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Luz de las Cumbres

CAPÍTULO II:  ¡Bravo Moll!

 

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CAPÍTULO II:  Bravo Moll!

Heini era el único nuevo en nuestra sala. En lo demás, todo seguía como antes de las vacaciones.

Había entre nosotros cuatro partidos: Rojos, Negros, Judíos y el Club. El grupo de los Rojos se componía de cinco alumnos: tres socialistas y dos comunistas. Los dos comunistas y uno de los socialistas eran aconfesionales; pero a todos los cinco devoraba un ardiente entusiasmo por sus ideas revolucionarias. Todos los días por la tarde, frecuentemente también a media noche, realizaban difíciles servicios por las obras de su partido. Uno dirigía un gran grupo: Los Halcones Rojos. Otro daba un curso a los alumnos socialistas de sexto. El peor de todos y más impulsivo era el comunista, Carlos Schauer. Este se desvivía con un celo ardiente por su ideal. En las horas de clase solía escribir instrucciones sobre el Comunismo, y después nos repartía los volantes. El resultado fue que en el espacio de pocos meses se había ganado para el Bolchevismo a cuatro judíos y a tres ciudadanos. Nosotros contemplábamos, no sin un ligero estremecimiento y un oculto asomo de admiración, la obra de los Rojos en nuestra clase.

El grupo de los Judíos constaba de doce miembros, pero sin distintivo especial; pues una parte se asociaba a los Rojos,  y otra, a los Ciudadanos. Con mucha cautela se cuidaban de evitar cualquier separación de los no Judíos, por lo cual este grupo raras veces se presentaba como una asociación particular.

Los Negros, o sea los Católicos de convicción, eran pocos: sólo tres. Dos de ellos eran Congregantes. El tercero ayudaba diariamente misa en la Parroquia. Les llamaban los Hermanos del agua bendita, o los Dragones del Sagrado Corazón. Por lo demás, puesto que no nos estorbaban, no nos metíamos con ellos. Eran buena gente, excelentes muchachos, sobre todo uno de los Congregantes; pero no podían nada contra la clase y darse debían por satisfechos con que les dejáramos en paz.

El grupo más numeroso, de unos veinte, lo formaba el Club, esto es, los Ciudadanos Liberales. La Religión se consideraba entre nosotros como cosa personal, asunto privado, sobre el cual no había que preguntar. Ateo o panteísta, protestante o católico, cualquiera de esto podías ser. Eso no jugaba ningún papel. Sólo tenías que procurar no pronunciarte por ninguna confesión. Lo mejor que podías hacer era reírte más o menos burlonamente de las cosas de la Religión, como misa, confesión, instrucción religiosa, Papa, etc. Esto vestía muy bien; pues.., ¿quién se cuida ya de esas cosas?

Naturalmente, en el Club eran todos gente corridita y a la moderna. Florecía la vida de sociedad. Los más ricos se reunían por las tardes en los cafés, donde sentados, con el cigarro en la boca, tras los grandes ventanales, mantenían amena tertulia, Se preferían, por supuesto, chistes de baja estofa.

Otros se habían asociado al gremio de una Unión de Batientes de Estudiantes de Institutos. Jugaban partidos de naipes en sitios ocultos y para reparar el honor injuriado, se inferían unos a otros agudas cuchilladas en los brazos; porque la cara... sólo en la Universidad se podía utilizar para tan nobles fines. Y después de tales hazañas ya se podía vagar al atardecer coqueteando con la pretendida del Instituto, o asistir embobados y con lascivo interés a un excitante drama de costumbres en el Cine Heliotropo.

En la clase era el Club el que imponía la opinión. Sólo los Rojos fanáticos se atrevían a hacerle la contra, cuando no se les acomodaba. También contaba el Club entre sus miembros algunos que con mucho eran mejor de lo que parecían; pero ¡ay de aquel que osara ponerse en pugna con el espíritu liberal de la clase! Tendría que habérselas con Berner.

Kurt Berner era el jefe del Club, y no era nada fácil hacerle la contra. Por lo demás, a ninguno se lo desearía yo. El muchacho era, desgraciadamente, de muchas prendas. Hijo de un rico director de Banco, de buen talento, guapo, cosa de volverse loco, hábil y elegante en todos aspectos. Tras esta magnífica fachada fermentaba ya desde la Preparatoria una espantosa corrupción moral. Lo que salía a flote en la clase era sólo lo más exterior. A sus ocultas profundidades era dado asomarse sólo a algunos del Club. Y debo confesar que al fin del curso pasado había comenzado ya Berner a atraerme al círculo de sus confidentes.

