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Historia de la Iglesia Edad Media:  VII. PENSAMIENTO MEDIEVAL CRISTIANO

 

Emiliano Jiménez

Páginas relacionadas 

 

1. Primeras manifestaciones teológicas

2. El renacimiento carolingio

3. El nacimiento de las universidades

4. La Escolástica

5. La mística medieval

 

Historia de la Eda Media

 

  

 

El hecho de que los pueblos jóvenes fueran culturalmente tan pobres, hizo que a la Iglesia se la viera como la única y verdadera fuente de salvación, con la misión de conformar lo más posible toda la vida y todo el mundo según al Evangelio. Así el Medioevo, creado con el concurso de la Iglesia, culminó en tantas obras grandiosas del papado y los emperadores, en figuras como San Bernardo, San Francisco, Santo Tomás de Aquino, Dante, los místicos alemanes y los arquitectos de las catedrales románicas y góticas...El Medioevo está repleto de esplendores cristianos. Pero no se puede afirmar, como a veces se ha hecho, que fue el tiempo de la ecclesia triunphans en la tierra. El cristianismo supone la conversión personal, vive de la palabra de Dios por la fe y los sacramentos. Y hay que reconocer los límites de la conversión interior en las conversiones en masa de la Edad Media, con todo el moralismo correspondiente. La Palabra de Dios apenas llegó a las masas y la participación en el sacramento de la Eucaristía era escasísima. En cambio, era relevante el sentido de reparación, de satisfacción y la concepción expiatoria de la penitencia. 

Después que el pensamiento cristiano antiguo había tocado las más altas cumbres con Orígenes, los Capadocios y Agustín, el Medioevo tuvo que iniciar un lento camino para reelaborar una teología occidental independiente. Más allá de los recopiladores, los primeros intentos los encontramos en Beda el Venerable y Escoto Eriúgena. Un nuevo impulso importante lo dieron Bernardo de Claraval y Abelardo. Cuando Bernardo acusó a Abelardo de que iba más allá de los límites señalados a los hombres en su especulación teológica, expresó el grado de desarrollo a que habían llegado la filosofía y la teología dialéctica, es decir la Escolástica. A Bernardo le preocupaba que se hiciera teología científica, en un lenguaje abstracto y rigurosamente estructura­do; temía que de este modo, la teología se alejase de la verdad revelada al alejarse del lenguaje bíblico.

Historia de la Iglelsia Edad Media:  Teología

 

A) PRIMERAS MANIFESTACIONES TEOLOGICAS

En cuanto a la ciencia teológica, el primer período de la Edad Media no experimentó crecimiento alguno respecto a la Edad Antigua. Los pueblos germanos necesitaron un largo tiempo de aprendizaje antes de poder aportar algo propio. La especulaciones de los Padres de la Iglesia, en este tiempo, ceden el puesto a las cuestiones prácticas. Por ello culturalmen­te se vive de la renta cultural anterior. Son numerosas las colecciones de comentarios y glosas a los Santos Padres: Homiliarios, Libros penitenciales, Sacramentales... La educación de Europa, que se forma en la Edad Media, significó una laboriosa y paciente tarea para la Iglesia. La instrucción se impartía en las escuelas catedralicias y monacales. Clérigo era sinónimo de persona que sabe leer. La lengua de los cultos era el latín, casi únicamente de los eclesiásticos. Entre las escuelas más famosas se cuentan: Fulda en Alemania, Corbie y Tours en Francia, Monte Casino y Rávena en Italia, Utrecht en Holanda...

Los primeros frutos científicos en Occidente, después de las invasiones de los bárbaros, se dieron en las escuelas de Inglaterra, gracias sobre todo al arzobispo de Canterbury, Teodoro de Tarso (+ 690). Los monasterios ingleses, masculinos y femeninos, ofrecen un interés cultural como en ninguna otra parte de Occidente. Entre los maestros y escritores ingleses sobresalen: Aldelmo de Malmsbury (+ 709), padre de la poesía anglo-latina; Beda el Venerable (+ 735), célebre maestro del monasterio de Jarrow, que era una enciclopedia viviente y gozó de gran autoridad durante toda la edad media; Alcuino (+804), director de la escuela catedralicia de York hasta que le llamó Carlomagno a dirigir su Escuela Palatina. Alcuino es el gran promotor del llamado renacimiento carolingio. Su obra más importante es Tres libros sobre la Trinidad, inspirada en San Agustín... Esta cultura teológica inglesa fue barrida casi del todo en las incursiones de los daneses en el siglo IX.

 Historia de la Iglelsia Edad Media:  Carlo Magno

B) RENACIMIENTO CAROLINGIO

Carlomagno tenía un interés personal por la cultura y fue además el gran promotor de la cultura de su tiempo. Trabajó por superar la situación de ignorancia casi absoluta en que se hallaba el clero y el pueblo franco. En uno de sus primeros capitulares mandaba deponer a los cleros ignorantes "porque los que desconocen la Ley de Dios no pueden enseñarla a los demás". Carlomagno, para que sus deseos de reforma fuesen duraderos y se transmitiese a la posteridad, creó infinidad de escuelas; obligó a todas las iglesias catedrales, a las abadías e incluso a las iglesias parroquiales a abrirlas para la instrucción del clero y del pueblo. Los clérigos tenían que someterse a un examen antes de ser ordenados. Para realizar esta tarea, Carlomagno llamó a su corte a todos los hombres más cultos de su tiempo: teólogos, poetas, historiadores, científicos, etc. Con ellos formó una especie de academia o escuela palatina, al frente de la cual puso a Alcuino (+804), a quien encontró en Parma. Este anglosajón trajo a la corte carolingia toda la cultura de la época, que había alcanzado gran altura precisamente en la Iglesia de Inglaterra. Aunque Alcuino no fue un espíritu creativo, se cuidó de conservar para los siglos posteriores, una gran cantidad de conocimien­tos en el campo de la dogmática, de la exégesis, de la liturgia y de otras ciencias. Entre las escuelas que más sobresalieron están las de Aquisgrán, Fulda, San Galo, Corbeya y Tours.

Para lograr el llamado renacimiento carolingio, Carlomagno incorporó los monasterios a sus planes de renovación espiritual y cultural. Quiso que los monasterios fueran focos de ciencia y arte. Ante todo les impulsó en la tarea de transcripción de ma­nuscritos, que tanta influencia ejerció en la Edad Media y en los siguientes siglos. Esta transcripción de manuscritos permitió que se diera un contacto vivo y una fecundación espiritual recíproca de los distintos monasterios y las diversas diócesis episcopales. Así este renacimiento carolingio perduró incluso después de su muerte en el año 814. Era una cultura estrechamente ligada a la antigüedad grecorromana y a los Santos Padres. En realidad más imitativa y transmisora que creadora.

