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Luz de las Cumbres
CAPÍTULO VI: Al borde del abismo

 

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Luz de las Cumbres - Testimonio de Fe que vence la persecución y el Bullyin

 

 

CAPÍTULO 6: Al borde del abismo

A principios de Mayo tuvo lugar en la Congregación la primera fiesta de las promesas. La delicada planta de la nueva fundación se había desarrollado magníficamente. Sesenta y dos de nuestro Instituto eran ya miembros de la Asociación; 38 de las clases inferiores; 24 de los mayores. A Otto lo eligieron jefe de los menores. Yo fui a la fiesta con él y con Heini. Aquella tarde vi con admiración y asombro qué obra tan hermosa crecía aquí en el silencio. En aquellos niños, que con ojos puros y corazones alegres se agrupaban junto a la bandera de la pureza, difícilmente hubiera reconocido yo a los de nuestro Instituto. Santa y divina fortaleza, chispeante regocijo, fiel compañerismo, brillaban como soles de oro sobre aquel pequeño escuadrón.

Lo que me hizo más profunda impresión fue el uniforme de los pequeños. La voluntad santa s vigorosa que a todos animaba resplandecía de manera encantadora en cada uno de ellos y los estrechaba con poderosa fuerza en perfecta unidad. Sólo el aspecto exterior obraba como un hálito refrigerante. Aquellos 38 niños, con pantaloncitos largos de azul oscuro, con blusitas de blanco mate y con la insignia de la Congregación Mariana en la corbata azul, y sus cabecitas destocadas... ¡qué cuadro tan hermoso!

Los mayores no llevaban uniforme, y aun esto me parecía muy en punto. No tenían necesidad de significar exteriormente su unión. Lo que a ellos unía debía ser la voluntad madura, acendrada y robustecida en las duras luchas del alma.

Cuando con sencilla fórmula pronunciaban sus promesas junto al altar, de permanecer fieles a la fe católica, y de ser campeones del reino de Cristo bajo la protección de la Inmaculada, nos embargaba a todos la conciencia de una hora importante, decisiva para cada uno de los que hacían su promesa.

Se me venía al pensamiento Berner y la UPAI. Si se dieran cuenta de que en aquella hora se levantaba contra ellos una fuerza poderosa y vencedora, a la que ellos no podrían resistir...

Ya se acercaba al altar Otto, el primero de los pequeños. Sus mejillas encendidas. Con su traje irreprochable, con sus pantalones largos, parecía todavía más alto. Con voz clara y firme pronunció su promesa. Y al tomar luego en sus manos la bandera para jurarla, vi brillar sus ojos puros radiantes de entusiasmo. "Esta es la bandera que he elegido. No la abandonaré, pues lo he jurado a Dios."

¡Si hubiera barruntado Heini qué horas tan terribles tuve que pasar la semana siguiente! Y todo por él. Yo veía cómo luchaba por causa de Helma. Alegre y atrayente, como una ninfa, había logrado la muchacha apoderarse de su ser. Con la dorada llave del amor tocaba a la portezuela de su corazón tan mágicamente, que éste se agitaba poderosamente. Y cuando Heini llegó a darse cuenta, en un momento, ya estaba la encantadora intrusa, sonriente, dentro de la fortaleza. Entonces sintió por vez primera la dulce fuerza del amor y se dejó vencer. Y aquella llamita creció, creció hasta convertirse en fuego devorador.

Heini se me cerró de repente. Ya no volvió a hablar de Helma. Tampoco se le volvió a ver públicamente ir con ella de la escuela a casa. Paraba muy triunfante y animado. En su conducta se notaba un no sé qué de nerviosidad que no podía ocultar.

A mediados de Mayo me notificó una tarde, de repente, que quería ir al Cine Central.

-¿Qué película se proyecta?-le pregunté.

-Una película de guerra: "La Compañía 14", o algo así. Nada especial; pero yo quisiera ir alguna vez al cine. -¿Quieres que te acompañe?-le pregunté.

-No, no-se apresuró- a contestarme-; aún tienes mucho trabajo para mañana. Y además que preferiría ir solo.