Una semana después del comienzo de las clases vino Kurt a mi casa. Quería hablar conmigo. Una conferencia, como él decía. De sobra sabía yo lo que venía detrás. Prepárate, pues, Heini, que va a comenzar la danza.

-Oye, tú-me decía Berner, mientras con un gesto elegante se encendía el cigarro-, tu primo, ese Moll, es un buen chico, por lo que veo. ¿Qué me dices tú de él? Probablemente será uno de los negros, ¿no?

Yo hice un gesto de afirmación, Berner se sonreía.

          Qué lástima! Vamos, espero que no será tanto. Figúrate, Moll y dragón del Sagrado Corazón!!! Que no, que no pega ni con cola. Ya sabes que los tiroleses son por naturaleza a la antigua y de los Negros. ¡Oh, la santa tierra del Tirol!!  Jajá... Pero a un chico como Moll se le puede cepillar eso fácilmente. ¿Es, tal vez, un insípido?

-         Yo no sé-dije fríamente--, pero creo que no.

Un ligero sentimiento de que estaba haciendo papel de Judas trató de apoderarse de mí; pero lo contuve en seguida. Berner se encendió en ira.

-Mira, aquí se puede dar un rodeo.

Así llamaba él la maniobra que pretendía hacer.

-A éste tenemos que traérnoslo al Club; tenemos que echarle el gancho. Si se va con los Negros, va a ser un escándalo. Toda la clase ha aplaudido, cuando en el último ejercicio de gimnasia hizo la plancha. Resulta todo un número. ¿Quisieras tú encargarte de ello? Será cosa en extremo fácil, tratándose de él.

Yo pensaba en el álbum de Heini. No había de ser tan fácil, como se imaginaba Berner. Aun el mismo Kurt podía cogerse los dedos.

-         Bueno-le dije yo titubeando-. Yo tomaré parte; pero conmigo solo no va a salir bien la cosa. Ya sabes tú que estos tiroleses son terriblemente tenaces, y como es mi primo, tengo que andar con prudencia.

-         Bien-respondió Berner-, entonces corre por mi cuenta. Tú no tienes más que echarle el anzuelo. De lo demás me encargo yo. ¡Ojo! En un mes le tenemos completamente envuelto. Trato hecho.

Le di la mano. El se sonrió ligeramente, y nos separamos.

La actitud de Heini no podía quedar oculta por mucho tiempo. Una cargazón de tormenta, presagio de una violenta tensión, comenzó a los pocos días de esto, a hacerse sentir entre él y una parte de la clase. El sentía la presión; pero no se echaba atrás. Con su natural brusco y espontáneo arrojo, venció la fuerza de una tiránica ley de la clase. ¡Atrevimiento inaudito!

Con el alma en un hilo seguían los grupos imparciales de la clase la dura lucha del nuevo con sus contrarios, quienes hasta ahora a todo el que no se les quería someterse, habían hecho besar la tierra con perfidia cobarde y desmedida grosería.

El martes de la segunda semana comenzó la historia. De profesor de Religión teníamos un anciano sacerdote, el Doctor Schlitzer, señor bondadoso y amable, pero falto de la energía y cualidades necesarias para los tiempos presentes. En el trato exterior tampoco poseía cualidades especiales por las que pudiera imponérsenos. Durante la clase de Religión solía estar sentado o de pie junto a la cátedra, con el libro en la mano, el cual explicaba frase por frase. Alguna que otra vez hacía una aclaración al texto y después seguía leyendo muy despacio.

Entre los alumnos eran muy pocos los que tomaban notas. Unos jugaban a las cartas aun durante la clase; otros, copiaban los ejercicios de Matemáticas del de al lado, y otros leían novelas y periódicos.

En las calificaciones tenía el Dr. Schlitzer su manera particular. Un "mal" no lo ponía jamás. Era demasiado bueno para eso. El "regular" lo usaba con extraordinaria parsimonia. Pues bien: desde hacía dos años había llegado a ser ley de la clase el que nadie estudiara Religión. Cuando tomaba los exámenes el Dr. Schlitzer, decía uno lo que por casualidad había cogido en la explicación, o lo que el de al lado le apuntaba del libro. Con frecuencia exhortaba el profesor a la clase con muchas amonestaciones a que lo hicieran mejor. Naturalmente, predicaba en desierto. A la hora de la junta de profesores no le sufría su buen corazón dar tantas malas notas, y nosotros nos embolsillábamos tan satisfechos nuestro "bien" o "muy bien".

