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Historia de la Iglesia Edad Media: VI. CONTROVERSIAS, HEREJIAS E INQUISICION

 

Emiliano Jiménez

Páginas relacionadas 

 

1. Controversias teológicas

2. Herejías

3. La Inquisición medieval

 

 

Historia de la Iglelsia Edad Media: Controversias

 

 

A) CONTROVERSIAS TEOLOGICAS

En el primer período de la Edad Media no existieron herejías propiamente dichas, como tampoco una teología original, ni un gran interés por la teología; la teología en Occidente no fue ni por asomo tan popular como lo había sido en Oriente, en que las masas del pueblo tomaban postura respecto al nestorianismo, monofisismo y, no digamos, en las disputas de los iconoclastas. En este período, pues, más que de herejías se trató únicamente de disputas o controversias teológicas con muy poca resonan­cia fuera de las escuelas. El primer error fue el Adopcio­nismo, defendido por Elipando de Toledo. Enseñaba que el Hijo de Dios había adoptado una naturaleza humana. Por tanto, Cristo, en cuanto hombre era únicamente hijo adoptivo de Dios, aunque, según su divinidad era Hijo natural. Le siguió en su error Félix de Urgel, que perte­necía a la Marca Hispánica, que estaba bajo el dominio de Carlomagno. Carlomagno le convocó al Concilio de Ratisbona (792), en el que fue condenado. Luego el Papa León III condenó el adopcionismo en un sínodo romano (798). En un nuevo sínodo en Aquisgrán (800), Alcuino refutó a Félix de Urgel y éste repudió la herejía. El adopcionismo desapareció por completo con la muerte de Elipando de Toledo en el 803.

Otra controversia teológica fue la suscitada en torno al tema de la predestinación. El autor de ciertas teorías erróneas sobre este tema fue Godescalco, un monje del monasterio de Fulda, que estudiando a San Agustín y a San Fulgencio de Ruspe no les entendió. Sus conclusiones fueron que existe una doble predesti­nación: a la vida y a la muerte. El que está predestinado a la muerte no podrá jamás convertirse y salvarse, como quien está predestinado a la vida no puede condenarse. Los réprobos no han sido redimidos ni pertenecen a la Iglesia. Los textos de la Escritura que afirman la voluntad salvífica de Dios se refieren, pues, sólo a los elegidos.

El principal opositor de esta doctrina fue el abad del mismo monasterio de Fulda, Rábano Mauro, futuro arzobispo de Maguncia, que escribió una obra sobre la predestinación dedicada a Notingo de Brescia, a quien Godescaldo había intentado atraer a su doc­trina. Estos errores fueron condenados en los sínodos de Maguncia (848) y de Quiercy (849). En la controversia sobre el tema inter­vino, junto a Rábano Mauro también Hincmaro de Reims. En un se­gundo sínodo en Quiercy (853) se definió la existencia de una única predestinación. Dios quiere que todos se salven y Cristo murió por todos los hombres.

En el siglo IX también se suscitaron dudas y disputas en torno a la Eucaristía. No se dudaba de la presencia real, sino sobre el modo de esta presencia real del Señor en la Eucaristía. Pascasio Radberto, abad del monasterio de Corbi, en un libro escrito en el año 831, con expresiones que le hacían sospechoso de error,como por ejemplo: "En la Eucaristía no hay otra carne que la que nació de María, sufrió en la cruz y resucitó del sepulcro". Rábano Mauro las refutó porque creía ver en ellas una interpretación cafarnaítica. También Ratramno de Corbie escribió en el 853 una obra contra Pascasio Radberto, en la que distingue dos presencias en Cristo: una sacramental y otra que cae bajo los sentidos; distinguía asimismo entre la figura y la verdad del Sacramento.

