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LA NOCHE DEL YABOC, una autobiografía del Patriarca Jacob  (E. Jiménez Hernández)

Páginas relacionadas 

 

 

25 El hijo Judá

26 Las estaciones

27 Tamar

28 Bilha

29 Dan y Neftali

 


25
Recogiendo mi cayado, salí precipitado a sacar los rebaños a pastar. Avanzaba, y el sol que avanzaba conmigo, estaba sobre mi cabeza. Mis pies ardían al pisar la arena caliente y miré en torno, buscando un rincón de sombra. Con el cuello tenso y los ojos cerrados, me sumergí en el fondo de mí mismo.
Cuando la agitación embarga mi espíritu, sólo Judá, rubio, de bellos ojos y agradable presencia, mi dulce salmista, sabe calmar mi alma. Con su amena palabra, al son de la cítara, sosiega mi espíritu. Por eso me alegra verle llegar sobre un asno, con su morral cargado de grano tostado, pan y queso. Con la cítara y su honda inseparable, por supuesto.

(No puedo contenerme y les pregunto a los sabios, bendita sea su memoria:
-¿Pero no fue en la fecha del destete de Judá, cuando Raquel armó el escándalo?
-Si, ¿qué quieres insinuar?
-Y, ¿cuántos años tenía Judá?
-Tres.
-¿Y a los tres años ya tocaba la cítara?
-Ah, pero a estas alturas, ¿aún no has descubierto al rey David en sus lomos y a Salomón en sus riñones?
-¡Ah!
Mejor sigo en silencio).

Como una música, que me brotara del íntimo oigo un susurro:

La carne es igual que la hierba,
su magnificencia es como la flor de los prados,
que a la mañana florece
y a la tarde se mustia y se desvanece.
Contempla las flores y las estrellas,
el agua de los arroyos
y las arenas ondulantes del desierto,
goza del canto de las aves y del silencio de los valles.

En mi interior nacía el día. Las estrellas se apagaban y el aire fresco de la mañana me penetraba hasta los huesos. Por encima de mi frente, el cedro se poblaba de alas y gorjeos. Veo o sueño el vuelo blanco y rosa de las garzas, los manzanos floridos, el humo del horno, ramas de terebinto, racimos de dátiles colgando de las datileras, dulces y jugosos, naranjas y granadas entreabiertas. Y entre las mieses granadas, vuela el canto dorado de las alondras.

Me duermo y sueño con mi hijo Judá. Le veo fuerte como cachorro de león, músculo y fogosidad, atrevido y valiente, pelo rojizo y labios agrietados. Corre más veloz que una gacela; le veo perseguir a una cierva, apresarla y prepararme con ella un banquete. Y mientras como, él sale tras un león o un oso, no lo distingo, que lleva en su boca una oveja del rebaño; lo alcanza, lo golpea y se la arranca de sus fauces; ahora la fiera se revuelve contra él, pero con osadía la sujeta por la quijada y la golpea hasta matarla. Vuelve hacia mí sudoroso, radiante. Ha dado muerte al león y al oso... Me despierto y me encuentro con él a mi lado. Sus pupilas claras parecían querer atravesar mis ojos apagados, consumidos por el sol y las penas. En su rostro brilla, inquietante, una espera eterna, una tensión infinita. Mi pobre corazón ante él se encoge de maravilla y temblor, como si no fuese un fruto de mi sangre. Sus ojos miran por encima de la tienda, por encima de las montañas, más allá del tiempo de mis andanzas. ¡Ojos lejanos de mi hijo! Con veneración le digo, sin saber por qué:
-Eres un árbol que crece hacia arriba siempre, hasta el momento en que talado te conviertas en río que avanza hacia adelante. Siempre en camino. ¿Hacia dónde? No lo preguntes. Hubo un tiempo en que conocía la meta y no conocía el camino. Ahora es al contrario, conozco el camino y no sé donde me lleva. Y ¿quién sabe? Varios caminos se le presentan al hombre. ¿Cuál conduce al Santo, bendito sea su Nombre, y cuál hacia el hombre? No soy más que un nómada. Y, sin embargo, sigo caminando, buscando. Quizá lo que busco es seguir caminando, no detenerme, no instalarme y corromperme, no perder el oriente; busco seguir siendo itinerante.
Por ello, te digo, camina sin itinerario preestablecido. Marcha hacia donde te guíe la nube o la estrella, de día y de noche.
Para llegar a la verdad, dicen nuestros sabios, bendita sea su memoria, el hombre tiene que atravesar cuarenta y nueve puertas. Cada una de ellas se abre sobre una nueva pregunta. Luego, llega a la última puerta y, sólo después de haberla atravesado, podrá vivir en la fe.
No olvides que no estás solo. Hay una muchedumbre inmensa en ti, como las estrellas del cielo o las arenas de la playa del mar. Las llevas de una parte a otra dentro de ti. Deja, pues, de soñar. No turbes el sueño con tus sueños. Vive la vida y descansa en tu tierra, en la tierra de cada día.

