creído que debía advertirles únicamente sobre los maxímianistas, para que pudiese llegar a muchas manos por la facilidad de copiarlo, y por su misma brevedad fuese aprendido más fácilmente de memoria. Le puse por título: Advertencia de los donatistas sobre los maximianistas.

Ese libro comienza así: Quicumque calumniis hominum et criminationibus movemini.

30. La adivinación diabólica, un libro (56)

Por el mismo tiempo, me vi obligado por una disputa a escribir un librito sobre La adivinación de los demonios, cuyo título es éste.

Pero en un pasaje donde digo: «Los demonios a veces captan también con toda facilidad hasta las disposiciones de los hombres, no sólo las manifestadas de palabra, sino también las concebidas en el pensamiento, cuando desde el alma se manifiestan algunas señales en el cuerpo», defendí un asunto muy misterioso con afirmaciones más atrevidas de lo que debí; porque está claro que esas cosas pueden llegar al conocimiento de los demonios también a través de muchas experiencias. Pero si se dan algunas señales desde el cuerpo de los que piensan que son sensibles para ellos pero que se nos ocultan a nosotros, o si conocen estas cosas por medio de otra fuerza y ésa espiritual, dificilísimamente los hombres pueden descubrirlo o no lo pueden en absoluto.

Ese libro comienza así: Quodam die, in diebus sanctis octavarum.

31. Exposición de seis cuestiones contra los paganos (57)

Entre otras, me enviaron desde Cartago esas seis cuestiones que me presentó un amigo a quien deseaba hacer cristiano, para que diese una solución replicando a los paganos, principalmente porque dijo que algunas de ellas habían sido propuestas por el filósofo Porfirio. Pero yo no creo que se trate de aquel Porfirio Sículo (Siciliano) cuya fama es celebérrima. Yo recogí las disputas de esas cuestiones en un solo libro no extenso, cuyo título es: Exposición de seis cuestiones contra los paganos. La primera de ellas es sobre La resurrección; la segunda, sobre El tiempo de la religión cristiana; la tercera, sobre La diferencia de sacrificios; la cuarta, sobre lo escrito: Con la medida con que midiereis, se os medirá a vosotros61; la quinta, sobre El Hijo de Dios según Salomón; la sexta, sobre El profeta Jonás.

En la segunda, lo que dije: «La salvación de esta religión, única verdadera, por la cual se promete la salvación verdadera verazmente, a ninguno que ha sido indigno le ha faltado jamás; y a quien le ha faltado, no ha sido digno», no lo dije así, como si cualquiera fuese digno por sus propios méritos, sino del modo que dice el Apóstol: No por las obras, sino por El que llama se dijo: El mayor servirá al menor62, vocación que afirma que pertenece al propósito de Dios. Por lo cual dice: No según nuestras obras, sino según su propósito y gracia63; y continúa aún: Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien, a aquellos que según su propósito son llamados santos64. Sobre esta vocación dice: Que os encuentre dignos de su vocación santa65.

Ese libro, después de la carta que más tarde puse al principio, comienza así: Movet quosdam et requirunt.

32. Exposición de la carta de Santiago a las doce tribus (58)

Entre los opúsculos míos he encontrado la Exposición de la Carta de Santiago, que al retractarla advertí que eran anotaciones de algunos de sus pasajes anteriormente expuestos, pero recogidas en un libro por la diligencia de los hermanos, quienes no quisieron que estuviesen en los márgenes de un códice. Tienen alguna utilidad, únicamente que la misma carta, que leía cuando dicté estas anotaciones, no la tenía diligentemente interpretada del griego.

Ese libro comienza así: Duodecim tribubus quae sunt in dispersione salutem66.

33. Consecuencias y perdón de los pecados, y el bautismo de los niños, a Marcelino, tres libros (59)

Surgió también una necesidad que me obligaba a escribir contra la nueva herejía pelagiana, contra la que anteriormente, según era necesario, actuaba no por escrito, sino en sermones y conferencias, como cada uno de nosotros podía o debía. Así pues, me enviaron de Cartago aquellas cuestiones para que las refutase por escrito, y compuse cuanto antes los tres libros cuyo título es Consecuencias y perdón de los pecados; en donde trato, sobre todo, del bautismo de los niños a causa del pecado original, y de la gracia de Dios que nos justifica67, es decir, que nos hace justos, aunque en esta vida nadie guarda los mandamientos de la justicia de tal modo que no necesite decir, cuando ora por sus pecados: Perdónanos nuestras deudas68. Esos que piensan lo contrario a todo esto han fundado la nueva herejía. Pero en los libros he creído que debía callar aun sus nombres, esperando que de ese modo se podrían corregir más fácilmente; incluso en el libro tercero, que es una carta, pero que va entre los libros por los otros dos a los que creí que debía ir unida, cité no sin algún elogio el nombre del mismo Pelagio, porque muchos celebraban su vida; y refuté aquello que él escribió no por su propia persona, sino lo que expuso él para que otros lo dijesen, y que sin embargo defendió después, ya hereje, con la animosidad más obstinada. Y por otra parte Celestio, discípulo suyo, había merecido ya la excomunión en Cartago por unas afirmaciones parecidas ante un tribunal de obispos en que yo no intervine. En el segundo libro digo en alguna parte: «Al final del mundo se concederá a algunos eso que no sientan la muerte por su transformación repentina», dando pie a una investigación más cuidada sobre ese asunto. Porque, o bien no morirán69, o bien no sentirán la muerte, pasando de esta vida a la muerte, y de la muerte a la vida eterna en una transformación rapidísima como en un abrir de ojos70.

Esa obra comienza así: Quamvis in mediis et magnis curarum aestibus.