Más tarde, en 1046, Berengario de Tours defendió las doctri­nas de Ratramno de Corbie contra las de Pascasio Radberto, pero exagerando la figura en contra de la presencia real. Según él, en la Eucaristía "no está el verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo, sino sólo una figura e imagen". Enterado de estas doctrinas, que ya le habían reprochado sus compañeros, el Papa León IX las con­denó en un sínodo romano (1050). Al mismo tiempo el Papa invitaba a Berengario a que se presentara en el sínodo de Vercelli, pero no obedeció. Se repitió allí la condena. En 1054 Hildebrando, como Legado papal, presidió un sínodo en Tours, en el que Beren­gario fue obligado a retractarse. Pero no mantuvo su palabra. Por lo mismo, en 1059, fue invitado por Nicolás II a presentarse nuevamente al sínodo romano. Berengario quemó públicamente sus libros y abjuró de sus errores. Pero muy pronto recayó de nuevo en sus doctrinas erróneas. En 1079 fue llamado de nuevo a Roma por el Papa Gregorio VII y, en el sínodo presidido por el Papa, Berengario firmó una profesión de fe que le fue presentada. Aún tuvo que presentarse de nuevo ante el sínodo de Burdeos (1080). Murió nonagenario, arrepentido de sus errores.

Todas estas disputas en torno a la Eucaristía, en las que intervinieron tantos Papas, no tuvieron ninguna repercusión en la vida del pueblo. Como nacieron desaparecieron al morir sus autores.

Más repercusión tuvo la doctrina de los paulicianos, que se propagó bastante entre los pueblos eslavos pertenecientes al Im­perio bizantino e influyó en otras sectas como los Cátaros. Esta secta fue fundada por los hermanos Paulo y Juan de Samosata. En realidad, esta secta se deriva del antiguo maniqueismo y está em­parentada con los priscilianistas. Según ellos María no es verda­dera madre de Dios porque Cristo tenía un cuerpo sólo en aparien­cia (docetismo). La secta no admitía ningún culto exterior y su moral era sumamente corrompida. Fueron perseguidos por varios edictos imperiales desde León V hasta Alejo I (1081-1118). Alejó I llegó a quemar al jefe de la secta, el médico Basilio.

 

Historia de la Iglelsia Edad Media: Herejías

B) HEREJIAS

En contraposición a la situación de la Alta Edad Media, sin apenas herejías, el siglo XII fue un siglo agitado, en eferves­cencia religiosa, lleno de tensiones de fe. La reforma gregoriana ha producido sus frutos de conversión y de vida religiosa. Pero no ha satisfecho a muchos espíritus. El contraste entre las metas propuestas y la realidad alcanzada exasperó a muchos reformados exaltados. 

A partir del siglo XII brotan, pues, diversos movimientos heréticos, que se extendieron rápidamente entre el pueblo. Se trató de corrientes heréticas antieclesiásticas, que procedían, por una parte, de las primitivas herejías gnóstico-maniqueas y, por otra parte, también eran formas nuevas derivadas de ciertos ideales exagerados de reforma. La decadencia de la vida cristia­na, la riqueza, lujo y vida mundana de los eclesiásticos provocó, como reacción, estas formas extremistas, favorecidas también por la nueva burguesía, que se estaba formando y que llevaba muy arraigado el afán de independencia y oposición a la Iglesia. Influyó también la pérdida de autoridad eclesiástica en las continuas luchas entre el Pontificado y el Imperio.

Los movimientos heréticos más fuertes del siglo XII nacieron de una búsqueda de autenticidad cristiana. Surgen como protesta contra una realidad eclesiástica que pedía a gritos su reforma. Las costumbres del clero, la organización y secularización de las estructuras de la Iglesia, el poder y riqueza eclesiásticos son la raíz de todos estos movimientos, que  terminaron por romper con la Iglesia y cayeron en lo mismo que criticaban. El despojo de los bienes eclesiásticos como medio de reforma de la Iglesia terminó por confundir las aspiraciones de carácter religioso con intereses materiales. Queriendo, pues, purificar a la Iglesia, se encontraron defendiendo sus intereses materiales.

Entre los predicadores radicales antieclesiásticos podemos citar a Pedro de Bruis, en el sur de Francia. Hacia el año 1126 le quemó vivo una turba popular excitada, oyéndole hablar contra la Iglesia y mandando a sus secuaces profanar los templos, derribar altares, quemar cruces y maltratar a los sacerdotes. En Bretaña, tronó igualmente contra las iglesias y monasterios Eón de Stella. Sus fantásticas doctrinas parecieron a los teólogos producto de una mente enferma. Hacia 1148 murió en la prisión del arzobispo de Reims. El más influyente de los radicales de estos años fue Arnoldo de Brescia, discípulo de Abelardo y canónigo regular, que llevó hasta el extremo las ideas reformistas de la época, postulando una iglesia ambulante, de pobreza apostólica, exigiendo a los sacerdotes y obispos el menosprecio del mundo y la humildad. Murió como los demás, procesado por Federico I en 1155.