Esta cultura decayó en cuanto se quebró el marco protector de la organización creada por Carlomagno. Con la decadencia de la dinastía carolingia decayó también esta cultura, aunque muchas semillas quedaron sembradas y dieron sus frutos más tarde. De todos modos, hay algo que no pereció, sino que hizo perdurar lo sustancial de los admirables estímulos de Carlomagno y esto fue la fe cristiana regularmente predicada y celebrada en la liturgia, además de la interiorización de esta fe en los monasterios. Carlomagno mandó preparar una colección de sermones modélicos para los párrocos, para que su predicación diera mejores frutos. Y para elevar las celebraciones litúrgicas hizo llevar a Francia los libros litúrgicos de Roma. De este modo la liturgia fue el medio más eficaz para la educación del pueblo.

Los escritores franco-germanos, posteriores al renacimiento carolingio -o continuadores de él-, estuvieron todos ellos envueltos en las controversias en torno a la predestinación y a la Eucaristía. Al hablar de las herejías les hemos citado: Godescalco, Hincmaro de Reims, Abogardo de Lyón, -espíritu que se adelantó a su tiempo en muchas cosas y hombre de iluminada espiritualidad, que en su lucha contra la superstición popular y la magia promovió una fe razonable-, Pascasio Radberto, Ratramno de Corbie...

Pero en realidad, después que el pensamiento cristiano antiguo había tocado las más altas cumbres con Orígenes, Los Capadocios y Agustín, el Medioevo, como heredero de este legado, tuvo que iniciar un largo y costoso camino hasta reelaborar una teología occidental independiente. Los representantes más importantes de este primer intento en la cultura franco-germana del siglo IX son Rábano Mauro, abad de Fulda y arzobispo de Maguncia (+856), gran compilador exegético, llamado el "maestro de Alemania" y, con él, el irlandés Juan Escoto Eriúgena (+ 877), director de la Escuela Palatina de Carlos el Calvo. Fue el pensador más agudo de la época, aunque en su teología depende de San Agustín y de los Padres griegos; por mucho tiempo fue el mejor conocedor de la teología griega, tradujo el Pseudo-Dionisio al latín, transmitiendo de este modo al Occidente una de sus principales fuentes teológicas; en filosofía, sobre todo en su obra Cinco libros sobre la división de la naturaleza, se acerca al neoplatonismo; y en las controversias sobre la Eucaristía, no todas sus afirmaciones fueron ortodoxas.

En Italia la decadencia fue casi total, aunque se destacaron algunas personas muy cultas, como Anastasio el Bibliotecario, Liutprando de Cremona, San Pedro Damián (1072), cardenal y obispo de Ostia, que luchó contra la simonía y el nicolaísmo, además de escribir tratados de ascética y vidas de santos.

En España, la ciencia teológica prácticamente no existe en este período. Está, en cambio, muy floreciente la cultura árabe de Córdoba y Toledo.

Por lo que se refiere a la Iglesia de Oriente, cada vez más separada de Occidente, siguió caminos propios, aunque en teología está en franca decadencia. La última figura sobresaliente fue San Juan Damasceno, el último de los Padres de la Iglesia oriental (+ 749). Nacido en Damasco, abandonó su puesto de funcionario en la administración del Califa para ingresar en el monasterio de San Sabas en Jerusalén. Su obra es un resumen de todo el progreso teológico de los siglos anteriores. Su obra Fuente del conoci­miento ha sido el manual clásico de Teología dogmática en Oriente. Escribió además muchas homilías y tres Apologías sobre el culto de las imágenes.

 Historia de la Iglelsia Edad Media: Universidades

C) NACIMIENTO DE LAS UNIVERSIDADES

La reforma gregoriana, que llevó a la Iglesia a un momento de esplendor, favoreció también el desarrollo de la ciencia eclesiástica. Muchas de las escuelas catedralicias y abaciales, fundadas en el período anterior, alcanzaron ahora su apogeo. Pero lo que realmente significó un paso definitivo en el progreso del pensamiento fue la fundación de las Universidades en el siglo XII, aunque sea en el XIII cuando lleguen a su apogeo, como evolución de las escuelas anteriores. Este paso se dio, unas veces, gracias a algún maestro eminente, que reunió en torno a sí a estudiantes de todas las latitudes y, en otras ocasiones, la fundación se debió al mecenazgo de un príncipe amante de las letras.

Los Papas tomaron bajo su protección estas escuelas superiores, concediéndolas numerosos beneficios eclesiásticos, dotando a sus maestros y alumnos de privilegios. A partir del siglo XIII los Papas tenían que dar su aprobación a las nuevas Universidades. Los reyes y príncipes imitaron el ejemplo de los Papas, concediendo subvenciones, derechos y privilegios a las Universidades existentes en sus dominios. Para facilitar los estudios superiores a los estudiantes pobres, se crearon colegios en torno a las Universidades, donde se les concedían becas y bolsas de estudio a cambio de algunos servicios prestados en el mismo colegio.

A finales del siglo XII existían ya las Universidades de Salerno, Bolonia, París, Montpellier y Orleans. En el siglo XIII se fundaron las de Angers (1229), Toulouse (1229), Cambridge (1209), Palencia (1212), Salamanca (1230), Valladolid (1293), Coimbra (1288), Padua (1222), Nápoles (1224) y Siena (1222). En el siglo XIV se crearon la de Lérida (1300), Roma (1303), Heidelberg (1385), Viena (1365) y Cracovia (1364). De estas Universidades, Salerno se destacó en medicina, Bolonia en derecho, París sobresalía en Filosofía y Teología, siendo la Universidad más importante de toda la Edad Media. De todas las naciones concurrían estudiantes a París, que se convirtió en centro de la vida intelectual de Occidente.

Las dos jóvenes ciencias, teología y derecho canónico, con su fuerza de atracción sobre discípulos de todas partes de la cristiandad, junto con la colaboración cada vez más intensa entre alumnos y profesores, pusieron el fundamento de las universida­des. En el siglo XII, a consecuencia de los cambios sociales, económicos y políticos, se da también un profundo cambio en el sistema de formación de Occidente. Mientras antes los clérigos y los monjes se formaban humanística y teológicamente en las escuelas monásticas, catedralicias o capitulares según las necesidades o intereses del personal del monasterio, obispado o cabildo, ahora pasan a primer plano las escuelas urbanas, que no siempre son de institución eclesiástica, aunque normalmente la escuela se de en lugares de la Iglesia (claustros). Ahora la formación no se debe sólo a un interés profesional, sino al deseo de conocer la verdad por encima de las necesidades de la vida cotidiana. Las ciudades mismas se ensanchan y ofrecen posibilida­des para la estancia de profesores y estudiantes.