34. El único bautismo, réplica a Petiliano y Constantino, un libro (60)

Por el mismo tiempo, un amigo mío recibió un libro sobre El único bautismo de no sé qué presbítero donatista, indicándome que lo habría escrito Petiliano, obispo de su secta en Constantina. El me lo trajo y me suplicó con insistencia que le respondiese, y yo así lo hice. En cuanto al libro mío con que le respondí, también quise que tuviese el mismo título, esto es: El único bautismo.

En este libro, lo que dije: «Que el emperador Constantino no negó un puesto en la acusación a los donatistas que impugnaban a Félix de Aptonga, ordenante de Ceciliano, aun cuando él había sabido que ellos eran unos calumniadores en los crímenes falsos de Ceciliano», estudiado después cronológicamente, lo encontré de otro modo. Efectivamente, el emperador mencionado hizo previamente que la causa de Félix fuese examinada por un procónsul, quien lo declaró absuelto; y, más tarde, él mismo comprobó en audiencia con sus acusadores que Ceciliano era inocente, al descubrir por experiencia que eran unos calumniadores en los crímenes contra él. El orden de fechas establecido por los consulados convence aún con mucha más fuerza en este asunto, y echa por tierra completamente las calumnias de los donatistas, como lo he demostrado en otra parte.

Ese libro comienza así: Respondere diversa sentientibus.

35. Los maximianistas contra los donatistas, un libro (61)

Escribí también un libro, entre otros escritos contra los donatistas, no muy breve como antes, sino extenso y con mucho mayor cuidado. En él se ve cómo la sola causa de los maximianistas echa por tierra claramente desde sus cimientos el error impío y soberbísimo de ellos contra la Iglesia católica, porque su cisma salió de la misma secta de Donato.

Ese libro comienza así: Multa iam diximus, multa iam scripsimus.

36. La gracia del Nuevo Testamento, a Honorato, un libro (62)

Por ese mismo tiempo en que luchaba denodadamente contra los donatistas y había comenzado ya a ejercitarme contra los pelagianos, un amigo me envió desde Cartago cinco cuestiones, y me rogó que se las respondiese por escrito. Son éstas: ¿Qué significó la expresión del Señor: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?71 Y qué es lo que dice el Apóstol: Para que, enraizados y fundados en la caridad, seáis capaces de comprender con todos los santos cuál es la anchura y la largura, la altura y la hondura72. Y quiénes son las cinco vírgenes necias y quiénes las prudentes73. Y ¿qué son las tinieblas exteriores?74 Y ¿cómo hay que entender: El Verbo se hizo carne?75

Ahora bien, pensando yo seriamente sobre la nueva herejía enemiga de la gracia de Dios, me planteé una sexta cuestión sobre la gracia del Nuevo Testamento. Disputando sobre esta cuestión a la vez que interponía la exposición del salmo 21, en cuyo comienzo está lo que el Señor exclamó en la cruz76, y que el amigo aquel me propuso en primer lugar para que lo explicara, yo resolví todas aquellas cinco cuestiones no por el orden en que me las había propuesto, sino como pudieron adaptarse convenientemente a mí que estaba tratando de la gracia del Nuevo Testamento, igual que pudieron irse adaptando convenientemente en sus lugares.

Ese libro comienza así: Quinqué mihi proposuisti tractandas quaestiones.

37. El espíritu y la letra, a Marcelino, un libro (63)

El mismo a quien había escrito los tres libros que titulé Consecuencias y perdón de los pecados, donde traté con cuidado también del bautismo de los niños, me volvió a escribir diciendo que se había extrañado de que yo dijese que podía darse que el hombre esté sin pecado, si su buena voluntad no claudica, con la ayuda de la gracia divina, aunque no haya habido nadie, ni hay, ni habrá nadie de una justicia tan perfecta en esta vida. En efecto, me preguntó cómo había dicho que era posible una cosa así de la cual no existía ningún ejemplo. Debido a esa pregunta, escribí el libro cuyo título es El espíritu y la letra, examinando la sentencia del Apóstol que dice: La letra mata, pero el espíritu vivifica77. En este libro, con la ayuda de Dios, he disputado con valor contra los enemigos de la gracia de Dios, que justifica al pecador. En cambio, cuando trato de las observancias de los judíos, que se abstienen de algunos alimentos según la ley antigua, escribí: «Las ceremonias de algunos alimentos», nomenclatura que no está en el uso de las Escrituras Santas. Sin embargo, por eso me pareció conveniente, porque yo recordaba que se llamaban ceremonias como carimonias por el verbo carecer, porque quienes las observan carecen de esas cosas de las que se abstienen. Si es otro el origen de ese nombre el que aparta de la verdadera religión, yo no he hablado en ese sentido, sino en aquel que he recordado arriba.

Ese libro comienza así: Lectis opusculis quae ad te nuper elaboravi, fili carissime Marceline.

38. La fe y las obras, un libro (64)

Entre tanto, algunos hermanos seglares, por cierto muy estudiosos de las divinas Escrituras, me enviaron algunos escritos que separaban la fe cristiana de las obras buenas, de tal manera que se persuadía de que sin aquélla no era posible, pero sin éstas sí era posible llegar a la vida eterna. Respondiéndoles, les escribí un libro cuyo título es La fe y las obras. En él he examinado no solamente de qué modo deben vivir los que han sido regenerados por la gracia de Cristo, sino también quiénes deben ser admitidos al baño de la regeneración.

Ese libro comienza así: Quibusdam videtur.

39. Resumen del debate con los donatistas, tres libros (65)

Después de que tuve el Debate con los donatistas, recordé brevemente lo que sucedió, y lo recogí en tres libros según los tres días que conferencié con ellos. Esta obra la creí útil para que cualquiera ya advertido pueda, o bien conocer sin esfuerzo lo que se ha tratado, o bien, consultados los números que anoté en cada asunto, leer en las mismas actas lo que quisiere según cada pasaje, porque éstas cansan al lector por su excesiva prolijidad. En cuanto al título de esa obra es: Resumen del debate.

