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HACIA UN EREMITISMO INTERIORIZADO

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Marie Madeleine Davy

eremitaño: eremitismo interiorizado

 

En todas las épocas, en el seno de las tradiciones y fuera de ellas, hombres y mujeres seducidos por lo Absoluto han elegido la experiencia de una vida eremítica, es decir de una vida silenciosa excluyendo todo comercio con los demás: comercio de negocios, de ideas, incluidos los intercambios llamados "espirituales". Lo más a menudo, la soledad a sido precedida de una vida de pareja. Una vez los hijos ya criados, los padres –o uno de ellos– podían retirarse en el bosque o a orillas de los ríos. Primero realizar sus deberes hacia la sociedad, después, quedando libre, entregarse a lo esencial; tal era generalmente el sentido del camino oriental. De hecho, el individuo no está cargado de ninguna obligación específica hacia la sociedad. Es, para él mismo, como el paso por una vida llamada «normal» o también «natural» puede comprobarse como equilibrante en la medida en la que él sienta la necesidad de esa vida. El hombre tiene necesidad de amar y ser amado. Renunciar al ejercicio de la ternura puede parecer mutilante en tanto que no es traspuesta a otro nivel.

En Occidente, alejarse de la multitud para ponerse aparte consiste en imitar una de las fases de la vida de Cristo. Después de la marea eremítica del siglo IV que invadió los desiertos, la Edad Media tomó el relevo con una maravillosa amplitud. Las raíces espirituales de Europa son monásticas. La Europa medieval es cisterciense, y también benedictina y cartuja. La famosa Regla de San Benito exige el paso por el cenobismo antes de dedicarse al eremitismo. Sabiduría prudencial de una extrema importancia.

Se puede espontáneamente hablar, manchar hojas blancas ¡sin embargo el eremita no se improvisa!. En la época medieval, el eremita ocupa un papel en la literatura al mismo nivel que el clérigo o el caballero. Se le otorga gustosamente la lectura del corazón. Su función pasajera es la de volver a poner a los errantes en el camino derecho, tanto si están perdidos en el bosque como si están perdidos en ellos mismos. El servicio exclusivo de Dios hace apto a la lucidez y al discernimiento. Un amor tal no exige la reciprocidad.

Ciertamente, en todo tiempo, ha sido posible constatar la existencia de pseudo-eremitas. Criminales que se ocultaban para no caer en manos de la justicia, paranoicos que se aislaban, asociales que rechazaban vivir con los demás. A veces caracteres difíciles –o almas simplemente amorosas de su independencia– preferían asumirse fuera de sus monasterios. En Athos, el cenobismo precede también al eremitismo.

Poco importan los descréditos. Los verdaderos eremitas jalonan maravillosamente la historia. Lo más a menudo han sido anteriormente formados en un monasterio. Ellos se alejan de él para realizar más intensamente su experiencia. Llegar a ser monje exigía previamente una conversión. Elegir el eremitismo reclama una nueva metanoia. Padres espirituales podían asistir de vez en cuando a los solitarios. La comunidad los tomaba gustosamente a su cargo materialmente. Los laicos los alimentaban con predilección llevándoles pan, leche y frutos. Además, la mayor parte de los eremitas se autoabastecían cocinando bayas y hierbas salvajes según las estaciones.



LA VOCACIÓN EREMÍTICA

Elegir una vía eremítica se presenta como una respuesta dada a una llamada percibida en el interior. Es una elección. Una soledad impuesta desde fuera por el hecho de las circunstancias, privación de familia, por ejemplo, no hace un eremita. Las biografías de los solitarios, ha veces noveladas, dan testimonio de una irresistible necesidad de alejarse de los hombres y las ciudades para vivir únicamente cara a Dios en el silencio. Ya, la conversión tiene la filosofía y el amor de las ideas habían llevado a las soledades campestres a los amigos de la sabiduría durante la antigüedad.

