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Luz de las Cumbres
CAPÍTULO IV: NAVIDADES EN EL TIROL

 

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Novela de Franz X. Weiser SJ

 

Luz de las Cumbres - Testimonio de Fe que vence la persecución y el Bullyin

 

CAPÍTULO 4: NAVIDADES EN EL TIROL

El 18 de diciembre recibí una carta de mi tío, en la que nos convidaba a mí y a mi hermano a pasar con Heini las vacaciones de Navidad en Fulpmes. Cuando Otto se enteró, bailó un verdadero tango. Yo me encontraba en un temple parecido. Y, ¿a quién no había de emocionar la perspectiva de ir por vez primera a los Alpes?

Sumamos, pues, nuestros esfuerzos y asediamos a nuestros padres para arrancarles el permiso. Heini nos ayudó solícita-mente. Al fin accedió papá. El 22 por la mañana teníamos que salir de Viena. Mamá tuvo todavía una linda ocurrencia: en ese caso celebramos la Nochebuena el 21, porque si la celebra-mos papá y yo solos nos va a resultar muy sosa. Un día como ese tenéis que estar con nosotros.

El plan fue acogido con entusiasmo. Así podíamos celebrarla dos veces.

Los tres días siguientes se pasaron en un soplo con hacer la maleta y otros solícitos preparativos. Heini andaba terrible-mente nervioso. La expectación por volver a ver su tierra y sus montañas penetraba todo su ser.

El 21 tuvimos, pues, la Nochebuena. El ambiente de tal fiesta con su alegre nerviosismo, subía de punto con  la expectativa del próximo viaje. De regalos, recibimos trajes y libros. ¡Qué lástima que nos faltaban unos esquíes, por los que tanto habíamos suspirado Otto y yo! Yo notaba, sin embargo, en mis padres que no era olvido. Seguramente nos tendrían preparada alguna sorpresa. Heini recibió de mis padres un hermoso álbum de postales de las del Dr. Defner y algunas obras sobre alpinismo. No cabía en sí de pura satisfacción; papá había acertado con lo que más le gustaba.

Al fin, hacia la madrugada nos envolvió el ambiente de aquella santa noche en un ligero sueño, dulcemente intranquilo, del que había de resurgir a la mañana siguiente aún más radiante y hermoso.

Tirol  - mapa

 

El 22 por la mañana, a las 7, nos llevaba papá en auto a la estación del Oeste. Estábamos como locos de alegría. Otto, fuera de sí de puro, alborozo, jugaba al futbol con su mochila. Tenía que desfogar el gozo que rebosaba su corazón juvenil. Auto, exprés, montañas, Stubaital, trineos, esquíes... todo esto junto, casi era demasiado para él. Media hora más tarde nos encontrábamos ya en el tren Viena-Lindau y alargábamos por la ventanilla la mano a nuestro papá. El empleado llegó a la vía a dar la señal.

-Ya levanta el cucharón-exclamó Otto en voz alta. La gente del departamento reía. En el andén sonreía también papá y amenazaba al Benjamín, haciéndole señas con el dedo.

En esto arrancó el tren. Un último apretón de manos. Un largo, alegre saludo con la mano y ya abandonábamos la estación. Penetrante, cortante, nos envolvió el frío ambiente de la mañana invernal.

Heini cerró la ventanilla. Entonces nos sentamos y comenzamos a disfrutar, respirando a todo pulmón la alegría del largo viaje, que por fin había llegado a ser una realidad.

Hall...

Sin detenerse, pasó el tren por la estación. Rompiendo la neblina nos saludaban las luces de Innsbruck, proyectándose como brillantes estrellas en el cristal de la ventanilla, empañado de hielo.

En nuestro departamento estábamos solos los tres. Otto se había tendido en el banco y dormía. Las impresiones del largo viaje le habían rendido. Pero sobre todo que la noche pasada, de pura nerviosidad, apenas había podido dormir nada.

En Saalfelden, hacia el oscurecer, le había aconsejado Heini que se echara a dormir; pero rechazó el consejo, un poco ofendido; le parecía una vergüenza dormir en tren como un niño de pecho. Entonces me hizo Heini una señal, agarró al chico y me lo tendió a todo lo largo en el banco. Yo le puse la mochila debajo de la cabeza, le tapamos con nuestras mantas y dimos media vuelta a la llave de la luz. Otto se resistía entre risueño y mohíno; pero al fin cedió y se quedó tranquilamente tendido. Y... he aquí que a los cinco minutos dormía ya profundamente. Llegó la hora de despertarle. El asomó la cabeza por entre las mantas, se restregó los ojos y preguntó bostezando:

-              ¿Qué hay?

-Innsbruck-le dije.

Quiso dar tal brinco para ponerse de pie, que casi se cae del banco. Se puso a mirar por la ventanilla; pero no había mucho que ver sino las innumerables luces en lontananza.

De repente se vuelve a Heini.

-              ¿Qué es aquello de allá arriba?-preguntó, señalando afuera a la oscuridad.

Precisamente enfrente de nosotros se destacaba de la oscuridad una potente y radiante iluminación. -La estación de Patscherkofl-respondió Heini. -Al fondo, más hacia la derecha, está el Serles y Fulpmes. De día se ve desde aquí el Serles hermosísimo.

Nos pusimos los abrigos, nos echamos a cuestas las mochilas y salimos al pasillo. Allí había mucha gente que se disponía a bajar. El tren hizo entonces una curva y se deslizó por un puente.

El Inn-dijo Heini a Otto, señalando hacia abajo, a la corriente que rielaba.

Ya nos encontrábamos entre las luces de la ciudad. A izquierda y a derecha del terraplén de la vía, caminos e hileras de casas. Señales de luz rojas, blancas, verdes, pasaban volando junto a la ventanilla. El tak-tak de las ruedas se iba haciendo cada vez más lento; ya pasaban traqueteando por las numerosas agujas de la vía. Por fin, a las 6 en punto, se deslizaba el tren suavemente por la estación de Innsbruck, después de un viaje de 11 horas.

Otto se revolvía impaciente a la salida. Mucho esperar era para él hasta que la gente de delante abandonara el vagón. Con toda su fuerza apretaba y empujaba. Al fin le llegó la vez. Saltó de un enorme brinco al andén, dio una media vuelta y nos gritó:

-Estación principal, Innsbruck; abajo, señores viajeros. Heini le echó sonriente la mano al cuello y le empujaba hacia adelante por entre la turba de pasajeros.