 

1) Los Cátaros o Albigenses

La herejía más significativa de esta época fue la de los Cátaros (los puros), influenciados por los paulicianos. Hacia el año 1150 estaban muy extendidos en el sur de Francia y en las cercanías de Albi (de donde se les dio el nombre de Albigenses). Los Cátaros profesan el dualismo: hay dos principios, el del bien, del que proceden el alma y los seres espirituales, y el del mal, del que proceden el cuerpo y los seres materiales; el alma y los espíritus están encarcelados en la materia por causa del pecado. Niegan la libertad de la voluntad humana. Dios redime al alma y a los seres espirituales por Cristo encarnado aparentemen­te, pues en cristología son docetistas; Cristo no es hijo de Dios, sino de un ángel y sólo aparentemente se hizo hombre en el seno de María. Este Cristo vive, sufre y muere en un cuerpo aparente. En el bautismo del Jordán, el Espíritu entra a morar en él, y allí permanece hasta la glorificación de Cristo, desciende luego sobre los apóstoles y se comunica a los creyentes por el bautismo, que no es para los cátaros bautismo de agua, sino un exorcismo. No es que Cristo salve a los hombres con su muerte, sino enseñándoles la manera de libe­rarse de la materia, desligán­dose de todo contacto con ella me­diante la mortificación y ayunos y la privación de toda relación sexual. Esto les lleva a condenar el matrimonio. Rechazan, igual­mente, la Iglesia visible: jerarquía, sacerdocio, culto...No ad­miten el juramento ni la guerra ni la autoridad civil, negándose a cumplir el servicio militar.

Entre los Cátaros se distinguen los perfectos y los oyentes. Los perfectos son los apóstoles de la secta; profesan el celiba­to, la pobreza rigurosa; no comen carne, no por ascética, sino por sus doctrinas maniqueas. El rito de entrada en la categoría de perfectos era el "bautismo del espíritu" o "consola­mentum". En realidad son una minoría. Frente a esta vida de rigidez, los oyentes, que son la mayoría, ya no viven una vida tan per­fecta. Cada mes en una liturgia propia hacían una especie de confesión pública y genérica de los pecados para recibir la bendición de los perfectos. Sólo a la hora de la muerte estaban obligados a recibir el "bautismo del espíritu", administrado por los perfectos y que consistía en la imposición de manos y la entrega del Padrenuestro. Este rito era la condición indispensa­ble para la salvación.

A finales del siglo XII ya se habían extendido por toda Europa, aunque aparezcan con diversos nombres, según las diversas regiones. Durante un siglo el catarismo fue una verdadera preocu­pación para la Iglesia y para los Estados. Aunque su represión se comenzó muy pronto, tuvo que pasar un siglo para que el movimiento pudiera ser dominado. En el Concilio III de Letrán se dictó el canon tercero expresamente contra ellos y se promovió una cruzada para extinguirlo, aunque nunca se realizó. Inocencio III actuó enérgicamente contra ellos. Al principio pidió ayuda al Rey de Francia para combatirlos. Como no dio resultado, en el sur de Francia, donde los Cátaros tenían su foco principal, emprendieron la lucha el Obispo Diego de Osma y Santo Domingo de Guzmán con lo que se llamó "la misión pobre". No acabaron con ellos e Ino­cencio III promoverá una verdadera cruzada, dirigida por Simón de Monfort, que actuó con suma dureza contra los herejes. La guerra se prolongó hasta el año 1229 en que se firmó un tratado de paz en París. Con esta lucha y con la ayuda de la Inquisición se logrará la conversión de los Cátaros franceses, aunque aún pervivieron en otros lugares, como el norte de Italia y Bulgaria.