Otra cualidad particular poseía el buen Doctor; a los que asistían a las confesiones y comuniones del Instituto, se lo tenía en cuenta para las notas. El resultado era que todos, incluso los del Club, tomaban parte en la comunión general del Colegio. Pero... ¡de qué manera!

Pues aquel martes experimentó el profesor, y con él toda la clase, una insólita sorpresa. Al principio nombró a algunos, como de costumbre, y les preguntó sobre la materia de la última explicación, La cosa iba, se deja entender rematadamente mal, hasta que tocó el turno a Heini. El Dr. Schlitzer no salía de su asombro, cuando el nuevo, de corrido y con toda expedición, expuso hasta en sus menores detalles la unidad y autenticidad de los Evangelios, y ni siquiera dejó de citar las anotaciones hechas aparte del texto. Durante diez minutos habló Heini sin el menor tropiezo. Con tan grata sorpresa, hasta se olvidó el profesor de decir: Muy bien. Sólo cuando Heini terminó de hablar, logró reponerse de su asombro, y entonces dirigiéndose a toda la clase, les dijo: Aquí tenéis un ejemplo de cómo se aprende Religión. Si lo puede Moll, también lo podéis vosotros, ¿no es verdad? Así que el que en adelante aspire a un "muy bien", tiene que tomar como modelo a Moll.

Terminada la clase se me llegó Berner hecho una fiera, -Bueno--dijo Berner-, como nos resulte testarudo, ya le puedes amenazar en serio, ¿estamos? Esto no se ha visto nunca, ni estamos dispuestos a tolerarlo. De mí no le digas nada. Yo debo quedar entre bastidores, ¿entiendes?

Vaya si entendía. Casi me estaba dando lástima de Heini. Y sin embargo, concebía una cruel alegría, pensando cómo había de rebelarse desesperadamente contra el embate de todos.

Por la tarde, después de la comida, probé suerte. Otto estaba en el ''cine" y, así, podíamos hablar sin estorbos.

-         Oye, Heini-le dije-, propiamente has cometido hoy una gran estupidez, aunque, es verdad, inconscientemente.

Heini cerró de golpe el libro, se sentó en la cama, y, mirándome muy fijamente, me pregunta:

-         ¿Una estupidez?

Entonces le conté el acuerdo de la clase de no aprender Religión. El escuchaba tranquilo y reflexionaba. A fin, dijo:

-         Este Dr. Schlitzer os hace la cosa realmente muy fácil. Así concibo que no aprendáis nada. Ciertamente, no me ha gustado nada el que me haya puesto de modelo. Pero, que te conste: la Religión la estudio yo por encima de todo. Siempre me acuerdo de nuestro profesor de Religión en Innsbruck, Dr. Haider. Eso sí que es un profesor de Religión, Si él pudiera tener una explicación en nuestra clase, verías cómo se quedaban embobados esos niños liberales. Esos no conocen ni por el forro lo que propiamente es Religión. Así que no tolero que me vengan con prescripciones.

-Pero no seas tonto, Heini-le aconsejaba yo-; si no,  va a haber un choque; ya lo verás. Que a la clase no le gusta eso.

Al punto se acaloró.

-Pero, dime tú, Fritzl, ¿quién puede imponerme a mí lo que yo tengo que estudiar o dejar de estudiar? Esto es verdaderamente ridículo. Esto no le compete a nadie.

-         Bueno, bueno, allá te las tendrás que haber con la UPAI. Y ya verás lo que pasa.

-         La UPAI... y ¿qué es eso?-preguntó, mirándome fijamente,

-¿Acaso no la conoces tú desde que estabas en Innsbruck? Pues Unión Popular Alemana de Institutos, Diez del Club pertenecen a ella.

Heini reía.

-Pues como esos mozos sean tan valientes, como largo es su nombre, sí que será cosa de temer.

Yo me impacientaba.

-No es ésta cuestión de bromas, Heini, ya lo verás. Créeme: lo más prudente es qué te avengas. Si te agrada, ya puedes estudiar toda la Religión que quieras; pero guárdate de mostrarlo en la clase.

Heini me miraba furioso.