Con su cayado y el morral al hombro, baja al torrente. Le veo, olvidado de mis serias palabras, elegir los cantos lisos, duros y preparar la honda. Los lanza contra una roca y no falla el tiro en la frente de la serpiente, que se adormilaba al sol.
En el borde del torrente, las adelfas estaban en flor. Cogí una flor roja y me la llevé a los labios. Algunas cigüeñas, paradas en un pie sobre las rocas, clavaban los ojos en el agua. El sol se había puesto, pero hacia el norte, el monte Hermón aún conservaba la luz en su cresta.


26
A lo lejos el Jordán zigzagueante, como una culebra, bordea la colina y desciende entre matojos, con la brisa enredada en sus hojas y alguna chicharra, apagando el canto, al apagarse el sol. Y luego, todo es silencio, un canto de silencio; silencio cósmico, que se hace presente, íntimo; silencio que rescata las horas de la muerte. El silencio se hace refugio, que envuelve y acuna la vida en gestación, haciéndola madurar, crecer, florecer, fructificar. El pensamiento se me pierde en la distancia, más allá de los días y las fronteras.
Puedo decir que conozco cada piedra y cada nube, los mil ruidos que hacen de la noche una presencia viva, como un mensajero que puebla el silencio de señales. El misterio se halla pegado a mi cuerpo, a mi vida. Sus marcas están escondidas en todo lo que me rodea, allí donde me llevan mis pasos.

Con la luz del sol, a la mañana, vuelven a surgir los contornos de las criaturas, difuminadas por la tiniebla. La luz colma el espacio anegado por el caos. Aún no había amanecido, cuando ya estaba despierto. Los limoneros y las palmeras se hallaban envueltos en un velo azulado. Reinaba un silencio profundo. Ni siquiera había cantado el gallo madrugador. Salí al camino y sentí que el corazón se había aligerado. El Santo, bendito sea su Nombre, se me había presentado como un leve soplo de aire fresco. Mi corazón no era suficientemente grande como para contener su alegría desbordante. Avanzaba en la luz delicada de la aurora, en medio de sus bendiciones: su canto, los olivos, las viñas, los trigales. El salmo de la alegría surgía desde el fondo de mí mismo y quería ascender hasta el cielo. Las espigas estaban maduras e inclinaban la cabeza a la espera de la hoz. Se oía chirriar a lo lejos una carreta de bueyes. Los asnos olfateaban el aire, movían la cola y se echaban a rebuznar. Llegaban las primeras segadoras, entre risas y parloteos, con sus hoces afiladas. Yo seguía avanzando. Dejé atrás las segadoras y los trigales y llegué a los viñedos, que se alzaban en el flanco de la colina. Vi una higuera y me detuve a cortar una hoja y aspirar su olor.
El sol dominaba ya la planicie, acariciaba a los pájaros, los animales y los hombres. Un rumor confuso ascendía de la tierra; las cabras y las ovejas se desparramaban por el collado.
Imaginé a Raquel, abierta a la luz del rocío, como una flor en la mañana, como un manantial de aguas cuya vena nunca engaña; pero no lograba fijar su imagen en mi fantasía. Me sucede siempre. Necesito verla, mirarla. Y cada vez que la miro es como si la viera por primera vez. Deseé tenerla a mi lado, acariciarla y transmitirla la paz y la esperanza, que me daba el campo fecundo. ¡Cómo deseaba su presencia en ese momento, para dejar hablar al corazón, sentir su mano acariciando mis cabellos rebeldes, y enjugar en ellos las lágrimas que la arranqué con mis palabras!
Pero me hallaba solo, contemplando a las cosechadoras, que segaban y cantaban. Los puñados de espigas se transformaban en brazadas, en gavillas, en almiares, que se alzaban como torres en las eras. Las mujeres cosechaban y los hombres llevaban las gavillas a las eras y otros allí limpiaban con los bieldos el grano. Soplaba un viento cálido, que se llevaba la paja y el tamo, mientras los pesados granos se amontonaban, formando grandes muelos en la era.

Así transcurrían los días de Tanmur, Ab y Elul. Pasaba una luna y luego otra. Las terrazas se doraban de mazorcas de maíz y gruesas calabazas, que se secaban al sol.
¿Cuántas veces, amada Raquel, hermana mía, en quien busco el pasado común, el de antes de que nos encontráramos, antes de nacer, el de antes de ser concebidos, cuando nos hallábamos juntos en los riñones de Teraj y desde el que hemos caminado por la sangre y por la tierra para encontrarnos y abrazarnos de nuevo, cuántas veces, hermana mía, mi amor, las golondrinas volvieron desde el día dichoso en que franqueé el umbral de esta casa? ¿Cuántas veces hemos sembrado, hemos segado y hemos recolectado?