Esa obra comienza así: Cum catholici episcopi et partis Donati.

40. Mensaje a los donatistas después del debate, un libro (66)

Escribí también diligentemente un libro bastante extenso, en mi opinión, a los mismos donatistas después del debate que tuvimos con sus obispos, para prevenirse contra sus engaños en lo sucesivo. Allí respondí también a algunas fanfarronadas suyas que pudieron llegar hasta mí, de las cuales ellos, derrotados, se jactaban donde podían y como podían, además de lo que he dicho sobre las actas del debate, donde se da a conocer brevemente qué es lo que sucedió allí.

Por otra parte, he tratado este asunto mucho más brevemente en una carta dirigida de nuevo a ellos mismos; pero, porque en un concilio de Numidia pareció a todos los que allí estábamos que eso se hiciese allí, no figura ya entre mis cartas.

Efectivamente, comienza así: «El anciano Silvano, Valentín, Inocencio, Maximino, Optato, Agustín, Donato y los demás obispos desde el Concilio de Zerta a los donatistas».

Ese libro comienza así: Quid adhuc, Donatistae, seducimini?

41. La visión de Dios, un libro (67)

Tengo escrito un libro sobre La visión de Dios, donde dejé para después una investigación más cuidadosa sobre el cuerpo espiritual que será en la resurrección de los santos; si, y de qué modo, Dios, que es espíritu78, puede ser visto también por un cuerpo así; pero, más tarde, he explicado suficientemente, a mi juicio, esta cuestión en verdad dificilísima en el último libro, esto es, en el libro vigésimo segundo de La Ciudad de Dios.

En uno de mis manuscritos, que contiene este libro, encontré también una relación hecha por mí sobre este asunto al obispo de Sicca, Fortunaciano, la cual no figura en el catálogo de mis opúsculos, ni entre mis libros ni entre las cartas.

Ese libro comienza así: Memor debiti. En cambio, ésta comienza así: Sicut praesens rogavi et nunc commoneo.

42. La naturaleza y la gracia, un libro (68)

Por entonces llegó también a mis manos un libro de Pelagio, donde defiende, con la argumentación que puede, la naturaleza del hombre contra la gracia de Dios, que es la que justifica al impío79 y la que nos hace cristianos. Así pues, este libro con que respondí, defendiendo la gracia, no contra la naturaleza, sino la que libera y rige la naturaleza, lo he llamado La naturaleza y la gracia. En él «defendí unas palabras que Pelagio puso como de Sixto, obispo de Roma y mártir, como si fuesen verdaderamente del mismo Sixto»; porque yo así lo creía. Pero después leí que eran del filósofo Sexto, y no del cristiano Sixto.

Ese libro comienza así: Librum quem misistis.

43. La Ciudad de Dios, veintidós libros (69)

1. Entre tanto, Roma fue destruida por la irrupción de los godos, que actuaban a las órdenes del rey Alarico, y fue arrasada por la violencia de una gran derrota. Los adoradores de una multitud de dioses falsos, que llamamos originariamente paganos, esforzándose en atribuir su destrucción a la religión cristiana, comenzaron a blasfemar contra el Dios verdadero más despiadada y amargamente de lo acostumbrado. Por eso yo, ardiendo del celo de la casa de Dios80, me decidí a escribir contra sus blasfemias y errores los libros de La Ciudad de Dios. Obra que me ocupó durante algunos años, porque me llegaban otros muchos asuntos que no podía aplazar, y reclamaban antes mi atención para resolverlos. En cuanto a esa obra de La Ciudad de Dios, por fin, la terminé con veintidós libros.

Los cinco primeros refutan a aquellos que desean que las cosas humanas prosperen, de tal modo que creen que para eso es necesario volver al culto de los muchos dioses que acostumbraron a adorar los paganos, y, porque está prohibido, sostienen que por eso se han originado y abundan tamaños males. En cuanto a los cinco siguientes, hablan contra esos que vociferan que esos males ni han faltado ni faltarán jamás a los mortales, y que, ya sean grandes, ya pequeños, van cambiado según los lugares, tiempos y personas, pero sostienen que el culto de muchos dioses con sus sacrificios es útil a causa de la vida futura después de la muerte. Por tanto, en esos diez libros refuto estas dos vanas opiniones contrarias a la religión cristiana.

2. Pero, para que nadie pueda reprenderme de que he combatido solamente la doctrina ajena, y que no he afirmado la nuestra, la segunda parte de esa obra, que comprende doce libros, trata todo esto. Aunque, cuando es necesario, expongo también en los diez primeros libros la doctrina nuestra, y en los doce libros últimos refuto igualmente la contraria. Así pues, los cuatro primeros de los doce libros siguientes contienen el origen de las dos ciudades: la primera de las cuales es la ciudad de Dios, la segunda es la de este mundo; los cuatro siguientes, su progreso y desarrollo; y los otros cuatro, que son también los últimos, los fines que les son debidos. De este modo, todos los veintidós libros, a pesar de estar escritos sobre las dos ciudades, sin embargo toman el título de la ciudad mejor, para llamarse preferentemente La Ciudad de Dios.

En el libro décimo no debí «poner como un milagro que en el sacrificio de Abrahán la llama de fuego bajada del cielo recorriese por entre las víctimas descuartizadas»81, porque todo eso Abrahán lo vio en visión82.

En el decimoséptimo, lo que dije de Samuel: «Que no era de los hijos de Aarón», debí decir más bien: que no era hijo de sacerdote. En realidad, la costumbre según la ley era que los hijos de sacerdotes sucedían a los sacerdotes difuntos; efectivamente, el padre de Samuel se encuentra entre los hijos de Aarón83, que no fue sacerdote, ni figura así entre los hijos de manera que lo hubiese engendrado el mismo Aarón, sino como todos los de aquel pueblo se llaman hijos de Israel.