-Pues... precisamente por eso mismo. A mí no se me impone nada, No es por las notas; bien lo sabes tú; pero esa UPAI, va a ver que eso no le toca a ella.

-         Conque ¿no cedes? -No.

-         Bien-le dije secamente-, Yo sólo quería avisarte. No me lo tomarás a mal. Yo mismo no estoy de parte de la UPAI.; pero si te va mal, yo no podré nada.

Heini se levantó y mirándome me dijo:

-No te lo tomo a mal, Fritzl, claro que no, No tienes que preocuparte. No daré mi brazo a torcer tan fácilmente,

A la mañana siguiente me cogió Kurt Berner. -Dime, Egger, ¿qué tal ha sido la cosa?

-Mal-le dije-. No quiere ceder. Duro está de pelar. Tiene mollera de tirolés.

Berner encogió los hombros, y dijo sarcásticamente: -Pues tanto peor para él; éste va a ver...

El Dr. Schlitzer vino a clase, se sentó, abrió el libro y echó por encima de las gafas una escrutadora mirada alrededor.

-Vamos a ver, Moll: ¿qué me dice usted sobre la credibilidad de los Evangelios?

Profunda expectación se apoderó de toda la clase. Todos estaban en que le habían avisado; pero él, con toda tranquilidad, exactitud y soltura, repitió la materia de la última explicación.

-Muy bien-le dijo el profesor al fin-. Excelente. Aquí puede verse lo que la clase puede dar de sí, si todos los demás no fuerais tan ociosos.

Apenas terminó la clase, se le acercó a Heini Erich Rutmeier, el jefe de la UPAI. Heini sin poder ocultar su turbación, se hizo un esfuerzo para dominarla.

-Tú, Moll-le espetó Rutmeier con astuta mordacidad-, ¿no te ha dicho Egger que en nuestra clase no se estudia Religión?

Con una mirada de regocijo se le quedó Heini mirando a su ceñudo rostro.

-Naturalmente que me lo ha avisado, y si tú quieres, te lo puedo hacer constar  por escrito.

-¡Qué imbécil!-dijo contrariado Rutmeier-, Una cosa te digo: como vuelvas otra vez a decir semejantes sandeces, te va a pasar algo; te lo prevengo.

Heini no volvió a sonreír. Sus facciones se volvieron severas, duras como de hierro. Sin pestañear, miró de arriba a abajo a su adversario, De repente relumbraron en sus ojos rayos fosforescentes, como el siniestro resplandor de ventisqueros alpinos. Plantado y sin pronunciar una palabra, desafiaba mirando de hito en hito a su adversario. Era un magnífico cuadro el que ofrecía a la vista.

Rutmeier no podía resistir aquellas miradas. Sus ojos destellaron un momento odio de cobarde. Al momento siguiente vacilaron, y por fin exprimió los párpados y torció la vista a otra parte. Y Heini, sin dignarse hablarle una palabra, dio media vuelta con toda flema, cogió sus libros y se fue.

Tres días después, antes de la clase de Religión, había una carta en el puesto de Heini. Estaba escrita a máquina y cerrada. Por fuera se leía:

"Heinrich Moll, 6. Clase.,

Heini la tomó en sus manos, la miró por ambos lados lleno de admiración de qué pudiera significar aquello y la abrió. Ninguno de la clase parecía darse por aludido; y sin embargo, todos le miraban de reojo con mucho misterio. La leyó, se ruborizó un poco y volvió a leerla. Después la rasgó por la mitad y se la guardó en el bolsillo. Terminada la clase me la mostró a mí. Decía así: "La primera vez que te pregunten en Religión, será la definitiva. Ya estás avisado y sabes cuál es la voluntad de la clase. Si no te quieres avenir, cargarás con las consecuencias. UPAI. 6. Clase".

En la primera clase de Religión tomó Heini su determinación. El mismo la provocó con fuerza, ofreciéndose a dar la lección. Desde hacía dos años ninguno se había ofrecido espontáneamente a darla. El profesor, sumamente contento por este celo de Heini, le alabó y le mandó repetir toda la materia de la última explicación, Mientras Heini hablaba, se pasaron por la clase unos papeles con esta inscripción: "Hay que hacer el vacío al traidor Moll. El que no contribuya, será severamente castigado. Por la UPAI., Rutmeier".

