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LA NOCHE DEL YABOC, una autobiografía del Patriarca Jacob  (E. Jiménez Hernández)

Páginas relacionadas 

30 Zilpa

31 Gad y Aser, hijos de Zilpa

32 Raquel y Lia

33 La primogenitura

34 Isacar

35 Recuerdo de Abrahán en Mambré - La risa de Sara

36 Zabulón

 

30
Arrastrando los pies remonto el declive de la colina. La pequeña cima me asoma a la llanura de tierra caliza, por donde se desliza un regato de agua, que me refresca con su sola vista. A sus márgenes crecen juncos y pequeños papiros. Desciendo hasta él a refrescar pies y manos y beber un sorbo de agua con la mano. Disfrutar de un poco de sombra ya es todo un privilegio en medio de todo este ancho desierto. Me dejo llevar los ojos por el agua del río en pos del verdor y humedad de su cauce, dejándome empapar de su agradable sensación, hasta el ensueño.
Ante el riachuelo, abro el corazón, liberándole de su carga de recuerdos, miedos y obsesiones, tendiendo un puente de palabras entre el ayer y el mañana, desde mis padres a mis hijos, entregándoles el recóndito don de mi intimidad cotidiana, los jalones de toda una vida.
Con el tiempo custodiado en la mirada, he visto pasar los años en la corteza rugosa, como piel de elefante, del viejo tronco del sicómoro. En él he contemplado con parsimonia el sucederse, sin prisas ni pausas, de las estaciones que, un tiempo, me acercaban al fruto maduro de mi deseada Raquel y, después, a las sorpresas periódicas de la vida con los hijos y las dos hermanas rivales.
Como Raquel, ahora es Lía que, viendo que ha cesado de dar a luz, me ofrece como mujer a su sierva Zilpa.
Era una noche hermosa y cálida; el viento se entretenía en las colinas, rumoreaba en los árboles y bajaba a calmarse en el valle. Había estado ayudando a Lía a cocer el pan en el tanmur.
(El tanmur -me explican los sabios, bendita sea su memoria, que todo lo sabe- es el horno para el pan; tiene la forma de un cilindro hueco, hecho de madera recubierta de arcilla, que se va estrechando hacia arriba y a cuyas paredes exteriores e interiores iban pegadas las hogazas).
Mientras se cocía el pan, Lía dejó resbalar, repetidas veces, por mí su mirada, de la cabeza a los pies, sin demostrar ningún interés particular, sin que su rostro reflejara ningún signo humano de simpatía o antipatía.
De pronto entraron tres adolescentes, los tres hijos mayores, como tres hombrecitos bromeando entre ellos. Tenían un aire desvalido, dándose aires de escépticos, traicionados por sus risas nerviosas, sus voces tímidas, su ansiedad. Cogieron una hogaza y salieron corriendo como críos.
De nuevo, a solas con Lía, animada por la vista de los hijos, se decidió a decirme lo que llevaba meditado en su mente:
-Abrázate a quien está caliente y te calentará. Zilpa, la hermana menor de Bilha, casi una adolescente, con su carácter fuerte, de terquedad incluso, me producía una sensación de vértigo. Era como una flor recién brotada, abierta al rocío de la mañana.
El hombre se siente siempre torpe ante una virgen, haya tenido o no experiencias amorosas con otras mujeres. Y allí estaba en mi tienda Zilpa, morena, calma, cara redonda, nariz chata, ojos negros como el ébano; fina y graciosa; una muchacha hecha para la alegría, en su juventud, de gráciles labios apretados y palpitantes, que humedecía, pasándose lentamente la lengua por ellos.
Mi cuerpo se tensó de deseo. Sentí su mano sobre mi brazo, después ya no sentí nada más, ni siquiera su presencia. Para cerciorarme de que estaba conmigo, la arranqué la cofia y pasé la mano por sus cabellos sedosos. Y volví a sentirla. Se movía con ligereza, con descuido. Sobre la yacija entraba la luna y todos los olores de Iyyar, sofocando su respiración anhelante. El croar de las ranas del estanque se acompasaba con sus fuertes latidos.
Luego vino el silencio y ella que lloraba. Me invadió un vacío inmenso, como si hubiera perdido la clave de la vida. El significado de las cosas perdía consistencia.