Y los hijos que crecen, aprenden a caminar, a correr, a hablar, a reír, a cantar la vida; al precio de lágrimas y fatigas logran un palmo de felicidad; sueñan un porvenir luminoso, con sus nubes, por supuesto, y sus sorpresas... Y luego el tiempo cambia su ritmo.


27
¡Y cómo cambia!, cantan a coro nuestros sabios, bendita sea su memoria, que quieren dejar a Jacob con su melancolía y su sueño misterioso de futuro, para solazarse con risas zumbonas, recordando a Judá su historia con Tamar, la nuera, alta y delgada, como una palmera, haciendo gala a su nombre.
Jacob sueña:

¿Quién es ese que viene de Edón,
todo vestido de rojo?
¿Quién es ese del vestido esplendoroso

y de andar tan esforzado?
Soy yo que habla con justicia,
un gran libertador.
¿Y por qué está rojo tu vestido,
como el de un lagarero?
El lagar he pisado yo solo,
de mi pueblo no hubo nadie conmigo.
Los pisé con furia
y su sangre salpicó mis vestidos,
y todos mis vestidos se han manchado.
Miré bien y no había auxiliador:
me asombré de que nadie me ayudara.
Mi propio brazo me salvó
y mi furia me sostuvo.

Jacob contempla su sueño misterioso y los sabios siguen los pasos de Judá hacia el sueño.

Por aquel tiempo Judá se apartó de sus hermanos y descendió con sus rebaños a la llanura cananea, yendo a vivir con un tal Hira, de Adulam. Allí conoció Judá a una mujer cananea llamada Sua. La tomó como esposa y vivió con ella.
Ella concibió y dio a luz un hijo, a quien llamó Er. Volvió a concebir, dio a luz a otro hijo y le llamó Onán. De nuevo dio a luz un hijo y le llamó Sela.
Judá tomó una mujer para su primogénito Er. La mujer se llamaba Tamar. Pero Er murió, sin dejar descendencia. Entonces Judá se la entregó a Onán, diciéndole:
-Dale descendencia a tu hermano.
Pero Onán, sabiendo que la descendencia no iba a ser suya, cuando se acostaba con la mujer de su hermano, se negaba a engendrar hijos y derramaba su semen por tierra. Onán peca contra la memoria y el nombre de su hermano y contra la viuda; niega la existencia a un ser que está esperando, que es esperado y que podría vivir, gozar y cumplir una misión. Retraerse de la mujer para derramar el semen por tierra es apagar la esperanza de un hijo, es matar antes de que nazca el hijo esperado, es como arrancar el hijo del seno de la madre y arrojarle por tierra, contaminando la misma tierra, a la que se priva de un habitante. Esta vida, como sangre enterrada, grita al cielo.
El delito de Onán contra la vida le acarrea la muerte. Desagradó al Santo, bendito sea su Nombre, y le hizo morir.
Entonces Judá, pensando que Tamar ejerce algún maleficio sobre los maridos, dice a su nuera:
-Quédate como viuda en casa de tu padre, hasta que crezca mi hijo Sela.
Con el pretexto de la inmadurez del hijo menor, la remite a su casa paterna. El modo de despedirla es un fraude: por una parte la retiene, por otra no la mantiene; la entretiene con una promesa que no piensa cumplir, pues temía que muriera también el hijo menor como sus hermanos. Hubiera podido despedirla, dejándola en libertad, pero al prometerla el hijo menor, la engaña con falsas esperanzas y la liga con deberes de prometida. ¡Judá, hijo de Jacob y nieto de Labán, sigue sus pasos!

Tamar, pues, se fue y vivió en casa de su padre. El tiempo pasa y Judá, por miedo a perder a su tercer hijo, olvida la promesa. Tamar comienza a sospechar, vislumbra el engaño. Pero no se dejará consumir por la amargura. Vive en la casa paterna, públicamente en condición de viuda, llevando el vestido característico de las viudas. Hasta que decide actuar para responder al clamor de la vida. Como si en su vientre sintiera el molde vacío que no se llenó de una vida nueva, para la que fue formado. Como un árbol que sintiera en sus ramas el hueco del fruto que no llegó, porque el cierzo heló la flor. "Mi marido se quedará sin apellido, sin descendencia en la tierra". "Y los designios futuros del Santo, bendito sea su Nombre, no se cumplirán". Son los dos clamores armónicos de Tamar.