 

2) Los Valdenses

El fundador de los Valdenses fue Pedro Valdés, un rico comerciante de Lyón. Impresionado por la vida de San Alejo y por la lectura del texto del Evangelio "Si quieres ser perfecto..." (Mt 19,21), hacia el año 1173 repartió sus riquezas -después de proveer a su mujer y a una hija menor- y empezó a practicar la vida apostólica y pobre, yéndose con algunos compañeros como predicador itinerante de penitencia. De dos en dos, por las calles y plazas, en las casas e iglesias, Pedro y los suyos predicaban la pobreza y el seguimiento de Cristo.

En el contexto en que se produjo este comienzo de los Val­den­ses no tenía nada de extraño. La predicación de la reforma, los ideales de pobreza y de piedad, como oposición a la vida del clero, había creado el ambiente propicio para conversiones como la de Pedro Valdés. Lo llamativo fue el hecho de que a los seis años de su conversión (1173) había creado en torno a él un movi­miento organizado. Su forma de vida en pobreza total era la nota llamativa en su aspecto externo. En boca de los Valdenses, el lema "¡Vuelta a la Iglesia pobre de los Apóstoles!" tenía un sentido esencialmente religioso. El fervor de estos "pobres de Lyón" era ejemplarmente evangélico; se sentían enviados como ovejas en medio de lobos. Pero, pronto, su ardor y decisión en la predicación les llevó a chocar con los eclesiásticos a quienes estaba reservado el ministerio de la predicación. Su vida constituía una provocación para el mundo cristiano y, en primer lugar, para la jerarquía y las abadías.

El uso de la lengua vulgar ayudó a su éxito insospechado. Pero, inflamados de fervor, en realidad no tenían apenas prepara­ción para predicar. El cronista del Concilio III de Letrán los describe como "gentes simples, sin letras", añadiendo: "estas gentes no tienen domicilio fijo en parte alguna; circulan en parejas con los pies descalzos, vestidos de lana, no poseen nada, teniéndolo todo en común como los Apóstoles (He 2,44), siguen desnudos a Cristo desnudo. Comienzan muy humildemente porque todavía no han tomado pie. Si les dejamos hacer seremos nosotros los que quedaremos al margen".

El arzobispo de Lyón les prohibió predicar. Con todo, el Papa Alejandro III trató con benevolencia a Valdés, ya que su profe­sión de fe era correcta. La única limitación que les impuso  el Papa y el Concilio III de Letrán (1179) fue la de no predicar sin permiso de los obispos o del clero. Reclamándose al texto de los Hechos "Es preciso obedecer antes a Dios que a los hombres" (5, 29), no obedecieron, lo que les llevó a la ruptura abierta con la Iglesia. Incomprendidos, se endurecieron y se radicalizaron en sus tendencias erróneas. Fueron condenados en el concilio de Verona en 1184.

Los Valdenses, tanto en su doctrina como en su vida, tienen muchos puntos en común con los Cátaros: rechazaban la Iglesia visible, el culto y el sacerdocio; rechazaban los sacramentos, a excepción de la Eucaristía, pero exigiendo la santidad de los ministros para que tuviera eficacia. Exigían la supresión de los diezmos, del servicio militar y del juramento. Predicaban la ineficacia de las limosnas, ayunos, misas, oraciones por los difuntos; despreciaban los lugares de culto y las asambleas litúrgicas, altares; negaban el purgatorio. Apreciaban, en cambio, grandemente la Biblia. Como los Cátaros se dividían en perfectos y creyentes o simpatizantes de los perfectos. Los perfectos estaban obligados a una vida moral rigurosa; hacían voto de castidad, pobreza y obediencia a sus superiores; se abstenían de todo trabajo manual, dedicando toda su vida a la predicación. Vivían de las limosnas de los creyentes. De dos en dos recorrían Francia predicando el Evangelio.