Otro es el destino del eremita cristiano. Su verdadera condición se aproxima de la del monje en busca de la perfecta unidad, monos, monachos, mónada. Un texto de Teodoro Estudita precisa la vocación del monje y del eremita: «Él no mira más que solo a Dios, no desea más que a Dios solamente, no se apega más que a Dios solo» Esta elección de Dios solo, se impone. Como lo dirá más tarde Serge Boulgakoff: «Vivir en el desierto no significa solamente vivir sin los hombres, sino vivir con Dios y por Dios.»

Soledad que exige el aprendizaje del perfecto silencio. Después de haber dejado el mundo exterior, el solitario debe afrontar el mundo interior, más bullente que el mundo de fuera. Este mundo de adentro es totalmente ignorado por aquel que vive en la acción. Este no sabría percibir la ebullición de sus pensamientos y de sus deseos, la amplitud de sus constantes repliegues sobre si mismo. Los demonios afrontados en les desiertos designan la pluralidad de yoes que reclaman su parte. Los enemigos más agresivos del solitario se alojan en él y no fuera. Es por eso que, según el decir de espirituales expertos, aquellos que viven fuera de la total soledad no suponen los combates sutiles del eremita. Ignoran la rigor y el heroísmo que deben de mantenerse en cada instante de la vida cotidiana.

El itinerario del eremita conlleva diferentes fases decisivas a las que el solitario se enfrenta.



LA AUSENCIA

El solitario habría podido escuchar a su maestro espiritual decirle con Guillermo de Saint-Thierry (el amigo de San Bernardo de Claraval) que «aquel con quien Dios está, no está nunca menos solo que cuando él está solo». Él creía de buen grado que la soledad de su ermita le situaría en presencia de Dios, que él oiría su voz, percibiría su murmullo preparando su oído interior a la audición y sus ojos interiores a la visión.

No hay nada de eso. Es en la aridez de un desierto que todavía no se ha transformado en jardín, en Edén, donde continúa la existencia del solitario. La fe desnuda, enteramente desnudada, privada de toda sujeción, de todo refugio, de toda reconfortación, es su bagaje. Cuando sus sentidos exteriores se rebajan y cuando sus sentidos interiores se despiertan, él comprende con espanto que todo se muestra insuficiente para aproximarse a los misterios. El Dios que él busca se esconde. El solitario se había escondido él mismo para encontrarlo y he aquí que Dios se oculta a su mirada.



LA DIMENSIÓN NOCTURNA

Por vocación, el eremita está consagrado a la noche. Así, el solitario que se consagra exclusivamente a lo Absoluto está invitado a vivir en una dimensión nocturna. Y esto por varios motivos de los que el que más se impone resulta de la profundidad al nivel de la cual la experiencia se desarrolla. El Eterno se oculta en la medida en la que ser revela, él habla cuando calla. Así la densidad de la ausencia sobrepasa la sensación de la dulce presencia. Nada se ve, nada se escucha, nada se toca. El lenguaje divino se expresa en el silencio. Lo inefable no podría concretarse en palabras. La desnudez le arranca del ornamento. Como la noche, el silencio se asemeja a la muerte. En cierta manera, dejando un aspecto del tiempo, el eremita vive en un más allá emparentado con la eternidad.

Ciertamente la luz es amada. Pero no podría ser la luz cósmica. Antes que nada el hombre es lunar, él recibe su claridad del sol divino. A continuación, en una fase correspondiente a otro nivel, se mantiene en un estado en el cual los astros del firmamento exterior no podrían tener acceso. Surgiendo en una nueva tierra y un nuevo cielo, este otro firmamento comporta astros sutiles. En fin, el eremita en la medida de su vocación, no tiene ya más ninguna necesidad de la luna para iluminar su noche, ni del sol para iluminar su día. «El (Dios) ha hecho la luna para marcar los tiempos» (104,19) y «el sol par presidir el día»(136,8), dirá el salmista. Ahora bien, el eremita escapa a esta forma de noche y de día iluminando al común de los hombres. Perteneciendo a otra dimensión del tiempo, él se sitúa en una vastedad ilimitada en la que es imposible encontrarle. A propósito de esto, sería posible hablar de «la tierra virgen» –Die jungfern Erde, dirá Angelus Silesio, de donde nace «el hijo de los Sabios» (El peregrino querubínico, libro 1, 147)