-Bueno-le dije. Allá en mis adentros se levantó de repente una terrible sospecha. ¿Sería toda la conducta de Helma una maniobra de su hermano? ¿Qué es lo que Heini traería hoy entre manos? Yo no podía sosegar más.

Apenas salió Heini, cogí mi sombrero y me fui detrás de de él. Me quedé arriba en la escalera mirando hacia abajo. Así que él abandonó los últimos escalones, me apresuré a bajar a grandes zancadas. Salí a la puerta de casa y me mezclé al momento con los transeúntes. Iba mirando a todos lados. En esto veo que Heini tuerce por la calle de la Bolsa. Me echo el sombrero a la cara y comienzo a darme prisa, siguiéndole la pista a unos metros de distancia. En la desembocadura de la calle se quedó parado y comenzó a mirar a todos lados con gran atención. De pronto hizo una señal a la izquierda y se marchó de allí a toda prisa. Yo comencé a correr calle arriba, mirando con cautela por las esquinas. Veinte pasos delante de mí vi el auto del Director del Banco, Dr. Berner, junto a la acera. En aquel momento subió Heini. Al punto retrocedí. Mi corazón palpitaba con violentos latidos. A pocos pasos de mí había un "taxi". Me voy hacia él y le digo al chofer: "Condúzcame siguiendo a aquel "auto" que está allá a la izquierda y que en este momento va a torcer".

El chofer subió al "auto". Unos momentos después torcíamos la esquina. Paramos un momento y en esto pasó a dos metros de nosotros el "auto" de Berner. "Ese es", le dije al chofer. Este movió la cabeza y sin decir más, giró. Los dos "autos" corrían a toda mecha a corta distancia el uno del otro a lo largo de la avenida Ring.

Marchábamos, pues, dando un gran rodeo, Ring arriba, atravesando el barrio de María Auxiliadora y Gürtels, hasta la nueva barriada. Mi chofer estaba ya ejercitado en tales carreras. Se le notaba. En los trechos despejados se mantenía a buena distancia; en los grandes cruces se acercaba de nuevo al otro "auto" y le seguía casi a dos metros de distancia por entre el apretado tráfico. Yo no me daba cuenta del gran trecho que habíamos dejado ya atrás. Sólo seguía con mis ojos fijos en el coche de delante, donde sabía que iba Heini. Por eso quedé muy sorprendido cuando de pronto pararon ambos "autos" junto a la acera. ¿Dónde nos encontrábamos? Me asomé por la venlanilla. Sobre un amplio vestíbulo alumbrado con profusión de luces, resplandecían lucientes anuncios: Cine Central.

Cruzas los abismos de la tentación

 

Durante la marcha había apagado yo la luz del "auto". Así pude observarlo todo con gran tranquilidad. El chofer del Dr. Berner bajó de su "auto" y abrió la portezuela. Helma bajó sonriente. Después bajó Heini. Ambos quedaron un momento hablando con el chofer, el cual, según observé, hizo una señal de afirmación y se quedó mirando al reloj. Después desaparecieron ellos dos vestíbulo adentro hacia la taquilla del  Cine. El chofer cerró la portezuela del "auto" y pocos segundos después se deslizó éste de allí.

Mi chofer se me volvió, como para preguntarme. Yo le hice una señal para que no arrancara; bajé y le pagué.

El que Heini hubiera ido realmente al Cine Central me dejaba en cierto modo tranquilo; al menos no me había engañado. Eché un vistazo al cártel de las películas: "17 de mayo: Una noche de invierno en el mar de los hielos del Norte".-"Magníficas escenas de la naturaleza".-"La 14 Compañía".-"Un ataque nocturno en la mayor de las guerras".--Cuadros conmovedores de grandezas humanas y abandono en la muerte".

"Tengo una costumbre", sainete. Protagonista, Charlie Chaplin". ¿Debería yo entrar? Muy atrevido me parecía. Heini y Helma me verían. Me fui, pues, despacio a la calle Wáhringer y cogí el primer tranvía, 'hasta casa. A la media hora me encontraba de nuevo en mi cuarto y me puse a estudiar. Los libros estaban todavía abiertos sobre mi mesa.

 

Torre Iglesia - ni la nieve impide que vayan a Misa

 

-Acabáramos-dijo Otto al momento-y ahora me vendrás a tararear por tercera vez la marcha de Radetzky, me tocarás una marcha de tambores en la mesa y te quedarás papando viento. ¿A eso llamas tú estudiar, señorito?

