"Yo exterminé a un pueblo: 1600 abortos en 4 años".



Un ginecólogo de Palermo,
que trabajaba en una clínica abortista,
 cambió al nacer su hijo

 

 

Manos que curan... Manos que matanEn su departamento le habían puesto de mote Herodes. Apenas terminó los estudios de ginecología , le pusieron una cuchara en la mano, porque en aquel campo el puesto de trabajo se encontraba con mucha más facilidad, y comenzó a practicar interrupciones voluntarias del embarazo en un hospital público.

Pero un día de hace cuatro años, hizo por primera vez la experiencia en una sala de partos, y el primer llanto de un niño le marcó profundamente. La mirada de la madre, que observaba a su bebé recién nacido sobre su abdomen, al final de sus esfuerzos, no ha podido nunca quitárselo de la cabeza. Salvatore Piscopo, 32 años, ginecólogo en el departamento de obstericia y ginecología del Instituto materno infantil de Palermo, ha redescubierto la emoción del nacimiento, tras tantos años dedicados a matar. En aquel período estaba yo archivando los informes sobre las "interrupciones voluntarias del embarazo", y me di cuenta de una realidad sobrecogedora —relata fijando en el vacío sus ojos verdes, como escudriñando el pasado—. En un año había practicado 400 abortos, 1.600 en cuatro años. Era como si hubiera exterminado un pueblo entero.

Así colgó los hábitos de Herodes y los cambió por los de quien ama y promueve la vida, aunque viniera envuelta en el sufrimiento. Piscopo ya no practica interrupciones voluntarias del embarazo, le ha dicho basta al aborto, también gracias a la ayuda de su pequeño Eugenio. Hace dos años supimos que mi mujer esperaba un niño —continúa—. Fue aquel el momento en que mi concepción de la vida cambió radicalmente. ¿Cómo habría podido seguir matando a aquellos pequeños seres, si uno de ellos iba a ser mi hijo?

Pero, en realidad, su actividad abortiva nunca había sido una elección consciente. En aquellos años pensaba: "Alguien tiene que hacer este trabajo" —dice, con la conciencia de quien siempre ha intentado solidarizarse en las situaciones más difíciles—. Entonces creía que la "interrupción voluntaria del embarazo", en algunos casos, era incluso necesaria. Cuando uno se encuentra ante fetos malformados, destinados a una vida de infelicidad, o cuando los problemas económicos crean dificultades insuperables. Piensen en una madre prostituta o en un padre en la cárcel, o en el paro y con otras seis bocas que alimentar. Y sin embargo, incluso en aquella época, yo intentaba dar una palabra de consuelo a la embarazada, intentaba buscar con ella otra solución; pero el caso acababa casi siempre en aborto.

Ahora que su profesión ha cambiado de dirección, cada nacimiento supone para él una emoción siempre nueva. Una emoción maravillosa si el niño nace sano —observa—, pena y dolor si nace enfermo. Y no puedo nunca separar los ojos de la mampara que me separa del departamento de neonatología, para seguir hasta el final la suerte del niño.

Y, dando una patada a la regla de oro que impone frialdad y distancia ante el historial de sus pacientes, confiesa haber tenido mucho miedo por la vida de un recién nacido. Hace poco tuve miedo con un bebé que estuvo a punto de morir en mis brazos. Tenía un sufrimiento fetal agudo. Primero lloró, después dejó de lamentarse, bloqueado por una parada cardíaca. El pediatra no llegaba, tuve que actuar yo solo. Pero, cuando ya creía que había muerto, y había dejado de practicarle el masaje, llegó el médico a ayudarme. El niño ahora vive.

Sus colegas, los que antes le llamaban con disgusto Herodes, al¿Le quitaría la posibilidad de vivir? principio no podían creérselo. Siempre lo habían estimado por su precisión y profesionalidad, pero ahora es para todos, además, un modelo, uno que ha tenido el valor de cambiar de ruta. ¿Si sería capaz otra vez de practicar abortos? —concluye—. Si lo hiciera, ya no podría volver a mirar a los ojos a mi Eugenio.

 

 

 

Cortesía: Avvenire-Alfa y Omega

 

 


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