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Historia de la Iglesia Edad Media: Índice y Presentación

 

Emiliano Jiménez
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Historia de la Eda Media

 

                                     INDICE

 

PRESENTACION     

1. Teología de la historia    

2. Etapas de la historia de la Iglesia    

 

I. CAIDA DEL IMPERIO ROMANO DE OCCIDENTE       

1. Invasiones germánicas  

2. La conversión de los francos  

3. Evangelización de los germanos  

4. Gregorio Magno 

 

II. IMPERIO Y PONTIFICADO

1. Los Estados Pontificios  

2. Carlomagno: El Sacro Imperio Romano  

3. La "edad de hierro" del Pontificado 

4. Lucha de las investiduras 

 

III. LAS ORDENES RELIGIOSAS      

1. Los monjes de Oriente 

2. Los benedictinos

3. Monjes irlandeses

4. Cluniacenses

5. Nuevas formas de vida contemplativa

6. Los canónigos regulares

8. Las órdenes de caballería

9. Las órdenes mendicantes

 

IV. ORIENTE SE SEPARA DE ROMA        

1. Recelos y diferencias

2. Los iconoclastas

3. Cisma de Focio

4. Cisma definitivo de Miguel Cerulario

 

V. EL ISLAM Y LA CRUZADA

1. El nacimiento del Islam

2. Lucha contra el Islam en España

3. Las cruzadas

 

VI. CONTROVERSIAS, HEREJIAS E INQUISICION

1. Controversias teológicas

2. Herejías

2. Herejías

 

VII. PENSAMIENTO MEDIEVAL CRISTIANO    

1. Primeras manifestaciones teológicas

2. El renacimiento carolingio

3. El nacimiento de las universidades

4. La Escolástica

5. La mística medieval

 

VIII. ASPECTOS DE LA VIDA CRISTIANA   

1. Vida cristiana en la Edad Media

2. La liturgia, sacramentos y devociones

3. La disciplina penitencial

4. Formación y celibato del clero

5. Arte medieval: del románico al gótico

 

IX. OCASO DE LA EDAD MEDIA        

1. De la universalidad al nacionalismo

2. El exilio de Aviñón

3. El cisma de Occidente

4. Conciliarismo

5. Herejías de Wiclef y Hus

6. Clamor de Reforma y el Renacimiento


Historia de la Edad Media

                                        PRESENTACION

 

1. Teología de la historia

La revelación de Dios y la encarnación de Cristo son la base de la historia de la Iglesia. Dios se ha revelado a través de hechos y de palabras: "El plan de la revelación se realiza por hechos y palabras intrínsecamente ligados; los hechos que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman el mensaje y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman los hechos y explican su misterio" (DV,n.2). 

En la historia de la Iglesia podemos otear la acción que el Espíritu Santo viene obrando sobre la tierra y el dinamismo que ha creado en los cristianos a través de los tiempos. Es la his­toria de la salvación, pues Dios es el Señor de la historia y como tal la conduce. La encarnación de Dios (Jn 1,14) es la base de la Iglesia y el principio de su historia. Cristo anunció la extensión de su reino con un crecimiento inesperado (Mt 13,31;Mt 28,19s). El crecimiento de la Iglesia sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (Ef 2,10) y bajo la dirección del Espíritu Santo (Jn 16,13) es la fuerza que guía la historia de la Iglesia. Este desarrollo de la Iglesia se manifiesta en el culto, en la teología, en la administración, en la doctrina y en la compresión de sí misma, siempre mayor a lo largo de los siglos. El contacto con los diversos pueblos y culturas ha provocado en la Iglesia cambios profundos. Este desarrollo no siempre ha seguido una lí­nea recta: "Dios escribe derecho con líneas torcidas", pues este desarrollo se ha llevado a cabo bajo la asistencia del Espíritu Santo (Mt 16,18;28,20). Pretender eliminar las innumera­bles debi­lidades, deficiencias y tensiones de la historia de la Iglesia equivaldría a querer limitar el dominio de Dios sobre ella.

La Constitución GS nos recuerda que "la Iglesia, por virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como fiel esposa de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo", sin embargo, la Iglesia sabe muy bien que "no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al Espíritu de Dios" y sabe también que aún hoy día "es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de sus mensajeros, a quienes está confiado el Evangelio".