El influjo de los Valdenses fue amplísimo; rápidamente se extendieron por el sur de Francia y por el norte de Italia. Pero muy pronto, la secta se dividió en dos ramas. Por un lado la francesa que, a pesar de sus herejías doctrinales, se mantuvo de algún modo unida a la Iglesia. Y, por otro lado, la italiana o lombarda, que se hizo cada vez más radical, dejando toda vincu­lación con la Iglesia. Los valdenses italianos se extendie­ron por Alemania, Bohemia, Moravia, Hungría y Polonia. Más tarde los valdenses se fueron uniendo a otros movimientos heréticos como a los husitas en el siglo XV o al calvinismo en el siglo XVI. Sólo unos pocos permanecieron independientes y aún perduran sobre todo en Italia.

 

3) Otras sectas y herejías

Cátaros y Valdenses sucumbieron ante la concentrada voluntad de defensa de la Iglesia. La cruzada, la predicación de las órdenes mendicantes y la Inquisición acabaron con esta crisis peligrosa para la vida de la Iglesia. Pero con las herejías organizadas en sectas, corría el deseo de muchos sectores populares de unas formas de piedad que sobrepasaran el bajo nivel de vida cristiana corriente. Ese deseo florecía en las capas populares de las mismas órdenes mendicantes, señaladamente de los franciscanos y también en agrupaciones casi monásticas del mundo laical, como beguinas y begardos. [1] Todos ellos proponían la exigencia de la vita vere apostolica, a fin de tomar realmente en serio la imitación de Cristo. Y esto, no sólo para ellos, sino para toda la cristiandad. Donde no se aceptaba este criterio, se les achacaba de apóstatas del cristianismo. Así se proclamaba que la Iglesia institucional y jurídica debía ser superada y sustituida por una iglesia espiritual, que tomase radicalmente en serio las exigencias del Evangelio, de modo particular el Sermón del monte. Se tendía, pues, a una iglesia invisible, sin jerarquía, sacramentos y culto externo, en la que imperara el espíritu de pobreza, de paz y de inteligencia espiritual de la Escritura. Esta era la época del Espíritu.

En la fiebre de reforma, a partir del siglo XII, fueron incontables los fanáticos fundadores de sectas, que encontraron seguidores fanáticos como ellos. En una enumeración rápida:

En los Países Bajos, Tanquelmo (+1124), predicador apasiona­do contra los sacerdotes, sacramentos y contra los mismos tem­plos, afirmaba que era Hijo de Dios y esposo de la Virgen (públi­camente se desposó con una imagen de la Virgen). A pesar de su rudeza tuvo muchos seguidores. Fue asesinado por un clérigo.

Eón de Stella, otro apasionado predicador que alcanzó gran éxito entre la gente sencilla, predicó en Bretaña que él era Hijo de Dios, juez de vivos y muertos. Sus prédicas apocalípticas hicieron que le rodearan muchos entusiastas penitentes. Lo seguía también toda una banda que robaba y destruía salvajemente todo lo que encontraba de propiedad de las iglesias. El arzobispo de Reims lo encarceló y el sínodo de Reims lo condenó a cadena perpetua como loco peligroso. Murió en 1151.

El sacerdote Pedro de Bruy enseñaba por el sur de Francia, impugnando el bautismo de niños, la construcción de iglesias, las cruces, la misa, los ayunos...Según el testimonio de Pedro el Venerable, su doctrina se "extendió como una peste, matando a muchos e infectando a otros". Sus fanáticos seguidores, los Petrobrusianos, perseguían a los sacerdotes y a los monjes. Sorprendido por el pueblo asando carne en una hoguera hecha con cruces en el Viernes Santo de 1132, fue quemado vivo en la misma hoguera, pasando así "de un fuego a otro fuego, del temporal al eterno"(P. el Venerable). Sus errores fueron condenados por el Concilio II de Letrán (1139).

Los luciferianos veneraban a Satanás, afirmando que había sido injustamente expulsado del cielo. En otros aspectos seguían las doctrinas de los Cátaros.

Gerardo Segarelli (1260) fundó los Hermanos apóstoles, que profesaban una rigorosísima pobreza. No fueron aprobados por la Iglesia. Al invitarlos a unirse a alguna Orden con regla fija, se rebelaron, renegando de la Iglesia visible. Un ejército cruzado acabó con ellos en 1307.