La Universidades medievales eran verdaderamente universales. Sus alumnos procedían de todas las naciones y sus grados académicos eran reconocidos por todas las naciones, de modo que un doctor o licenciado por una Universidad podía enseñar en cualquier otra. En las Universidades se enseñaba en latín y, al ser frecuentadas por maestros y discípulos de todo Occidente, constituían una expresión viviente de la cultura eclesiástica unitaria, supranacional y universal de la vida de la Edad Media.

 Historia de la Iglelsia Edad Media:  Escolástica

D) LA ESCOLASTICA

El pensamiento occidental, si bien más lentamente que la piedad, logró excelentes realizaciones, fruto de la reforma de Cluny y de Gregorio VII. En Occidente, hasta finales del primer milenio, casi sólo se había dado un tipo de teología: recolección y transmisión de los conocimientos teológicos de los Padres de la Iglesia con escasos aportes nuevos. Pero con la fuerte evolución de Occidente en la Edad Media, al comienzo del segundo milenio, la vida había llegado a ser muy unitaria y se buscaba una síntesis teológica estructurada sistemáticamente, cosa que no preocupó a los Padres, que escribieron fundamentalmente en cada momento sobre el argumento en discusión por los herejes. El naciente pensamiento "científico" de la Baja Edad Media impulsó el deseo de recopilar las sentencias de los teólogos anteriores y darles una unidad interior. Este deseo llevó a buscar una forma nueva de expresarse, dando origen a la especulación abstracta. Demostrar la armonía de la tradición teológica, comprender la fe fundamentándola racional o filosóficamente y estructurar sistemáticamente los conocimientos obtenidos, es lo que dio origen a la Escolástica.

Desde el siglo IX aparecen, como consecuencia del renacimien­to carolingio, las escuelas. De ellas surgirá la Escolástica, que se diferencia de las siete artes liberales, del trivium y el Quatrivium, por centrarse sobre todo en el estudio filosófico y teológico. El trabajo de la escuela tiene una característica fundamental y es la cooperación mutua entre todos los docentes. En la Escolástica existe, sobre todo a partir del siglo XI, un cuerpo unitario de doctrina que se conserva como un bien común, en el que colaboran y utilizan los diversos pensadores individua­les. Como las Catedrales medievales son inmensas obras de arte anónimas, fruto de una labor colectiva de generaciones enteras, así el pensamiento medieval se va anudando sobre un fondo común, hasta el final de la Edad Media.

La enseñanza escolástica se hace, en primer lugar, sobre textos que se leen y se comentan; por esto se habla de lectiones. Estos textos son a veces de la Escritura, bien comentando sus libros, bien recogiendo sentencias sacadas de las glosas a la Escritura. Pero no nos ofrece solamente una enseñanza bíblica, sino que presenta, en sus "sumas", toda una estructuración del pensamiento cristiano. Se leen y comentan obras de los Padres de la Iglesia, de teólogos o de filósofos antiguos o medievales. Al mismo tiempo, la realidad viva de la escuela provoca las disputationes, en las que se debaten las cuestiones importantes y se ejercitan los participantes en la argumentación y demostra­ción.

Los humanistas del siglo XV despectivamente llamaron a la ciencia de este período de la Edad Media Escolástica, salida de las escuelas. Para ellos esta ciencia era sofistería, vacuidad y cuestiones abstrusas. Hoy nadie es tan ingenuo que lo vea así. La Escolástica supo formar un sistema de pensamiento no superado bajo muchos aspectos. Podemos señalar tres propiedades fundamen­tales de la Escolástica. En primer lugar se buscó la relación entre la filosofía y la teología. Los Padres habían usado también la filosofía para defender e ilustrar las verdades cristianas, pero no en cuanto disciplina independiente de la teología. A partir del siglo XI es cuando se plantea la cuestión de la relación entre Filosofía y Teología. Y se señala a la Filosofía el papel de ancilla theologiae.

Un segundo aspecto significativo fue la aceptación de la Filosofía aristotélica. A pesar de las prevenciones eclesiásticas contra Aristóteles, éste acaba por imponerse en el Medioevo. Hasta el siglo XII en Europa se conocía casi exclusivamente la Lógica de Aristóteles; pero a partir de la segunda mitad del siglo XII se conocen, gracias a la Escuela de Traductores de Toledo, su Metafísica, Física y Etica. Esta irrupción de la filosofía aristotélica significó un enriquecimiento fecundo, pero también un grave peligro. Aristóteles, a pesar de tantas bondades de su filosofía, era un pagano, su idea de lo divino no era clara ni profunda, su distinción entre Dios y la naturaleza no era muy precisa, mucho menos según la explicación enteramente panteísta de los filósofos árabes y judíos, a través de los cuales conoció Occidente a Aristóteles: Averroes, nacido en Córdoba en 1126 y Moisés Maimonides nacido, igualmente, en Córdoba en 1135.

La tercera característica fue el uso del método lógico-deductivo y dialéctico. Este método es esencial a la Escolástica. Sin él no hubiera existido. Para elaborar las síntesis del pensamiento anterior era necesario un método lógico: definicio­nes, divisiones, argumentos, silogismos, etc. Era necesaria la lógica deductiva; de aquí el influjo de Aristóteles. Este método didáctico suponía un doble paso: a) Lectio: el Maestro leía un texto y después lo interpretaba y b) Disputatio: un alumno después de exponer las definiciones y el estado de la cuestión respondía en forma de silogismo a las preguntas de los arguyen­tes. Finalmente, el maestro hacía el resumen y decía la última palabra sobre el asunto tratado.

La Escolástica se suele dividir en tres períodos: la Escolástica primitiva, el período del Apogeo de la Escolástica y la Escolástica tardía. Es imposible citar aunque solo sea el nombre de los grandes escolásticos. Nos limitaremos a dar una breve reseña de los más destacados.

Entre los maestros de la Escolástica antigua están:

San Anselmo, que nace en el año 1033 en Aosta, se educó en el monasterio de Bec con el abad Lanfranco y murió en 1109 como Arzobispo de Canterbury después de sufrir muchas tribulaciones en su lucha por la libertad de la Iglesia de Inglaterra. A San Anselmo se le considera el padre de la Escolástica. Como predicador en Cluny, incansable reformador y maestro del clero y del monacato en Normandía, fue una gran figura, que marcó una época en la Iglesia con sus métodos teológicos. El principio básico del que parte su teología "credo ut intelligam", "creo para entender" proclama ante todo y sin ambigüedades, el predominio de la fe sobre el saber; pero también expresa el esfuerzo por hacerse a sí mismo racional la fe, el "fides quaerens intellec­tum"; más aún, expresa el intento de probar al incrédulo la verdad de la fe por medio de una demostración racional.