Es por eso que el eremita aparece semejante a la «mujer envuelta de sol» (Apocalipsis 12,1), encinta de un varón (el puer eternus). El dragón acecha su nacimiento con el fin de devorarlo. Pero él será «elevado junto a Dios», mientras que su madre se ocultará en el desierto. Así el solitario se aloja en el desierto y combate contra los dragones guardianes de los umbrales a la entrada de cada nivel ascensional que él debe recorrer.

Ante la mirada de los demás, el eremita podría tener un rostro de luz, si al menos encontrara a alguien susceptible de distinguir su irradiación. Para los demás, parece como alguien original viviendo en la marginalidad. Los hombres no aceptan que se pueda pasar sin ellos. Aquel a quien lo Absoluto basta no es más que un loco. Los «locos de Cristo» de la vieja Rusia eran más o menos rechazados por aquellos que juzgaban su modo de vida extravagante.

La dimensión nocturna se sitúa dentro. Ella puede parecer extraña e incluso inexplicable. Un texto de Angelus Silesius aclara una situación así:

La luz no es Dios mismo.

La luz es el vestido del Señor.

El movimiento dinámico desencadenado por la soledad silenciosa sobrepasa «el vestido del Señor». Louis de Blois describe de una manera evocadora una profundidad así: «En la unión secreta –dirá– el alma amante se va y escapa de ella misma, y se sumerge como si estuviera aniquilada, en el abismo del amor eterno, en el que ella está muerta a si misma y vive para Dios, sin saber nada, sin sentir nada más que el amor que ella degusta; ya que ella se pierde en el inmenso desierto y la tiniebla de la Deidad»

Por supuesto es de esta tiniebla de la que se trata. Tiniebla sugerida por numerosos autores, en particular por Dionisio el Místico. Y es en esta tiniebla que la soledad silenciosa se establece.



LA SOLEDAD SILENCIOSA

Vivir solo y silencioso, tal es la vocación del eremita. «La Sabiduría –dirá Filón– gusta del aislamiento... ama la soledad.» Vivir en el silencio y la soledad aparece contrario a la condición humana. En efecto, el hombre se desgasta en el decir. La comunicación le interpela y por eso mismo se siente existir.

Hablar puede dar la ilusión de despertar el pensamiento proyectándolo fuera. De cierta manera, se aprende en la medida en que se enseña. Para el eremita, la renuncia a la palabra conlleva también la renuncia a toda publicación. La marca distintiva del eremita reside en el incógnito. En tanto que homo viator, pasa sin ser mirado ni reconocido. Escondido, solamente es visto por el Eterno. A su desaparición, no ha dejado huellas tras de sí. Con toda evidencia, un eremita entregado a la escritura, firmando con su nombre sus obras, muy pronto sale de su eremitismo. Tener un seudónimo no cambiaría nada. Publicar bajo la mención de «eremita» sería una contradicción. Además ese término es publicitario, favorece la curiosidad. Por lo mismo, el eremita ejerciendo la función de gurú, de director de consciencia, ya no es un eremita. Penetra entonces en el circuito del decir, de los buenos consejos prodigados. Una mirada inalterada en el silencio equivale a una palabra. Cargándose de responsabilidades, el eremita pierde su libertad y su vacancia. Viviendo en el anonimato, su oración anónima es de orden universal.

Solo una fe ardiente y desnuda puede comprender la realidad de eso que llamamos «la comunión de los santos» o también «la comunión de los hombres». La tentación suprema del eremita –y sería normal que la padeciera en la medida de su fragilidad– sería la de ceder a la compasión de una manera concreta. Lo que es justo –para aquellos que pertenecen a la consciencia común– llegaría a ser para el eremita un error. En efecto, no hay ninguna necesidad de contacto directo con los hombres. El eremita lleva el mundo en su corazón y lo presenta al Eterno. No se puede comprender esta actitud más que en la medida en la que el eremita se sitúa en una dirección escatológica difícil de captar.

