[_Sgdo Corazón de Jesús_] [_Ntra Sra del Sagrado Corazón_] [_Vocaciones_MSC_]
 [_Los MSC_] [_Testigos MSC_
]

MSC en el Perú

Los Misioneros del
Sagrado Corazón
anunciamos desde
hace el 8/12/1854
el Amor de Dios
hecho Corazón
y...
Un Día como Hoy

y haga clic tendrá
Pensamiento MSC
para hoy que no
se repite hasta el
próximo año

Los MSC
a su Servicio

free counters

LA NOCHE DEL YABOC, una autobiografía del Patriarca Jacob  (E. Jiménez Hernández)

Páginas relacionadas 

 

18 Mi Padre Isaac

19 Conociendo a Lía y a Raquel

20 Celos

 

18
Las estrellas me traen a la memoria la mañana en que, de la mano de mi padre, trepé al monte Carmelo, la montaña acariciada por las nubes. El otoño se presentaba suave. Habíamos recogido los frutos; el mosto fermentaba en las vasijas y los higos ensartados como rosarios, se secaban colgados de las vigas.
Era temprano. Con mis ojos, aún cargados de sueño, contemplaba a mi padre, que caminaba silencioso. A cada lado de sus sienes flotaban unas mechas blancas, agitadas suavemente por la brisa que descendía del monte.
Un gallo batió las alas en el alero cercano y cantó con voz ronca, invitando al sol a mostrarse y a romper la noche. De la tierra y de los árboles ascendían tenuemente los murmullos de la mañana. Yo seguía absorto contemplando a mi padre. El vello de sus mejillas se había transformado en una barba rizada, gris, la nariz era respingada y los labios gruesos y entreabiertos dejaban ver sus dientes, brillantes. Su rostro, no es que fuera particularmente hermoso, pero poseía una seducción secreta e inquietante. ¿Se debía a las pestañas tupidas y largas, que arrojaban una extraña sombra azul sobre toda la faz? ¿O se debía a los ojos grandes, negros como el azabache, radiantes, poblados por la noche, ojos en los que sólo cabía el terror y la dulzura?
Pequeño, encorvado por los años, no era más que un amasijo de huesos mantenidos en pie por su alma invulnerable. Al ver sus ojos llameantes, como un rescoldo bajo la nube de su ceguera, se sentía que los ojos, la carne, los pelos, que todo aquel esqueleto estaba abrasado en fuego. Y cuando abría la boca para gritar al cielo -sólo la abría para dirigirse al cielo- una columna de humo ascendía de ella.

Yo amo a mi padre. Y sé, estoy seguro, que él me ama. Pero nunca hemos sabido decírnoslo. Lejos de él, me basta evocarle para que las cosas me circundan se hagan transparentes dentro de mí.
El hecho es que mi padre me conmueve. Nadie me ha turbado tanto; nadie me ha impresionado tan profundamente. Sólo pensar en él ya me hace sentirme como aferrado y, al mismo tiempo, liberado por una fuerza, que me llega desde lejos. Un aliento soñador envuelve cada uno de sus gestos, su voz, sus silencios, su mirada vagando siempre por espacios "más allá de lo real inmediato"; pero, evidentemente, yo creo, sé que esas imágenes de ensoñación tienen lugar en un espacio real, aunque sea en "otro tiempo" del pasado o del futuro.
A su lado mi fantasía abría una puerta a un mundo situado más allá de toda lógica, pero real, donde podía aspirar el perfume indescriptible y luminoso, arrebatador de una presencia inefable, misteriosa, que me arrebataba hasta la singularidad más honda de mi ser, hasta el barro de mi carne en las manos del Santo, bendito sea su Nombre, modelándome.

Tengo que decir, aunque me repita, que mi padre, aparentemente, no tiene nada de extraordinario. No llama la atención ni por su manera de hablar ni en su modo de callar. Busca siempre el anonimato. Para advertirle, hay que observarle de cerca. Y entonces ya no te despegas de él. Bajo sus párpados, casi opacos, sus ojos, duros o en reposo, atraen magnéticamente los tuyos. Basta ser un poco sensible al rostro humano para no poder sustraerse al suyo. Su rostro sugiere, remite a una oscura lejanía misteriosa. Pero la verdad es que a mi padre no le ha gustado nunca ser observado.
-La mirada es molesta, es una invasión, dice siempre.