Los sabios, bendita sea su memoria, tratan de explicarse:

-Cierto, el sufrimiento existe. Y proviene del Santo, bendito sea su Nombre. ¿Por qué existe? El hombre es demasiado débil para recibir la bondad divina que es absoluta. Por ello, sólo por eso, el Santo, bendito sea su Nombre, la recubre de un velo que es el dolor.

Zilpa me dio un hijo. Lía, considerándolo suyo, al verle nacer, exclamó:
-¡Buena suerte!
Y le llamó Gad.
Volvió a dar a luz un segundo hijo y Lía, contenta, fuera de sí, volvió a repetir:
-¡Qué feliz!, las mujeres me felicitarán.
Y le llamó Aser.


31
Gad es el protagonista ideal de los midrash, que nos describen la vida de los patriarcas como beduinos, es decir, como nómadas camelleros. Son los nómadas propietarios de camellos y ganado menor, que penetran regularmente en las zonas cultivadas para apacentar los rebaños en los rastrojos durante el estío, merced a un más o menos amistoso concierto con la población sedentaria. Sus movimientos entre estepa y tierras cultivadas vienen determinados por la ley de la trashumancia. Su forma de vida nómada no es absolutamente inconciliable con una cierta sedentariedad. Las ciudades ejercen sobre ellos un gran atractivo, no para establecerse en ellas perdurablemente, sino más bien por las posibilidades de comercio y matrimonio, que la ciudad les ofrece.
Gad con sus muchos rebaños se afinca y se mueve al otro lado del Jordán, al sur del Yaboc, junto a las ciudades de Galaad y el territorio que se extiende hasta la punta del mar de Kinnéret. Es un tierra propicia para el pastoreo. Allí ha construido los rediles para las ovejas, pero se mueve hasta las faldas del Hermón.
Atravesando las campos uno se tropieza con un rebaño quieto en su sitio, aplastado por el sol de mediodía, como si sus patas hubieran echado raíces en la tierra reseca. En el centro duerme el pastor, oscuro como un bloque de basalto. Le miras y él te muestra sus dientes en parte brillantes y en parte carcomidos. Con aire cansado se pone en pie, sin deshacer su sonrisa. Sigues caminando y él, erecto, con los hombros gachos, seguirá por un largo rato clavándote en la espalda la mirada y la sonrisa.
Vueltos hacia la colina, bajo el sol abrasador, arden los rostros de estos beduinos: ojos de azabache, narices ganchudas, mejillas curtidas, sienes mugrientas.
Con ellos, como ellos, vive Gad. Luce una barba ahorquillada, negra y espesa, con grandes labios sensuales, cuello corto y ancho de toro y ojos vivaces y negros de ave de rapiña. Es el vivo retrato de su tío Labán. Expuesto continuamente al pillaje, sabe defenderse contra los ataques de otros salteadores beduinos.
La oscuridad de la noche es cómplice de estos salteadores. Sigilosos como el viento pasan por los poblados, burlándose de todos los guardianes. Y si se les interroga, te envuelven con su maraña de cortesías.

Con astucia de beduino, que le viene de su tío Labán o, quizás, del abuelo Abraham, Gad participa en las intrigas y en las peleas de los pozos de agua, como una leona a la que trataran de arrebatar sus cachorros. Se sabe mover entre camelleros y pastores, entre los jornaleros de las viñas, los olivares y las mieses y los artesanos del telar y la fragua. Aunque su vida transcurra principalmente, casi exclusivamente, en el campo con los ganados. Allí se encuentra a su aire. Conoce no solo cada piedra y cada nube, sino hasta la madriguera del conejo o del zorro, cada árbol y la sombra de cada hora. Está habituado al sol de mediodía, a la arena del desierto, a las zarzas que ensangrientan sus pies, al viento frío de la noche, aunque éste le obligue a arrebujarse en sus vestidos y cobijas impregnadas de olor fuerte a leche de cabra.
Pensando en él me siento padre. Como él me siento nómada. Hasta cuando no me muevo, sigo siendo nómada, la mente y el corazón buscan sitios lejanos, diversos, inexistentes, donde reposar. Vivo en una agitación constante, con necesidad de extraviarme, de perderme.