La teología escolástica de San Anselmo estuvo animada de un espíritu apologético misionero. Fue muy combatido por su obra Proslogion, en la que trata de probar la existencia de Dios mediante el argumento ontológico, que se basa en el análisis del concepto mismo de Dios: más allá del cual nada mayor se puede pensar, lo que exige su existencia [2]. En rigor, la prueba de San Anselmo muestra que no se puede negar que haya Dios. Y consiste en oponer a la negación del insensato el sentido de lo que dice. El insensato no sabe lo que dice y en eso consiste su insensatez. El encuentro con Dios en la intimidad de la mente abre a San Anselmo el cauce a la inteligencia de Dios. El argumento ontológico, según lo presenta San Anselmo, supone una idea de Dios inherente al pensamiento humano; contiene, pues, de antemano un factor existencial.

La obra teológica y filosófica de San Anselmo está orienta­da, sobre todo, hacia la demostración de la existencia de Dios. Pero San Anselmo parte de la fe; la demostración no se dirige a sustentar la fe, sino que está sostenida por ella. El no busca entender para creer, sino a la inversa: cree para entender. Es la fe la que impulsa a saber, a la comprensión; esta necesidad de intelección emerge del carácter interno de la fe. San Anselmo distingue una fe viva, que obra, y una fe muerta, que permanece ociosa; la fe viva se funda en el amor que es lo que le da la vida. Este amor hace que el hombre, alejado por el pecado de la faz de Dios, esté ansioso por volver a contemplar el rostro de Dios. La fe viva desea, pues, conocer, ver la faz de Dios; quiere que Dios se le muestre en la luz, en la verdad; busca, por tanto, al verdadero Dios. Esto es entender: "Si no creyera no entende­ría", es decir, sin la fe, sin el amor, no podría llegar a la verdad de Dios: "El cristiano, dice textualmente, debe avanzar por medio de la fe hacia la inteligencia; no llegar por la inteligencia a la fe, de modo que, si no puede entender, se aparte de la fe. Sino que cuando puede llegar a la inteligencia, se complace; pero cuando no puede comprender, venera".

        Pedro Abelardo (1079-1142) es el teólogo más agudo del siglo XII. Fue discípulo de Guillermo de Champeaux (+1121) y de Rosce­lino (+1123). Pedro Abelardo enseñó filosofía en París, superando a todos sus maestros en habilidad dialéctica, con la que conciliaba afirmaciones de la tradición contrarias entre sí. En su libro Sí y no (sic et non) se colocan unas al lado de otras las proposi­ciones aparentemente contradictorias entre sí y se resuel­ve la contradicción mediante la distinción de los concep­tos. Con San Anselmo, Abelardo es el fundador de la Teología escolástica. De él procede el mismo nombre de Theologia, llamada antes divina pagina o sacra doctrina. Por obra de Abelardo, la ratio se puso a la cabeza junto a la autoritas Patrum y, por obra suya, comenzó la siste­mación especulativa de las verdades particulares de la fe tradicional. En su audacia des­ba­rró a veces en teología trinitaria; sus errores fueron condenados en el sínodo de Soissons (1121). Sus obras principales son una Introduc­ción a la Teología y la Historia de sus calamidades, donde expone las pesadumbres de toda su vida, principalmente las que le ocasionaron sus ilícitos amores con Eloísa.

Entre los escritores ilustres de este tiempo figuran también Guillermo de Champeaux (+1121), fundador de la Escuela de San Víctor de París, en la que destacaron Hugo de San Víctor (+1141) y Ricardo de San Víctor (+1173).

Desde mediados del siglo XII la Escolástica tomó la forma de libros de sentencias, recopilación del material de los teólogos anteriores. El que consagró este sistema fue Pedro Lombardo (+1160), discípulo de Pedro Abelardo, con sus Cuatro libros de las sentencias compuestos hacia el año 1152. En esta obra son fundamentales los pensamientos de San Agustín. La teología de Pedro Lombardo, que contiene elementos racionales y místicos, se convirtió gracias a este libro de las Sentencias en la base de la Escolástica. Las Sentencias fueron, durante todo el Medioevo, el gran manual de teología. Lombardo fue maestro en la escuela catedralicia de París y obispo de París. Pero el apogeo de la Escolástica fue el siglo XIII con los grandes maestros Dominicos y Franciscanos, que crearon los grandes sistemas de Teología y de Filosofía, estructura­dos en Sumas. Entre los más destacados figuran:

Alejandro de Hales (+1245), franciscano, nacido en Inglate­rra, aunque enseña en París, es autor de la Suma de Teología cristiana, que es una de las obras más completas, en la que se refunden todas las doctrinas de la Iglesia.

San Alberto Magno (+1280), dominico, nacido en Lavingen de Suabia, que estudia y se gradúa en París, nombrado Obispo de Ratisbona, ocupó la sede episcopal muy poco tiempo, pues prefirió dedicarse al estudio. La amplitud y profundidad de sus estudios le proporcionaron el título de magno y doctor universalis. A Alberto Magno corresponde el mérito de haber "bautizado" la filosofía de Aristóteles, liberándola de sus confusiones panteístas. Y otro mérito suyo es el haber sido el maestro de Santo Tomás de Aquino. Entre sus obras sobresalen la Suma Teológica y la Suma de las criaturas. Alberto, el gran sabio, recibió el título de Doctor universalis, porque no sólo era universal su conocimiento de las fuentes, sino que su saber indagador supo dominar todos los terrenos de la filosofía, de las ciencias naturales y de la teología. Universal fue también su influencia en el mundo académico.

San Buenaventura (+1274), franciscano, general de la Orden en 1257, estudió con Alejandro de Hales en París y supo unir admirablemente los estudios especulativos con la mística, muy apreciado y, a veces, literalmente citado por Santo Tomás. Poco después de los Dominicos, también los Franciscanos llegaron a París como maestros y estudiantes. San Buenaventura fue su máximo representante en el siglo XIII. Se le conoce como doctor seraphicus. San Buenaventura fue un místico ardiente. Ante el crucificado se abismaba en sí mismo y desde allí se elevaba, en su triple ascensión mística, hasta la unión con el Santísimo. Teología y oración no fueron en él conceptos dispares: "nos dedicamos a la teología para ser buenos cristianos". Fue igualmente un gran pastor de almas con una infatigable actividad de predicador ante los más diversos auditorios, ante frailes, ante estudiantes, ante la corte de París. Entre sus muchas obras de teología, exégesis y oratoria, sobresale su Breviloquium, donde presenta clara y sintéticamente su Teología. Murió cuando estaba participando en el Concilio de Lyón, en 1274.