Mirábamos a todos lados a ver si dábamos con el papá de Heini. De repente surgió a nuestro lado, ancho de espaldas y alto, como una isla en medio de la impetuosa corriente. Un finte de madurez le prestaba su poblada barba negra.

 

Tirolés - Luz de las Cumbres

 

--Dios os guarde. ¿Qué tal el viaje?-preguntó, alagándonos la mano a mí y a Otto. En su rostro se dibujaba una sonrisa paternal. Entonces se dispuso a andar.

-Conque, muchachos, vamos a calentar con algo el estómago, que es lo principal por ahora, y en seguida a Fulpmes, que os están esperando ya todos.

Mientras comíamos en el restaurant de la estación, hizo que le contáramos el viaje, preguntó por nuestros papás y sonreía de cuando en cuando amablemente, con su hermosa voz de bajo, cuando contábamos algo chistoso. Por fin, salimos de nuevo al ambiente de la fría tarde de invierno. Tío tomó un auto. En pocos minutos nos plantamos en la estación de Stubaital. Heini nos enseñaba el monte lsel mientras tío tomaba los billetes. Con gran expectación contemplábamos la nocturna silueta de aquel monte cubierto de bosques, que desde nuestros tiernos años nos era ya familiar y como sagrado, por la heroica figura de Andreas Hofer y de sus valientes tiroleses, campeones de la libertad.

A las siete y media partió el tren. Pronto se encontraban las luces de Innsbruck a nuestros pies. En la estación del Oeste lucían las señales rojas. Por empinada cuesta subía penosamente el eléctrico vehículo, montaña arriba. Siempre arriba, arriba, ya atravesando oscuros y nevados bosques, ya solitarias faldas de montes junto a algunos cortijos y aldeas: Mutters, Natters, Kreit, Telfes...

Heini nos describía con vivo entusiasmo el recorrido de la vía, los montes de acá y allá, las carreteras; cada poste de la vía le era querido y de antiguo conocido. Donde nosotros veíamos sólo noche cerrada, nos describía él cosas magníficas. En medio de aquella oscuridad relucían las luces de su pueblo con mil caprichosos centelleos.

Pasado Telfes, enmudeció de repente, salió a la plataforma del vagón y se puso a contemplar lleno de placer las luces de Fulpmes que ante nosotros se destacaban de entre la niebla.

Yo le seguí y me puse junto a él silencioso. Me parecía como si desde aquellas alturas bajara a mi alma una fuerza sagrada que la penetrara toda. Invisible, pero sin poder sustraerse a mi conciencia, me envolvía ya el mágico poder de las montañas.

Allá dentro, en el vagón, se dejaba oír la risa de satisfacción de mi tío, a quien Otto contaba sus travesuras de muchacho con la viveza que le prestaba su buen humor.

Familia Tirolesa

 

En la estación de Fulpmes nos esperaba un pequeño ejército. Ya desde lejos les hacíamos señas. Cuando bajamos fue Heini materialmente asediado en un momento. Radiante de alegría abrazó a sus hermanitos. En esto se acercaron algunos conocidos del lugar y le dieron un cariñoso apretón de manos. ¡Qué alegre y animada baraúnda! Otto y yo nos mantuvimos allí junto. En los primeros momentos no se dieron cuenta de nosotros; pero allá se abrió paso mi tío con sus potentes manos y nos fue presentando uno por uno a sus chicos: Rudi, de 14 años, que estudiaba en Innsbruck; Margarita, de 12, y Luisita, de 7. Dimos, pues, la mano al primo y a las primas, y terminados los saludos, nos dispusimos a marchar. Heini iba delante rodeado de sus hermanitos; mi tío y nosotros dos seguíamos detrás.

Tiro - Insbruck

 

Hacía aquella noche un frío glacial. Nuestros hálitos se convertían en blancas bocanadas como de humo en el aire. Bajo las pesadas botas de monte rechinaba la nieve a cada paso como cascarillas de cristal. Ante nosotros, por los caminos y praderas flotaba oscura niebla de invierno, y en medio de ellas se cernían cual lucientes antorchas las luces de la aldea. Este espectáculo, unido al desacostumbrado silencio del campo, nos producía una extraña impresión de solemnidad. ¡Dios mío, qué diferencia de Viena!-dijo Otto después de una largo silencio. Tío Enrique sonreía satisfecho.

-Pues claro-decía golpeando al rapazuelo en el hombro--; este aire de Stubai es otra cosa muy distinta del que tenéis allá en la capital. Pero sobre todo el sitio. Ya verás mañana todas las montañas de alrededor.

Mientras tanto íbamos llegando al lugar y avanzábamos por caminos de hielo, entre un laberinto de casitas que acá y allá cubrían la vertiente. Innumerables caminitos y sendas serpenteaban en todas direcciones, cuesta arriba, cuesta abajo, hasta cada casita. Entre ellas se deslizaba murmurando el arroyo llamado del herrero, en profundo cauce hasta el valle. En la canal de madera brillaban verdosos los carámbanos de hielo al resplandor de algunas luces.

Cuando llegamos a la iglesia la encontramos claramente iluminada. Las entrelargas ventanitas parecían como lucientes cuadros de luz suspendidos en la niebla. Heini se quedó parado c'n sus hermanitos hasta que nosotros llegamos.

-Vamos a entrar-le dijo a mi tío.

La iglesia estaba vacía; sólo el sacristán se ocupa allá de-bate del adorno del altar. Lo primero que hicieron todos fue arrodillarse en los bancos para rezar una corta oración. Otto y yo nos quedamos por allá curioseando. Yo estaba admirado del interior de aquella iglesita de pueblo, tan. digna, hermosa y aseada. Y aquella fina armonía de formas y colores del baroco. Otto parecía poseído de las mismas impresiones, y cogiéndome por el brazo, me dice:

-Oye, Fritzl, mira ese confesonario; ¿sabes lo que parece? Pues un armario de la sala del Káiser en Schönbrun.

Entretanto ya se habían levantado. Mientras mi tío nos mostraba los altares. Heini se dio solo una vuelta por toda la iglesia. Sus ojos brillaban radiantes de alegría. Después de su petrera larga ausencia, miraba cada rincón de la casa de Dios como algo querido y familiar. ¡Cuántos recuerdos guardaba para él cada imagen y cada parte de aquel sagrado recinto!