Los chopos de Kislev todavía conservan algunas hojas, que en la estación de Tammur tenían una tonalidad verde, plateadas por el envés. Para Tebet ya estarán desnudos y rígidos; sus ramas finas parecen clamar al cielo en espera de Nisán.
Pero, de momento, un viento seco golpea los cipreses, que gimen hasta irritarme. Los eucaliptos, en cambio, como mi hijo Gad, se defienden juntando sus ramas espesas y firmes. Yo me estoy quedando a la intemperie. Y tengo miedo
Sé que la muerte siempre viene de noche y nadie la puede prevenir para cerrarle el paso. Y no me arranco el miedo por mucho que me repita que tener miedo a la muerte es hacer como el niño que, de noche, no quiere ir a dormir.
Quien hace el mal a la luz, es castigado por los hombres; quien lo hace en la oscuridad -como yo con mis intrigas y engaños-, es castigado por sus espíritus interiores, que se rebelan contra él. Y mis manos están manchadas de moras; no puedo ocultar el robo. Llegué a este mundo como huésped y me he hecho -o creído- señor de la casa.
Ahora, todo me abandona. En el momento de la verdad, nada me sirve, nada me salva. Pasa, también tú, hijo mío Gad, a la otra orilla del río:

Tú, Gad, siempre valiente,
echado estás como leona;
has desgarrado un brazo
y hasta una cabeza;
te atacarán los bandidos,
y tú los atacarás por la espalda.
Te quedarás con las primicias
y llegarás a la cabeza de tu pueblo.

Distinto es Aser, su hermano Aser, el otro hijo de Zilpa. Cabeza grande, sonriente, pelo oscuro, cara bronceada. De ojos bellos y luminosos, brillando en su amplia frente. Inteligente, cortante, con absoluto dominio de sí.
Con el pensamiento en otra parte, asiste a una conversación sin participar. Puede pasar horas sin abrir la boca. Pero, cuando, de improviso, decide romper el silencio, el ambiente cambia bruscamente. Se expresa con voz grave, lenta, serena. Todos le miran, impone respeto.
Me gusta imaginarle a la luz de un cielo bajo encima de los cedros, las nubes incandescentes, los camellos en reposo a la vera de los senderos pedregosos.

Las abejas zumban en torno a la fruta madura. Del collado de los tres olivos desciende el viento traspasado de polvo y fragancias de almendras, higos, dátiles, avena y cebada. El sol, como Aser, cabalga en una carroza, coronado como un novio y contento como una novia. Sentado bajo un olivo achaparrado de tronco hueco, me dejo envolver por el olor de la tierra, la humedad del río Libnat, la luna y el cantar de los grillos. Cae la tarde sobre el monte Carmelo. Ha cesado la lluvia. Las palmeras, que bordean la costa, lavadas, sacuden las gotas de lluvia en el césped amarillento. Me acerco al río Cisón y bebo de sus aguas a grandes sorbos. Recorro las suaves colinas de Galilea y me extasío con las ricas cosechas de las tierras de mi hijo Aser. Inmensos campos de olivos en ringleras llenan la vista. Me tumbo cara al cielo, abanicado por a brisa marina y sueño, con el corazón perplejo, en el destino de mis hijos, unidos y dispersos, por esta ancha y diversa tierra.

El grano de Aser es suntuoso,
ofrece manjar de reyes.
Baña su pie en aceite.
Sea tu cerrojo de hierro y de bronce
y tu fuerza tan larga como tus días.
Bellas serán tus hijas,
no las igualarán en todo el país.
Reyes las tomarán por esposas.

-Cruza el río, hijo mío Aser, que ya espera, impaciente, Lía.