Esa obra comienza así: Gloriosissimam civitatem Dei.

44. A Orosio, presbítero, contra los priscilianistas y origenistas, un libro (70 )

Entre tanto, respondí, con la brevedad y claridad que pude, a una consulta de Orosio, un presbítero español, sobre los priscilianistas y algunas opiniones de Orígenes que reprueba la fe católica. El título de ese opúsculo es: A Orosio contra los priscilianistas y los origenistas. Y al principio he añadido también la misma consulta a mi respuesta.

Ese libro comienza así: Respondere tibí quarenti, dilectissime fili Orosi.

45. A Jerónimo, presbítero, dos libros: el primero sobre el origen del alma, y el segundo sobre una sentencia de Santiago (71)

También escribí dos libros al presbítero Jerónimo, que residía en Belén: el uno sobre El origen del alma humana, el otro sobre una Sentencia del apóstol Santiago, donde dice: Cualquiera que haya observado la ley entera, pero falta en un solo punto, se hace reo de todo84, consultándole sobre las dos cuestiones. En el primero yo mismo no he resuelto la cuestión que le propuse, y en el segundo tampoco me callé lo que a mí me parecía sobre la solución, pero yo le consulté si eso lo aprobaba también él. Y me contestó por escrito elogiando la misma pregunta mía, pero que, sin embargo, no tenía tiempo para responderme. En cuanto a mí, no quise publicar esos libros mientras él viviese, con la esperanza de que me respondiese alguna vez, y entonces serían publicados con su misma respuesta. Ahora bien, una vez que él hubo fallecido, publiqué el primero para advertir al lector que o no indague sólo cómo el alma se infunde en los que nacen, o que en un asunto de tantísima oscuridad admita con certeza aquella solución de esa cuestión que no sea contraria a los puntos clarísimos que la fe católica conoce sobre el pecado original en los niños, sin duda dignos de condenación, si no son regenerados en Cristo; en cuanto al segundo, lo publiqué para que sea conocida la misma solución, que me ha parecido también a mí, de la cuestión de que se trata allí.

Esa obra comienza así: Deum nostrum qui nos vocavit.

46. A Emérito, obispo de los donatistas, después del debate, un libro (72)

A Emérito, obispo de los donatistas, quien como principal en el debate que tuve con ellos parecía defender su causa, le escribí algún tiempo después del mismo debate un libro bastante útil, porque contiene cómodamente con brevedad las razones con que se los vence, y que demuestran que ya lo están.

Ese libro comienza así: Si vel nunc, frater Emerite.

47. Las actas del proceso de Pelagio, un libro (73)

Por el mismo tiempo, Pelagio fue citado en Oriente, esto es, en Siria de Palestina, a un tribunal episcopal por algunos hermanos católicos, y, en ausencia de aquellos que habían presentado la acusación, porque no pudieron asistir el día del Sínodo, fue oído por catorce obispos, los cuales declararon católico a aquel que negaba los mismos dogmas que, según el libelo de acusación contra él, se leían contrarios a la gracia de Cristo. Pero, como hubiesen venido a mis manos esas mismas actas, escribí sobre ellas un libro, para que, al aparecer él como absuelto, no se creyese también que los jueces habían aprobado aquellos mismos dogmas que, si él no los hubiese negado, de ningún modo habría salido si no condenado por ellos.

Ese libro comienza así: Posteaquam in manus nostras.

48. La corrección de los donatistas, un libro (74)

Por entonces escribí también un libro sobre La corrección de los donatistas a causa de aquellos que no querían que las leyes imperiales los castigasen.

Ese libro comienza así: Laudo et gratulor et admiror.

49. La presencia de Dios, a Dárdano, un libro (75)

Escribí un libro sobre La presencia de Dios, donde mi intención está alerta sobre todo contra la herejía pelagiana, sin nombrarla expresamente. Pero en él disputo también trabajosa y sutilmente de la presencia de la naturaleza que llamamos Dios soberano y verdadero, y sobre su templo.

Ese libro comienza así: Fateor me, frater dilectissime Dardane.

50. La gracia de Jesucristo y el pecado original, dos libros (76)

Después de que la herejía pelagiana con sus autores fue denunciada y condenada por los obispos de la Iglesia de Roma, primero por Inocencio, después por Zósimo, cooperando las cartas de los Concilios africanos, escribí dos libros contra ellos: uno, La gracia de Cristo; otro, El pecado original.

Esa obra comienza así: Quantum de vestra corporali et máxime spirituali salute gaudeamus.

51. Actas del debate con Emérito, obispo de los donatistas, un libro (77)

Algún tiempo después del debate que tuve con los herejes donatistas, surgió la necesidad de ir a Mauritania Cesariense. Aquí, en la misma Cesárea, vi a Emérito, obispo de los donatistas, es decir, uno de los siete a quienes habían delegado para la defensa de su causa y que había trabajado muchísimo en su favor. Las Actas eclesiásticas, que se encuentran entre mis opúsculos, dan testimonio de cuanto traté con él en presencia de los obispos de la misma provincia y del pueblo de la Iglesia de Cesárea, en cuya ciudad él fue ciudadano y obispo de los recordados herejes. Allí, al no saber qué responder, escuchó como un mudo todo mi discurso, que expliqué sobre los maximianistas únicamente a los oídos de él y de todos los que estaban presentes.

Este libro o esas Actas comienzan así: Gloriosissimis imperatoribus Honorio duodécimo et Theodosio octavo consulibus, duodécimo kalendas Octobris Caesareae, in ecclesia maiore.