Su carácter y su formación, procedente de San Agustín, San Bernardo y los Victorinos, lo introducen en las grandes corrien­tes de la mística del siglo XII. San Buenaventura insiste más en el carácter práctico y afectivo que en el puramente teórico de la teología. Lleno de fervor espiri­tual, está impregnado de una ternura que corresponde a su auténtico linaje franciscano. Las cosas naturales, hechas según una semejanza con Dios, conservan un vestigio suyo; el amor a la creación es también amor a Dios, de quien los seres nos dan un destello. El fin de todo conoci­miento humano es Dios. Este conocimiento se alcanza de distintos modos y en distintos grados, culminando en la unión mística. La filosofía para San Buenaventu­ra es en realidad itinerarium mentis in Deum. Se conoce a Dios en la naturaleza, por sus vestigios; se lo conoce, de un modo más inmediato, en su propia imagen, que es nuestra alma; cuando la gracia comunica las tres virtudes teologales, se ve a Dios in imagine, en nosotros; y, por último, se conoce a Dios directamen­te en su ser, en su bondad, en el misterio trinitario mismo, en la contemplación extática, en el ápice de la mente, según su expresión.

De San Buenaventura arranca toda una corriente de teología, que fue fecundísima; la controversia entre su orientación y la tomista vivificará el pensamiento de la Edad Media. Y si es cierto que el tomismo dominó en mayor medida en la Escolástica, la orientación de los pensadores franciscanos, sin embargo, ejerció una influencia mayor en la filosofía moderna.

Santo Tomás de Aquino (+1274), dominico, es el más grande de los Escolásticos. Nació en Roccasecca (Nápoles) hacia 1226 de una familia de condes de Aquino en la Italia meridional. Tuvo que defender su vocación contra la fuerte oposición que encontró; se educó primero con los benedictinos de Montecasino. A los diecinueve años ingresó en los Dominicos en Nápoles. De allí marchó a Colonia con Alberto Magno, de quien fue discípulo en París, Roma, Bolonia, Pisa y Nápoles, pasando a ser el continua­dor de su obra. En 1252 se presenta en París cuando se lucha en la Universidad por expulsar de ella a los profesores de las Ordenes Mendicantes, pero él consigue ser admitido como profesor en 1256, junto con San Buenaventura. Además de París, Santo Tomás ejerció el magisterio en Bolonia, Roma y Nápoles. Murió en 1274 camino de Lyón, donde si dirigía para tomar parte en el Concilio ecuménico II de Lyón, convocado por el Papa Gregorio X.

Entre sus innumera­bles escritos han adquirido fama universal la Suma Teológica y la Suma contra los gentiles (en concreto contra los filósofos mahometanos), que son modelo de orden y claridad. Su gran obra, que estaba pensada como la suma de la ciencia teológica para "principiantes", es, tanto en su estructu­ra como en las solucio­nes particulares, una maravilla de síntesis unitaria, múltiple y orgánica. Desde el mismo siglo XIII se convirtieron en los textos capitales de la Escolástica y una buena parte de la producción posterior consistió en los comenta­rios a los libros de Santo Tomás. Se le conoce como el Doctor angelicus. Su vida entera estuvo dedicada al trabajo de la filosofía y de la teología, movido siempre por su fe. Era un hombre singularmente sencillo y bondadoso. Así lo atestiguan los testimonios de quienes vivieron con él.

De Santo Tomás se ha dicho que es el más sabio de los santos y el más santo de los sabios. Su afán de conocer y sistematizar los conocimientos fue siempre para él un camino hacia Dios. No permitió que la filosofía se interpusiera en su acercamiento a la revelación, sino que él enseñó a la filosofía a callar humildemente ante el misterio divino. El confesará: "Este es el supremo conocimiento humano de Dios: saber que no le conoce­mos" [6]". Santo Tomás no expone, por ello, las verdades reveladas como pura contemplación especulativa, sino como estímulo de la fe y del amor a Dios. La moral cristiana forma parte indivisa de la ciencia dogmática. En el prólogo a la Suma, expone el esquema de su visión teológica, mostrando el lazo unitario de la Teología Moral con la totalidad de su sistema teológico (en realidad, él ni siquiera conoce la expresión "teología moral", piensa sólo en teología): "El objeto principal de la sagrada doctrina es comunicar el conocimiento de Dios, y no sólo considerado en sí mismo, sino también en cuanto es principio y fin de todas las cosas, especialmente de la criatura racio­nal...Por eso trataremos primeramente de Dios (pars Iª); segundo, del movimiento de la criatura racional hacia Dios (par IIª); y, tercero, de Cristo, el cual, por su humanidad, es el camino por el que debemos tender a Dios (pars IIIª)". El centro alrededor del cual gira toda su sistemación teológica es Dios. En esta unidad teológica se integra la respuesta moral del hombre, mediante la idea de la creación y su finalidad, por la idea del hombre imagen de Dios y por la consideración de Cristo como camino hacia Dios.

Aunque, en sus métodos especulativos, desplazó a Platón y a San Agustín, siguiendo a Aristóteles, sin embargo en su síntesis conservó todo San Agustín con su pensamiento personal y su comprensión intuitiva de la realidad divina y de la realidad existencial del hombre. Esto le salvó del intelectualis­mo y del racionalismo. En la Suma encontramos perfectamente detallado el método de la Escolástica. Cada uno de sus artículos muestra los tres elementos característicos de la Escolástica: primero se aducen las opiniones que parecen contradecir la tesis y se resuelven con una distinción de los conceptos; en segundo lugar se hace uso del depósito de la tradición; y en último lugar, en una exposición positiva, se presenta la comprensión científica del contenido de fe. Pero esta exposición de la fe iba precedida y acompañada de la oración. Santo Tomás fue un gran hombre de oración. Estudiar y escribir eran para él un acto de culto a Dios. Por eso es el maestro de la gracia. Nadie anunció con mayor claridad la doctrina fundamental del cristianismo, a saber, que la salvación es obra de la gracia. Santo Tomás fue monje toda su vida, defendió el libre albedrío y reconoció a la Iglesia como sacramento necesario para alcanzar la salvación eterna.

En las postrimerías de la Edad Media la Escolástica entra en un período de decadencia, aunque hay aún autores de gran valía, pero la mayoría de los autores escolásticos se empiezan a ocupar de sutilezas sin interés, que hacen odiosa la Escolásti­ca a los humanistas de los siglos XV y XVI. A la plenitud del tomismo sucede una corriente teológica, de preferencia francisca­na, que incorpora, como Santo Tomás, la filosofía aristotélica, pero que adquiere caracteres voluntaristas y nominalistas cada vez más acentuados. Pero aún hay que reseñar algún autor importante:

Duns Escoto (+1308), franciscano, que constituye el punto de transición entre el apogeo y la decadencia de la Escolástica. Fue uno de los escolásticos más agudos y penetrantes, aunque cayó ya en sutilezas dialécticas de más brillantez que practicidad, que le valieron el título de Doctor subtilis. Creó la moderna escuela franciscana. Se opuso al tomismo, principalmente en la doctrina sobre la justificación, acentuando más la colaboración humana frente a la gracia de Dios. De aquí surgió la división entre tomistas y escotistas, protago­nistas de tantas luchas dialécticas posteriores. Escoto, a diferencia de Santo Tomás, es voluntarista. Afirma la primacía de la voluntad sobre el conocimiento. La voluntad no es pasiva, sino activa; su importan­cia moral es superior y, por eso, el amor es superior a la fe y vale más amarlo que conocerlo.