--Déjame en paz, que no estoy yo ahora con humor para estudiar.

Otto se acercó a mi mesa:

-¿Qué demonio se te ha atravesado en el hígado, Fritzl?

Y tímidamente añadió:

-¿Acaso Heini?

Me le quedé mirando todo sorprendido.

-¿Cómo se te ha ocurrido eso?

-Pues porque últimamente anda un poco raro. ¿No lo has notado? Ya no se le ve tan alegre. La noche pasada hasta ha  llorado, ¿sabes? Así como lo oyes. Imitaba magistralmente un ligero sollozar.

Con esto lo tenía ya todo averiguado. El pobre Heini luchaba por lo más grande que tenía. La blanca lucecita de las montañas agonizaba trémula bajo la fuerza de tormenta. Todavía ardía limpia y sin mancha; pero oscuras sombras envolvían amenazadoras la insignificante llamezuela y Heini se resistía en terrible lucha. Unos seis meses antes me hubiera alegrado. Ahora tenía mis temores por él. Si la luz de Heini se llegaba a extinguir, adiós mis esperanzas de conseguir el ideal. Me abandoné, pues, a la corriente y renuncié a todo esfuerzo por ser noble y puro.

Avisar a Heini no me era posible. Sin escrúpulo hubiera faltado a mi palabra de honor; pero de nada hubiera servido. Berner sabía demasiadas cosas de mí. Le estaba vendido sin remedio.

A la mañana siguiente estaba Heini aún más excitado y turbado que antes. En la clase andaba muy abstraído. Se ruborizaba con más frecuencia, y se mordía los labios. Una lucha difícil debía traer allá en su interior.

Por la tarde, al volver yo de una compra, me encontré con Berner delante de mi casa. Quería hablar conmigo.

-              Oye--dijo todo muy excitado-. ¿Tienes tiempo? ¿Está ahí arriba Moll?

-              Está en la ciudad-le respondí.

-Magnífico. ¿Puedo subir contigo?

-Vente-le dije. Y así entramos y atravesamos la casa hasta llegar al cuarto de los chicos, y nos sentamos a la mesa. Berner echó una pierna sobre la otra, cruzó los brazos, y mirándome con aire de triunfo, me dijo:

-              ¿Te figuras lo que ha pasado?

Yo, ocultando mi asombro, me apresuré a preguntarle:

-              ¿Qué es lo que ha pasado?

-              Pues que el dulce Heini ha estado ayer tarde con Helma en el "cine". -¿De veras? Eso no tiene nada de particular.

-Pero al menos-decía Berner sonriente-, hemos conseguido esto. Ahora es cuando voy a meter mano. Conque atención. Lo que debes hacer en resumidas cuentas, es instruir a la chica sobre lo que tiene que hacer. La estúpida avefría está como alelada y en Babia como un niño chico; pero esto se va a acabar. Nos tiene que enredar tan lindamente a Moll, que caiga en mis redes sin remedio; pero necesito uno que me ayude dijo mordiéndose los labios.

-¿Para qué?-le pregunté, y él se me quedó mirando fijamente.

-Para decírtelo brevemente: necesito uno que me adiestre a Helma. Yo mismo lo he intentado hoy; pero, figúrate, la chica se me volvió furiosa y me dijo que si no me callaba al punto, iría a contárselo todo a papá. ¿Qué deberé hacer? Como hermano suyo, no puedo, naturalmente, seguir adelante. Ahí tienes, esa es la cuestión. Ya tú comprendes. Y te garantizo que no te pasará nada. De una acusación no hay que hablar, tratándose de ti; eso lo hacen las muchachas sólo con sus hermanos. Conque, ¿estamos?

-              No--le dije con toda decisión-. ¿Que haya yo de atraer a Helma a que meta a Moll en tus redes? ¿A tu propia hermana quieres tú meter en la danza? Eres un villano, Berner.

Este reía sarcásticamente.

-Cálmate, cálmate. No quiero que tengamos una escena.