Por ello ha adquirido el arte de alejarse. Le hablas, parece que te escucha; pero, si lo miras, de repente constatas que ha desaparecido. Le ves envuelto en una penumbra, como en un chal de oración, que le protege. Cuando le veo así, retirado del mundo, tan vulnerable en su aislamiento, siento deseos de acercármele, apoyar mis brazos en su espalda y confortarle. Me vienen ganas de ofrecerle mi juventud, mi sed y mi luz. Pero me vence el pudor y me alejo de él.
Si alguna vez me atrevía a hablarle, mis reiteradas preguntas le fatigaban. Y sus silencios me dolían. Su silencio -que, al mismo tiempo que me atrae, me rechaza- se hace, a veces, tan pesado en mi interior, que mi corazón corre el riesgo de explotar. Hay que mirarle a los ojos para averiguar lo que pasa por su alma, para descubrir el secreto temblor que lo embarga. Nos hallamos distantes como el logro y el deseo, como el hallazgo y la búsqueda. Quisiera encontrar una vía entre el silencio y la palabra. Una vía que me mantenga junto a él. Y no la encuentro. Si recurro a la plegaria, ésta me lleva hacia el futuro, mientras que a él le hunde en el pasado.
-Te miro, hijo mío, te busco con la mirada -me dice ya en la cumbre del Carmelo-. Tus ojos hacen brillar los míos. Tus ojos queman en los míos. ¿Qué veo? Veo un futuro, una eternidad limitada, gloriosa, ultrajada, humillada, salvada... Veo la profundidad de un abismo, que me supera. Pienso en ti, hijo mío, y tiemblo. Mi conocimiento se interpone entre nosotros y se hace opaco. Este conocimiento me mantiene en vida y te relega lejos, muy lejos de mí en el tiempo y en el espacio. Tú eres mi futuro.

Se alzaban nubes de polvo, el aire era pesado y el sol comenzaba a quemar. Una cigüeña descendió del cielo y fue a posarse en un árbol cercano, como si también ella desease oír. Aislados entre nosotros, amurallados tras nuestras diferencias, no acertábamos a descubrir la relación que nos unía a las señales, a los indicios, que nos circundaban.
Me dio la impresión de que su rostro de ojos apagados y mejillas hundidas dibujaban un asomo de alivio; imagen que ya no pertenece a este mundo. Pero, por un momento, las alegrías de su vida, las penas, la lucha con el Santo, bendito sea su Nombre, cruzaban su espíritu, como relámpagos. Y también cuanto había visto en sus paseos solitarios: las montañas, las flores, las aves, los pastores que, de vuelta al redil, llevan sobre sus hombros la oveja extraviada, los labradores que siembran, siegan y llevan a sus casas la cosecha... El cielo y la tierra se desplegaban para volver a cerrarse dentro de él. La memoria le fascinaba más que la fantasía. ¡Y cómo duelen las heridas de la memoria!
A medida que iba subiendo el sol, crecía la intensidad del silencio, que me silbaba en los oídos. Me parecía rozar una realidad sagrada, desprendida de las pocas palabras, que fueron tejiendo amor y distancia a un mismo tiempo; todo ello le daba a mi padre un aire lejano, pero con un fuerte poder de atracción, atracción por su esperanza, su dolor, su melancolía, su inapetencia, su abandono.

¿Por qué sentirá interés?, me preguntaba. No lo sé, aún hoy. Parecía indiferente a los rumores de la existencia. O mejor, no era indiferente, sino más bien inaccesible, ausente, como si hubiera cerrado ya sus ojos acostumbrados a los milagros y viviera en otro lugar y en otro tiempo. ¡Cómo he deseado que me abriera su memoria que, en definitiva, es mi memoria! Pero no hablaba. Nunca quiso hablar. O quizás, no podía. Sólo decía lo que quería decir y, con frecuencia, decía una cosa, sólo para esconder otra. Inútil provocarle. Te miraba y, de repente, apagaba la mirada y todo se hacía oscuridad, densa oscuridad, impenetrable a la mirada. Allí comenzaba el misterio. Con la cabeza plegada como un junco, mi padre se adentraba en él y yo me quedaba fuera.


¿O sería todo un engaño de mis ojos cansados del viento cortante de la montaña? Me rehíce respirando profundamente el aire que trascendía de los pinares, impregnado de un aroma áspero de resina. Recuerdo que canté con la brisa de la tarde y que el Santo, bendito sea su Nombre, cantaba conmigo. Pues, como dicen los sabios, bendita sea su memoria, cuando el hombre encuentra gozo en una cosa, también El goza con ella; y cuando el hombre no encuentra gozo en una cosa, tampoco El la goza.
-Pero también el Santo, bendito sea su Nombre, prueba al justo. Era mi padre quien hablaba. El alfarero no prueba los vasos defectuosos, porque al primer golpe se romperían. Prueba los de calidad, que aunque los golpee repetidamente no se rompen. Lo mismo que el que trabaja el lino, cuando sabe que su lino es bello y bueno, cuanto más lo golpea más mejora y más precioso se hace; en cambio, si sabe que es de baja calidad, no lo da ni un golpe, porque lo destruye. O, si quieres, es semejante a un vidriero, que tiene un recipiente lleno de vasos y copas finas. Cuando quiere colgar el recipiente, coge un clavo, lo fija en el muro y luego cuelga el recipiente. Así las pruebas no sobrevienen a los débiles, sino a los fuertes, que las pueden resistir.
No pude menos de exclamar:
-Tienen razón los sabios, bendita sea su memoria, cuando dicen: "Ningún corazón está tan entero como un corazón roto, quebrantado".