La evolución de la teología pasó del tomismo al nominalismo. El nominalismo hizo de los conceptos generales, en que se basa el pensamiento, signos vacíos, meras palabras (nomina). Con el nominalismo se puso, pues, en tela de juicio la demostrabili­dad y la justificación científica de todo lo que no fuera mensurable, y, sobre todo, de la fe. Un segundo factor se unió al nominalismo en la evolución del pensamiento teológico: la acentuación de la libertad de Dios y de la indemostrabilidad de la revelación. Así se llegó, desde varios puntos diferentes, al principio de la doble verdad: una cosa puede ser reconocida como verdadera por la fe y, sin embargo, ser contraria a la razón. El principal representante del nominalismo es Guillermo de Ockam.

Guillermo de Ockam (+1349), franciscano, inglés, fue discípulo de Duns Escoto y maestro de la universidad de París. El ciertamente no quiso atentar contra la fe católica. Aseguraba que sólo quería aceptar la doctrina que enseñaba la Iglesia romana, pero al renunciar a toda justificación de la fe por medio de la razón, derrumbó un poderoso muro de protección de la misma fe. En su postura nominalista separó los conceptos y la realidad, con lo que se hace imposible una metafísica del ser y tampoco se puede dar un conocimiento natural de Dios. Las pruebas usuales de la existencia de Dios dejaron de ser para él concluyentes. La armonía entre la fe y la razón, la revelación y la ciencia, que la Iglesia siempre había sostenido, se rompió. La filosofía pasó de ancilla theologiae a ser un infecundo afán de disputas.

Dios, para Ockam es omnipotencia, libre albedrío, voluntad sin trabas, ni siquiera las de la razón. Las cosas son buenas porque así Dios lo quiere; pero él pudiera hacer lo contrario. La voluntad de Dios no está ligada ni desde fuera ni desde dentro. El obra cuando y como quiere. Es completamente libre incluso frente al orden por El establecido. Podría levantar sus propios mandamien­tos y mandar el robo, la fornicación y hasta el odio a El mismo. Dios puede salvar a un hombre en pecado y condenar a otro en gracia... En estas especulaciones sobre la potentia Dei absoluta, que sobrepasan a menudo los límites de lo tolerable, Ockam pierde de vista el camino de salvación seguido por Dios, perdiéndose en disquisiciones de meras posibilidades, haciendo que la teología, en vez de rastrear con diligencia la sabiduría del actuar de Dios, se convierta en campo de torneos de habilidades lógicas y dialécticas.

A Guillermo de Ockam se le recuerda como el creador del Nomina­lismo, cuyas consecuencias fueron demoledoras para la Teología. A su sistema se le calificó de vía moderna en oposición a la vía antigua. Sin duda alguna, Ockam fue un gran pensador en el campo de la lógica formal, pero su influencia en la historia de la Iglesia fue funesta, porque transformó la teología en filosofía o, mejor, en una investigación lógica sobre si la revelación, desde el punto de vista del entendimiento humano, ha tenido un desarrollo adecuado, o también si Dios hubiera podido dar a la revelación otra forma distinta de la que ha dado. El occamismo preparó en gran parte la reforma protestan­te.

Ockam en 1326 entró en conflicto con el Papa Juan XXIII, fue citado a Aviñón para dar cuentas de algunas proposi­ciones y, aunque se presentó, al poco tiempo huyó, pasándose al bando de Luis IV de Baviera, que se encontraba en lucha abierta contra la Santa Sede.

Por citar aún otros nombres, recordemos a Juan Capreolo (+1444), que por sus comentarios a Santo Tomás recibió el apelativo de príncipe de los tomistas. Dentro de los Agustinos, destacó Egidio Romano. Otro gran comentarista de Santo Tomás fue Tomás de Vio (+1534), llamado Cayetano por ser natural de Gaeta. Pero ya estamos fuera de la Edad Media.

En el siglo XII nació también el Derecho Canónico como ciencia autónoma. Como contrapartida al corpus compacto del derecho romano, el monje camaldulense Graciano, hacia el año 1140, publicó un manual de derecho eclesiástico, el célebre Decretum. La gran cantidad de declaraciones disciplinarias de la Iglesia reclamaba ser recopilada y examinada en su conjunto. Es lo que hizo Graciano, verdadero fundador del derecho eclesiásti­co, en lo que se llamaría "Decreto de Graciano", aunque el verdadero título que él dio fue "Concordancia de los cánones discordantes". A esta recopilación se fueron añadiendo otras declaraciones jurídicas hasta formar el Corpus Iuris Canonici.

 Historia de la Iglelsia Edad Media: Mística

D) LA MISTICA MEDIEVAL 

Al lado de la Escolástica, se cultivó también con éxito la Mística. Mientras que los escolásticos tenían como tarea principal el llegar al conocimiento de las verdades reveladas mediante el raciocinio, los místicos prefirieron sumergirse en las verdades reveladas por medio de la contemplación interior, para exponer luego los resultados de su contemplación de modo científico. La Escolástica y la Mística parten de un mismo principio, distinguiéndo­se sólo en la manera en que cada una busca la verdad cristiana. La Escolástica estudia la fe por medio de la dialéctica; la Mística lo hace mediante la contemplación. La Escolástica discute, la Mística intuye.

Entre los místicos de este período hay que resaltar a San Bernardo (+1153), que fue el oráculo del siglo a quien escuchaban reyes y papas. Su Comentario al Cantar de los Cantares fue como el manual de los místicos. Su lema era: "Tanto más conocerás a Dios cuanto más le ames". Desde este principio, San Bernardo, que escribió importantes tratados teológicos, sostuvo una gran polémica contra Cluny y contra Abelardo. Para él la teología estaba enteramente al servicio de la vida espiritual. San Bernardo vio los peligros que encerraba la teología abstracta de la Escolástica, al querer explicarlo todo en vez de adorar el misterio que encierran todas las afirmaciones cristianas. Y no es que rechazara por principio la dialéctica en la teología. El mismo expuso con genial intuición la relación entre el libre albedrío y la gracia. Pero él prefiere, como expresión de la teología monástica, mantenerse lo más cerca posible de la Palabra de la Escritura, evitando los silogismos de conceptos puramente abstractos. Polemizó contra el peligro de atrofia racionalista que corría la fe por causa de la teología dialéctica. En la agudeza puramente objetiva, crítica y mordaz de Abelardo y en la audacia de pensamiento con que éste trataba los misterios de la revelación, Bernardo barruntó que había algo que podía lesionar la unicidad de la revelación como misterio, ante lo que la única posición válida y correcta es la de ser oyente, más que juez e intérprete. El señala los límites de la teología: anunciar la Palabra es más importante que hablar de la Palabra en forma abstracta y filosófica. Habiendo percibido el mensaje de la revelación, San Bernardo prefirió acogerlo en vez de especular sobre él. La terminología abstracta y los razonamientos especula­tivos, a veces, en vez de acercar a la Palabra bíblica lo que hacen es alejar del clima de esa Palabra y, por ello, alejar también de su comprensión plena.