Por la fuerza nada puede. Tendrá que actuar y enredar al responsable, al suegro que, por cierto, ha quedado viudo también él. Y se dispone a realizar su plan. Viuda desvalida, recurre a una estratagema peligrosa, arriesgada. Elige el momento oportuno. Cuando Judá terminó el luto por su esposa, se dirigió a Timna en compañía de Hira, su compañero adulamita, a esquilar el rebano. El esquileo es siempre una gran fiesta, que se festeja alegremente.
Alguien avisa a Tamar de este viaje:
-Tu suegro está subiendo a Timna a esquilar el rebaño.
Entonces ella se despoja de su vestido de viuda y se cubre con un velo, disfrazándose de prostituta. Se sienta a la entrada de Enaún, en el camino de Timna. Es el cruce del camino, donde los viajeros se detienen a beber en una de las dos fuentes del pueblo. Al verla Judá la toma por una ramera. Se desvía hacia ella y, sin más rodeos, la propone:
-Anda, vamos a tu casa. Ella le pregunta:
-¿Qué me vas a dar por acostarme contigo?
Le responde, sin pensar:
-Te enviaré un cabrito del rebaño. Ella no actúa tan inconscientemente y quiere atar bien todos los cabos. Le pregunta:
-¿Y qué me dejarás en prenda hasta que me le mandes?
El no está para pensar en esas cosas, que lo decida ella:
-¿Qué prenda quieres que te deje?
Y ella, que se lo tiene bien pensado, le responde sin dudarlo:
-El anillo del sello con su cordón y el bastón que llevas en la mano.
El, que tiene prisa, se lo entrega sin titubeos. Se une con ella y la deja encinta.
Tamar se levanta. Y, cuando él ha desaparecido, se quita el velo y se viste de nuevo el traje de viuda.
Una vez llegado a Timna, Judá manda a su compañero Hira, el adulamita, con el cabrito para retirar las prendas, que ha dejado a la mujer; pero éste no la encuentra.

Judá, prepotente y desconsiderado, cree pagar un servicio profesional; cree dejar unas prendas personales y recuperables, cuando en realidad ha dejado una prenda mucho más personal. ¿Pues dónde se graba un sello más personal que en un hijo? Con qué inocencia ignorante había solicitado sus servicios. Con qué facilidad había ofrecido un cabrito. Con qué tranquilidad había dejado en prenda el bastón de su autoridad, labrado y por ello reconocible, y el anillo de sellar, que llevaba colgado al cuello con un cordón.
Los sabios, bendita sea su memoria, se recrean imaginando la sonrisa maliciosa y complacida de Tamar tras el velo. Se imaginan su alegría sintiendo palpitar en su seno una -o dos-criaturas de la estirpe de Judá. Ella ha vuelto a su viudez reconocida. Pero, ahora, esperar es distinto. Puede envanecerse de su astucia, felicitarse por su buena fortuna, regocijarse con el desquite; y puede saborear por primera vez el gozo de la maternidad.
La burla se prolonga y la ironía se duplica, cuando Hira pregunta a los hombres del lugar:
-¿Dónde está la ramera, la que se ponía junto al camino, entre las dos fuentes?

Y las gentes, entre molestos y burlones, le contestan:
-Ahí nunca ha habido ninguna ramera. Molesto, Hira vuelve con el cabrito al hombro e informa a Judá:
-No la he encontrado y unos hombres del lugar me han dicho que allí no ha habido ninguna ramera.
Judá, seco, replicó:
Que se quede con ello, no se vayan a burlar de nosotros. Yo le he enviado el cabrito y tú no la has encontrado.
Los sabios, bendita sea su memoria, están ya saboreando la burla y aprietan los dientes para contener la risa, se agitan en sus asientos, palmeándose los muslos con sus manos crispadas.
Judá, inocente él, ha dado por cerrado el incidente de la prostituta y se hubiera olvidado del asunto. Pero, pasado el tiempo, el estado de Tamar se hace público en la vecindad. Y, a los tres meses, alguien va a delataría a Judá:
-Tamar, tu nuera, se ha prostituido y en el vientre lleva el fruto de la prostitución.
Y el ¡honesto! Judá dicta la sentencia lacónica:
-Que la saquen y la quemen viva.
El desenlace se retrasa hasta el último momento. Cuando la llevan al suplicio, Tamar juega su baza, enviando el mensaje a su suegro:
-Estoy embarazada del hombre a quien pertenecen estas cosas. A ver si reconoces de quién es este sello, este cordón y el báculo.
Judá, corrido de vergüenza, admite su falta:
-Ella es inocente y no yo, porque no le he dado a mi hijo Sela.
Judá se había empeñado en conservar la vida, guardándola, cuando la vida se salva dándola, comunicándola. La vida se continúa, no en el afán de seguridad, sino en el riesgo. La nuera le ha salvado y le dará descendencia, duplicada.
Pues cuando llegó el parto, tenía mellizos. Al dar a luz, uno sacó una mano, la comadrona se la agarró y le ató a la muñeca una cinta roja, diciendo:
-Este salió primero.
Pero él retiró la mano y salió su hermano. Ella contestó:
-¡Buena brecha te has abierto!
Y le llamó Fares. Después salió su hermano, el de la cinta roja a la muñeca, y ella le llamó Zéraj.