Lo que conozco de mi padre lo sé por mi abuelo, mi madre y Eliezer, el siervo fiel de la casa. Este me contaba el encuentro de mi padre con su anhelada esposa:
-Han pasado muchos años desde aquel lejano día, pero lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Fue al atardecer. Tu padre se hallaba en el campo, en el territorio del Negueb. Al alzar los ojos vio acercarse unos camellos y una joven sobre el lomo de uno de los camellos que yo guiaba. Rebeca le vio también, plantado en medio del campo. Sobre él descendía como un ala de luz. Sus miradas se cruzaron y la emoción de los dos jóvenes fue recíproca y pienso que para ellos, como para mí, inolvidable. Faltó poco para que tu madre cayera del camello. La ayudé a bajar y, aunque sabía la respuesta, me preguntó:
-¿Quién es aquel hombre que viene en dirección nuestra por el campo?
-Es Isaac, mi amo, le respondí.
Y ella tomó el velo y se cubrió el rostro. Un poco tarde, pues ya Isaac la había visto y se había emocionado al descubrir en aquella joven la imagen de su madre Sara, que no hacía mucho habíamos enterrado en la cueva del campo de Macpela. ¿Cómo no emocionarse? Apenas Rebeca entró en la tienda, Isaac descubrió que volvía a encenderse la lámpara, que se había apagado con la muerte de su madre, y que desde el cielo descendía nuevamente aquella nube que estuvo siempre presente sobre la tienda, mientras Sara estuvo en vida. El amor de la joven esposa le confortó y consoló de la soledad y dolor, que le había causado la muerte de su madre.

-Muchos años -sigue ahora mi madre- habían pasado desde aquel día y el recuerdo de aquellos días lejanos y felices se hacía cada vez más vivo y apremiante, pues las esperanzas y la espera de entonces aumentaba cada día el ansia de un hijo, que, a veinte años del matrimonio, no había llegado aún a alegrar nuestro amor.
Un día le dije a tu padre:
-Un tiempo tu madre Sara también era estéril y entonces Abraham rogó por ella al Señor y tuvo un hijo, que eres tú. ¿Por qué no se lo pides también tú al Señor? Seguramente que El escuchará tu súplica.
Después de insistir muchas veces, tu padre me hizo caso. Juntos nos dirigimos al monte Moria, donde hacía muchos años él había visto al Santo, bendito sea su Nombre, cuando tu abuelo le iba a como holocausto. Recuerdo de memoria la oración que elevó al cielo:


Señor del cielo y de la tierra,
tus bendiciones llenan todo el mundo.
Tú, un día, tomaste a mi padre de la tierra,
en que habitaba, y lo condujiste a este país,
asegurándole que se le darías a sus descendientes.
Le dijiste que éstos serían tan numerosos
como las estrellas del cielo
y como las arenas de la playa del mar.
Que se cumplan ahora tus palabras.
Danos también a nosotros una descendencia,
que confirme cuanto prometiste a mi padre.

Yo también uní mi súplica a la de tu padre:

Dame, oh Señor, una descendencia
que, conforme a tu palabra,
sea una bendición para este país.