La Iglesia desde el principio está llamada a extenderse en todos los pueblos "hasta los confines de la tierra" (Mt 28,19s). Sólo al fin de los tiempos irrumpirá el reino de Dios con toda su plenitud. Hasta entonces es Iglesia de pecadores, necesitada de renovación todos los días. Pero en su esencia, a lo largo de su historia, la Iglesia permanece fiel a sí misma, infalible en su núcleo e inequívocamente inmutable. Esta realidad divina, inmutable de la Iglesia, es perceptible en la fe y es lo que hace de la historia de la Iglesia teología, lo que no significa que la teología tenga que modificar los hechos históricos, sino que da una luz para interpretar los acontecimientos tal como han sucedido.

Somos, al mismo tiempo, herederos y protagonistas de la historia de la Iglesia. Es nuestra historia, con lo que de ella nos gusta y con lo que no nos agrada tanto. En ella conocemos nuestros orígenes. La Iglesia es el cuerpo de Cristo. Somos sus miembros con todo lo que somos, con nuestras cualidades y defectos. Nada extraño que en su historia nos encontremos con deficiencias y pecados. Pero en esa historia está la acción de Dios, "pues el Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos, está presente en esta evolu­ción" (GS,n.26). Para mirar al futuro con esperanza necesitamos ahondar en nuestras raíces, conocer la historia, con sus grandezas y miserias, de la que procedemos. Amar a nuestra Madre, la Iglesia, significa asomarnos a su historia, conocer el ayer de nuestra comunidad de fe, esperanza y de amor, que nos engarza a través de las diversas generaciones con Jesucristo, nuestro Señor. Tantos santos, tantos misioneros han mantenido viva la tradición de la Buena Noticia para que llegara hasta nosotros:

Cristo, el único mediador, instituyó y mantiene continua­mente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor, como un todo visible, comunicando median­te ella la verdad y la gracia... La Iglesia "va peregrinan­do entre las persecucio­nes del mundo y los consuelos de Dios",[1] anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga. Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufri­mientos y dificultades internas y externas y descubre fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor (LG,n.8).

El nombre de Jesucristo y su salvación se han ido trans­mi­tiendo de generación en generación durante veinte siglos hasta llegar a nosotros. Esta transmisión se realiza, no a través de un libro escrito, sino en la comunidad de los que escucharon la llamada de Dios proclamada por Jesucristo, es decir, por la Iglesia. Por eso, nos encontramos con Jesús en la tradición de la Iglesia, en la historia de la Iglesia. Los acontecimientos y personas, que constituyen la historia de la Iglesia, nos intere­san hoy a nosotros, que entramos en esa historia de salvación. La historia no es el pasado, sino el pasado que llega vivo hasta el presente. Ciertos acontecimientos, fuerzas e ideas del pasado mantienen esta pervivencia. Para que algo sea historia no basta con que sea cierta su existencia histórica, sino que es necesario que tenga repercusión histórica.

La presencia de la Iglesia en el mundo no puede ser conce­bida sino en clave de historia de salvación, es decir, dentro del plan salvífico que Dios ha querido para la humanidad y que se realiza en el tiempo que llamamos historia. Aconteci­mientos y personalidades, hechos externos van unidos a las manifestaciones de la vida interna de la Iglesia; la vida interna y el acontecer externo esclarecen, en su relación recíproca, la plenitud viva del misterio de la Iglesia. La historia de la Iglesia es teolo­gía, pues es historia de salvación, misterio de la salvación de Dios, Señor de la historia, que la conduce por caminos insospe­chados y no se deja vencer por el pecado de los hombres con quienes hace esa historia.

La historia de la Iglesia no puede olvidar que es historia de la Iglesia, que tiene su origen en Jesucristo, con un orden jerárquico y sacramental establecido por El, que camina en el tiempo asistida por el Espíritu Santo y se orienta a la consuma­ción escatológica. Esta identidad de la Iglesia se mantiene a través de todos los cambios de forma en que se manifiesta a lo largo de todas las épocas.

El tiempo que media entre Cristo y su parusía es el tiempo de la Iglesia en el mundo. Tiempo misterioso de crecimiento y de lenta madurez, semejante al grano de mostaza de la parábola evan­gélica. Como el grano de trigo germina y brota, echa tallo y espiga, pero permanece siempre trigo, así la Iglesia realiza su ser y misión en el proceso histórico con formas diver­sas, pero permanece siempre igual a sí misma. La semilla sembrada por Cristo está madurando hasta llegar a su plenitud "para com­pletar en nosotros lo que falta a la pasión de Cris­to" (Col 1,24). Es el camino del hombre hacia Dios. La Iglesia no es otra cosa que la presencia del Espíritu de Cristo continuada en el mundo a través de la predicación de la fe y la actuación de la comunión con Cristo por parte de su pueblo, con toda la libertad del hom­bre y la gracia de Dios. Cristo quiso que la Iglesia fuera comu­nidad de hombres, bajo el gobierno de hombres, sujeta, pues, a las flaquezas humanas. Sin embargo, no la abandonó a sí misma. Su fuerza vital, interior, es el Espíritu Santo que la preserva de error, crea y mantiene en ella la santidad y la puede acreditar con milagros.