Amalarico de Bena, profesor de París, afirmaba en sentido panteístico que todo cristiano es un miembro de Cristo. Fue depuesto de su cátedra; apeló al Papa, que lo condenó. Murió en 1204. Pero sus doctrinas las siguió, aún más exageradas, David de Dinant, que afirmaba que el Creador y la criatura son un mismo todo. En Dios existe un triple período y una triple encarnación: el Padre se encarnó en Abraham, el Verbo en Cristo y el Espíritu Santo en los fieles. Por esto los fieles son Dios como Cristo era Dios. Estas doctrinas fueron condenadas en los sínodos de París de 1201 y de 1210. Algunos de estos herejes fueron quemados vivos por orden de Felipe Augusto de Francia.

Estas ideas de Amalarico de Bena las profesaban los Hermanos y Hermanas del espíritu libre, secta muy extendida por Alsacia y en la cuenca del Rin, donde se los conocía como begardos o beguinos. Fueron condenados por diversos sínodos de Colonia y Maguncia. Clemente V los condenó definitivamente en el Concilio ecuménico de Vienne en 1311.

Más conocido y más importante fue Joaquín de Fiore (+ 1202), abad de un monasterio cisterciense de Calabria, gran asceta y reformador de la Iglesia. Joaquín de Fiore, prolífico escritor de ideas apocalípticas [2], anunciaba un mundo venidero en el que se predicaría el Evangelio eterno a todos los hombres. Para él, la historia de la Iglesia se divide en tres edades, presidida cada una de ellas por una Persona de la Trinidad. La primera época corresponde al Padre, es la etapa de la ley, la época carnal, anterior a Cristo, época de los laicos y de los casados; la segunda es la carnal-espiritual, que va desde Cristo hasta Joaquín de Fiore; es la época de los clérigos; y la tercera es la época del Espíritu Santo, la espiritual, que comienza con Joaquín de Fiore y dura hasta el fin del mundo. Es la época de los monjes, de los hombres espirituales. Esta edad espiritual, en que se realizará el Evangelio Eterno, tendrá como profetas y mensajeros los miembros de una nueva orden "de los justos", que suplantará a la Iglesia corrompida de los clérigos.

Sus escritos no fueron nunca condenados. Pero sus ideas fueron más exageradas aún por los joaquinitas, que dividían la historia de la Iglesia en tres épocas: Petrina, Paulina y Joánica o del Espíritu Santo. Al atribuirse a sí mismos la identificación de la última Iglesia fueron condenados ellos y tal doctrina en 1210.

Estas ideas fueron aceptadas por los espirituales. Algunos franciscanos fanáticos creían que la tercera época anunciada por Joaquín de Fiore había empezado con la fundación de su Orden. Ge­rardo de Borgo San Donnino, en su Introducción al Evangelio eter­no, enseñaba que la Iglesia tenía que ceder su puesto al Evange­lio eterno, como el Antiguo Testamento había cedido el puesto al Nuevo. Este movimiento se proponía la renovación de la Iglesia despojada de toda riqueza y poder político, llegando a creer que había llegado el momento de cumplirse al ser elegido Papa Celes­tino V, el "Papa angélico". Gerardo fue encarcelado y su libro quemado públicamente en 1255. Otros espirituales famosos fueron Ubertino da Casale, autor de Arbor vitae crucifixae, y Juan Olivi, el más docto de los espirituales, que escribió una obra titulada Postilla in Apocalypsim para corregir algunas ideas de Joaquín de Fiore; pero fue también condenado por Juan XXII en 1328.

 Historia de la Iglelsia Edad Media:  La Inquisición

C) LA INQUISICION MEDIEVAL

Una vez que el Imperio romano se convirtió al cristianismo, las leyes condenaban no solamente a los transgresores de las normas civiles sino también, en algunos casos, a los transgreso­res de las leyes eclesiásticas. Constantino, en el 316, dio un decreto por el que se confiscaban los bienes de los donatistas y, en el 325, desterró a Arrio y a varios obispos por herejes. En la misma línea siguió Teodosio que aplicó a los herejes las penas impuestas contra los maniqueos: incapacidad de heredar. Amenazó además con la pena de muerte a los encratitas y acuari­nos. Estas leyes de Teodosio fueron confirmadas por Arcadio en el 395.