El Santo, bendito sea su Nombre, escuchó nuestra oración y os concebí a ti y a tu hermano Esaú. Tu padre se alegró profundamente y me colmó de cuidados. Porque no creas que tu padre ha sido siempre tan retraído como lo ves ahora. Me quería de verdad y ha sido muy afectuoso conmigo. Y hasta impulsivo e imprudente, como en aquella ocasión en que el rey de Guerar nos sorprendió acariciándonos desde la ventana de su palacio.
¿No conoces esa historia? Pues verás, hubo un hambre en nuestro país y tu padre decidió que nos fuéramos a Guerar, donde era rey Abimelec. La gente del lugar le preguntaba por mí y él respondía:
-Es mi hermana.
Pues, como me había dicho, tenía miedo pensando: "Esta gente me matará, pues eres muy hermosa". Yo, halagada en mi vanidad, le aceptaba el engaño. Pasado un tiempo, el rey Abimelec miraba un día por la ventana y sorprendió a tu padre acariciándome y comprendió que yo no era su hermana, sino su mujer.
Nos mandó llamar y, enfurecido, dijo a tu padre:
-Si es tu mujer, ¿por qué has dicho que es tu hermana?
Tu padre se lo confesó:
-Porque pensé: me van a matar a causa de ella.
Abimelec respondió:
-¿Por qué has hecho esto con nosotros? Por poco no se acuesta uno de los nuestros con tu mujer y nos hace a todos culpables.
Desde entonces empezamos a tener dificultades con los pastores de Guerar, a causa de los pozos. Los pozos son siempre una bendición, pero han sido siempre un gran problema. Los rebaños necesitan pastos, los pastos necesitan agua y, donde apenas llueve, el agua la suministran los pozos... Tuvimos que dejar aquella tierra, alejándonos de ella poco a poco, hasta establecernos en Berseba.


Evocando estas historias y los relatos de los pozos y las peleas con los pastores de Guerar, que me había contado el siervo Eliezer, se me pasó la tarde, correteando entre los pinares, cogiendo rojos tulipanes, amarillas azaleas, orquídeas dentadas, iris azules, cándidos lirios..., mientras mi padre, en silencio, evocaba quizás las mismas historias, aunque de otra forma, seguramente. Pues, como dicen los sabios, bendita sea su memoria, existe otra historia junto historia de los hechos exteriores, como guerras, victorias, migraciones y catástrofes políticas; es una historia íntima, que se desarrolla en otro plano, la historia de las vivencias y experiencias interiores, donde se madura en los misterios de la vida. Es una historia con el Santo, bendito sea su Nombre. El Carmelo era un lugar propicio para evocar esta historia. Seguro que mi padre fue allí para ello.

Así, juntos y lejos el uno del otro, húmeda, ardiente y opaca nos cayó encima la noche, que se enredó en los jacintos y cipreses, lánguidos de polvo. E inmediatamente, con la noche, me sobrecogió el asombro. Me costaba comprender la razón de tanta vida oculta en aquel mundo de quietud nocturna. Antes que aparecieran las estrellas, la noche se iba llenando de rumores, vaivenes, clamores quejumbrosos esparcidos por las sombras, transparencias movedizas, imágenes, sensaciones, deseos, miedos y alegrías: todo se fundía en la conciencia, acuciando mi curiosidad. Todo era un misterio indefinido y confuso, pero lleno de vida.
El respirar de la noche despertaba en mí, con sus temores, una esperanza, un deseo de peregrinar hacia el futuro, de descubrir las novedades de la vida, sorteando amenazas, afrontando riesgos, aventurándome a lo desconocido, dejándome llevar por la llamada de la vida, como los salmones dejan el mar siguiendo la llamada del río.


19
La luna apareció blanca, pálida y completamente redonda sobre los montes de Galaad. Se detuvo un instante en la cresta de la montaña y comenzó a ascender. Su luz fue saltando por toda la región montañosa al norte de la Transjordania, bañándola, y bañándose en los numerosos torrentes que la surcan, abriéndose cauce para descender al Jordán.
Me arrancó de mi ensueño al iluminarme el Yarmuk y el Yaboc. Con la luna me llegó la fragancia de la goma, el bálsamo y la resina de Galaad, devolviéndome a la realidad de la noche.
Desde la tienda de Lía, me llegan los ladridos de Gaón, Dubah y Beenah, mis tres perros cananeos, que tienen tan desarrollado el olfato, que pueden detectar cualquier cosa, que aparezca en las cercanías. Si ladran, es que alguien les ha mostrado comida o han visto acercarse algún extraño. Quizá aúllen, sin ningún motivo, a la luna. Ciertamente, me llaman.
Vuelvo sobre mis pasos. Allí están los tres guardianes a la puerta de la tienda, con su pelo corto, blanco con manchas negras y redondas en la frente y las patas. Al verme, saltan y aúllan como lobos.
Detrás de ellos está Lía, azuzándoles. Como siempre está impaciente y agitada. ¿Como siempre? Como siempre que sabe que estoy con Raquel.
Raquel y Lía me rondan juntas por la cabeza quitándome el sueño, como si cada una de ellas tirase de mí y quisiera arrebatarme y guardarme para ella. Insistentes, como una obsesión, se me aparecen con sonrisas pegajosas o con miradas de drama, con palabras melosas o con sollozos, frunciendo los labios, pensando quién qué.
Creí que el amor era paz. Pero la paz no está en la verdad, sino en una mentira confortable. Pero una mujer no te tolera la mentira, es como un ácido que las corroe. Con ellas no valen subterfugios. Viven tan a lo vivo su dolorosa verdad que, junto a ellas, mi mentira no subsiste.