Dentro de esta historia caben todas las manifestaciones de la Iglesia: las externas, que hacen referencia a su propagación en el mundo (misiones), al encuentro con las religiones no cris­tianas, con la sociedad y con los Estados; y las internas, como el desarrollo del dogma por parte del magisterio de la Iglesia, el anuncio de la fe mediante la predicación y la catequesis, la vivencia de la fe en la liturgia y vida sacramen­tal...Es la con­tinuación de los Hechos de los Apóstoles, donde la Iglesia aparece como acontecimiento de salvación que se realiza en el tiempo y en el espacio.

En la historia de la Iglesia, como consecuencia de la encar­nación, nos encontramos con la coexistencia de lo divino y lo hu­mano. Más aún, la Iglesia es la historia de lo divino en lo huma­no. Mediante la encarnación de Jesucristo, Dios ha querido parti­cipar en la historia humana. Por eso, la historia de la Iglesia, cuerpo de Cristo formado de hombres, se halla bajo la desconcer­tante ley de la debilidad humana con sus tensiones y deficien­cias. La historia de la Iglesia ayuda a formarse una idea justa de la Iglesia, cuerpo visible, histórico, que es a un mismo tiem­po -solo hay una Iglesia- divina, guiada por el Espíritu Santo. La Iglesia, sacramento de salvación, es la Iglesia real, visible, como aparece en la historia. No se puede idealizar a la Iglesia. Cuanto sucede en el tiempo es de Dios, hasta llevarnos a confesar el felix culpa del pregón pascual. Es cierto que el error es error; la cizaña, cizaña; el pecado, pecado; todo ello es la an­títesis reprobable de lo anunciado y querido por Dios. Pero la voluntad salvífica de Dios gobierna el mundo y hace que incluso el error de los hombres entre en su designio de salva­ción. 

La Iglesia, comunidad de santos, se presenta como un cuerpo en continuo crecimiento. Es el cuerpo de Cristo. Cristo es la ca­beza y nosotros sus miembros. La Historia de la Iglesia llegará a su término cuando la obra comenzada por Dios Padre en la crea­ción se realice plenamente y se cumpla el designio de la voluntad salvífica de Dios: recapitular todas las cosas en Cristo. El cuerpo de Cristo es, pues, el verdadero sujeto de la historia.

San Agustín ve la historia del hombre, que camina hacia Dios entre dos fuerzas que se contraponen, como el contraste entre dos ciudades: la "ciudad de Dios" y la "ciudad terrena". "La ciudad terrena es la ciudad humana donde el hombre, olvidando su voca­ción a lo eterno, queda anclado en su finitud y se entrega, como único fin de su acción, a lo que debería ser solamente un medio o a lo más un fin secundario, subordinado a otro más elevado. O lo que es lo mismo, es la ciudad donde el hombre, olvidándose de Dios, se hace idólatra de sí mismo". Distinta es la ciudad celes­te, por donde "dos ciudades, la de los pecadores y la de los santos recorren la historia desde la creación de la humanidad hasta el final del tiempo".

El crecimiento de la Iglesia en el tiempo a veces ha sido torpedeado desde el interior y desde el exterior. Lejos de pre­sentarse siempre como la esposa sin mancha ni arruga, en oca­siones se presenta cubierta del polvo de los siglos, sufriendo por los fallos de los hombres o perseguida por sus enemigos: es una historia que recorre el camino de la cruz. Siendo santa, la Iglesia aún no presenta su perfección escatológica; continuamente necesita renovarse. Sigue siendo peregrina en la tierra a la es­pera del cumplimiento definitivo. Cuando éste llegue, en la paru­sía, el camino histórico recorrido aparecerá a plena luz, viendo cómo confluyen la historia de la Iglesia, del mundo y de la sal­vación. Todo lo que acontece en el tiempo es de Dios. También el error y la culpa se integran en la historia de la salvación. A veces da la impresión de que el pecado, más aún que la gracia, es el principal motor de la historia; de hecho el mal es más visible que el bien. Pero el error y el pecado Dios los hace redundar en el cumplimiento de su voluntad, en línea torcida que termina en el designio de Dios. Cada época está ligada a Dios, cada genera­ción está equidistante de la eternidad (L. Ranke).