¡Bendita sea nuestra abuela, abuela de David y su descendencia!, exclaman, relajándose, los sabios, bendita sea su memoria.

Que por los hijos que el Señor nos dé,
nuestra casa sea como la de Fares,
el hijo que Tamar dio a Judá.

Los sabios dejan a Judá con esta bendición. Y también Jacob le deja en la otra orilla del Yaboc con su bendición, cargada de futuro:

A ti, Judá, te alabarán tus hermanos,
pondrás la mano sobre la cerviz de tus enemigos,
se postrarán ante ti los hijos de tu madre.
Te has engrandecido, al decir de tu nuera Tamar:

"Ella es inocente y no yo";
pues un corazón sincero y humillado,
que reconoce su culpa y la confiesa,
nunca lo rechaza el Santo, bendito sea su Nombre.
El ensalza a quien se humilla
y humilla a quien se encumbra.
Por ello mis descendientes
no se llamarán Rubenitas o Simeonitas,
sino que llevarán el glorioso nombre de Judíos.
Desde ahora y por siempre.
Tu tierra será bendita,
sus frutos serán abundantes todos los años,
y lo mismo tus ganados.
Desde lo alto de la roca contemplo los valles,
blancos como la leche, cubiertos de ovejas.
El vino corre en tus tierras como el agua.
Sabios e inteligentes saldrán de tus riñones,
que no morirán hasta que sus cabellos blanqueen
de ancianidad, como la leche.
Entre tus descendientes surgirán reyes, jueces y profetas.
De ti, hijo mío, surgirá el Mesías,
que recogerá a todos los hebreos del exilio,
desde los cuatro ángulos de la tierra,
los conducirá a la tierra de Israel.


28
Me siento agotado, como vaciado por dentro. Pero aquí están, esperándome, los otros hijos, cada uno con el peso de su memoria, su historia y sus sueños de futuro.

Una araña teje en el ángulo de mi tienda su tela; corre adelante y atrás, atenta a entrecruzar sus sutilísimos hilos. Aún no se ha levantado el polvo y se percibe un olor a tierra mojada. La luz y la frescura de la noche se ha colgado de las hojas del olivo de enfrente y todo el árbol sonríe. Sale un canto de la terraza: áspero, un canto de nómada impregnado de indómita nostalgia.
Rompo la tela de araña y salgo afuera. La calma de la mañana desnuda el campo. Con el sol, llega un olor cálido de higueras retoñadas.
Un viejo, detrás de su tienda, prepara unas tortas, mezclando polvo de langosta machacada con harina de cebada y leche de camella; mientras se tuestan al fuego, va rociándolas de aceite, que chisporrotea. despidiendo un olor amargo a su alrededor.
Un asno hace girar una noria y los cangilones vierten su agua entre el chirriar del torno cansado.

Y Raquel, que elige siempre la mañana para sus desahogos, se me presenta, rencorosa como un camello, arrastrando sus ojos por la tierra. Su palabra -como la del Santo, bendito sea su Nombre-, en mis oídos abrasa como fuego, consumiendo los leños de mis días. No puedo ahogaría. Arde en el corazón. Es fuego ardiente prendido en los huesos. Es un martillo que golpea la roca, que la arranca centellas y la deshace en pedazos:
-¡Dame hijos o muero!
No me permite hablar. Ya sabe mi respuesta, pero ella ya ha encontrado la réplica:
-Ahí tienes a mi sierva Bilha: únete a ella, para que dé a luz en mis rodillas; así tendré hijos por ella.
Sin esperar mi respuesta, se aleja, dejándome a solas con sus palabras, que golpean mis sienes y revolotean por mi imaginación.
Salgo y arreo el rebaño a pastar a los montes, lo más lejos posible. A mediodía, me siento en la cima, a la sombra de un miserable chaparro, único reparo para los rayos abrasadores del sol. Con el bastón al lado y la cabeza apoyada en el zurrón, me entra un sopor y me duermo.

Un áspid se insinúa junto a la muchacha. La ira late babosa dentro de la serpiente, que levanta la cabeza y extrae una lengua ramificada. Sus ojos brillan con viscosidad oscura. No puede cerrarlos; carece de párpados. Su cuerpo es verdegrís y alargado. La muchacha, abstraída con el rumor del agua, con los ojos cerrados, no repara en la víbora ni siquiera cuando ésta clava en su talón sus dientes incisivos, venenosos. El dolor sorpresivo no la hace abrir los ojos; sólo alza la pierna, tratando de extraer una espina de su carne con su mano distraída. Dejado el veneno, el reptil se aleja con lánguida sinuosidad. Al reparo de una piedra cercana, se acurruca y hunde la cabeza en su lomo, sumiéndose en un sueño aletargado. Mientras, una pesadez, con un dolor sordo, voluptuoso, sube del talón de la muchacha, recorre su sangre, adormeciéndole el cuerpo. Un susurro de péndulo le late en los oídos y le impide moverse. La pesadez se hace más intensa y se le cierran los ojos pesadamente. Sus rodillas se ponen rígidas. Un escalofrío hace temblar su piel. Ondas azules embriagan su mente. La muchacha se entrega con una sonrisa de estupidez al goce de la dulce ola. El placer la inunda, extendiendo sobre ella una quietud serena.