Cuando un solitario vive con autenticidad en el silencio, su fondo remonta. Y ese es todo el secreto de la vida eremítica. Este fondo significa la dimensión divina. Ninguna palabra puede dar cuenta de ello. Lo inefable escapa al lenguaje. Este fondo emerge en un profundo silencio. Un silencio abisal.

Se presenta así un más allá de la alabanza, un más allá de la llamada, un más allá del encuentro o del diálogo. Habiendo plantado su tienda en las peñas, en la montaña, los bosques, en las orillas de los ríos, en una isla, el ermita rodeado de belleza puede descubrirla en tanto que reflejos de la belleza divina. El canto de los pájaros, el perfume de las flores, el viento helado o tibio le encaminan hacia el Creador. Pasando del Dios formador a la Deidad oculta, él se vuelve el portador del cosmos y lo regenera.



LA FECUNDACIÓN SILENCIOSA

En el Judeo-Cristianismo, en particular en el pensamiento judío, la importancia de la procreación está fundad en un texto del Génesis (1,28): «Sed fecundos, multiplicaros, llenar la tierra». Sin embargo, según dice Filon (Apología de los judíos, 11,14) y de Falvio Josefo (Guerra de los judíos, 2,8,120-129), los Esenios renunciaban al matrimonio y a toda fecundidad física. Por vocación, el eremita está consagrado a la continencia, no solamente la de la carne sino también la de la psique. Todas sus energías se unifican; dispersarlas sería una mutilación. La libertad que tiene que conseguir no soporta ningún reparto. Él no puede esparcirse, por que ya no le pertenece el amar sino el ser amor. Un amor que llega a ser conocimiento, un conocimiento que el amor acrecienta.

Un eremita que hubiera llegado a ser un liberado-viviente (jivan mukta) puede sin temor permanecer mudo y renunciar a la escritura. Él extiende en el viento su conocimiento, su amor, su desapego de lo provisional. Comparable al «cabello que flota en el viento» del que hablan los Upanishads, se vuelve alguien que nutre al universo. Aporta la liberación sin saber quien recibe sus dones; no le preocupa, además, conocer o no el nombre de sus beneficiarios.



UN EREMITISMO INTERIORIZADO

¿Es posible un eremitismo tal, enfocado en su esencialidad? El conocimiento de uno mismo y de los demás permite dudar de ello, al menos actualmente. Ya no subsisten más que los cartujos para mantener un verdadero eremitismo. Eremitismo además mitigado puesto que los cartujos viven en comunidad. Esta protege a los silenciosos contra sus sueños, sus fantasmas, sus ilusiones. Uno de los riesgos del eremita consiste en tomarse en serio y en darse importancia. El orgullo acecha a los solitarios como el gato a los ratones. Los maestros espirituales cartujos permanecen presentes para desvelar la inflación intempestiva, siempre posible, del «yo» de algunos religiosos. En ciertos casos, el intelectualismo se vuelve un refugio. El mental se nutre y el corazón dormita. Sin embargo, la cultura puede llegar a ser una ayuda preciosa en los instantes de escasez. El recurso a los modelos no es intempestivo.

No se podría dudar del valor del eremitismo en el pasado como en el presente. Eremitismo surgido de los monasterios o desplegándose fuera de ellos. El eremitismo no pierde nada hoy en día de su verdadero significado y de su valor: ha sido, es, y será. No obstante, se puede pensar que los aciertos perfectos son de una extrema rareza. Antiguamente, el eremitismo era sin duda más realizable, cuando el hombre estaba más integrado en la naturaleza, cuando las religiones mantenían un mental más libre. La aglomeración paraliza, multiplicando por diez la aparición de las preguntas y de los problemas. El ser humano se ha vuelto complicado, y ha perdido una cierta inocencia.