El sacristán bajó de prisa la escalera y se llegó a él alargándole la mano por encima del comulgatorio y saludándole amigablemente. Después continuamos el camino a lo largo de las callejas del pueblo, hasta salir al otro extremo del lugar, y todavía algo más allá. Ya no aparecían más casas ni a derecha ni a izquierda. Sólo se veían setos y, detrás de ellos, prados cubiertos de nieve. En la oscuridad, allá, enfrente de nosotros, brillaban algunas luces.

 casa tirolesa

-Aquellas son las ventanas de casa-dijo mi tío-. Ya estamos cerca.

Sobre la puerta del jardín ardía una luz eléctrica. Al resplandor de ella podíamos ver la fachada de casa. Tenía dos pisos. Las paredes estaban en parte cubiertas de yedra; sobre las ventanas del primer piso aparecía la inscripción "Villa Bergfried"; alrededor de la casa había un jardincito: árboles frutales, un bosquecillo de pinos, algunos arriates con sus fuentes y grutas.

Rudi corrió el primero. Cuando llegamos a la puerta de la casa pasando por el jardín, ya nos esperaba en el umbral mi tía.

-¡Mamá!-exclamó Heini. Y subió en un vuelo los escalones. Ella le estrechó con ambos brazos, se dirigió después a nosotros y nos abrazó a Otto y a mí con tanto y tan sincero cariño como si fuéramos sus propios hijos. Yo no acertaba a saber lo que pasaba por mí; algo así como un milagro me lizo feliz ya desde el primer momento la condición de aquella mujer. Me parecía como si un sol hermoso y apacible irradiara de ella.

Ya dentro, en el corredor, pude verla más cerca. Era mucho más pequeña que mi tío. Los vestidos muy bien arreglados, y sobre ellos un delantal, resplandeciente de limpio, le daban cierto aire de muchacha. La misma impresión me produjo su cara; pero sobre sus facciones de natural frescas, se dibujaba un ligero dejo de amargura, propia de los cuidados del matrimonio, de los sufrimientos maternales, del trabajo y de callados sacrificios. Sus ojos dejaban traslucir una cosa muy sublime: un ardiente al par que digno destello de ese abnegado y profundo amor de madre. Y todo esto tenía en esta mujer un propio sello de santidad. Era lo más hermoso de ella, algo lozano y puro. Yo no comprendía entonces qué sería aquello; un ligero barrunto me decía que tenía que ser algo de santidad. Sólo sentía que mi mamá no lo tenía, por más amable y buena que fuese. Más tarde di con la solución: la madre de Heini llevaba a Dios en su corazón con fidelidad y fuerza inconmovible. Recibía cada día la Sagrada Comunión. Y la inefable bondad y amor de Dios irradiaba, desde el corazón de esta mujer, un calor que hacía felices a su esposo y a sus hijos.

Dejamos en el corredor las mochilas y los abrigos, nos quitamos las botas de clavos y las cabíamos por otras de paño de más abrigo. Entonces entramos en la habitación que 3x4 estaba dispuesta para la cena. Sobre la mesa había un vaso con un ramo de tallitos de abeto, palma bravía y muérdago.

-¿Dónde está Juanito?-preguntó Heini al momento. Precisamente el hermanito que no había visto nunca. Mi tío quiso traérselo, pero en esto entró mi tía con el chico en los brazos. Con unos ojuelos muy abiertos miraba el pequeñuelo alrededor, y jugueteaba enredando sus deditos con los encajes de la mantilla. La madre le presentó al pequeño. Heini se ruborizó cuando, según su antigua costumbre, le hizo una crucecita en la frente, en la boca y en el pecho. Nuestra presencia se le hacía algo molesta; pues él sabía que en nuestra familia no había tal costumbre, pues mis padres eran liberales. Entonces besó al chiquitín con todo cariño en la boquita y lo tomó en sus brazos. Entonces comenzó Juanito a chillar a todo pulmón. Sonriente volvió mi tía a coger al chico y se lo llevó a la cuna.

El rezo antes de la cena fue para mí y para Otto una cosa desacostumbrada; todo aquello tenía para nosotros una solemnidad de algo sagrado. Eso sí, durante la comida misma y después, no hubo nada de solemnidades. Pudimos contar muchas cosas; mis tíos se reían de las ocurrencias de Otto, preguntaban sobre Viena y ponían a Heini al tanto sobre las novedades de Fulpmes. Siempre que mi tía volvía de la cocina y se sentaba con nosotros, hablaba yo con ella.

Bendiciendo la msa - Luz de las Cumbres

 

Pasada una media hora, mandó mi tío a los hermanitos de Heini a la cama. Estos dieron a cada uno la mano y se subieron a sus cuartos. Las dos niñas dormían en un mismo cuarto.

Rudi tenía como estudiante una wigwan, con la cual estaba muy ufano. Heini, Otto y yo teníamos una habitación grande para los tres, como en Viena. Mi tía la había dispuesta con muy fina delicadeza. Porque estábamos ya muy acostumbrados a estar juntos y hubiéramos extrañado mucho dormir separados de Heini. Así que estábamos realmente encantados de poder seguir juntos.

Cuando los chicos se fueron a dormir, seguimos nosotros con mi tío charlando en la sala, mientras mi tía nos preparaba un té. De repente se levantó Heini:

-Voy de un salto a la cocina con mi madre-. Todavía no había tenido ocasión de hablar con ella a solas.

Unos minutos después estornudó Otto, y con esta ocasión se dio cuenta de que había dejado el pañuelo en el abrigo.

Salió, pues, a buscarlo, y cuando volvió venía un poco sonrojado. Yo noté al punto que algo debía haber pasado. Más tarde, cuando íbamos ya a acostarnos, estando precisamente Heini afuera, me dijo Otto, después de una larga reflexión:

-              Oye, Fritzl; Heini estaba llorando muy fuerte en la cocina. Lo he visto por la rendija de la puerta. Se apoyaba sobre tía y lloraba, como lo oyes. ¿Qué será?