Los Padres de la Iglesia estaban de acuerdo con estas dispo­siciones civiles contra los herejes. San Agustín, al principio de su lucha contra los donatistas, era contrario a la interven­ción del brazo secular; pero después, debido a la pertinacia y brutalidad de los donatistas, la consideró necesa­ria. Y lo mismo pensaban San Ambrosio, San Jerónimo, San León Magno,etc... San Bernardo, recogiendo esta tradición, escribe: "Es de alabar el celo de aquellos católicos en la defensa de la fe; pero su proceder no es digno de alabanza ni de imitación, porque la fe se ha de persuadir con razones, no imponer por la fuerza. Aunque indudablemente sería mejor castigarlos con la espada de aquel que no en vano debe llevarla antes de permitir que pasen muchos a sus errores, pues el que lleva la espada, siendo ministro de Dios, debe ejercer la justicia castigando al que obra mal".

Esta mentalidad, convertida en método y sensibilidad, se hizo presente en los siglos de las grandes explosiones heterodo­xas del bajo medioevo. Pedro el Venerable en su escrito Contra los herejes petrobrusianos, recordando que la violencia contra ellos ha de ser aplicada "si fuera necesaria" por los laicos, afirmaba que debía trabajarse más "en convertirlos que en exter­minarlos". Pero el brotar de las sectas y herejías anárqui­cas del siglo XII, que hemos reseñado, obligaron a la autoridad civil a tomar severas medidas contra la herejía.

En estos momentos en que se introducían estos procedi­mientos a veces bastante violentos, los decretalistas defendían el axioma de que contra los herejes se debe proceder "no zelo ultionis, sed amore correctionis". Pero los sistemas de persua­sión y de diálogo, como medios para atraer a la verdad a los herejes, resultaron ineficaces. El mismo Inocencio III los usó largamente sin resultados duraderos. "Prefieren morir que con­vertirse", escribe San Bernardo. El Papa Lucio III, en el Con­cilio de Verona (1184) mandó a los obispos visitar una vez al año los lugares sospechosos de herejía y examinar a los herejes. Y, si los obispos lo consideraban oportuno, podían pedir la ayuda de la fuerza pública para castigar a los herejes. Estas decisio­nes fueron aprobadas por Federico Barbarroja, presente en el Concilio. Así se iba creando la Inquisición, como instrumento para defender la fe y la comunión eclesial y también como defensa de la misma sociedad. El Estado y la Iglesia se asociaron para la mutua defensa de lo que se juzgaba un bien común y primario: la fe. El derecho civil y canónico se unieron. Para Graciano la herejía es una violación del bien común de la Iglesia y del Estado.

Mientras la Jerarquía y los grandes escritores medievales consideraron ilícita la coacción para conducir a los paganos a la fe, siguiendo el principio agustiniano de que "el hombre no puede creer si no es por su espontánea voluntad", los príncipes cristianos, -en España, en Francia y en Europa septentrional-, usaron con frecuencia la fuerza para imponer la conversión de los pueblos conquistados. Mientras esto era condenado por los Papas y Obispos, sin embargo Papas y Obispos admitían el uso de la fuerza para llevar a los herejes a la verdadera fe. Se considera­ba que un bautizado no puede perder la fe sino culpablemente. La herejía aparece, por tanto, como un error culpable contra la verdad, como un crimen contra la sociedad, como una perturbación del orden civil, fundado en la religión. Esto se mostraba evi­dente, por ejemplo, en el caso de los Cátaros, que negaban el matrimonio, la propiedad privada, el trabajo manual y toda forma de autoridad. La herejía era, por tanto, vista como una traición merecedora de la muerte. Inocencio III dirá que quien reniega de Cristo comete una culpa más grave que el delito de lesa majestad, castigado con la muerte.

El inicio de las medidas contra los herejes fue paralelo a su presencia y organización. La primera toma de posición frente a ellos surgió de los Obispos y de los sínodos provinciales. Cuando éstos se sintieron impotentes  entraron en acción el Papa y los concilios generales. Al proliferar la herejía de los Cáta­ros por la Provenza, los sínodos de Aviñón (1209) y de Montpe­llier (1215) pidieron que en cada parroquia algún clérigo y al­gunos laicos se obligaran bajo juramento a denunciar a los here­jes. Estas disposiciones fueron confirmadas en el Concilio ecu­ménico del año 1215. Gregorio IX, en 1231, instituyó la Inquisi­ción como tribunal permanente contra los herejes, confiándolo a los Dominicos. El cuerpo jurídico de la Inquisición fue recogido en las Decretales de Gregorio IX y en las Clementi­nas.