32
La mañana era transparente, pero el cielo se volvió un auténtico fulgor cuando Raquel se presentó ante mí con su sonrisa. Deseé tenerla siempre a mi lado para que me transformase el cielo en ríos de luz. Sentí realmente las alas celestes, que batían sobre mi cabeza.
Recordando el afecto de su juventud, el amor del tiempo del noviazgo, cuando me seguía por el desierto, a través de los barbechos, le dije:
-Raquel, hermana mía, ¿por qué te quedas encerrada en casa? Pequeña mía, ¿por qué no vienes al campo?

Levántate, amada mía,
hermosa mía, vente.
Mira, el invierno ha pasado,
han cesado las lluvias y se han ido.
Las flores aparecen en la tierra,
ha llegado el tiempo de las canciones,
se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra.
La higuera echa sus yemas,
y las viñas en cierne exhalan su fragancia.
Levántate, amada mía, y vente.

La cocina de leña había quedado preparada desde la noche anterior y mientras le canto, Raquel enciende el fogón, soplando en el rescoldo de las brasas aún tibias bajo las cenizas, que las recubrían. Pone a calentar agua y a hervir la leche. Y me habla, me habla, dejándome oír su voz, más dulce que el arrullo de la tórtola:

Dime, amor del alma mía,
dónde apacentarás hoy el rebaño,
dónde sestearás a mediodía,

para que no me encuentre sola,
errando tras los rebaños de otros pastores...

Y yo la escuchaba como si escuchara la lluvia o el fuego, gozando de su música, sin preocuparme del sentido de sus palabras. Y la miraba. La miraba cuando me hablaba y cuando callaba. Parecía como si no pudiera apartar los ojos de ella.
Su mirada es única, sin igual. La llevo dentro como un secreto, como una herida embriagadora. Tantos años de vida errante, en un mundo de conmociones, con frecuencia hostil, no la han borrado de mi memoria. Sólo con recordar aquella mañana, la luz vuelve a brillar en mi corazón.
Bebía su tazón de leche lentamente, a grandes tragos, sorbiendo sin ruido. Y al terminar, sus labios quedaron entreabiertos y húmedos. Una sonrisa suave, perceptible en la fina hendidura que se dibujó paralela al labio, alegró su rostro, relajado.
Llenó de agua mi odre de cuero velludo. Cogí mi cayado y el morral y salí al campo con el sol en el cuerpo, iluminándome los pies y calentándome la sangre.
El sol se detuvo sobre la cima de las montañas y envolvió sus piedras con una nube de oro. Y cuando el sol empezó a hundirse allá en el horizonte, mi alma y el alma del campo se hermanaron y se fundieron en un abrazo de deseo y de ternura, ardiente y gozoso. Desde el alma hasta más allá del crepúsculo, la brisa con su sabor a trigo recién segado llevaba algo así como una invitación al deleite, al deleite que no es otra cosa que la manifestación de una vida plena, lograda en la comunión de nuestra sangre y el aroma del árbol, que nos brinda sombra y frescor en los caminos soleados, quemantes de soledad y silencio...
¡Qué ansia de palabras para asustar el silencio! ¡Qué sed de ternura para acortar las horas! ¡Una sonrisa, una caricia, un abrazo para dar calor y frescor a la vida!

Pero al llegar a la tienda todo cambió. Allí el día no había transcurrido según el ritmo de mis sueños. La luz de la mañana se había nublado a media tarde. En lugar de Raquel, me espera Lía:
-Dormirás conmigo, pues he pagado por ti con las mandrágoras de mi hijo.
Que una mujer pague por dormir conmigo es la última humillación que podía imaginarme. Mis mujeres han puesto en venta mi virilidad. No lograba entender. Me contaron, sin que pudiera salir de mi asombro, la trifulca del día.
Rubén salió al campo con los segadores del trigo. Encontró unas mandrágoras y se las trajo a su madre.
¿Son inocentes los niños o son ingenuos y maliciosos? Porque Rubén es un niño. ¿Qué sabe de las mandrágoras? ¿Quién le ha contado que las mandrágoras, por su raíces con figura de niño pequeño, y sus frutos como pequeñísimas manzanas y su olor penetrante, tienen la propiedad de acrecentar el deseo y la pasión y poseen un poder generativo, que por lo demás quién sabe si es cierto?
Lo cierto es que, al llegar Rubén con las mandrágoras, Raquel se entera. Raquel se sabe amada, preferida, pero está insatisfecha, ansiosa de un hijo y, al ver las mandrágoras, un fuego incontenible le abrasa las entrañas; desea las mandrágoras como estimulante de la fecundidad. El ansia la obliga a suplicar como favor o concesión:
-Dame algunas mandrágoras de tu hijo.
Y en su boca las palabras "tu hijo" suenan con acento dolorido; yo no tengo hijo y quisiera tenerlo y a lo mejor las mandrágoras de tu hijo me ayudarán. No te pido todas; dame algunas, déjame compartir tu dicha y que tu hijo nos dé alegría a las dos.