En este momento volvió Heini, y yo no pude ya advertir a Otto que no dijera nada sobre aquello: creía que él de por sí sería tan avisado como para ello. Pero cuando estuvimos ya en la cama y apagamos la luz, preguntó Otto de pronto, titubeando un poco:

-Heini, ¿no estás tú a gusto con nosotros en Viena?

Yo sabía lo que Otto quería con aquella salida; ¡si hubiera podido taparle la boca al deslenguado! Pero ya era demasiado tarde. Heini dio media vuelta en la cama.

-              ¿Por qué no he de estar contento con vosotros?

-              Nada, es que yo me lo he figurado al oírte llorar en la cocina.

Ya no tenía remedio. Durante un rato reinó un profundo silencio. Yo sentía lo rojo que se pondría Heini. La cosa no podía menos de serle sensible.

-¿Has estado tú espiando?-respondió él bruscamente.

-              Yo, no-respondió Otto algo ofendido-. Pero tuve que buscar un pañuelo en el abrigo, y, al pasar por la cocina, estaba la puerta entreabierta y lo oí. No he podido evitarlo. Pero, ¿qué es lo que te pasa, Heini?

-No es nada. Era de alegría.

-¿De alegría? ¿Y de qué?

-              Eso no lo entiendes tú.

Y en diciéndolo, dio media vuelta hacia la pared. Yo me di cuenta cómo le había herido la imprudente pregunta.

-Cállate ya-le dije yo a Otto-. No seas tan impertinente.

Un rato estuvimos en silencio. De pronto se volvió Heini a nosotros de nuevo y nos rogó con timidez infantil:

-No digáis a nadie nada de esto, os lo ruego, Otto y Fritzl.

Entonces quiso arreglar Otto su imprudencia y dijo con magnánima decisión:

-Está tranquilo, Heini; a nadie hemos de decir nada. Palabra de honor.

Heini no replicó, pero Otto sentía todavía cuán molesto le debió resultar a Heini, y con fino instinto de muchacho encontró la solución. Después de un corto titubeo levantó la cabeza y dijo con delicada timidez de niño esta hermosa sentencia:

-Heini..., tienes... una madre buenísima.

De nuevo asomaba el genuino Otto. Entonces hubiera querido yo dar las gracias a mi hermano por aquellas palabras.

Unos días después, en una hora de calma, me participó Heini por qué había llorado. Todas las amarguras que había tenido que devorar en Viena, las terribles luchas por la pureza y por la fe le habían frecuentemente atormentado muchísimo; pero así que ahora podía asegurar a su madre que se había conservado puro y fiel, no pudo menos de llorar de alegría, por poderla dar esta respuesta.

Con una brusca sacudida me arrancaron del sueño. Otto, en traje de dormir junto a mi cama, me tiraba del brazo. -Fritzl, ¡arriba! Las montañas, ¡mira por la ventana!

El corrió de nuevo allá y contemplaba a través de los cristales la mañana invernal que entonces alboreaba. Heini estaba sentado en la cama, ya a medio vestir, y se reía de Otto, que andaba fuera de sí de admiración y entusiasmo. Yo me vestí de prisa y me fui a la ventana. La vista era realmente arrebatadora. Ante nosotros aparecía el valle de Stubai en toda su extensión, con sus campos de nieve resplandeciente, la cinta de plata de su arroyo y a la izquierda las numerosas casas de Fulpmes. Frente por frente, de la otra parte del valle, se levantaba la negruzca pared de una enorme montaña; allá arriba, en la altura, doraban los primeros rayos del sol naciente las dentadas crestas cubiertas de nieve. Un mágico fulgor e iluminación embestían los ventisqueros de allá arriba; un rosado resplandor caía sobre las blancas llanuras. De allí para arriba se levantaba el frío cielo invernal de azul intenso. A la derecha, en todo lo que abarcaba la vista, rocas sobre rocas, picos y picachos, bañados en arreboles, de un sol reverberante.

Los Alpes

 

Mis ojos se volvieron de nuevo a una enorme mole de roca que allí, pegando a nosotros, se erguía. Se podía distinguir con toda claridad cada pino hasta arriba mismo en la región de los pastos, que, cual blancos y lisos planos, arrancaban de los bosques.

-¿Cómo se llama esa montaña?-le pregunté a Heini, que en aquel momento se lavaba. Se acercó a la ventana.

-Ese es el Serles-respondió. A mí me dio un escalofrío.

-¡El Serles!-exclamé yo-. Pues si parece completamente distinto del de la postal.

-Claro. En la postal aparece por delante y ahora lo estás viendo de lado.

Conque éste es el famoso Serles, esa montaña cuya sola imagen tanto significaba para Heini. Yo me quedé un rato en silencio y contemplaba la gigantesca montaña con un sentimiento de asombro y respeto.

En esto comenzó Heini a nombrarnos por su orden las otras montañas: Rotewand, Kesselspitze, Wasenwand, Schneiderspitze, Pinniskegel, Kirchdach, el pico once, el pico doce...

-Y el pico trece y el pico catorce-continuó Otto, y se tapó las orejas-. Basta, que yo no puedo retener tanto nombre.

La cuestión de los nombres era para él cosa secundaria. El quería únicamente mirar y más mirar. A cada momento descubría su vista algo nuevo. Al fin nos repusimos de nuestra primera sorpresa y nos terminamos de vestir. Bajamos a desayunar. Mi tía nos trajo café y pan con mantequilla. Mi tío se había ido ya a su aserradero, que se encontraba allá abajo, junto al arroyo; tenía mucho trabajo en todo el valle como maestro de obras.

Heini terminó el desayuno en un santiamén.

-Venid después ahí, delante de la casa; allá fuera estoy-dijo, y salió corriendo.

Nosotros seguimos charlando un rato con mi tía y los chicos; después nos pusimos los abrigos, las botas y los guantes y nos fuimos al jardín. También aquí, al otro lado de la casa, se levantaban ante nosotros enormes y majestuosas las montañas. Un montículo de roca, cubierto de bosque, se extendía a lo largo del valle, Allí detrás se destacaban en el cielo los picos punteados en forma de conos, y praderas de una blancura deslumbradora se extendían entre las grises y empinadas pendientes de los picachos y riscos.