52. Réplica al sermón de los arrianos, un libro (78)

Entre tanto vino a mis manos un sermón de los arríanos sin el nombre de su autor. A petición e instancia del que me lo había enviado, respondí con cuanta brevedad y a la vez celeridad pude, poniendo el mismo sermón al principio de mí respuesta, y numerando cada uno de los puntos para que, al ir examinándolos, se pueda advertir fácilmente qué he respondido a cada uno.

Ese libro, después del sermón de ellos que va al principio, comienza así: Eorum praecedenti disputationi hac disputatione respondeo.

53. El matrimonio y la concupiscencia, al conde Valerio, dos libros (79)

Escribí dos libros al ilustre varón conde Valerio, después de haber oído que los pelagianos le habían escrito no sé qué de mí, es decir, que yo condenaba el matrimonio al defender el pecado original. El título de estos libros es: El matrimonio y la concupiscencia. Ciertamente yo defiendo la bondad del matrimonio para que nadie piense que es un vicio suyo la concupiscencia de la carne, y la ley que en los miembros repugna a la ley del espíritu85, de cuyo mal de la lujuria usa bien la castidad conyugal para la procreación de los hijos. Y como fuesen dos los libros, el primero llegó a manos de Julián el Pelagiano, quien escribió cuatro libros en contra, de los cuales alguien entresacó algunos pasajes, y los envió al conde Valerio, y éste me los envió a mí. Cuando los hube recibido respondí a las mismas cuestiones con el libro segundo.

El libro primero de esa obra comienza así: Haeretici novi, dilectissime fili Valeri; y el segundo, así: Inter militiae tuae curas.

54. Expresiones del Heptateuco, siete libros (80)

Compuse siete libros sobre siete libros de las divinas Escrituras, a saber: los cinco de Moisés, el de Jesús Nave y el de los Jueces, anotando las locuciones de cada uno que son menos usadas en nuestro idioma, porque los que leen las palabras divinas las buscan atendiendo poco al sentido, cuando se trata de un género literario, y a veces extraen algo que ciertamente no se aparta de la verdad; y, sin embargo, se descubre que no sintió eso el autor que lo escribió, sino que está claro que más probablemente dijo eso según el género literario. Pues en las Escrituras Santas, muchas cosas oscuras se aclaran una vez conocido el género literario. Por lo cual es preciso conocer los géneros literarios de las locuciones que hacen claras las sentencias, para que ese mismo conocimiento ayude también cuando están oscuras, y las haga accesibles a la intención del autor.

El título de esa obra es: Locuciones del Génesis y, sucesivamente, de cada libro.

En cuanto a lo que «puse que está escrito en el primer libro86: Y Noé hizo todo lo que ordenó el Señor, así lo hizo87, y dije que aquella locución era semejante a aquella que en la creación de las criaturas, después que se dice: Y así se hizo, se añade: e hizo Dios88, «esto no me parece del todo semejante a lo mismo». En una palabra, allí también el sentido está oculto, aquí es sólo una locución.

Esa obra comienza así: Locutiones Scripturarum.

55. Cuestiones sobre el Heptateuco (81)

1. Por el mismo tiempo escribí también Los siete libros de las cuestiones sobre los mismos Libros Divinos (Cuestiones sobre el Heptateuco), que por eso quise llamarlos así, porque lo que allí se discute lo propuse más para investigar que para resolver cuestiones, aunque me parece a mí que la mayor parte ha sido tratada de manera que puede decirse, no sin razón, que también han sido solucionadas y expuestas.

Comencé también a ocuparme igualmente de los libros de los Reyes; pero, no habiendo avanzado mucho, dirigí la atención a otros asuntos que me urgían más. Así pues, en el primer libro, «cuando se trata de las varas de diversos colores que Jacob ponía en el agua, para que las ovejas preñadas las viesen al beber, y pariesen las crías de varios colores, no expliqué bien la causa de por qué no las ponía a las preñadas de nuevo, esto es, cuando iban a concebir nuevas crías, sino solamente en el primer preñado»89. Realmente, la exposición de la segunda cuestión donde se pregunta por qué Jacob dijo a su suegro: Y has engañado mi salario en diez corderas90, resuelta con bastante veracidad, demuestra que ésta no fue solucionada como yo debí hacerlo.

2. También en el tercer libro, «al tratar del Sumo Sacerdote cómo engendraba hijos, cuando tenía la obligación de entrar dos veces al día en el Sancta Sanctorum, donde estaba la tarde91, adonde, como dice la ley, no podía entrar estando impuro92; y la misma ley dice que el hombre se hace impuro también por el coito conyugal, que por cierto manda que se lave con agua, pero también dice que el que se ha lavado está impuro hasta la tarde93, por lo cual dije: Que hubiese sido consecuente que o bien fuese continente, o bien que algunos días se interrumpiese el incienso», no he visto que no fuese consecuente. En efecto, puede entenderse así lo escrito: Estará impuro hasta la tarde, de modo que durante la misma tarde ya no estuviese impuro, sino hasta la tarde, para llegada la tarde, ya puro, ofreciese el incienso, cuando para procrear hijos se hubiese unido a su mujer después del incienso matutino.

Lo mismo cuando se pregunta «cómo le estaba prohibido al Sumo Sacerdote asistir al funeral de su padre94, no siendo conveniente que llegara a ser sacerdote, cuando era uno solo, sino después de la muerte de su padre sacerdote, dije que por eso fue necesario, antes de sepultar al padre luego de su muerte, que se le constituyese sacerdote al hijo de aquel que sucedía al padre, a causa también de la continuidad del incienso, que era necesario ofrecer dos veces al día», al cual sacerdote se le prohíbe entrar durante la muerte del padre insepulto todavía. Pero me fijé poco en que esto pudo estar mandado más bien por aquellos que habrían de ser los sumos sacerdotes que no sucedían a padres sumos sacerdotes, pero que sin embargo eran de los hijos, es decir, de los descendientes de Aarón, en el caso de que el Sumo Sacerdote o no tuviese hijos o los tuviere tan indignos que ninguno de ellos debiera suceder a su padre; como Samuel sucedió al sumo sacerdote Helí95, no siendo él mismo sacerdote, pero sí de los hijos, es decir, de los descendientes de Aarón.