En una época de mezclas, de explosión del decir, de la escritura, el eremitismo parece más que nunca difícil de vivir. El siquismo se ha debilitado, la depresión se extiende, el equilibrio se vuelve cada vez más raro. La hipocresía camuflante de ayer cede ante la puesta al día de lo sórdido. Más aún, los formadores son raros a pesar de la multiplicidad de los maestros. La «agitación de las alas» de la que hablaba Sócrates, ha sido reemplazada por «la agitación de enseñar». Todo el mundo sueña con enseñar al los demás sus propios balbuceos. Las sectas, los grupos surgen como las malas hierbas en los jardines.

Movidos por otro espíritu, los monasterios abren sus hospederías a los visitantes con el fin de hacerles compartir su vida espiritual recibiendo al mismo tiempo alguna ayuda monetaria. Los eremitas aceptan que se les venga a ver y que se permanezca en su cercanía. ¡Así los monasterios y los ermitaños favorecen con toda generosidad el «turismo de la interioridad»! Dentro de poco, es posible que a la «Guía de los Monasterios» se añada otra relativa a los eremitas. Los turistas podrán fotografiarlos y llevar así preciosos recuerdos para enseñarlos a las amistades. Nada nuevo: en el siglo XII, Aelred de Rievaulx recomendaba a su hermana eremita que dejara a los curiosos cotillear en su puerta.

Las condiciones económicas y sociales complican el acceso a la soledad. Sería anormal hoy en día que un eremita no se mantuviera económicamente. Si no, se trataría para él de «vivir a costa» de un donante o de una comunidad. ¿Por qué privarse de algo para dar a otros el privilegio de no hacer nada? ¿La plegaria y la santa ociosidad serán incompatibles con el trabajo?. Es evidente que no. En numerosos casos, parece inoportuno fomentar la pereza, el rechazo de la sociedad, la imposibilidad de mantenerse. Solo los verdaderos eremitas emergen de la mediocridad.

Durante siglos, las comunidades religiosas contemplativas han vivido de donaciones y herencias. Un cierto candor facilitaba esas generosas ofertas. Se creía firmemente que la oración y la ascesis de los monjes y de los ermitaños podían no solamente suplir sino borrar completamente la mediocridad o la perversión de su propia vida y de su conducta. El intercambio se consideraba como algo normal. Se trataba así de contratar un seguro con vistas a la salvación, a la vida post-mortem.

Una cierta lucidez desemboca en otra visión. Permite a la vez que adheriendose firmemente a la «comunión entre los hombres», el comprender que cada uno está invitado a tomarse en cargo. La liberación es una obra personal.

Lo mismo que existe un desierto interior, se presenta un eremitismo interiorizado, vivido dentro, en una ascesis constante de la inteligencia y del corazón. Además, en ciertos casos, el eremitismo podría vivirse «a tiempo partido». Una expresión así es chocante, no lo podemos negar. ¿Cómo el verdadero eremita podría separarse de la revelación de lo interior, de la seducción del Dios escondido?

En razón de la rareza del verdadero eremitismo, ¿por qué no consagrar un cierto tiempo a una total soledad en un lugar desértico, rechazando la vida en comunidad? El eremitismo no es un lujo. Hoy en día las estancias en Extremo Oriente se multiplican. La desambientación posee su valor. La verdadera desambientación sería aquí el romper los lazos con su ego en una lucidez constantemente renovada. El verdadero eremitismo está siempre ante uno. Nunca se alcanza.

El silencio se descubre en la medida en la que se vive sin trampas, más allá de los juegos, de las mentiras, de las seudo-compasiones, de las pulsiones de la carne y de la mente, del tumulto de los pensamientos y de los deseos. Es evidente que la palabra y por consiguiente la escritura tienen que ver con la cáscara y no con la nuez que solo el silencio interior alcanza.

Pero ¿quién degustando el sabor de la nuez puede dejar de hablar de él?.



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Extraído de: Questión de... nº116: Marie-Madeleine Davy, Les Chemins de la profondeur. Revue trimestrielle - Albin Michel, B.P. 21 - 84220 Gordes (Francia).

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