Así que salimos de la puerta del jardín y echamos una mirada alrededor en busca de Heini, oírnos que éste nos llamaba desde allá lejos. Estaba al lado de allá de unos extensos prados que, desde la vertiente, se extendían hasta su casa. Nos hacía señas. ¿Qué le habría llevado allá? Pero pronto dimos con ello. Tenía puestos los esquíes. De repente se dejó deslizar desde allí arriba y, zumbando, atravesó el prado en atrevida curva hasta nosotros. Era un magnífico espectáculo ver cómo aquella esbelta figura juvenil, con la seguridad de un ave, atravesaba de un vuelo aquella extensa superficie. Cada bache y ondulación del terreno los sorteaba con elásticas inflexiones. Cuando iba cuesta abajo por terreno liso, se erguía y mantenía tieso. Con penetrante silbido rechinaba la nieve bajo los esquíes. Ya nos parecía que se nos echaba encima irremediablemente; pero de repente, a pocos pasos de nosotros, al detener su carrera, se levantó una nube de nieve pulverizada y ya le teníamos ante nosotros, tan sereno y firme como una estatua de bronce. Respiró profundamente, se echó para atrás los cabellos, que le caían sobre la frente, y nos alargó sonriente la mano.

Un hormigueo me recorrió todo el cuerpo. Andar en esquíes, pensaba yo, debe ser cosa deliciosa; yo tengo también que aprender. La cosa me parecía, por lo demás, muy sencilla. Pero en realidad hube de comprender muy pronto que aquello era mucho, muchísimo más difícil de lo que yo me figuraba. Otto estaba también entusiasmado.

-Oye, Heini: yo tengo que aprender a eso-gritó cogiéndole del brazo-. ¿Quieres ayudarme?

. -Pues, claro-decía Heini sonriendo.

-Pero nosotros no tenemos esquíes-le repuse yo.

En los ojos de Heini relampagueó una sonrisa picarona.

-Ya verás: tú tomas los de mi padre y Otto los de Rudi, y manos a la obra.

-¡Olé!- gritó Otto y echó a correr hacia casa.

Yo le seguí, y Heini se quedó aguardándonos. Se los pedimos a mi tía, y ella nos dio amablemente los esquíes de mi tío. El mismo Rudi trajo los suyos a Otto.

-Puedes andar todo el día con ellos-le dijo con mucha generosidad-. Yo no los necesito hoy.

Así nos ejercitamos durante todo el día en el prado de delante de casa, y nos olvidamos de visitar Fulpmes.

Heini nos instruía con gran habilidad en todo lo necesario. Por la tarde nos encontrábamos enormemente cansados, pero ya podíamos mantenernos en pie, andar y bajar pequeños declives, Otto hasta intentaba dar un valiente "salto de Cristianía".

A la mañana siguiente continuamos nuestros ejercicios de esquíes. Rudi había prestado otra vez sus tablas a Otto, aunque seguramente le hubiera gustado a él mismo andar con ellas. Otto no se los quería recibir de ninguna manera; pero Rudi instó sencillamente hasta que se los aceptó.

Por la noche quedamos en casa. Era Nochebuena. Trabajo tuvimos de sobra. Yo me ocupé con Rudi en adornar el árbol de Navidad, mientras Otto y Heini ponían el nacimiento, que no era cualquier cosa. Había que cubrir de musgo la enorme montaña y poner luz eléctrica en el establo de la ciudad de Belén y en la gruta de los pastores. Después había que poner, como Dios manda, las 150 preciosas figuras de madera tallada. Otto ardía de entusiasmo en este trabajo. Yo sentía claramente cómo su alma, de niño todavía, se abría .al calor del hálito de la primavera religiosa, que alrededor de él florecía en esta casa.

 Iglesia de los Alpes

Hacia las seis de la tarde fuimos, a excepción de mi tía, a la iglesia para la bendición. Después se quedó allá mi tío todavía con los niños, los cuales querían confesar. Sólo Heini se salió conmigo y con Otto. Ambos torcieron a la derecha.

-              ¿A dónde vais por ahí?-les pregunté yo.

-              A los Salesianos-respondió Heini-. Allí tengo yo mi confesor.

-Oye, yo también me voy a confesar-me dijo Otto al oído.

-Entonces me voy yo solo a casa-me dije, y me dirigí hacia la izquierda. Un poco me disgustó ser yo el único que no iba a confesar; pero no me lo pedía el cuerpo, y, por otra parte, no quería ser hipócrita.

Era una tarde majestuosa. La luna allá, en el poniente. Los rayos se reflejaban, castos y adustos en los ventisqueros, y algunas nubes bañaban allá sus plateados bordes. Blanquecinos velos de sutil niebla rozaban suavemente las faldas de la montaña. Un plácido rielar y centellear aparecía en todas las vertientes.

Yo dí un rodeo hacia la casa de mi tío y me fui para allá muy despacio. Altamente impresionado, gozaba yo el encanto de aquella admirable noche de luna.

Poco después de las siete nos encontrábamos otra vez todos reunidos. Durante la cena, ardían dos velas en la mesa. Terminada la cena, nos leyó mi tío el Evangelio de Nochebuena, que nosotros oímos de pie. Me parecía como si al conjuro de aquellas sencillas y conmovedoras palabras, se abriera una puerta muy alta, detrás de la cual sonriera la alegría de Navidad a todos los hombres de buena voluntad.

Después nos fuimos al otro cuarto, donde ardía el árbol de Navidad. El nacimiento relucía al resplandor de las bombillas y desde las mesas nos estaban saludando los regalos. ¡Cuántos goces infantiles tan íntimos, tan puros! ¡Cuánta bondad, cuánto amor derramaba la Navidad a torrentes en aquella familia! Lo padres regalaban a sus hijos, los hijos a sus padres, el padre a la madre y la madre al padre.

Para colmo de sorpresa, recibimos Otto y yo unos esquíes completamente nuevos, con todos los aprestos necesarios.

Así que pasó aquella avenida de júbilo, y cada uno curioseó sus regalos en callada admiración, tocó Margarita en la cítara el canto '"Noche de paz, noche de amor", y después rezamos todos juntos el Padre nuestro. A los pequeños se les mandó a la cama por unas horas. Heini y yo nos quedamos despiertos, y yo escribí una carta a mis padres. A eso de las doce, cuando el sonido de las campanas en festiva coro hendían los aires en aquella silenciosa Nochebuena, anunciando la entrada de la Navidad, nos fuimos hacia la iglesia para la misa de media noche.