Hace tiempo que vengo notando que no puede uno fiarse de ti. Déjalo. Ya instruirá Rutmeier a Helma. Tú no lo hubieras hecho tan brutalmente, ¿verdad? Pero me da lo mismo. Y una cosa te digo: sobre esto no hay que decir ni lo más mínimo, ¿entiendes? Porque estás en mis manos, y como llegues a decir una sola palabra, te voy a decir yo unas palabritas. Ya lo sabes, que te conste.

Yo no tenía qué contestar. Miraba el suelo y apretaba los puños con rabia impotente. Berner cogió sonriente el sombrero y la blusa.

-Vente, acompáñame ahí fuera, para que tus padres no noten que nos hemos entretenido.

Yo le acompañé por casa, y él se despidió de mis padres tan cortés y finamente como siempre. Fuera, en el corredor, me dio la mano diciéndome:

-Hasta la vista.

Yo rechiné los dientes, no le contesté una palabra, y, dando media vuelta, me separé. En esto, me cogió por el brazo y me dijo al oído:

-              La cosa no va a salir tan sencillamente. Quisiera saber solamente si me vas a guardar el secreto. Como el negocio de Moll no salga bien, me iré a tus padres, y les contaré... Tengo pruebas a mano.

¡Dios mío, qué podría hacer yo! Estaba rojo como el fuego, me ahogaba y tragaba saliva.

-              No diré una palabra-le prometí-; pero nosotros hemos terminado ya.

-              Muy bien-dijo él con una ligera sonrisa-. Hasta la vista, Sr. Doctor.

Y, diciendo, se fue. Yo me dirigí desesperado a la habitación. Mamá estaba en el comedor. Como no quería encontrarme con ella, me fui por el dormitorio; pero allí estaba Otto a la mesa con su amigo. Al entrar yo me miraron los dos y se ruborizaron.

-¿Qué hacéis aquí?-les pregunté desconfiado.

-Es un secreto-dijo Otto impaciente.

Yo sonreí entre mohíno.

-Vuestros secretos no son más que niñerías.

Catedral de Sal - Tentaciones

 

Entonces atravesé la sala, me fui al cuarto de los chicos y me eché en la cama, ¿Qué podría hacer? ¿Traicionar? ¿Confiar el secreto a Heini? Con esto estaría todo salvado; pero en este caso vendría Berner a mi casa y contaría a mis padres todo lo que sabía de mí. ¡Dios mío! y mis padres no debían enterarse jamás... jamás. Ahora comprendía yo qué diabólicamente maniobraba el tipo de Berner. Tenía sus pruebas a mano; cartas, papeletas... Yo no tenía ninguna prueba contra él, y lo poco que sabía no me era posible demostrar. Si él lo negaba sencillamente, me había de ver en un aprieto. La noche siguiente fue la más horrible de mi vida. Me revolcaba en la cama impaciente. Me ardían las sienes. Mi vista tropezaba siempre con Heini. Sin darse cuenta se iba derecho a un espantoso abismo. Yo lo veía, y no le podía ayudar. Me retorcía bajo un tormento de ideas atropelladas, lloraba, rogaba, rabiaba contra Berner. Mucho después de media noche, logré, por fin, entrar en un dormitar intranquilo.

A la mañana siguiente me quedé en la cama. Me disculpé diciendo que tenía un fuerte dolor de cabeza, y no era mentira. Hasta el mediodía no me levanté. Entonces fui con Heini a la clase de Gimnasia. El se encontraba de nuevo hablador y de buen humor, como nunca, desde hacía mucho tiempo.

Sus ojos brillaban transparentes y candorosos; con todo, se notaba en todo su ser una interior excitación; y no era la nerviosidad y perplejidad de los últimos días, sino, antes bien, un no sé qué de gravedad y decisión.

En la mitad del camino, se me paró de pronto, y mirándome fijamente, me dice:

-Fritzl, sé todo lo que pasó ayer entre ti y Berner.

Me quedé pálido. Ante mis ojos comenzó la tierra a dar vueltas. El me quiso tranquilizar.

-Tranquilízate, Fritzl. Ya me figuro lo que has tenido que sufrir;  pero déjalo. Ven y vamos a liquidar con Berner. Ahora me alegro de todo lo que ha pasado.

Seguimos andando.

-Heini, por Dios, dime. ¿De qué te has enterado?