Os contaré una parábola, interrumpe uno de los sabios, bendita sea su memoria. Un hombre tenía dos esposas, una joven y otra vieja. La joven le arrancaba los cabellos blancos y la vieja los negros. Al final aquel hombre se encontró calvo.

Me siento condenado a la soledad al negar a los otros habitar mi tierra, ser para ellos. Poseer una mujer es fácil; cautivarla y gozarla, también. Pero enamorarla hasta ser enamorado por ella; pasar del enamoramiento al amor hasta dejarse quemar el tuétano personal, entrando hasta el inefable abismo del otro, eso ya es más difícil. Ver en el otro un tú y no un ello es tener de verdad corazón. Es un don que sólo puede conceder el Santo, bendito sea su Nombre. En el umbral de la vela y el sueño lo pienso y me adentro en las aguas del misterio.

Mientras acompaño a Lía para ayudarla a cruzar el Yaboc, en el cruce de tiempos y lugares, en simultaneidad del ayer y del hoy, del sueño y la vigilia, me asaltan de nuevo recuerdos y presagios. Le digo:
-Revélame tus penas, sácalas del fondo de tu ser. Las penas se exasperan en la oscuridad, pero la luz las mata. Detesto la tristeza. Prefiero la angustia de mi situación actual.
-¿Qué sabes tú de la angustia?, me responde. Las desdichas que tienen nombre no son angustia.
-Tal vez tengas razón -le respondo, conciliador-, y sea verdad que no hay más que una auténtica angustia: ¡la de hallarse ante la amenaza, ante la incertidumbre de no ser!
Lía me inunda con su cuerpo. Sus ojos, velados de luna, sus pómulos salientes, sus orejas en pauta, todo su ser se clava en mi carne, camino del Yaboc.
Toda persona que ama, comentan los sabios, bendita sea su memoria, al relacionarse con el ser amado, le transforma y se transforma. Es como si con el trato sembrasen gérmenes de si mismos en el alma del otro y, poco a poco, se van desarrollando y toman vida, como si despertaran ansias olvidadas y deseos dormidos, que invaden el corazón y le impulsan con urgencia a una vida nueva, renovada, pronta a dejarse llevar de las imprevistas incitaciones.

Nubes blancas y grises, entrecruzándose, se disputan el cielo. Y entre ellas se oculta y se muestra la luna llena. El viento, indiferente, juega en las colinas, rumorea en los arbustos y se calma al bajar al valle a descansar con los camellos en reposo.
Lía me mira con sus ojos apagados y tiernos, ojos de ternera con sed. Una ternura indecible, espesa como la miel, nubla también mis ojos, mientras la miro y leo en las arrugas, que le atormentan la frente, sus pensamientos secretos. Toma los cabellos, que se le han soltado y le caen sobre la cara y la espalda, y los recoge bajo el pañuelo. Siento que el corazón le late en los labios y en las sienes al ritmo del viento, espesándole la saliva. Hay algo de misterioso y turbador en su voz ronca, que invade la noche hasta el estremecimiento. La brisa me sacude, manteniéndome atento para escuchar su voz y obedecerla. Pero no pide nada, sólo se queja, para desahogarse, contagiada de mi agitación interior que, al acercarme al Yaboc, al centro del río, lejos de sus fuentes y de su desembocadura, en esta noche se me agolpa toda mi vida, hacia atrás y hacia adelante, confundiendo pasado y futuro en el espejo de las aguas. Sentenciosa, repitiendo apólogos quizás de su abuelo, me dice:
-No mires al vaso, sino lo que contiene. Un vaso nuevo puede estar lleno de vino añejo y un vaso viejo puede estar vacío de vino nuevo.
Creo que no viene al caso y cuando trato de hacérselo notar, me replica:

-Se encontraron dos personas. Uno dijo al otro: "Tú no eres mi amigo, porque no has adivinado la pena que llevo en el corazón". Replicó el segundo: "Eres tú quien no eres amigo mío, porque no has compartido conmigo el dolor de tu corazón".
No sé si esta vez acierta con el apólogo, pero entiendo lo que me quiere decir y la respondo:
-Realmente es verdad el proverbio que dice: "De la felicidad de mi dueño no saco ventaja, pero sus desgracias me tocan también a mí".