Mi tío, sus hijos y Otto se acercaron a la mesa del Señor. Yo me quedé atrás en la iglesia; y, por primera vez después de mucho tiempo, volvió mi corazón a murmurar una ingenua plegaria. Era la petición de una gracia: la de asemejarme un poco a mi primo Heini.

Los días de Navidad reflexioné por primera vez, con detención, sobre mi situación con relación a Heini. Al principio de curso había yo leído su poesía; algo de su ser hacía por apoderarse de mí. Yo no sabía qué era aquello; pero sentía la suave influencia de aquella fuerza, que pacientemente se acercaba vencedora a mi corazón. Me sentía inquieto y me resistía con toda mi alma. Berner me parecía un aliado en la lucha contra Heini. Con violencia y astucia pretendíamos arrastrarle a nuestro lado, y lo que lográbamos era todo lo contrario. Heini se mantenía, a fin de cuentas, aún más grande y victorioso que antes. Su carácter terminó por admirarme y subyugarme, a pesar mío.

Pero a poco fui reconociendo de dónde provenía aquel influjo de Heini: de la poderosa e indoblegable fuerza con que se abrazaba siempre a lo noble, a lo puro, a lo grande. Yo también comencé a aspirar a este ideal; quería llegar a ser noble, puro y bueno; pero me faltaban las fuerzas para ello. ¿De dónde las sacaba Heini? Seguro estaba yo de la respuesta: de la práctica fiel de la fe católica. Y yo me resistía, a pesar de todo, con bravía terquedad contra esta respuesta. Este era el único punto en que yo estaba contra Heini; me parecía cobarde doblegarme bajo el yugo de la Religión. Quería ser noble, puro, bueno; pero por mis propias fuerzas. Quería seguir siendo liberal y al mismo tiempo un hombre como Heini, tan fiel y tan bueno.

San Pedro y San Pablo - Testimonio de Fe

 

Heini se daba cuenta de cómo me revolvía yo en mi interior contra todas las influencias del ambiente religioso. Y, con su exquisita sensibilidad, tomaba en consideración el estado de mi alma. Jamás insistió en este punto; al contrario, ni una mirada, ni un gesto traicionaron la admiración y extrañeza que le pudiera producir mi conducta. Seguía siendo el muchacho sano y espontáneo; me lo confiaba todo y jamás llegó a tocar el punto de mi alma. Lo único que hacía siempre era rezar por mí, según me dijo más tarde.

Otto, por el contrario, recibía todas aquellas influencias al momento, con corazón de niño inocente. Todo lo que hacía Heini le parecía bien y bueno. Carreras de esquíes, confesar, subir a las montañas, misa, etc. La familia rezaba todos los días por la noche un misterio del Rosario. Yo no tomaba parte; pero Otto pidió a Heini que se lo explicara todo; se compró muy satisfecho un hermoso rosario, y rezaba todos los días de rodillas con los demás.

Por lo demás, transcurrieron aquellos días de Navidad muy felices y agradables. Todos los días por la mañana, y con frecuencia también al mediodía, hacíamos los muchachos escapadillas a los campos de esquíes; primero, al prado de delante de casa; después, a los prados de Miereder, y finalmente a Schlicker, por Froneben.

Era un día magnífico aquel en que nos ejercitamos allá arriba con los esquíes. La nieve, de blancura deslumbradora, reflejaba la luz y el calor del sol al claro ambiente de invierno. Claramente iluminadas y maravillosas, como figuras del mundo de las hadas, se erguían alrededor las montañas Kalkógel con sus picos y pináculos, cúspides y más cúspides, formando una dilatada corona. Un brillante resplandor del sol se derramaba por loso ondulantes campos cubiertos de nieve, resplandor que resaltaba de allá, como dorado vaho, a la bóveda del cielo. Este majestuoso mundo de los Alpes, en su soberana grandiosidad y apacibilidad, me envolvía como un ensueño. Por detrás de este mundo, en profunda lejanía, divisaba yo la gran ciudad envuelta en un velo de nieblas; una negra charca de casas, sumergida en 'ruidos estridentes y desatado bregar. Era la imagen de mi alma. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Allá detrás, junto a mí, se dejó oír la risa de Heini. Yo me volví y lo vi en medio del resplandeciente ventisquero, revolverse en juguetona lucha contra Otto y Rudi, que con loca alegría andaban queriendo sepultarle en nieve. Nubes de blanco, níveo polvo salpicaban al aire. Una terrible comezón se apoderó también de mí. Me lancé allá en agitada lucha, y comencé a disparar con ambas manos nieve a la cara de Heini. En un abrir y cerrar de ojos ya me había cogido Otto por las piernas. Caí al suelo. Rudi refregó con nieve glacial mis ardientes mejillas. Entonces se abalanzó Heini sobre nosotros. Era aquello una baraúnda salvaje y animada. Cada uno luchaba contra todos; nos tirábamos al suelo, rodábamos, peleábamos y nos restregábamos unos a otros con nieve la cara y el cuello, hasta que ya casi nos faltó la respiración.

Al fin nos levantamos acalorados y cansados, sacudimos bien los vestidos y empaquetarnos los esquíes para volvernos a casa.

-¿Qué rica ha estado la cosa?-decía Otto-. Deberíamos repetirlo con más frecuencia.

-Si le parece bien a Fritzl...-añadió Heini. Yo hice un gesto de aprobación:

-Siempre que queráis.

El 31 de diciembre, después de la comida, bajamos a Medratz en esquíes. Delante de la iglesia nos los quitamos, y subimos por una escalera muy empinada a la casita más próxima. Nuestra visita se dirigía al famoso imaginero, al sacristán de Medratz. Estaba abierta la puerta de la cocina y nos permitimos entrar: Otto y yo nos quedamos sorprendidos. Cosa semejante no la habíamos visto jamás. De un horno adosado a la pared subía el humo en ondulantes masas hasta el techo y colgaba después, como un banco de nubes, por las tiznadas paredes. El tiro del humo lo hacía una chimenea que se abría sobre la puerta. Todo el techo y la parte superior de las paredes estaban negros como el carbón, agrietados y saltados a causa del cáustico humo. El viejo zócalo, el ancho y bajo hogar, las cacerolas de estaño colgadas en la repisa de madera daban a aquella habitación un carácter de singular intimidad. Una típica, rancia cocina del Tirol. Me pareció como si de repente, por arte de encantamiento, me hubiera trasladado al siglo pasado.