El sacó una hoja del bolsillo. Otto y su amigo se habían escondido debajo de la cama antes de que vosotros llegarais. Sólo querían daros un susto; pero así que Berner comenzó a hablar de mí, se quedaron los dos allí quietos, y se enteraron de todo. Ya puedes figurarte la impresión que les haría. Otto lo escribió todo después. Ahí tienes la hoja.

Yo no dije palabra, tal era mi asombro y mi sorpresa. Heini me cogió por el brazo, y me dijo:

-              Fritzl, te agradezco que hayas mandado a paseo a ese canalla. Comprendo perfectamente que hayas tenido que guardar secreto. No te avergüences. Mira, a mí tampoco me faltan motivos para ello. Lo del cine es verdad, ya lo sabes; pero esta hoja me ha abierto los ojos. Otto no dirá nada sobre el asunto, ni nosotros dos, por supuesto.

-              Pero... ¿y Berner?-le pregunté yo, temblando de ex-citación.

Heini contrajo las cejas.

-Fritzl-se apresuró a decir-, ése no soltará la menor palabra. Puedes estar seguro. Y, acuérdate, de ése me encargo yo.

Terminada la hora de Gimnasia, cuando íbamos por el patio, se quedó Heini parado esperando a Berner.

-Buenos días, Heini-le dijo el traidor.

A mí no me atendió lo más mínimo.

-Ven conmigo-le dijo Heini a Berner secamente, y se dirigió escalera arriba hacia la clase de 3°.

Cuando subíamos detrás de Heini, me miraba Berner como preguntando y con gesto de amenaza. Yo no me conmoví lo más mínimo. Así que estuvimos los tres solos dentro de clase, cerró Heini la puerta y se fue hacia Berner.

-Ya sé con todos sus detalles todo lo que ayer tarde has estado tramando con Fritzl.

Berner quedó sorprendido. En aquel momento me echó una mirada fiera, y al punto dijo sonriente:

-Es posible; pero tengo motivos para creer que te han engañado. Por eso tendría gusto en saber qué es lo que te han contado de nuestra conversación.

-Ahorremos palabras-dijo Heini en tono mordaz. Yo observaba cómo estaba dominándose terriblemente.

-Lo primero que debo participarte es que Fritzl no me ha comunicado lo más mínimo; sino que, por casualidad, por pura casualidad, los han oído todo. Y, por fortuna, son dos los testigos. Ahí tienes una copia. Léela y te convencerás.

Berner le arrebató apresurado la hoja, y la leyó en un momento. En esto, echó una maldición y se puso pálido de rabia.

-Linda condición la de tu familia, donde se espía lo que hablan los huéspedes.

-De modo que concuerda la conversación, ¿no? Pues mucho cuidado con lo que te digo: primero, que estás en mi poder; aquí tengo las pruebas contra ti y te pagaré en la misma moneda. Como llegues a soltar una palabra siquiera de lo que sabes de Fritzl, haré yo uso de esta hoja. Segundo: como tú o Rutmeier, o cualquier otro se atreva a meterse con Helma en lo más mínimo, sea como sea, tenlo por entendido, entonces me iré a tu padre y le mostraré esta copia,  y conmigo irán los dos testigos. Tercero: de lo que has tramado contra mí, no diré nada a nadie. Gracias a Dios, ya sé lo que tengo que pensar de ti, perro falso.

-¿Cómo?-exclamó Berner repentinamente. Su cara se puso pálida de rabia y de cólera; pero en esto se irguió Heini de repente. Me daba miedo. Toda su figura despedía como chispas de terrible excitación. Su mirada lanzaba como rayos de fuego. Jamás le había visto yo de aquella manera. A su vista me eché a temblar. Berner retrocedió amedrentado.

-Calla esa boca-tronó la voz de Heini-. Ahora soy yo el que hablo contigo. ¿Sabes tú siquiera lo que significa el que yo mismo tenga que defenderla contra ti a tu propia hermana?

Con la cabeza gacha escuchaba Berner impaciente, y con una mueca de sarcasmo, dijo:

-¡Va! ¡Defender! Me río yo...