El silencio cae entre los dos. Y así, con Lía al lado, retrocedo al día de mi llegada a casa de su padre Labán.
Labán me colma de palabras afectuosas. Raquel, la hermana menor, rubia como un trigal en sazón, está tan turbada como yo y no hace más que escuchar a su padre y mirarme a mí... Y junto a ella, la hermana mayor, Lía, morena, piel de uva madura, labios gruesos, cejas que se unían en la parte superior de la nariz, que me come con la mirada, cuya languidez incitante me turba irremediablemente.
Para ocultar su turbación -¿la suya o la mía?-, Lía se acercó al aparador, donde se guardaban los cántaros, descolgó un jarro de lata, lo llenó de agua fresca, tomó un puñado de dátiles y se inclinó para ofrecérmelos.
Luego, siempre en silencio, entró en la despensa, de donde volvió con pan, aceitunas, miel y un jarro de vino.
-Esta comida fría, te abrirá el apetito, dijo el padre y Lía, sin más, comprendió que debía preparar la cena. Salió de la casa y al momento volvió con un haz de leña. Sopló las ascuas bajo la ceniza y encendió el fuego. Brotaron tímidas las llamas, en seguida afianzadas sobre los troncos de madera rugosa y crepitante. El fuego comenzó a rugir y una oleada de calor y luz se extendió por el hogar. Enrojecida por el fulgor que irradiaba la lumbre, Raquel volvió el rostro hacia mí. Sus mejillas eran graciosas entre sus pendientes, y su cuello una delicia con todos sus collares; como novia adornada de todas sus joyas.
Sentí en la cara su aliento cálido, que me enervaba el cuerpo. Mientras tanto, Lía puso agua en la marmita, que colocó sobre los morillos de la lumbre. Tomó de un saco colgado de la pared un puñado de habas y las echó en el agua...
Labán seguía los pasos de la hija con sus ojos de gavilán, sin dejar de hablarme. Yo, mientras tanto, comía y escuchaba cómo el fuego devoraba los leños de olivo y lamía la marmita de barro cocido, que borbotaba.
Mientras bebo el vino que me ha servido Lía, contemplo a Raquel, que inconscientemente se pasa la lengua por los labios, paladeando y moviendo los labios en una plegaria:

Que me bese con besos de su boca:
más dulces que el vino son tus amores;
suave al olfato tu fragancia
y ungüento perfumado tu nombre.
Llévame en pos de ti: ¡corramos!

Me contagia la embriaguez de su amor fulgurante, irradiación instantánea del corazón, que habla con el cuerpo, ojos, labios y manos, nariz y paladar.


Sin poderlo evitar, mis ojos saltaban de Lía a Raquel. Y pienso que los ojos de ave de rapiña de mi tío descubrieron desde aquel momento que yo me había enamorado de su hija menor y comenzó ya entonces sus planes para enredarme. Al principio es como un hilo de telaraña, al final se hace como una vela de una nave. Imposible olvidar aquella mirada penetrante y aquella voz suave.
La aparente quietud de mi tío, como la de los demás pastores nómadas del lugar, es cualquier cosa menos paz. Pasiones violentas se esconde detrás de sus miradas reservadas, a veces oscas. Late en ellas una desconfianza hostil, el rescoldo de un odio antiguo aún no olvidado, el recuerdo lacerante de un amor fracasado o imposible, que destrozó la vida. Parece que el tiempo no curara nada y, después de años, en sus ojos huidizos descubres aún una indiferencia cruel, una curiosidad despectiva, como un dolor que les va goteando y que lo salpica todo de desconfianza.
El terror del hambre empuja a los pastores hacia el norte o el sur junto con sus rebaños, según las estaciones. A veces el hambre diezma sus rebaños, en medio de una tierra gredosa de puro polvo. Por ello, las tribus del desierto avanzan oscuras, entecas por los caminos de la tierra. Sus rutas pasan por vericuetos desconocidos a la población sedentaria. Sus rebaños se dispersan por los amarillentos campos segados. El aire asfixiante de calor y polvo borra las facciones y da a todos el mismo rostro, el hombre con su cayado, la mujer con su crío, el anciano con sus ojos perdidos en la profundidad de sus órbitas. Sus bestias se arrastran flacas, pegadas unas a otras, como una mancha oscura que se extiende. Quizás los camellos sean distintos; desde la cima de sus torcidos pescuezos te clavan sus ojos fatigados, rencorosos, llenos de burla o melancolía. Hay en sus ojos algo así como una vejez inteligente. Y el temblor constante de su piel te atraviesa el cuerpo de un desasosiego inevitable.