Pero Lía reacciona con dureza; exasperada, responde:
-¿Te parece poco quitarme mi marido, que quieres quitarme también las mandrágoras de mi hijo?
Raquel insiste, conciliadora o interesada:
-Que duerma contigo esta noche a cambio de las mandrágoras de tu hijo.
Y Lía, furiosa, ofendida:
-¡Qué descubrimiento! ¡Jacob es mi marido!
Y Raquel, ya sin miramientos:
-¡No te engrías tanto! Jacob se enamoró de mí desde el principio y si ha aceptado trabajar catorce años con nuestro padre ha sido sólo por mí. Y si no hubiera sido por el engaño perpetrado en la noche de bodas, jamás hubieras visto su cara. Así están las cosas. Es como si no fueras su esposa; has llegado a él en mi lugar, a escondidas, con engaño. Si no hubiera sido por aquel fraude ni siquiera estarías aquí, hablándome de esta manera. Por eso te he dicho que si me das las mandrágoras, te dejo por una noche a Jacob.
Y Lía, hija de la astucia de su padre o, quizás mejor, como buena discípula mía, que no quise ofrecer la comida por espíritu fraterno a mi hermano fatigado, sino que exploté su hambre para un trato inicuo, arrebatándole la primogenitura, así Lía aprovecha las mandrágoras para cerrar un trato, ciertamente más modesto que el mío: una noche de amor conmigo, una noche sustraída a la esposa favorita.
Así fue como, al volver del campo, al atardecer, Lía me salió al encuentro y me soltó a bocajarro:
-Dormirás conmigo, pues he pagado por ti con las mandrágoras de mi hijo.


33
La guerra entre hermanos -¿por qué la llamarán guerra civil?-, guerra fratricida, es la peor de todas. Es como un hombre que hiere su propia carne por odio a sí mismo; se mata al hermano por matar al enemigo en el propio interior.
Esaú, cetrino de piel, hirsuto y vasto, tan velludo que parecía que la naturaleza le había preparado para su vida futura, vistiéndole de una pelliza. Hallándonos aún en el claustro materno, él ya alzaba su puño contra mí; y yo ya le aferraba el talón para suplantarlo; fue mi primera zancadilla. Siendo aún un feto ya pretendía disputarle la primogenitura.
Cuando crecimos, vivimos cada uno por nuestro lado. El como cazador, haciendo las delicias del padre; y yo como pastor, gozando de las predilecciones de la madre. El, impaciente, impulsivo, rudo, tira al campo abierto, libre, aventurero; se hace experto en la caza, curtido a la intemperie, agreste, montaraz, errabundo y salvaje. Se encontraba a disgusto entre los pastores, mucho más sedentarios; en nuestro nomadismo, amantes siempre de la tienda. El conflicto entre nosotros era inevitable.
Al contrario que el pastor, cuya vida era mucho más ordenada y previsora, atenta al futuro, el cazador, viviendo al aire libre y al día, no siempre tenía con qué comer. A grandes festines seguían días de privaciones. Si no cobraba piezas en su cacería, no le quedaba más salida que el ayuno forzoso.