Heini no tenía idea de esta determinación de la clase. Lo único que notó con extrañeza fue que en el recreo ninguno le dirigió la palabra, y que yo mismo le hurté el cuerpo, y al querer hacer él una pregunta a uno del Club, éste le volvió la espalda, sin responderle. En aquel momento pasó junto a él Herbert, el Congregante, Heini le dirigió la palabra. Herbert, que siempre fue un muchacho valiente, pasó por encima de la prohibición del Club, y se puso a hablar con Heini. Dos minutos más tarde se oyó de repente un grito en la clase, Taruguito, como llamaban a Herbert, se había sentado, sin advertirlo, sobre tres chinches, que habían puesto en su asiento punta arriba. La clase hervía de placer, El primer castigo, Herbert devoró el dolor, que no fue muy agudo, que se diga; pero tuvo que dominarse para contener las lágrimas, que de cólera y rabia por semejante grosería le saltaban a los ojos.

Durante la clase escribió un papel y se lo alargó a Heini, que tenía su puesto precisamente delante de él.

"Querido Moll: Puedes contar conmigo, pase lo que pase, Desde este momento voy a estudiar yo también con mucho empeño todo lo de Religión. Se lo voy a comunicar también a Weinmann y a Gill. Si nos mantenemos unidos los cuatro, nos impondremos, ¿Estamos?"

Heini leyó el escrito y contestó con una señal de asentimiento.

Taruguito fue castigado por esta reciente comunicación con el incomunicado. Estando en los retretes en el tiempo de recreo, recibió de improviso una bofetada de Rutmeier. El comenzó a defenderse con valentía y el resultado fue una pelea. La semana siguiente se repitieron día por día semejantes escenas. La UPAI se había llevado un chasco en un punto, pues no era sólo con Heini, sino que tenía que habérselas, además, con otros tres Negros: Weinmann, Gill y Taruguito. Estos no hacían caso de la incomunicación, antes al contrario, sólo por eso, se juntaban con él. En el estudio de Religión imitaban también su ejemplo. El grupito se mantenía firme y fielmente unido y afrontaba todas las rabietadas de los contrarios. Rutmeier, secretamente impulsado por Berner, tentaba los medios más groseros para intimidar a los cuatro.

 

El día de la excursión que hicimos a Kaltenleutgeben, una ocasión en que Heini se quedó algo atrás, fue acometido por Rutmeier en el bosque y brutalmente apaleado. El se defendió con todas sus fuerzas; pero, como es natural, contra la cobarde prepotencia de cuatro no pudo nada. Los cuatro le zamarrearon todo el cuerpo durante un rato y se fueron de allí corriendo. Heini, sangrando por manos y nariz, con un pie dislocado, siguió, cojeando, a la clase. En el próximo arroyuelo se lavó las heridas, y se las cubrió con tafetán. Por la noche, antes de irse a acostar, me contó este asalto, que, por lo demás, ninguno había notado. Yo fui el único a quien él se lo contó. Ni siquiera sus tres amigos llegaron a saberlo.

Con tan bajas groserías aprovechaba la UPAI cualquier ocasión para mofarse de la Religión católica. Había que hacer rabiar a Heini y a sus compañeros hasta sacar sangre, Aun hoy, cuando lo recuerdo, me lleno de profundo asco. Las más infames burlas y los chistes más groseros llovían contra la Religión y contra lo más santo que hay para un joven.

El día de comunión, cuando íbamos para la iglesia, repartió Rutmeier entre los suyos una tableta de chocolate, que ellos no tuvieron el menor empacho en devorar[1]. Y entonces me dijo con una burló mordaz  Lástima que los curas no hagan las hostias de chocolate! Por que  yo iría  a comulgar diariamente.

A Heini le pareció aquello insufrible:

-¡Cobardes micos! Bien podéis alzaros con ésas, que antes de la comunión os tomáis un pienso de chocolate. ¡Hipócritas! Por lo único que vais a la iglesia es por las notas, Prefiero mil veces a los Rojos, que al menos dejan honradamente de venir. Rutmeier no contestó palabra, En la iglesia se sentó con su gente muy cerca de Heini y pasaron toda la misa haciendo los chistes más groseros, tales que Heini se enrojecía hasta las sienes de vergüenza, Y después de todo esto.., se acercaron a comulgar...

Heini tuvo que sufrir horriblemente por la pena que aquella chusma le ocasionaba. Al mismo tiempo se mezclaba en su corazón encendida cólera y rabia desesperada. Cualquier súbito motivo hubiera bastado para que aquella tensión hubiera descargado en terrible estallido. Ya no se podía contener más. Yo lo notaba.