Y Lía es hija de su padre. Y yo, ¿no soy acaso pariente suyo, de su carne y sangre? Mis oídos se han hecho sensibles a los silbidos inquietantes de las serpientes, que lengüetean el polvo, y del viento abrasador que sopla entre las piedras. Muchas veces ha crecido la luna y otras tantas ha afilado sus cuernos, pero no se ha borrado de mi mente la imagen del ave de rapiña, que un día me sorprendió, solitaria, girando en amplios círculos sobre mi cabeza. La seguí con la vista y mis ojos -con los del ave- recorrieron las lomas desnudas, las rocas cuarteadas y los fragmentos de piedra, que se alzaban a ambos lados de la cañada. La montaña estaba hecha de rugosidades de granito ancestral. El águila seguía arriba. Hacía calor y el viento no soplaba. De pronto, ¿qué vio el águila que descendió en picado, más allá de los picos de la alta montaña?
Como no se me borra la mirada de Lía encendida de despecho, a veces rabiosa de una languidez, que me turba. La veo inclinarse, temblorosa, sobre mí. Me mira con una expresión preocupada; una lágrima vela su mirada. El miedo reflejado en sus ojos altera sus rasgos. Entre suspiros me dice:
-Deseo borrar esa sombra que hay en tu mirada cuando te despiertas y me miras. Quiero borrar la decepción del despertar de aquella primera mañana, al descubrir a tu lado a otra mujer, distinta de la que creíste que se durmió sobre tu hombro. Quiero que me mires y me veas a mí, que te amo, que soy yo, que soy distinta de Raquel y que deseo ser distinta, pero tuya, tuya como ella. Deseo que sientas el grito de mi sangre, el ansia de vida, de una vida que continúa más allá de mí misma. Sólo sangre de futuro y promesa corre por el árbol verde que las venas dibujan en mi cuerpo, que es tuyo desde siempre. ¿No adviertes cómo las hojas de este árbol se agitan por ti y aplauden sólo porque yo me encuentro en tu presencia?

Y sus labios, su voz despertaban en mí el deseo de unirme a ella, de fundirme, de perderme en ella y, a través de ella, hundirme en las entrañas de la vida, en el júbilo del Santo, bendito sea su Nombre, creando el mundo, creándome a mí mismo. Era algo sagrado que me llevaba a penetrar en el misterio. La savia de la vida, hecha amor, fluía de mi corazón a las arterias de Lía y de su corazón a mis venas.

Me hacía latir el corazón en las sienes, precipitándome por una sima de placer o dolor, ¿cómo saberlo, si me sentía perdido, enajenado, silbándome los oídos y nublándoseme la vista? Inútil tratar de agarrarme a la espuma de las olas. Estaba experimentando el gozo de Adán en el momento de reconocerse a sí mismo al conocer a Eva.
Cada vez que me unía con ella era como tender un puente, que me unía con el Santo, bendito sea su Nombre. Era la ruptura de los limites, el perderme adentrándome en ella, acrecentándome y desbordándome hacia una nueva vida. Era la comunión, que silencia los sentidos. La cercanía a las fuentes de la vida y de la muerte, punzantemente sentida, me unía al Santo, bendito sea su Nombre, Señor y Creador de la vida.


20
Pero luego, siempre, aparecía Raquel, bonita y taimada, excitada y excitante, siempre dispuesta a enojarse si no obtenía lo que deseaba. Y entre las hermanas surgían las discusiones, las sospechas, las indirectas, las acusaciones directas, como si necesitaran insultarse mutuamente para librarse del monstruo de los celos, que las carcomía por dentro. Sus frases mordaces, sus miradas hirientes hacían imposible la convivencia. Después llegó la fase del silencio. Era un silencio manifiesto, un silencio que gritaba y hería más que los insultos.
¡Ah, los celos: la desesperación ciega de quien se siente marginado, la intolerable pena de quien llama inútilmente a una puerta tras la que hay alguien que no abrirá!

Es semejante -comentan los sabios, bendita sea su memoria- a un rey que tenía dos administradores. A uno encomendó el depósito de la paja y al otro la tesorería de la plata y el oro. El primero fue incriminado por infiel, pero continuaba irritado por no haberle encomendado la custodia de la plata y del oro. Entonces el segundo dijo: "¡Estúpido, has sido infiel con la paja, cuánto más lo habrías sido con la plata y el oro!".
O peor aún, añade otro: "Es semejante a la mujer que dice al marido: he visto en sueños que me repudiabas. Y él respondió: ¿y por qué en sueños? Es en verdad".