3. «También a propósito del ladrón a quien se dijo: Hoy estarás conmigo en el paraíso96, que había sido bautizado visiblemente», lo di como cierto, siendo incierto, y debiéndose creer más bien que fue bautizado, como yo también lo he discutido después en alguna parte.

Igualmente, lo que en el libro quinto «he dicho, cuando se recuerda a las madres en las generaciones evangélicas, que éstas van puestas con los padres», seguramente es verdadero, pero que no viene al asunto de que se trataba. Se trataba, en efecto, de aquellos que desposaban a las mujeres de sus hermanos o parientes de éstos, que habían fallecido sin descendencia, a causa de los dos padres de José, uno el que recuerda Mateo, el otro Lucas. Sobre esta cuestión he tratado en esta obra con atención al retractar mis libros Contra Fausto, el Maniqueo.

Esa obra comienza así: Cum Scripturas Sanctas, quae appellantur canonicae.

56. Naturaleza y origen del alma, cuatro libros (82)

Por el mismo tiempo, cierto Vicente Víctor encontró en Mauritania de Cesárea, en casa de un presbítero español llamado Pedro, alguno de mis opúsculos, donde en un pasaje sobre el origen del alma de cada uno de los hombres he manifestado que no sé si las almas se propagan de aquella única del primer hombre y después de los padres, o si lo mismo que a aquel único se da cada una a cada uno sin propagación alguna, pero que sí sé que el alma no es cuerpo, sino espíritu. Y en contra de estas afirmaciones mías escribió al mismo Pedro dos libros, que el monje Renato me envió a mí desde Cesárea. Yo, después de haberlos leído, le devolví cuatro con mi respuesta: uno para el monje Renato, otro para el presbítero Pedro y dos para el mismo Víctor. Pero el enviado a Pedro, aunque tiene la extensión de un libro, sin embargo es una carta que no he querido separar de los otros tres. Aunque en todos ellos, donde trato muchas cosas necesarias, he defendido mis dudas sobre el origen de las almas, que se da a cada uno de los hombres, y he mostrado los muchos errores y los peligros de la presunción suya. Sin embargo, traté con toda la mansedumbre posible a aquel joven, a quien no había que condenar precipitadamente, sino más bien enseñar; y recibí de él una carta de su retractación.

El libro de esa obra enviado a Renato comienza así: Sinceritatem tuam erga nos; el enviado a Pedro, así: Domino dilectissimo fratri et compresbytero Petro; y el primero de los dos últimos a Vicente Víctor comienza así: Quod mihi ad te scribendum putavi.

57. Las uniones adulterinas, a Polencio, dos libros (83)

Escribí dos libros sobre Las uniones adulterinas, buscando resolver la dificilísima cuestión, cuanto pude, según las Escrituras. Lo que no sé es si lo he logrado con mucha claridad; antes al contrario, siento no haber llegado a la perfección de ese asunto, aunque haya aclarado muchas de sus dificultades, lo cual podrá juzgarlo cualquier lector inteligente.

El primer libro de esa obra comienza así: Prima quaestio est, frater dilectissime Pollenti; y el segundo, así: Ad ea quae mihi scripseras.

58. Réplica al adversario de la Ley y los Profetas, dos libros (84)

Entre tanto, cuando se venía leyendo en Cartago, en presencia de una gran multitud de oyentes muy atentos, reunidos en la plaza marítima, un libro de cierto hereje o marcionita o de alguno de esos cuyo error cree que Dios no hizo este mundo ni que el Dios de la ley dada por medio de Moisés97 y de los profetas que pertenecen a la misma ley es el Dios verdadero, sino un pésimo demon, se llegaron ante él unos hermanos, celosísimos cristianos, y me lo enviaron sin dilación alguna para que lo refutase, rogándome encarecidamente que no tardase en responder. Lo refuté con dos libros, que titulé por eso: Réplica al adversario de la Ley y los Profetas, porque el códice mismo que me enviaron no tenía nombre de autor.

Esa obra comienza así: Libro quem misistis, fratres dilectissimi.

59. Réplica a Gaudencio, obispo donatista, dos libros (85)

Por el mismo tiempo, Dulcicio, tribuno y notario, era aquí en África el ejecutor de las órdenes imperiales dadas contra los donatistas. El cual, como hubiese enviado cartas a Gaudencio de Tamugadi, obispo de los donatistas, y uno de los siete que habían escogido para autores de su defensa en nuestro debate, exhortándole a la unidad católica, y disuadiéndole del incendio con que amenazaba consumirse él mismo y los suyos con la misma iglesia en que se encontraban; añadiéndole además que, si se creían justos, huyesen según el precepto de Cristo el Señor98, antes que quemarse con fuego sacrílego, él le escribió en respuesta dos cartas, la una corta, porque el portador tenía prisa, según lo afirmó; la otra larga, como respondiendo más plena y diligentemente. El tribuno antes mencionado creyó que me las debía mandar a mí, para que yo las refutase; y refuté las dos con un solo libro. El cual, cuando hubo llegado a poder del mismo Gaudencio, me respondió por escrito lo que le pareció sin razón alguna, sino declarando que él no había podido ni responder ni callar más. Todo lo cual, aun cuando pueda aparecer suficiente a los que lean inteligentemente y comparen mis palabras y las de él, sin embargo no he querido que quede sin respuesta por escrito todo lo que sucedió. De ahí ha resultado que fuesen dos esos libros míos contra él.

Esa obra comienza así: Gaudentius Donatistarum Tamugadensis episcopus.