Mientras tanto Heini había llamado a la otra puerta. Entramos en un cuartucho; junto a la ventana estaba sentado el susodicho famoso escultor, con el tarugo de pino en la mano derecha y en la izquierda el buril. Se nos quedó mirando un momento muy amigablemente.

-Dios te guarde, Juanico-le saludó Heini. En esto le reconoció.

-Pues... ¡si es Moll Heini! Y dejando a un lado  las herramientas, se limpió la mano en el delantal y nos la alargó saludando. A los pocos momentos estábamos enredados en alegre charla. Nos sentamos y nos pusimos alrededor de él y le pedimos nos pusiera al tanto de su arte. Entonces nos mostró muchas figuritas que había terminado la semana anterior: pastores, reyes, camellos, caballos, vacas, burros y ovejas. Las figuritas estaban primorosamente talladas y delicadamente decoradas con pintura al óleo. Entonces nos pusimos a mirar cómo tallaba la cabeza de un pastor. Así que del tosco tarugo de madera iba saliendo poco a poco una cabeza de hombre con sus ojos, orejas, nariz y barba, no pudo contener Otto por más tiempo su admiración, y exclamó:

-¡Caramba! Ahora veo lo que es arte.

Y al ver que nosotros nos reíamos de su exclamación, se quedó un poco mohíno.

Al despedirnos, nos presentó el modesto artista un gran libro, y nos pidió pusiéramos en él nuestros nombres, como recuerdo de nuestra visita. Había ya en el álbum muchos cientos de nombres. Firmamos, pues, los cuatro; al fin le dimos la mano agradecidos, y nos fuimos.

Ya afuera, nos echamos al hombro los esquíes, bajamos la escalera, y saludamos de nuevo con la mano al famoso sacristán, con quien habíamos pasado una horita tan agradable. Heini se dirigió hacia el montecillo llamado Sonnenstein. -¿A dónde vamos por ahí?

-Al saltadero.

-¡Bravo!-exclamó Rudi-. ¡Estupendo!

Yo no sabía a punto fijo de qué se trataba; pero me lo figuré. Bajamos a lo largo del bosque hasta el pie de la montaña. A los pocos minutos de andar, se abría entre los árboles una lisa vereda en regular declive, a lo largo de toda la pendiente. El saltadero de Medratz.

-Quedaos ahí de pie-dijo Heini, señalando el borde del camino.

Entonces cayó en la cuenta Otto. Primero se quedó mirando a la pendiente, después se dirigió a Heini y le preguntó: -¿Por ahí quieres tú bajar?

-No bajar, sino saltar.

Otto le cogió por el brazo. Tenía miedo.

-No hagas eso, Heini. Si llegas a saltar hasta ahí abajo, no te va a quedar hueso sano-. Heini reía.

-No es tan difícil; parece más peligroso de lo que es. Ya lo verás.

En esto se soltó de Otto y comenzó a subir con Rudi el monte. Nosotros le seguíamos con la vista, así que subía entre los árboles. A la mitad de la altura se quedó Rudi parado. Tenía que medir la extensión del salto. Cuando ya estuvo Heini en lo alto del montículo, nos saludó con la mano, se apretó tranquilamente las hebillas de los esquíes, nos saludó otra vez y desapareció por detrás del declive. En aquel momento me entró también a mí un poco de vértigo.

Otto se revolvía de nerviosidad. Mirábamos con la vista fija al punto donde a cada momento podía aparecer Heini. Así estuvimos unos minutos.

De repente surgió allá rápido como un rayo, como si hubiera brotado de la tierra. Con los brazos extendidos se disparó a lo lejos desde la cumbre del montículo. Durante un momento apareció suspendido en el aire y al fin cayó zumbando en rápida caída.

Otto gritaba y se agarraba horrorizado a mi brazo. Los esquíes tocaban de nuevo el suelo, y dieron un chasquido al chocar con la nieve. Heini se echó con todo su peso hacia adelante, y pasando junto a nosotros en vertiginosa carrera, se precipitó hasta el fondo del declive, se lanzó entonces un trecho cuesta arriba, dio un salto en el aire y se quedó parado.

Rudi contó desde arriba: treinta... y cinco.

Otto estaba pálido. Yo sentí después un ligero temblor. Pero Heini no mostraba la menor angustia. Con toda calma se volvió a nosotros y miraba satisfecho a lo alto del saltadero. En sus ojos brillaba un destello de alegría; todo el cuerpo erguido, como consciente de la hazaña que acaba de realizar. Revestido de fuerza y lozanía, aparecía él allá como un vencedor.

-¡Ah, si le hubieran podido ver nuestros condiscípulos de Viena!-. Fue lo primero que se me ocurrió. Y se lo dije después en casa. El hizo con la mano una muestra de desaprobación.

-Pues, probablemente, no hubiera saltado-decía él.

A la vuelta, apenas si hablé yo palabra. Harto tenía que hacer con mis propios pensamientos. Heini era, indiscutiblemente, el mozo más valiente de nuestra clase. Valiente en todo sentido, no sólo en la lucha por la pureza y por la fe. ¿De dónde le venía aquella su lozanía y su valor en todos los órdenes de cosas? Aquella condición franca y abierta... ¿no la podría conseguir yo también por mi esfuerzo? Para ello no hacía falta ni confesión, ni misa. Pero siempre, es verdad, tendría que revestirme del carácter propio de estos montañeses de voluntad firme e indomable: seguir su propio camino, con fidelidad y sin declinar, ni hacer caso del ejemplo o de las palabras de los demás.

 

En casa me dio mi tía una carta, que había llegado a mediodía. La dirección escrita a máquina, no me permitía adivinar quién me la hubiera escrito. Estuve un rato pensando sobre ello. Así que la abrí y leí la firma, se apoderó de mí un sentimiento de disgusto. La carta era de Berner.