Me despierto sobresaltado. A la vista estaban los pastores y los rebaños dispersos entre los cantos filosos, entre las matas de pistacho, entre los prados de flores silvestres, dispersos por los valles, las laderas y colinas de olivos. Todo era un zumbar de estío como colmena dorada, y un firmamento candente, penetrado de un potente silencio, que cautivaba el corazón hasta el ansia de un gozo pleno y total.
Quien no ha gustado la delicia de este mundo, aunque pueda entrar en el paraíso, tampoco gustará su felicidad, exclaman a coro los sabios, bendita sea su memoria.

A la noche, Bilha está ya en mi tienda esperando. Acicalada, sin duda, por Raquel, me pareció hermosa. Entrada en carnes, un poco robusta, pero hermosa. Más de una vez me había sentido atraído por ella; atraído y turbado. Un deseo violento me había invadido, al entregármela Raquel, pero me mantenía apartado, sin tocarla. Sentía una presencia entre nosotros, como una sombra que me cohibía, la sombra de la misma Raquel, que me impulsaba a unirme con su sierva y, al mismo tiempo, me alejaba, no sé por qué, de ella.


Después cedí, dejándome llevar por la llamada de su cuerpo. Me gustaban sus largos cabellos oscuros, sus ojos sombríos, sus labios sensuales, que deslizaba lentamente por la superficie de mi frente, de mi cara, hasta rozar mis labios, mientras las fosas de su pequeña nariz se estremecían. Mirarla era seguirla por la selva donde todo camino es una sorpresa de ensueño. Con sólo tocarme las manos o la frente conseguía hacerme olvidar el cansancio o los temores. Sentía el roce de su cara en la mía, su aliento confundido con el mío, sus labios que sellaban los míos y, en el silencio, se iluminaba el abismo de mi vida. Bilha me quiebra, me abraza, arranca ascuas a mi cuerpo, unido al suyo, en el mismo grito de dolor, de placer, de libertad. ¡El cielo existe!

Cuando el hombre encuentra gozo en una cosa, no se cansan de repetir los sabios, bendita sea su memoria, también el Santo, bendito sea su Nombre, goza con ella; y cuando el hombre no encuentra gozo, tampoco El goza.

Bilha concibió y me dio un hijo. Raquel, no sé si gozosa u orgullosa, recogiéndole sobre sus rodillas, exclamó:
-Dios me ha hecho justicia, ha escuchado mi voz y me ha dado un hijo.
Por eso le llamó Dan.

En la aridez del desierto, al caer la tarde, se me encendía la sed. Mi corazón vacío de todo, se llenaba de deseo de amor. Pero cada mañana amanecía cansado de sueños y esperas. Y las noches de frío, bajo mi tienda de pastor, imaginaba el lecho caliente de una presencia ausente. Lía, Raquel, Bilha y sus rivalidades. Me invadía un cansancio, que recorría mis venas hasta extenderse por todo mi cuerpo.
Es un cansancio que no obedece a una causa concreta. Lo que me ocurre se debe a un conjunto de cosas. Algo que ni siquiera puede apoyarse en un nombre, ni en un hecho, ni en un sentimiento determinado. Sólo en el cansancio. Es un tipo de cansancio que un buen día surge sin que se pueda decir por qué. De repente, uno se da cuenta de que, a pesar de haber pasado la vida buscando y haber querido darse, únicamente se ha encontrado a uno mismo o se ha pertenecido siempre a uno mismo.
Y vivir para uno mismo provoca un cansancio indefinido, infinito. Es descubrir que, como se salió desnudo del vientre de la madre, así desnudo volverá como ha venido y nada podrá sacar de sus fatigas que pueda llevar en la mano. Es semejante -como narran los sabios, bendita sea su memoria-, a una zorra que encontró un viñedo, pero estaba circundado de una cerca todo alrededor. La zorra encontró una abertura y trató de pasar, pero no lo consiguió. ¿Qué hizo? Ayunó durante tres días hasta que, delgadísima, logró pasar por el agujero. Luego comió las uvas hasta hartarse, engordando de nuevo. Así no pudo pasar nuevamente por la abertura cuando intentó salir. Entonces ayunó otros tres días, hasta que adelgazó lo suficiente para poder salir del viñedo. Una vez afuera, contempló el viñedo y dijo: ¡Oh, viñedo, oh viñedo, qué hermoso eres y qué buenos tus frutos! Todo lo que hay en ti es estupendo, pero ¿de qué sirve? Como se entra en ti, así se sale.