60. Contra la mentira, un libro (86)

Por entonces escribí también el libro Contra la mentira, cuyo motivo fue que a algunos católicos les pareció que debían simular que ellos eran priscilianistas para poder penetrar en sus guaridas para rastrear a los herejes priscilianistas, que estimaban que debían ocultar su herejía no sólo negando y mintiendo, sino también perjurando. Para prohibir que se hiciera eso, compuse ese libro.

Ese libro comienza así: Multa mihi legenda misisti.

61. Réplica a las dos cartas de los pelagianos, cuatro libros (87)

Siguen los cuatro libros que escribí a Bonifacio, obispo de la Iglesia romana, porque, como hubiesen llegado a sus manos, él mismo me las envió, al encontrar mi nombre citado en ellas calumniosamente.

Esa obra comienza así: Noveram te quidem fama celebérrima praedicante.

62. Réplica a Julián, seis libros (88)

Mientras tanto llegaron también a mi poder los cuatro libros de Julián el Pelagiano, que he recordado antes, en los cuales encontré que lo que había extractado de ellos quien se los había enviado al conde Valerio, no todo lo escrito al mismo conde lo dijo Julián de ese modo, sino que algunos pasajes habían sido bastante cambiados. En consecuencia escribí seis libros contra aquellos cuatro; pero mis dos primeros libros refutan, con testimonios de los santos que han defendido la fe católica después de los Apóstoles, la desvergüenza de Julián, quien creyó que habría sido presentado por mí como un dogma de los maniqueos haber dicho que traemos desde Adán el pecado original, que se quita por el baño de la regeneración no solamente en los adultos, sino también en los niños. Por el contrario, cuánto favorece el mismo Julián con algunas sentencias suyas a los maniqueos, lo he demostrado en la última parte de mi libro primero. En cuanto a los otros cuatro libros míos, refutan a los suyos uno por uno.

Pero en el libro quinto de esa obra tan extensa y tan elaborada, «donde recordé que un marido deforme solía proponer a su mujer en las uniones conyugales una pintura hermosa, para que no pariese hijos deformes, di como cierto el nombre de aquel hombre que solía hacer eso», siendo incierto, porque me falló la memoria. No obstante, Sorano, un autor de medicina, escribió que un rey de Chipre lo solía hacer, pero no dio su nombre propio.

Esa obra comienza así: Contumelias tuas et verba maledica, Iuliane.

63. Manual de fe, esperanza y caridad, un libro (89)

Escribí también un libro sobre La fe, la esperanza y la caridad, porque aquel a quien se lo escribí me había pedido tener alguna obrita mía que no dejara de las manos, lo que los griegos llaman un Enquiridión. Allí me parece haber resumido con bastante diligencia cómo se debe honrar a Dios, que define la divina Escritura como sabiduría auténticamente verdadera99.

Ese libro comienza así: Dici non potest, dilectissime fili Laurenti, quantum tua eruditione delecter.

64. La piedad con los difuntos, a Paulino obispo, un libro (90)

Escribí un libro sobre El cuidado que se debe tener en favor de los difuntos («Piedad con los difuntos»), porque me preguntaron por carta «si aprovecha a alguno después de la muerte el que su cuerpo sea sepultado ante la memoria de algún santo».

Ese libro comienza así: Diu sanctitati tuae, coepiscope venerande Pauline.

65. Respuesta a las ocho preguntas de Dulcicio, un libro (91)

El libro que titulé Las ocho cuestiones de Dulcicio («Respuesta a las ocho preguntas de Dulcicio») no debería ser recordado en esta obra entre mis libros, al estar compuesto por pasajes que he escrito antes en otros libros, de no encontrarse también en él alguna discusión sobreañadida por mí, y de haber dado respuesta a una de esas cuestiones no de algún otro opúsculo mío, sino la que entonces se me pudo ocurrir.

Ese libro comienza así: Quantum mihi videtur, dilectissime fili Dulciti.

66. La gracia y el libre albedrío, un libro (92)

Escribí un libro titulado La gracia y el libre albedrío (A Valentín y monjes). A causa de aquellos que, al defender la gracia de Dios, y creyendo que se negaba el libre albedrío, de tal manera defienden ellos el libre albedrío, que niegan la gracia de Dios, afirmando que esta gracia se da según nuestros méritos.

Y lo escribí para los monjes de Adrumeto, en cuyo monasterio había comenzado una discusión sobre ese asunto, de tal manera que algunos de ellos se vieron obligados a consultarme.

Ese libro comienza así: Propter eos qui hominis liberum arbitrium.

67. La corrección y la gracia, un libro (93)

Escribí de nuevo a los mismos un segundo libro, que titulé La corrección y la gracia (A los mismos de arriba, «La corrección y la gracia»), porque me avisaron que en ese monasterio había dicho alguno que no había que corregir a nadie cuando no cumple los preceptos de Dios, sino tan sólo se debe orar por él para que los cumpla.

Ese libro comienza así: Lectis litteris vestris, Valentine frater dilectissime.

Puesto que he retractado esas obras, he traído a la memoria que yo he dictado esas noventa y tres obras en doscientos treinta y dos libros, sin saber si aún voy a dictar algunos más; y también he publicado la retractación de ellos en dos libros a instancias de los hermanos, antes de haber comenzado a retractar las cartas y los sermones al pueblo, unos dictados y otros predicados por mí.


Después de retractar sus obras, S. Agustín publicó:
Las Retractaciones, dos libros (94).

Espejo de la Sagrada Escritura, un libro (95).

La predestinación de los santos, dos libros (96).

Las herejías, dos libros (97).

Réplica a las actas del debate con Maximino, dos libros (98).

Réplica a Julián, el Pelagiano, seis libros (obra inacabada) (99).