Si la misión de la Iglesia es transmitir al mundo la sal­vación del Evangelio, recorriendo su historia no podemos limi­tarnos a la mera relación de algunos hechos externos, sino que es preciso llegar a lo más hondo de las actuaciones cristia­nas a lo largo de los siglos. El objeto de la historia de la Iglesia es "la indagación y exposición del curso real del cristianismo como se manifiesta en su organización visible a través de los tiempos, en toda la amplitud de su campo de acción y en todos los órdenes de la vida" (Alberto Ehrhard).

Esta es la historia de la Iglesia, de los cristianos en el mundo. Por ello habrá que evocar de alguna manera ese mundo en el que viven los cristianos, con breves alusiones a los aconteci­mientos políticos, sociales y económicos, que forman el marco en el que vivió la Iglesia.

Para revivir el pasado de la Iglesia actual nos fijaremos en las huellas que la Iglesia ha dejado de su paso por el tiempo y el espacio: edificios, templos, baptisterios, obras de arte, estatuas, frescos. La arqueología sigue revelándonos cada día nuevas huellas de la vida de los cristianos, que nos han prece­dido. Y con estas huellas están los textos escritos, que nos han dejado los cristianos, como testimonio de su pensar y de su vida.

 

2. Etapas de la historia de la Iglesia

La historia de la Iglesia se suele dividir en tres grandes secciones: la Antigüedad cristiana, la Edad Media y la Edad Mo­derna. Pero hay que advertir que en la historia, como en toda vida, nunca una época acaba completamente y al punto se inicia otra nueva, separada del todo de la anterior. En la época que llega a su fin, y partiendo de ella, se desarrollan gérmenes que se convierten en factores determinan­tes de la nueva época. Así las épocas se entrecruzan. La expresión Edad Media es una eti­queta que se mantiene rutinaria­mente para la etapa de la historia que estudiamos. En realidad, cualquier época es sólo una "edad media", un período de transi­ción entre el pasado y el futuro. Pero llamaremos así al período de transición entre la agonía de la civilización mediterránea clásica y la gestación de la civili­zación europea moderna.

a) La edad antigua corre desde el s. I al s. V (o VII) y se carac­teriza por la primera difusión y por las formas de vida que asume la Iglesia en el mundo helenístico-romano. Lo más sobresa­liente es el principio de unidad interna y externa que en esta época presenta la Iglesia. Con esta unidad sobrepasa los límites del suelo nativo de Judea y se difunde por el Imperio hasta los con­fines de Oriente, aunque no sea reconocida por el poder civil y sea perseguida por él hasta los tiempos de Constantino el Grande.

Desde el s. IV aparece ya como Iglesia del Estado. Su orga­nización metropolitana se apoya en las regiones en las que estaba dividido el Imperio; los concilios ecuménicos llevan el sello de concilios imperiales y la posición preeminente del obispo de Roma mantiene la comunión con los patriarcas orienta­les.

Con los apologistas griegos del s. II, el cristianismo entra en contacto con la cultura y religión helenístico-romana orien­tal, se sirve de la filosofía griega para la formulación del dog­ma trinitario y cristológico en los cuatro primeros concilios ecuménicos y adopta formas de expresión clásicas en el culto y en el arte.  A continuación, como consecuencia de las controversias cristológicas de los siglos IV y V, las Iglesia nacionales que nacen más allá de los confines orientales del Imperio se separan de la Iglesia de Bizancio, mientras que en Occidente los nuevos reinos germano-cristianos se constituyen, unos en la observancia arriana (ostro­godos y visigodos) y otros en la católico-romana (francos y anglosajones).

La organización eclesiástica, específicamente romana, de San Gregorio Magno y la invasión árabe del s. VII son ya expresión de un nuevo período: languidecen o desaparecen las florecien­tes Iglesias de Siria y del Africa septentrional, y Bizancio se va distanciando cada vez más del Occidente cristiano.

b) Durante la Edad Media (s. V-XIV) la Iglesia aparece como un principio vital de la comunidad de pueblos europeos, en los que predomina la idea de cristiandad y la unión del Imperio y el Pontificado. Mientras la Iglesia griega se concentra en la conservación del patrimonio cristiano primitivo, en Occidente la fe católica romana es acogida por los germanos y se dan los primeros pasos para la alianza entre la Iglesia y el Estado. Esto ayuda a la compenetración del espíritu cristiano con la comunidad de los nuevos pueblos europeos y la trasmisión a éstos del legado cul­tural antiguo (renacimiento carolingio y otoniano).