Esta era la situación de Esaú cuando, exhausto, se presentó ante mí, mientras preparaba la comida. Era un guiso especial, guiso de luto por mi abuelo Abraham. Esaú, indiferente a las tradiciones, no sabía ni el nombre del guiso, que humeaba ante mis narices y cuyo olor llenó las suyas; seguro que no lo había visto nunca. Con el olfato exacerbado por el hambre y el cansancio de la batida infructuosa, Esaú me señalaba el plato y con torpes palabras me pedía infantilmente:
-Déjame tragar de eso rojo, eso rojo, que estoy agotado.
El guiso atrae a Esaú, el Rojo, que no puede disimular su avidez y prisa por comer; en sus ojos se traduce la ansiedad por engullirlo. Y yo me aprovecho de ello para ponerle una segunda zancadilla. En lugar de dar de comer al hambriento y agasajarle como hermano, que me visita y además fatigado, yo echo mis cuentas, calculo taimadamente y le tiendo la trampa:
-Si me vendes ahora mismo tus derechos de primogénito.
Un contrato de compraventa: por un plato de sabroso potaje rojo los derechos de primogénito. Pero Esaú no está para cálculos, lo está devorando el hambre:
-Yo estoy que me muero, ¿qué me importan los derechos de primogénito?
En su respuesta está aceptando el trato. Pero yo quiero asegurarme. No se vaya a echar atrás cuando haya saciado el hambre y le vuelva la lucidez. El guiso rojo quizá le parezca hecho a base de sangre de res y cuando descubra el engaño, que no son más que lentejas... Que selle irrevocablemente el trato con juramento:
-Júramelo ahora mismo.
Me lo juró, despreciando su primogenitura, comió el guiso de lentejas, bebió, se alzó y se fue.


34
En un instante me pasó por la mente toda la vida de mi hermano. Lo vi todo rojo y tuve miedo. Esaú es él rojo; rojo, el guiso que le vendí; roja su tierra de Seír; rojo su pueblo de Edón, rojo el vestido de sus gentes...

No quise inmiscuirme en las intrigas de las dos hermanas. Acepté su acuerdo. Y así me acosté aquella noche con Lía. Isacar es el fruto del trato entre las dos hermanas rivales, aunque al nacer, Lía dijera con toda su incongruencia:
-Dios me ha pagado el haberle yo dado mi sierva a mi marido.

Isacar, entre el Tabor y el Carmelo, en la fértil región de Esdrelón, se instaló y perdió su libertad. Los frutos de sus árboles son únicos, los mejores de la tierra. Seducido por las llanuras exuberantes, se rebaja a la categoría de los burros de carga. Sometido a los cananeos, es como un asno caído bajo la carga de sus pesados serones. No se puede levantar.
Tú, hijo doblemente mío, salario pagado por mi vigor vital, cruza el río y perdona que no pueda decirte más que lo que veo:

Isacar es un asno robusto
que se tumba entre las aguaderas;
viendo que es bueno el establo
y que es hermosa la tierra
inclina el lomo a la carga
y acepta trabajos de esclavo.



35
Es invierno, comienza uno de los sabios, bendita sea su memoria. El campamento de tiendas se hunde en la noche. Cielo pesado, calles desiertas, respiración sofocante. En casa, al calor de la lumbre, no se siente el mordisco del frío. Todas las miradas están fijas en un hombre tenso y oscuro, que está lejos, con la mente en otra parte. ¿Dónde? Su respiración es pesada, como de enfermo; sus ojos, que fijan la llama del fuego, refleja una angustia antigua y, sin embargo, nueva, desconocida. Todos callan, oprimidos; algo en él despierta el miedo. El silencio se hace total. Nadie se atreve a moverse, a respirar. Nadie se atreve ni siquiera a interrogar al vecino con la mirada. Esperan que el tiempo se rompa y el pensamiento se revele. Luego, él inclina la cabeza hacia atrás y...

Había una vez -interrumpe otro de los sabios, bendita sea su memoria- había una vez un país que comprendía todos los países; y en este país había una ciudad, que comprendía todas las ciudades; y en esta ciudad, una calle reunía en sí todas las calles de la ciudad; y en esta calle había una casa, que hospedaba todas las casas de la calle; y en esta casa había una habitación, y en esta habitación, un hombre; y este hombre personificaba a todos los hombres de todos los países y este hombre reía, reía; nadie había reído nunca como él...