La Inquisición actuaba inquiriendo expresamente la presencia de herejes en los pueblos y ciudades. El nombre del acusador no se hacía público. El acusado tenía derecho a indicar quiénes eran sus enemigos y éstos ya no podían testimoniar en su contra. El interrogatorio del acusado versaba sobre sus doctrinas. La tortu­ra no se introdujo hasta Inocencio IV. Esta se aplicaba cuando la culpa era evidente. Con ella se buscaba que el reo admitiera su culpa. No se podía usar con los enfermos y ancianos (aunque no faltaron abusos en esto). El reo podía retractarse, incluso después de haber confesado por medio de la tortura. En cuanto a la sentencia, había tres posibilidades. Si el hereje se arrepen­tía sinceramente, recibía una penitencia eclesiástica ordinaria. Si el arrepentimiento no parecía sincero a los jueces, el hereje era condenado a cárcel perpetua. Sólo los contumaces eran entre­gados al brazo secular. Cada parte del proceso estaba sometida a la vigilancia del Obispo del lugar y del Inquisidor general.

Una vez acusados los herejes, el Inquisidor promulgaba el edicto de gracia, prometiendo la inmediata absolución a quien confesase la propia culpa. Terminado el plazo fijado, se pro­mulgaba el edicto de fe, que citaba a juicio a todos los sos­pechosos de herejía (y que no hubiesen aceptado el edicto de gracia). Si el acusado confesaba, era absuelto. Si negaba, podía ser sometido a tortura, aunque sólo raras veces se recurría a ella (aunque se dieron abusos como los del inquisidor Conrrado de Magdeburgo, que terminó asesinado por venganza). Antes de dictar la sentencia era obligatorio escuchar el parecer de "hombres probos", consultores escogidos entre las diversas clases sociales. Después el acusado podía ser absuelto o condenado a varias penas o, en los casos graves y de contumacia, entregados al brazo secular que los condenaba a muerte. La Jerarquía ecle­siástica no pronunciaba nunca la pena de muerte; se limitaba a constatar el delito de herejía y a entregar al culpable a la autoridad laica competente, que lo castigaba con las penas correspondientes (hasta la muerte) por haber atentado, no solo contra la fe, sino también contra la sociedad.

La Inquisición ha sido una de las instituciones eclesiásti­cas más criticadas. Como en todas las cuestiones históricas, es preciso situarse, para comprenderla, en el momento y circunstan­cias en que nació. Muchas de las herejías, que determinaron su creación, eran también un peligro para el orden social. Dada la interdependencia entre el Imperio y el Papado, lo civil y lo eclesiástico, la Inquisición sirvió muchas veces para evitar el desorden de la sociedad y también para no dejar al arbitrio de los poderes políticos la aplicación de la justicia en las cues­tiones religiosas; en ocasiones evitó también que los herejes fueran linchados por el pueblo. En la regulación jurídica de la Inquisición aparece una fuerte voluntad de hacer justicia y un deseo de recuperación de las víctimas por encima de todo. Lo más injustificado de la Inquisición, por prestarse a abusos y vengan­zas personales, fue la aceptación de las denuncias anónimas. La falta de un defensor para el acusado y la aplicación de la tor­tura y la pena de muerte han dado motivos para las críticas que la Inquisición ha recibido en los siglos posterio­res, aunque se hayan seguido practicando sus procedimientos hasta nuestros días en el orden político.



     [1] Las beguinas eran asociaciones de mujeres piadosas, vírgenes y viudas que, sin votos religiosos, querían llevar vida común, formando los beaterios de beguinas. El nombre parece que se debió al color gris (bigio) del hábito.

     [1] Es autor, entre otras obras, de Concordia del Antiguo y del Nuevo Testamento, Salterio de las diez cuerdas. Exposición del Apocalipsis.

 


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