El libro séptimo quedó sin concluir, y el octavo no lo comenzó. Era réplica a los ocho libros de Julián, respondiendo a sus palabras con sus respuestas.


Títulos de las obras de las «Retractaciones»

Libro primero

1. Contra los Académicos, tres libros

2. La vida feliz, un libro

3. El orden, dos libros

4. Soliloquios, dos libros

5. La inmortalidad del alma, un libro

6. Las disciplinas, siete libros

7. Las costumbres de la Iglesia católica y de los maniqueos, dos libros

8. La dimensión del alma, un libro

9. El libre albedrío, tres libros

10. Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos, dos libros

11. La Música, seis libros

12. El Maestro, un libro

13. La verdadera religión, un libro.

14. Utilidad de la fe, un libro

15. Las dos almas del hombre, un libro

16. Actas del debate contra el maniqueo Fortunato, un libro

17. La fe y el símbolo, un libro

18. Comentario literal al Génesis, un libro inacabado

19. El Sermón del Señor en la montaña, dos libros

20. Salmo contra la secta de Donato

21. Réplica a la carta del hereje Donato, un libro

22. Réplica a Adimanto, discípulo de Manes, un libro

23. Exposición de algunos textos de la Carta a los Romanos

24. Exposición de la Carta a los Gálatas, un libro

25. Exposición incoada de la Carta a los Romanos, un libro

26. Ochenta y tres cuestiones diversas, un libro

27. La mentira, un libro

Libro segundo

28. Cuestiones diversas a Simpliciano, dos libros

29. Réplica a la carta de Manes, llamada «del Fundamento», un libro

30. El combate cristiano, un libro

31. La doctrina cristiana, cuatro libros

32. Réplica a la secta de Donato, dos libros

33. Las Confesiones, trece libros

34. Réplica a Fausto el Maniqueo, treinta y tres libros

35. Actas del debate con el maniqueo Félix, dos libros

36. Naturaleza del bien, un libro

37. Respuesta al maniqueo Secundino, un libro

38. Réplica a Hílaro, un libro

39. Varios pasajes de los Evangelios, dos libros

40. Anotaciones al libro de Job, un libro

41. Catequesis a principiantes, un libro

42. La Trinidad, quince libros

43. Concordancia de los Evangelistas, cuatro libros

44. Réplica a la carta de Parmeniano, tres libros

45. Tratado sobre el bautismo, siete libros

46. Réplica a lo que Centurio trajo de los donatistas, un libro

47. Respuesta a las preguntas de Jenaro, dos libros

48. El trabajo de los monjes, un libro

49. La bondad del matrimonio, un

50. La santa virginidad, un libro

51. Comentario literal al Génesis, doce libros

52. Réplica a las cartas de Petiliano, tres libros

53. Réplica al gramático Cresconio donatista, cuatro libros

54. Pruebas y testimonios contra los donatistas, un libro

55. Réplica a un Donatista desconocido, un libro

56. Advertencia de los donatistas sobre los maximianistas, un libro

57. La adivinación diabólica, un libro

58. Exposición de seis cuestiones contra los paganos

59. Exposición de la Carta de Santiago a las doce tribus

60. Consecuencias y perdón de los pecados y el bautismo de los niños, a Marcelino, tres libros

61. El único bautismo, réplica a Petiliano y Constantino, un libro

62. Los maximianistas contra los donatistas, un libro

63. La gracia del Nuevo Testamento, a Honorato, un libro

64. El espíritu y la letra, a Marcelino, un libro

65. La fe y las obras, un libro

66. Resumen del debate con los donatistas, tres libros

67. Mensaje a los donatistas después del debate, un libro

68. La visión de Dios, un libro

69. La naturaleza y la gracia, un libro

70. La Ciudad de Dios, veintidós libros

71. A Orosio, presbítero, contra los priscilianistas y origenistas, un libro

72. A Jerónimo, presbítero, dos libros, el primero sobre el origen del alma, y el segundo, sobre una sentencia de Santiago

73. A Emérito, obispo de los donatistas, después del debate, un libro

74. Las actas del proceso de Pelagio, un libro

75. La corrección de los donatistas, un libro

76. La presencia de Dios, a Dárdano, un libro

77. La gracia de Jesucristo y el pecado original, réplica a Pelagio y Celestio, a Albina, Piniano y Melania, dos libros

78. Actas del debate con Emérito, obispo de los donatistas, un libro

79. Réplica al sermón de los arríanos, un libro

80. El matrimonio y la concupiscencia, al conde Valerio, dos libros

81. Expresiones del Heptateuco, siete libros

82. Cuestiones sobre el Heptateuco

83. Naturaleza y origen del alma, cuatro libros

84. Las uniones adulterinas, a Polencio, dos libros

85. Réplica al adversario de la Ley y los Profetas, dos libros

86. Réplica a Gaudencio, obispo donatista, dos libros

87. Contra la mentira, un libro

88. Réplica a las dos cartas de los pelagianos, cuatro libros

89. Réplica a Julián, seis libros

90. Manual de fe, esperanza y caridad, un libro, a Lorenzo

91. La piedad con los difuntos, a Paulino obispo, un libro

92. Respuesta a las ocho preguntas de Dulcicio, un libro

93. La gracia y el libre albedrío, un libro, a Valentín y a los monjes con él

94. La corrección y la gracia, un libro, a los mismos de arriba

Después de retractar sus obras

95. Las Retractaciones, dos libros

96. Espejo de la Sagrada Escritura, un libro

97. La predestinación de los santos y el don de la perseverancia, dos libros, a Próspero e Hilario.

98. Las herejías, dos libros, a Quodvultdeo

99. Réplica a las actas del debate con Maximino, obispo de los arríanos, dos libros

100. Réplica a Julián Pelagiano, seis libros (inacabada)

Traducción: Teodoro C. Madrid


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