Y tenía yo razón, Tres semanas después que comenzó esta lucha, el 20 de octubre, sobrevino el gran estallido, que nunca podré olvidar.

En el recreo de las once, subió Rutmeier al estrado, rodeado de sus nuevos satélites. Tenía un cartel en la mano y comenzó a recitar en él unas letanías, grosera imitación y escarnio de las lauretanas. Cada invocación era acogida con griterío y risotadas. Algunos clamoreaban un "ora pro nobis".

Los más de la clase permanecían en los bancos como meros espectadores, Heini, inclinado sobre su libro, parecía no darse por aludido; pero de repente, al oír un escarnio especialmente grosero, se lanzó de su asiento, En pocos pasos se plantó delante de la cátedra.

-¡Paso!

El grupo que cercaba a Rutmeier se abrió. Se precipitaron desordenadamente a derecha y a izquierda. En medio quedó solo el nuevo, erguido, los ojos enrojecidos y el rostro pálido de la cólera contenida. Silencio sepulcral en toda la clase.

-¡Canallas! ¡Basta ya! ¡Ea!

Y ya había recibido Rutmeier dos bofetadas a derecha y a izquierda. Rápido como un rayo, saltó de nuevo Heini hacia atrás, y dijo dirigiéndose a los de Rutmeier:

-¡Cobardes! Diez contra cuatro. Dejadme solo.

-Cogédmelo--dijo Rutmeier jadeante,

Pero aquí sucedió una cosa inesperada. Casi toda la clase, excepto la UPAI, se puso de parte de Heini.

-Tiene razón-gritó uno de los Rojos-. ¡Cobardes! Dejadlo solo con Rutmeier.

Todos se levantaron al punto de los bancos y rodearon a ambos contendientes. Al ver Rutmeier que aquello iba en serio, titubeó, avanzó indeciso algunos pasos. En un abrir y cerrar de ojos le dejó solo su grupo. Los neutrales se colocaron delante de él e impidieron meter mano. Heini se flechó contra Rutmeier y le agarró con fuerza por el brazo. El jefe de la UPAI, abandonado a sí mismo por vez primera, se resistía ciego de rabia, mordiendo, arañando, golpeando y revolviéndose; pero Heini no le soltaba. Sereno, respirando profundamente, le tenía agarrado con férreo brazo contra sí. Rutmeier se quiso inclinar un momento. Un fuerte empujón le hizo perder el equilibrio y dio con él en el suelo, Heini, abrazado fuertemente a él, vino juntamente a tierra, Un rato estuvieron ambos luchando en el suelo. Durante algunos segundos se pudo escuchar el agitado resollar de ambos. Rutmeier cayó tendido por completo. Sus espaldas medían el entarimado.

Schauer, el comunista, contó despacio y en voz alta: uno, dos, tres, Heini había vencido. Un terrible palmoteo atronó toda la clase, ¡Bravo, Moll! ¡Magnífico! ¡Valiente!

Heini lo soltó y se apartó. La sangre le corría por las manos y por los labios. Claras gotas de sudor cubrían su frente. Gill y Taruguito, le sacudieron el polvo del vestido.

Rutmeier no sangraba; pero bastante tenía encima. Se le veía. Con esfuerzos logró levantarse. En su rostro se dibujaba el odio y la cólera. Heini se le acercó y le alargó la mano:

-         ¿Me dejarás ahora en paz?----le dijo sencilla y noblemente.

-Cochino--le respondió Rutmeier, volviéndole la espalda, Y esta fue la mayor victoria de Heini.

-         ¡Bah, Rutmeier, el cochino lo eres tú! -gritó Shauer. Un "Bravoooo" clamoreó toda la clase.

En aquel momento sonó la campana para comenzar la otra clase. Heini se lavó con presteza las manos en el lavabo de junto a la pizarra, se pasó el pañuelo por las heridas y se fue jadeante a su puesto.

Desde esta hora dejó Heini de ser un nuevo. Era ya uno de la clase. Del asunto Religión no se volvió a hablar una palabra. Heini y sus tres amigos se veían de nuevo libres, tenían derecho a ser católicos, porque, como decían los Rojos, "la Religión es asunto privado".

 



[1] En aquel entonces el ayuno eucarístico antes de comulgar comenzaba medianoche. Vale decir que lo quebrantaban a propósito.

 

 

 

 

 

 











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