Entre los místicos medievales se debe citar a Hugo de San Víctor, que cultivó las dos vías: escolástica y mística. Pero no fue él único que cultivó las dos vías de acercamiento a Dios. Los grandes escolásticos Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura fueron una expresión viviente de la unión del pensamiento especulativo y una ferviente piedad. Esta unión de "Escolástica" y "Mística" fue sumamente fecunda en las grandes místicas alemanas del siglo XIII: Matilde de Magdeburgo (+1283), Matilde de Hackeborn (+1299), Gertrudis la Grande (+1302), las tres benedictinas de Helfta. Y posteriormente, a partir del siglo XIV en la místicas italianas, como las tres santas del mismo nombre, Catalina, la de Siena (+1380), la de Bolonia (+1463) y la de Génova (+1510); Angela de Foliño (+1309). Y en Suecia la prodigiosa Santa Brígida (+1373).

Las postrimerías de la Edad Media experimentaron, en el campo de la piedad, muchos y vigorosos impulsos positivos. La riqueza de la literatura edificante fue incalculable. Mientras el papado, en su exilio de Aviñón, se perdía en el cuidado de los bienes materiales, la piedad se refugió en las profundidades del alma y ascendió hasta la contemplación en Dios. El mismo movimiento se dio en conventos de religiosas dominicas. Las principales figuras fueron alemanes: un místico importante fue el maestro Eckart (+1327), el representante más característico de la mística alemana, que logró una gran fama junto con sus discípulos Juan Taulero (+1361) -fervoroso y penetrante predica­dor de Estrasburgo- y Enrique de Suso (+1366), -poeta de desbordante delicadeza y amor, hombre de grandes mortificaciones y sentimien­tos-; todos ellos eran dominicos.

El maestro Eckart, en sus predicaciones retornaba siempre a determinados conceptos fundamentales, que él mismo sintetiza: "Cuantas veces predico, acostumbro hablar del recogimiento y de que el hombre debe desligarse de sí mismo y de todas las cosas. En segundo lugar, que hay que aprender a vivir del único bien, que es Dios. En tercer lugar, que hay que recordar la gran nobleza que Dios puso en el alma, para que el hombre pueda así llegar a la maravillosa vida de Dios. En cuarto lugar, hablo de la pureza de la naturale­za divina: qué es la claridad de la naturaleza divina, esto es inexpresable".

"Todas las cosas son pura nada". Su ser depende de la presencia de Dios, que en el caso del hombre se da en lo más profundo del alma en gracia, en el "hondón del alma". Ahí, "en el ápice del alma", el hombre es "completamente receptivo de Dios". "Ese punto del alma es el castillo, en que Jesús entra y entra cada vez más, dando al alma un ser divino y deiforme por la gracia", hasta hacerla decir: "Por la gracia de Dios soy lo que soy". "Dios no tiene lugar más propio que un corazón y un alma pura; allí engendra el Padre al Hijo, como lo engendra en la eternidad, ni más ni menos". De aquí que el cristiano no aspire a otra cosa que a "ser por gracia hijo de Dios", negando para ello su propia voluntad. Pues "es puro lo que está separado y desprendido de todas las criaturas, pues todas manchan". Es hombre el que "con todo lo que es y todo lo que tiene se dobla y ajusta a Dios y mira hacia Dios".

Pero el maestro Eckart no quería saber nada de un entusiasmo puramente interior, que no llevara a la vida; la contemplación debía fructificar en caridad: "Es preciso salir del hermoso ocio del abismamiento en Dios y correr presuroso hacia el pobre que implora la sopa". Según Mc 8,35ss, el hombre debe salir de la disipación al recogimiento, de la multiplicidad a la unidad para llegar a la unión con Dios. Pero una vez que el hombre está unido a Dios, ya puede conocer y amar rectamente a los otros hombres y a las cosas. Es más, "un hombre así lleva a Dios en todas sus obras y a todos sus lugares". "El que tiene así a Dios, en el ser, toma a Dios divinamente, y Dios le brilla en todas las cosas, pues todas las cosas le saben a Dios y la imagen de Dios se le hace visible en todas las cosas".

Entre los místicos flamencos, sobresale Juan Ruysbroek (+1381). Encontrándose con hombres y mujeres de fervor religioso, pero sin apenas formación teológica, se dedicó a su dirección espiritual, para evitar que cayeran, por su mismo entusiasmo místico, en un iluminismo herético. Con este fin escribió el tratado Del reino de los amantes y, poco después, su obra más admirada El adorno de las bodas espirituales. Siguieron luego los escritos Sobre la piedra brillante, De las cuatro tentaciones y De la fe cristiana, que es una explicación del símbolo de la fe para uso del pastor de almas. Más tarde, una vez retirado a la soledad de Groenendel con otros canónigos de sus mismas ideas, volvió a escribir nuevos libros: Libro de los tabernáculos espirituales, De las siete clausuras, Espejo de la eterna bienaventuranza... Toda su doctrina de la gracia y de la vida espiritual están enmarcadas en el misterio trinitario y en la participación del fiel en dicha vida. Este ser uno con Dios ha de entenderse, aclara él mismo, como "una cosa con El en su amor, no en su naturaleza, pues de lo contrario seríamos Dios, aniquilados en nosotros mismos, lo cual es imposible". "Cierto que somos transformados por el Espíritu de Dios, como el hierro por el fuego, de suerte que mientras hay hierro hay fuego; sin embargo, ni el fuego es hierro, ni el hierro fuego".

Y, finalmente, toda la devoción moderna de este tiempo cristali­zó en la famosísima obra Imitación de Cristo, uno de los libros más leídos de la literatura cristiana. Sobre su autor se sigue discutiendo, aunque se atribuye con razonable probabilidad a Tomas de Kempis (+1471). Tomás de Kempis procedía de los Canónigos reformados de San Agustín. Este libro es una extraordi­naria muestra de una integral interiorización bíblico-evangélica y sacramental, viva en la vida eclesial de su época. Después de recomendar con gran insistencia la frecuente lectura del Evangelio, advierte que el supremo estudio debe ser abismarse en la vida de Jesús y conformar la propia vida según la suya. La piedad cristiana enraizada en el Evangelio es la gran fuerza de atracción de la Imitación de Cristo. Lástima que le falte toda la dimensión comunitaria.