Y yo en medio de los celos. ¡Cuántos años tirando con mentiras para salir del paso! Pero, de pronto, todo se viene abajo. Un hecho inesperado, ¿casual?, las deja sin sentido, inservibles, inútiles. Siento, a veces, cuando no logro conciliar el sueño, que nace dentro de mi otro ser que me acusa, que me avergüenza. Siento miedo.
Puja dentro de mi el nuevo ser, que siento latir. Pero me encuentro, me siento prisionero de mí mismo, como el huevo en su cáscara. Espero romperla.

-Hay que vivir hacia adelante, me decía en una ocasión mi hermano.
Hoy recuerdo la conversación, no sé cómo ni por qué, pues creía que nunca habíamos hablado en paz. Recuerdo que le respondí:
-A ti te lleva el ímpetu, no la esperanza. Yo, que no soy impetuoso, soy desesperado.
-¡Si supieras, qué pocas cosas me importan y de ellas, qué pocas lograré!
-Pero mientras tú caminas, yo me detengo y, por no pensar en el futuro, me refugio en el pasado. Lo sé, es una renuncia...
-Entre los dos formaríamos un ser completo, a ti te falta la ilusión; a mí el recuerdo.

No he olvidado el diálogo, pero no sabría decir hoy cual frase es mía y cual de mi hermano. Pero, ahora, a distancia de años, la vida de la infancia adquiere forma palpable dentro de mí. No puedo desligarme de mis pensamientos, de los primeros paisajes que descubriera, de mí mismo, de mi familia. Me doy cuenta que estoy ligado a ellos, que aún en la lejanía, o quizás a causa de ella, estoy atado a ellos. En presencia de mis esposas, las dos hermanas celosas, mis pensamientos se derraman dentro de mí, como si alguien les hubiera soltado de su encierro obligado.
Improvisamente, empujado por una fuerza irresistible, en el fondo del corazón, me veo lejos, pequeño, junto a mi padre o junto a mi hermano. E, inexplicablemente, al mismo tiempo, soy dos personas: miro a un niño que tiembla y soy ese niño. Tengo ganas llorar y deseo no llorar; quiero vivir y no vivir; siento el corazón que me explota de temor y quiero gritar y al mismo tiempo deseo ahogar el grito; siento cada grano de tierra y cada fibra de mi cuerpo, cada célula de mi ser, siento que me aplastan, que me elevan hacia el cielo y me oprimen contra el suelo. Veo a mi padre aterrorizado y oigo el grito desgarrador de mi hermano... Pienso en mi madre y me saltan, irresistibles, incontenibles las lágrimas.

Un hombre -interrumpen los sabios, bendita sea su memoria, para aliviar la tensión-, un hombre tenía miedo de su sombra y horror de sus huellas. Huía de ellas, escapando a todo correr. Pero cuanto más corría más numerosas eran sus huellas. Y cuanto más levantaba sus pies más hondas se marcaban en el suelo. Y por mucho que corriera, la sombra no se alejaba de sus talones. Siempre corriendo, jamás reposaba. Hasta que exhausto, cayó muerto. No había comprendido que la sombra sólo desaparece entrando en la oscuridad y las huellas sólo cesan estándose quieto.


[_Principal_]     [_Aborto_]     [_Adopte_a_un_Seminarista_]     [_La Biblia_]     [_Biblioteca_]    [_Blog siempre actual_]     [_Castidad_]     [_Catequesis_]     [_Consultas_]     [_De Regreso_a_Casa_]     [_Domingos_]      [_Espiritualidad_]     [_Flash videos_]    [_Filosofía_]     [_Gráficos_Fotos_]      [_Canto Gregoriano_]     [_Homosexuales_]     [_Humor_]     [_Intercesión_]     [_Islam_]     [_Jóvenes_]     [_Lecturas _Domingos_Fiestas_]     [_Lecturas_Semanales_Tiempo_Ordinario_]     [_Lecturas_Semanales_Adv_Cuar_Pascua_]     [_Mapa_]     [_Liturgia_]     [_María nuestra Madre_]     [_Matrimonio_y_Familia_]     [_La_Santa_Misa_]     [_La_Misa_en_62_historietas_]     [_Misión_Evangelización_]     [_MSC_Misioneros del Sagrado Corazón_]     [_Neocatecumenado_]     [_Novedades_en_nuestro_Sitio_]     [_Persecuciones_]     [_Pornografía_]     [_Reparos_]    [_Gritos de PowerPoint_]     [_Sacerdocip_]     [_Los Santos de Dios_]     [_Las Sectas_]     [_Teología_]     [_Testimonios_]     [_TV_y_Medios_de_Comunicación_]     [_Textos_]     [_Vida_Religiosa_]     [_Vocación_cristiana_]     [_Videos_]     [_Glaube_deutsch_]      [_Ayúdenos_a_los_MSC_]      [_Faith_English_]     [_Utilidades_]