"Querido Fritzl: Dos palabras de prisa y corriendo. Ante todo, mil felicidades por el año entrante. ¿Qué tal te va en la santa tierra del Tirol? Seguramente que debes estar entusiasmado con las montañas, probablemente también con el pueblo y los vecinos, con el carácter, las costumbres y la rutina doméstica, etc. Ya conozco yo el cotarro. Tu primo, el dulce Heini, estará con todas las fibras de su alma pendiente de esas pamplinas. De seguro, estará él almacenando fuerzas en abundancia, pues el nuevo año no se le presenta muy fácil. Tenemos que conquistarlo. Tengo nuevos planes. Con que, ¡ojo!, no vayas tú mismo a quedar prendido y te vayas a navegar a velas desplegadas al campo clerical. Porque el negocio es endiabladamente contagioso. Ya me figuro verte echado por los suelos de rodillas con el Rosario en la mano. ¡Qué linda figura! ¿Eh?

Pero basta de broma. Lo que quería decirte es que no debes olvidarte de influenciar a tu primo para nuestro negocio. En vacaciones hay muchas ocasiones para ello. Podrás ahí preparármelo a las mil maravillas. De lo principal ya me encargaré yo. Lo que es esta vez no se nos escapa. Que te diviertas y goces mucho. Cierto que ahí tendrás que renunciar a muchos placeres; pero diferido no quiere decir omitido. Eso lo puedes recobrar después por duplicado. Cómo me va a mí, puedes tú mismo imaginártelo. Ya me estoy gozando con las noticias que me vas a traer después de vacaciones. Sólo cuando te encuentres de nuevo en Viena, podrás darte perfecta cuenta de lo ridículo y estúpido que es el carácter de esos cortos tiroleses. Por fuera fieros, por dentro hueros.

Hasta la vista.

Tu amigo.

Kurt Berner."

Leí la carta tres veces de cabo a cabo, la rasgué y la eché al fuego. Ni una palabra dije a Heini sobre ella. Propiamente no sabía qué hacer: si reír o darme por ofendido con aquel escrito. Finalmente opté por tomarlo en serio, y, no sin estremecimiento, me dejé poseer al momento de la maligna fuerza, que aquellos renglones infundían amenazadores: la diabólica voluntad de Berner de pervertir a toda costa a Heini.

Ya sabía yo que aquél no había de cejar, mientras le fuera posible, hasta conseguir su objeto. Por unos momentos me parecía Heini vencido sin remedio. Cierto, él estaba a la defensiva; pero sus fuerzas flaquearían poco a poco.

Entonces me vino de fuera la respuesta a mi duda.

Otto me contó con ferviente entusiasmo cómo el año entrante había de fundar con Heini una Congregación Mariana en el Instituto. Los días pasados se habían convenido ya los dos. Otto trabajaría calladamente, pero con ardor, en las tres clases inferiores. Heini tomaría a su cargo desde la cuarta en adelante.

-¿Cómo lo vas a hacer?-le pregunté yo.

-Pues, mira. Sólo admitiré a aquellos de los cuales podamos fiarnos plenamente. Al principio no es necesario que seamos muchos. Heini me tiene inculcado: pocos, pero buenos.

-Y ¿sabes acaso, qué es una Congregación Mariana?

Otto se me quedó mirando con aire de superioridad, y me respondió declamando:

-              Pues es una junta de baile para estudiantes de Institutos, judíos y protestantes.

Yo me eché a reír. -No tienes por qué escamarte. Estoy seguro de que lo sabes. Sólo quería saber si Heini te había explicado ya claramente eso de Mariana, etc.

-              Pues, claro. El ha hablado ya con el Padre de los Salesianos, con el mismo con quien nosotros nos confesamos. Este me lo ha explicado ya todo, y ya he quedado con Heini cuándo hemos de comenzar. Todo está arreglado. Y que lo sepas: Yo y Heini somos los que lo vamos a hacer.

Entonces corté la conversación y me subí al cuarto. Me eché en una comodona y me puse a reflexionar. De un lado, la reciente promesa de Berner, de que había de luchar; del otro, el plan de Heini sobre la Congregación. Me había equivocado: mi primo no se mantenía simplemente a la defensiva, sino que se lanzaba en persona al ataque, tan bizarro y tan valiente, como siempre. Y no sólo de nuestra clase; de todo el Instituto aspiraba a formar un grupo que se mantuviera en pie y decidido junto a la bandera de los católicos. Ya tenía ganado para ello a mi hermano, tan de corazón, que Otto se había puesto ya a su lado como jefe entusiasta.

Una enorme curiosidad se apoderó de mí de ver qué fin había de tener aquello. Yo me mantenía imparcial entre ambos partidos; imparcial, y sin embargo, confidente de los dos. Berner aparecía a mis ojos como un canalla. Heini, como un apuesto muchacho. A pesar de todo, me parecía Heini coartado en su actividad religiosa, y Berner, por el contrario, expedito y arrojado. La victoria se la deseaba a Heini de todo corazón; pero convencido partidario suyo... eso no. Me estremecía pensar en las trabas del alma, donde precisamente se encontraba la verdadera libertad. Así lo sentía yo. Rabioso me revolvía contra ello; no quería verlo. Dios mío, y de nuevo en lucha conmigo mismo. Me levanté y me fui hacia la ventana.

Sobre las montañas lucían las estrellas, como suspendidas en el cielo crepuscular, titilantes con plácida majestad. Ya podían reducirse a polvo las rocas de la tierra, como cristal que se pisa, y en su caída aplastar todas las obras de los hombres. Aquellos millones de soles proseguían en el alto espacio su im-perturbable, eterna trayectoria.

Allá dentro de mi corazón gritaba una voz, pidiendo descanso y paz. Pero las estrellas permanecían fijas y mudas. Tenía que lanzarme al nuevo año arrostrando nuevas luchas y nuevas derrotas. ¿No sería posible vencer a mi flaqueza? ¿Llegar a ser un hombre puro y noble?

Pasos apresurados se oyeron en la escalera.

-Fritzl, a comer.

Era Otto. Al encontrarme solo, se me acercó y me dio la mano.

-Fritzl, que tengas feliz Año Nuevo.

-Gracias, Otto-le repetí, apretando su mano derecha con sincero cariño-, igualmente, felicidades.

El movió la cabeza en señal de afectuosa aceptación. Sus ojos lanzaban fulgores de brillante luz.

-Sí, Fritzl, acuérdate, será magnífico. Heini y yo tenemos mucho que hacer este año.

Le di de nuevo la mano, y poniéndole mi mano en el hombro, nos bajamos para la cena de S. Silvestre.

Plato tiroles

 

 

 

 

 

 

 











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