Por devotio moderna se entiende la piedad en la que cobra importan­cia la experiencia, las fuerzas afectivas y el dominio ascético de sí mismo. Esta piedad "prefiere sentir la compunción a saber su definición". Pues "¿qué te aprovecha disputar altas cosas de la Trinidad, si careces de humildad por donde desagradas a la misma Trinidad? Por cierto las palabras subidas no hacen santo ni justo; mas la virtuosa vida hace al hombre amable a Dios".

Merece la pena nombrar aún a Gerardo Groote (1340-1384) entre los impulsores de la devotio moderna. Hijo de un mercader de paños y patricio, nació en Deventer y la peste lo dejó huérfano rico a la edad de 10 años. Dado su ardiente deseo de saber se dedicó de lleno al estudio y a viajar. Sin embargo, a pesar de todos los honores y éxitos que consiguió no logró apagar los anhelos de su espíritu: "no está en eso la felicidad". El encuentro con un antiguo amigo de estudios, prior de un monaste­rio cartujo, lo llevó a una profunda conversión. Como oblato en el mismo monasterio, en medio del trabajo y la lectura espiri­tual, descubrió el fundamento de la nueva piedad. Pero su camino de unión con Dios incluía la vida activa en el mundo, pues descubrió que su santificación debía ir unida con el servicio al prójimo. Renunció a sus bienes, se ordenó diácono para poder predicar públicamente (del sacerdocio se espantaba por su indignidad y ante la simonía y concubinato de muchos sacerdotes). Lo decisivo de su apostolado, aparte cierto rigorismo, fue el carácter práctico y la imitación de Cristo en la vida diaria, inspirada por la constante meditación de la vida y pasión del Señor: "Malo sería, -dejó escrito-, que por razón de la devoción contemplativa, de piedad y justicia, se dejara de hacer lo que no puede ser hecho por otro y se abandonara el bien del prójimo, agradable a Dios".

En la alta Edad Media, junto a la teología especulativa de las escuelas, se despertó también un hambre grande de formación espiritual entre los fieles. Las mujeres, sobre todo las que habían enviudado por razón de las cruzadas, por otras guerras o por las pestes, o que quedaban solteras, buscaban con ansia una formación espiritual. Para ellas, entre los dominicos, a quienes el Papa Clemente IV encomendó la dirección espiritual, se cultivó una teología práctica, tendente a la espiritualidad del corazón, y cuya meta era la unión con Dios. Esa teología mística se presenta como doctrina de la experiencia de Dios en el alma, como camino y guía para llegar a ella y como testimonio de la vivencia de la misma.

        De aquí que, entre los místicos, sobresalen también un grupo de mujeres, como, Santa Hildegarda (+1179), autora de muchas cartas y de la obra titulada Sci vias lucis (Conoce los caminos de la luz, a sea, del Señor), en la que hace una exposición especulati­vo-visionaria de toda la esfera del ser, del Dios Uno y Trino, pasando por la creación, el pecado y la redención hasta el juicio final, escrita con una clara conciencia de misión. Como San Bernardo, aunque en menor escala, fue guía espiritual de su época. Mantuvo importantes relacio­nes con príncipes, obispos y seglares. Para ella la piedad valía más que cualquier otra cosa, por ello se atrevió a aparecer en público y a predicar ante el clero y el pueblo contra los males que acechaban a la Iglesia. A diferencia de la dulzura de San Bernardo, las visones de Santa Hildegarda se caracterizan por su rigurosa fuerza y objetividad, llegando a impresionar a sus contemporá­neos. Con ella, hay que recordar a Matilde de Magdeburgo, Matilde de Hackeborn y Gertrudis la Grande, cuyas visiones tuvieron por objeto, en unión con la liturgia, principalmente la eucaristía y la devoción al Corazón de Jesús. Y en Italia sobresalen Santa Angela de Foligno, que describió sus visiones en Teología de la Cruz y Santa Catalina de Siena, que escribió el Libro de la divina doctrina.



     [1] Entre los filósofos árabes merecen ser recordados: Alfarabi (+950), Avicena (+1037), Averroes (+1198), Maimonides (+1204).

     [1] El argumento ontológico parte de la afirmación del insensato del salmo 13: "Dijo el insensato en su corazón: no hay Dios". Y San Anselmo formula su prueba en estos términos: el insensato, al decir que no hay Dios, entiende lo que dice; si decimos que Dios es el ser tal que no puede pensarse mayor, el insensato también lo entiende; por tanto, Dios está en su entendimiento; lo que niega es que, además lo haya en la realidad. Pero si Dios existe solo en el pensamiento podemos pensar que existiera también en la realidad y esto es más que lo primero. Por tanto, podemos pensar algo mayor que Dios, si éste no existe. Pero esto está en contradicción con el punto de partida, según el cual Dios es tal que no puede pensarse mayor. Luego Dios que existe en el pensamiento, tiene que existir también en realidad.

     [1] Los Escolásticos, entre ellos Santo Tomás, prescindieron del argumento ontológico de San Anselmo en sus pruebas de la existencia de Dios. Fue luego impugnado por Kant, pero atrajo a otros pensadores modernos como Descartes, Leibniz y Hegel y actualmente se le toma cada vez más en serio.

     [1] SAN ANSELMO, Epístola XLI.

     [1] Después de sus aventuras amorosas con Eloísa, que entró en el convento, él se hizo monje.

     [1] De Potentia Dei, 7,5 ad 14

     [1] No siempre se entendió bien al maestro Eckart y el Papa Juan XXII le censuró el "haber propuesto algunas proposiciones que obnubilan la fe verdadera en muchos corazones, pues enseñó al pueblo sencillo en sus sermones". Quizá lo más lamentable no es lo que dijo, sino el haber olvidado tener en cuenta al Cristo histórico, la Iglesia y la liturgia.

     [1] La Imitación de Cristo merece que demos su síntesis: El libro I tiene por objeto llevar a la paz interior por el desprecio del mundo y de la ciencia vana, por la propia abnega­ción y la contrición de corazón. El libro II muestra cómo "por muchas tribulaciones nos conviene entrar en el Reino de Dios". Este Reino de Dios está dentro de nosotros; de ahí la amonesta­ción: "Aprende a menospreciar las cosas exteriores y verás venir a ti el Reino de Dios". Por ganar la amistad de Cristo, merecen la pena los sufrimientos, se acepta el desconsuelo y abandono y se ama la cruz. Los libros III y IV adoptan la forma de un diálogo de Cristo con su discípulo.

     [1] Las citas son de la Imitación de Cristo. Estas críticas de la devotio moderna a la escolástica decadente eran justificadas, pero llevó como consecuencia a crear una sima entre la teología y la piedad.

 


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