Volvió a concebir Bilha y me dio otro hijo, ¿a mí o a Raquel? Raquel fue quien dijo:
-Dios me ha hecho competir con mi hermana y la he podido.
Y le llamó Neftalí.
A Bilha estas exclamaciones de satisfacción, en medio de los dolores de sus partos, la enorgullecían y la dolían. La consumía, ciertamente, un fuego sombrío y misterioso, que la hacía para mí más irresistible.


29
Dan y Neftalí, como dos verdaderos hermanos, van siempre juntos, aunque son tan distintos. Dan, autoritario y dulce a la vez, fuerte como un gigante y débil como un niño. De una timidez inexplicable, apenas hablaba; lo que tenía que decir, lo expresaba con pocas palabras, con monosílabos casi siempre, o con adivinanzas, que sacaba de su silencio:

Del que come salió comida,
y del fuerte salió dulzura.

Ninguno de sus hermanos adivinó que se refería a si mismo, fuerte como el león y dulce como el panal de miel. Raramente alzaba la voz, pero se imponía por su mera presencia. Seducía a las mujeres con su larga barba, que no conoció la navaja; pero éstas le engañaban fácilmente. No bebía licor, aunque era caprichoso. Sólido como un toro y dulce como un cordero. Harto de perseguir palabras, que luego se vaciaban en la mano, se mostraba reticente, aunque sus inquietantes cejas, negras y pobladas, estaban en todas partes.

Hijo mío, te miro y veo que desde el valle de Elá serás empujado hacia la montaña del Hermón, hasta los confines de Basán, donde engordan las vacas. Dejarás las tierras calizas, blancas, de las montañas de Judea, donde las cabras se cuelgan de los pequeños arbustos, que crecen en las colinas, hundiendo sus raíces en la misma piedra caliza, y cuyo pasto seco, crecido en el desierto, los rebaños mordisquean hasta la raíz; atravesarás su desierto, cruzarás las tierras negras de Samaría. Recuerda que en su primera aldea, al pie del Garizin, he excavado un pozo, pues allí bajo los robles el Santo, bendito sea su Nombre, se apareció a mi abuelo Abraham.
El pozo está circundado de palmeras y cañas. Si alzas la vista en tu marcha, verás el gorro del Tabor. Pero tu tierra estará más arriba, en las rojas tierras de chaparros, bellotas y endrinos, y donde en la estación de Tíbet la nieve cubre el monte Hermón.
A Neftalí le asustaba, no la fuerza de su hermano Dan, sino su astucia y su sonrisa de zorro, que le desconcertaba. Neftalí, rostro afilado, frente ancha, cejas en arco, cuerpo frágil y esbelto, manos delgadas y dedos finos y largos, veloz como una cierva.
Neftalí es melancólico, generoso y oscuro, pero iluminado desde adentro por una llama insegura, vacilante, que le hace vivir como al margen de todo y de todos. Caminaba con la frente alta y el mirar perdido. De índole delicada, soñadora. Su melancolía, le hacía ser ligeramente irónico, a veces hasta bufón, que sabía hacer reír, aunque él no reía. Llevaba demasiadas dudas o preguntas a cuestas. A veces, oyéndole, parecía como si quisiera romper la corteza que recubre las palabras o rasgar el velo que envuelve las preguntas para hurgar bajo la piel de los hechos.
En el juego de las adivinanzas, con que le provocaba su hermano Dan, las inventaba difíciles, oscuras, casi siempre ininteligibles. Sólo los émulos del sabio y potente Salomón, sus descendientes, los sabios, bendita sea su memoria, se deleitan narrándolas y escuchándolas sin cansarse:
-Un pozo de madera y un cubo de hierro: saca granillos de tierra y derrama agua: ¿qué es?
-¡Un recipiente de colirio!
-Polvo que sale de la tierra y consume tierra, se extiende como agua derramada: ¿qué es?
-El gas.
-Cuando la tempestad arrecia, hace oír su grito alto y amargo y se dobla como un junco; es causa de honor para ricos y de baldón para pobres; honra a los muertos y entristece a los vivos; es alegría para las aves y muerte para los peces: ¿qué es?
-¡Es el lino!, exclama Neftalí, cada vez.

Dan, que no ha adivinado ninguno de los acertijos, se burla de su hermano con una fábula:

Erase un gran rey, que perdía el tiempo con una princesa, y todas las mañanas para llegar a tiempo a la sala del trono, donde le esperaban los embajadores que le visitaban, tenía que salir del palacio a toda prisa. Una mañana, mientras atravesaba corriendo los jardines reales, oyó el murmullo inconfundible de una hormiga:
-Atrás, mis valientes, que pasa el rey.
El rey, a pesar de su prisa, no quiso pasar sin detenerse a saludar a quien había dado aquella orden, que él interpretaba como un homenaje a su persona. Apartó las ramas y vio a la reina de las hormigas al frente de uno de sus innumerables ejércitos.
-Muy amable, mi querida reina, al cederme el paso, le dijo.
La reina de las hormigas le miró con aire de compasión y le contestó:
-Realmente lo que quería era salvar a mi ejército de tus botas, ¿por qué tengo que cederte el paso?
-Otros lo hacen; soy el monarca más importante de la tierra.
La reina de las hormigas emitió una extraña tos y le contestó:
- Es fácil sentirse importante cuando se mira a los demás de arriba a abajo. Cógeme en tu mano y mírame a los ojos y veremos quién es más importante.
El rey se inclinó, puso la hormiga en la palma de su mano y la colocó a la altura de sus ojos. Y bromeando, le dijo:
-¿Y ahora qué? Si no te hubiera puesto en mi mano, ni siquiera me podrías haber visto los ojos. Como ves soy también magnánimo.

Con un tono de desprecio, le respondió la reina de las hormigas:
-No me has puesto en tu mano por grandeza de alma. Lo has hecho por curiosidad. Y eres curioso porque nadie se atreve a hablarte con verdad. Y además, si ser importante para ti es poseer un reino y un ejército potente, yo soy mucho más importante que tú, porque tu reino tiene unos límites y tu ejército un número limitado de hombres, mientras que mi dominio se extiende por toda la tierra y en cualquier región de la tierra yo puedo reunir un ejército mucho más numeroso que el tuyo.
-Es verdad, reconoció el rey; pero al menos me concederás que soy más sabio que tú.
-También esto habría que verlo, respondió ella. Si fueses sabio de verdad, mirarías al menos dónde pones tus pies mientras caminas, en lugar de estar siempre mirando a las nubes.

La simplicidad le desarmaba a Neftalí, que vivía como si no estuviera seguro o sospechara de todo: del sol y de la noche, de la niebla y de la lluvia; del bosque y sus rumores, de las nubes y del silencio.
Neftalí es semejante a la cierva, que se erguía ante mí, sobre sus cuatro patas aferradas a la piedra granítica. La veo inmóvil, con su largo pescuezo estirado e inclinado hacia la derecha, como sorprendida en medio de un movimiento. Su cuerpo transmitía ondulaciones de estremecimiento. Sus ojos grandes y redondos giraban en sus órbitas, alerta a todo su alrededor. Una piedra desprendida, con su ruido, hizo que la cierva, asustada, huyera con saltos de circo.
Esta imagen, que guardo en mi memoria, es la imagen de mi hijo Neftalí. Le veo elegir un camello joven, delgado y rápido, le hace arrodillar, le monta y le lanza un grito. El camello se levanta y se echa a correr velozmente, como si huyera de sí mismo.
Otras veces le contemplaba perdido en la somnolencia del desierto, a la sombra casi imposible de un montículo escarpado, en cuclillas, deslizando su fantasía por el amplio espacio de su futuro, cuya superficie permanece en calma, cuando las tempestades agitan sus fondos.
-Bebe, le digo para sacarle de sus pensamientos.
-No tengo sed, me responde.

-¿Y qué? ¿Hace falta tener sed para beber? ¿Es que los pájaros sólo vuelan cuando tienen que ir a algún sitio? Vuelan porque aman el cielo y la libertad. Nosotros bebemos como los pájaros vuelan! El hombre bebe porque está de buen humor o porque está de malhumor; bebe porque gana o porque pierde; porque ha casado a su hija o porque no logra casarla...
No beben los hijos de Bilha, mientras los hijos de Lía se pasan sus odres de vino de frutas, de vino de dátiles de Jericó, de uvas de Engadí. Y con el licor mojan las pastas de higos y alegran su corazón.

Pasad también vosotros, hijos míos, a la otra orilla del río:

Dan gobernará a su pueblo
como las otras tribus de Israel.
Dan es culebra junto al camino,
áspid junto a la senda:
muerde al caballo en la pezuña,
y el jinete es desprendido hacia atrás.
Es un cachorro de león
que se lanza desde Basán.
Neftalí es cierva suelta
que prefiere bellos dichos;
sus hijos, maestros de sabiduría,
se aplicarán al cultivo
de las suaves palabras.
Neftalí, saciado de favor,
colmado de la bendición del Señor,
Oeste y Mediodía serán su posesión.
La piedra granítica, al sol
del mediodía es azulada;
al sol poniente, refulge, enrojece.

Antes de volverle la espalda, tengo necesidad de añadirle algo:
-No te enredes en las palabras, hijo mío Neftalí. Con mi experiencia, te digo que este mundo es luminoso para quien le conoce y le ama; y tenebroso para los que en él se pierden. Yo -y tú parece que también- estoy en el mundo como extranjero. El Santo, bendito sea su Nombre, también. Por eso nuestras relaciones son como las de dos extranjeros, que se encuentran en un país enemigo.
-¿Y?
-El exilio de la patria hace que el extranjero sea amigo de otro extranjero.


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