La gran migración de los pueblos en los siglos IV, V y VI hace derrumbarse el marco en que se había desenvuelto hasta en­tonces la historia de la Iglesia, en el antiguo Imperio Romano. Estos hechos reducen -con el retroceso de los límites del Impe­rio- y amplían a la vez el escenario de la historia de la Iglesia y, sobre todo, hacen entrar en la escena de la historia universal como factores activos a pueblos enteramente nuevos, brindando a la semilla de la Palabra de Dios una tierra diferen­te: los jóve­nes pueblos germánicos de Europa central y Escandina­via y, más tarde, los eslavos de los Balcanes, Rusia y Polonia. La madura­ción de estos pueblos nuevos en estrecho contacto con la Iglesia (y también en múltiples tensiones con ella) llena la historia de la Edad Media. El avance del Islam desde el Sureste y luego su dominio del Mediterráneo hizo más profunda la disolución de la unidad del Imperio Romano.

El Medioevo nace de la fusión del elemento romano con el germánico; no es el ocaso de una vieja cultura, sino el principio de una nueva civilización. Se puede afirmar que la Iglesia y los pueblos germánicos crecen juntos hasta formar, en una compenetración recíproca cada vez más íntima, esa realidad cristiana que llamamos occidente cristiano medieval: Europa es cristiana desde sus raíces. Por efecto de una vida interna muy floreciente (monacato, liturgia, arte, teología, derecho y piedad popular), la Iglesia se dedica con gran dinamismo al campo de la vida ex­terior. Los siglos V, VI y VII fueron de transición, durante ellos la vida siguió las leyes de la antigua civilización romana. En el siglo VIII la Iglesia vuelve sus ojos hacia la cultura y la integra completamente en la vida cristiano-eclesiástica; pasan a primer plano los problemas de política eclesiástica, esto es, las cuestiones relativas a su constitución, así como los refe­rentes a las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

Cuando llegan la grandes invasiones, aquellos pueblos que invaden Europa entran en contacto con una cultura superior, a la que, lejos de destruirla, aportan elementos nuevos, que dan lugar a cambios fundamentales. El campo se impone a la ciudad, la cul­tura agraria y feudalística a la civilización marítima mediterrá­nea.

La joven Europa, que está naciendo, se nutre de lo que había quedado de la civilización romana: el derecho, la lengua, las instituciones y hasta la moneda; y de los elementos germanos: la idea de monarquía, nuevo concepto de la familia, sentido del ho­nor, el vasallaje, la caballería y la cruzada...; y de la base moral del cristianismo, que funde a unos y otros en una misma fe comunitaria, les ofrece idénticos principios de moral y procura, a pesar de sus deficiencias, la reforma de costumbres.

En el orden feudal, que la Iglesia encuentra organizado, domina la monarquía teocrática, un cesarismo a la antigua usanza bajo el "dominio de los laicos". Sólo a partir del s. XI el papa­do alcanza la hegemonía y la curia romana se convierte en el ins­trumento eficaz para conseguir un gobierno más centralizado de la Iglesia.

Aparecen entonces movimientos contestatarios que claman con­tra el poder temporal de los papas y contra la riqueza de los eclesiásticos. Se habla mucho de desprendimiento y de pobreza evangélica. La piedad se vuelve más individualista y subjetiva; la escolástica y la canonística esbozan un sistema de pensamiento cristiano y de ordenamiento eclesiástico, que será perfeccionado después en las universidades. Las órdenes mendicantes del s. XIII recogen la idea de la pobreza y se dedican preferentemente a la acción pastoral.

Otros hechos configuran el último período de la Edad Media. Mientras en Occidente proliferan los estudios y las universidades, y las cruzadas alargan el campo visual europeo, la anexión de Rusia por Bizancio y el cisma oriental acrecientan el aislamiento de la Iglesia de Roma. Sólo la invasión mongólica hace posible una ruptura temporal del cinturón islámico y las tentativas misioneras en el Extremo Oriente.

Así el mundo moderno, que se abre con el Renacimiento, el humanismo y el ascenso de los Estados nacionales, hace que la Iglesia conozca un largo período de reformas - a la vez que la Reforma protestante- y se abra a una acción misionera ya a escala moderna y organizada.

Son diez siglos, mil años de vida de la Iglesia, los que engloban el período conocido como Edad Media. Es la época de las catedrales, las cruzadas, luchas contra el Islam...es la época de la cristiandad, de la formación de la civilización europea basada en el cristianismo. Es el tiempo de la Evangelización de los países eslavos por Cirilo y Metodio...

 



     [1] SAN AGUSTIN, De civ. Dei XVIII,51,2.

Historia de la Edad Media: sociedad medieval

 


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