Al momento retumbó en la habitación un golpe sordo. El puño de Heini encontró la cara de Berner, y le hizo dar media vuelta. La cabeza chocó fuertemente contra la mesa del profesor. Berner quiso sostener el equilibrio, vaciló a un lado y a otro, y por fin cayó redondo al suelo. Heini se le quedó con la vista clavada. De pronto, como quien despierta de un sueño, se volvió dirigiéndose a mí:

--Vámonos, Fritzl.

Y diciendo y haciendo, se fue hacia la puerta sin volver ni una vez la cabeza.

Berner seguía en el suelo, medio incorporado, con el traje ledo lleno de polvo, limpiándose la sangre de la cara y de la cabeza. Estaba llorando.

¡Canallas!- gritó amenazador -, ¡Canallas!

Yo cerré la puerta. A Heini le temblaron los labios. La terrible excitación sacudía aún todo su cuerpo. Bajó conmigo la escalera sin decirme una palabra. Al llegar a la puerta de salida, se paró de repente, y, cogiéndome por el brazo, me dijo:

-Fritzl, ¡si supieras lo que siento ahora en mi corazón! He estado al borde de un abismo. Dios me perdone.

Y arrimándose a la pared, apoyó en ella la cabeza y rompió en sollozos. No duró mucho. Yo le consolé y le calmé. Y un poco después salimos a la calle.

En el camino hacia mi casa, no hablamos nada de lo ocurrido; pero yo vi claramente que Heini no se había dado cuenta hasta entonces del peligro que había corrido. Así que estuvimos en mi cuarto, me agarró la mano, diciéndome:

-Fritzl, no olvidaré nunca este día.

Yo estreché cariñoso la suya, y viéndome ya fuera de peligro, le dije:

-Gracias a Dios, Heini.

-Gracias a Dios-dijo él. Y una luz esplendorosa nimbó en aquel momento su frente.

Los tres días siguientes faltó Berner a clase. Cuando volvió al cuarto día, traía el tupé echado cuidadosamente hacia un lado de la cabeza, y un pedazo de tafetán apenas perceptible se dejaba ver entre los cabellos.

Heini y yo no nos volvimos a preocupar más de él. A mí me quedaba todavía un secreto temor de que me pudiera pasar algo; pero pasaron semanas y semanas, y no se volvió a tocar más el asunto. Y entonces, ya del todo tranquilo, di de nuevo gracias a Dios por haberme librado del abismo, a cuyo borde había estado también Heini. Este no volvió a tratar con Helma si no públicamente. Muchas veces le acompañaba de la escuela a casa, y esto bastaba para tener avisado a Berner. La muchacha seguía, por supuesto, enamorada de Heini. Hacía a éste frecuentes reproches, mostrándole su enfado por habérsele vuelto tan frío de buenas a primeras. Entonces sonreía Heini sincera y alegremente y protestaba que siempre sería para ella un buen amigo, y que esto bastaba, Con ello se daba ella por satisfecha.

Mi hermano Otto se había vuelto más serio y maduro con lo ocurrido aquellos días. Lo que él oyó aquel día debajo de la cama no lo refirió jamás a nadie; sino que lo ocultaba como un profundo secreto en su corazón y callaba, Ni siquiera a mí me dio jamás la menor señal de saberlo.

Así pasaron las semanas de junio, como un día de sol después de malas noches de tormenta, Ya no hubo entre Heini y yo valla alguna infranqueable. Nos llevábamos como dos hermanos y éramos al mismo tiempo los mejores amigos. Los sucesos de las semanas pasadas habían disipado de mi alma los prejuicios de antes. Ahora veía yo claramente que por mis propias fuerzas no podía ser puro y noble, Ni el mismo Heini lo podía de por sí. Someterse libre y con corazón alegre a la santa lcy de Dios, y dominar con su gracia las propias pasiones, lo reconocía yo como la única manera posible de conseguir mi ideal. Y de nuevo comencé a rezar.

Pero antes de dar el último paso, retrocedía siempre amedrentado: ¡tener que saldar las cuentas de la vida pasada con una buena confesión!.., Acallaba mi conciencia con el pretexto del mucho trabajo que ahora teníamos, y a fin de curso difería siempre el propósito para más tarde.

Confesión - cambio de vida - conversión

 


 

 

 

 

 

 











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