O lo uno o lo otro, nunca a medias, -concluyen a coro los sabios, bendita sea su memoria, que parece que saben de qué y de quién se habla-. El centro de la calle es para los caballos y no para el hombre. El Santo, bendito sea su Nombre, se sitúa o muy arriba o muy abajo; en el séptimo cielo o en el fondo del abismo. Siempre en el silencio y la soledad. Si el hombre no llega al borde del precipicio, no le crecen alas en los hombros...

¿De quién hablan?, me pregunto. Yo pienso en mi padre Isaac. He visto las alas en sus hombros. Pero, ¿qué les ha evocado el silencio y la soledad de su vida, con los ojos apagados hacia afuera, y luminosos hacia dentro? ¿Qué les ha evocado la risa, que lleva impresa en su nombre desde que nació, desde antes de ser concebido?
El Santo, bendito sea su Nombre, se apareció a mi abuelo Abraham, junto a la encina de Mambré. Era mediodía. Abraham estaba sentado a la puerta de la tienda, a la sombra de la encina, pues hacía calor. Alzó la vista y vio a tres hombres en pie frente a él. Al verlos, corrió a su encuentro desde la puerta de la tienda y se prosternó en tierra, diciendo:
-Señor, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. Haré que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis junto al árbol. Mientras, traeré un pedazo de pan para que cobréis fuerzas antes de seguir, ya que habéis pasado junto a vuestro siervo.
Contestaron:
-Bien, haz lo que dices.
Abraham entró corriendo en la tienda, donde estaba su esposa Sara, y le dijo:
-Aprisa, tres cuartillos de harina, amásalos y haz una hogaza.
El corrió a la vacada, escogió un ternero hermoso y se lo dio a un criado para que lo guisase en seguida. Tomó también cuajada, leche, el ternero guisado y se lo sirvió. Mientras él estaba bajo el árbol, ellos comieron. Después le dijeron:
-¿Dónde está Sara tu mujer?
Contestó:
-Aquí, en la tienda.
Y añadió uno:

-Cuando vuelva a ti, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo.
Sara lo oyó, detrás de la cortina de la entrada de la tienda.
(Abraham y Sara eran ancianos, de edad muy avanzada, y Sara ya no tenía sus períodos).Y Sara se río por lo bajo, pensando:
-Cuando ya estoy seca, ¿voy a tener placer, con un marido tan viejo?
El Señor dijo a Abraham:
-¿Por qué se ha reído Sara, diciendo: "¿De verdad que voy a tener un hijo, yo tan vieja?". ¿Hay algo difícil para Dios? Cuando vuelva a visitarte por esta época, dentro del tiempo de un embarazo, Sara habrá tenido un hijo.
Pero Sara, que ha salido de la tienda, lo negó:
-No me he reído.
El replicó:
-No lo niegues, te has reído.

Esta risa de Sara, mezcla de incredulidad y deseo, dará el nombre al hijo. Pues el Señor cumplió a Sara lo que le había prometido. Ella concibió y dio a luz un hijo a Abraham ya viejo, en el tiempo que había dicho Dios.
Abraham llamó al hijo, que le había dado Sara, Isaac. Sara dijo:
-Dios me ha hecho bailar de alegría y el que se entere se alegrará conmigo.
Y añadió:
-¡Quién hubiera dicho a Abraham que Sara iba a criar hijos!, pues le he dado un hijo en su vejez.


36
Es mi hijo Zabulón quien ha evocado a los sabios, bendita sea su memoria, el recuerdo de mi padre Isaac. No puedo mirarle, sin acordarme de mi padre. Zabulón no se parece a mí, ni a sus hermanos. Es el retrato de su abuelo.
Las mandrágoras no han servido de nada a Raquel. Sin embargo, Lía me ha dado este nuevo hijo. Zabulón es un don inesperado del Santo, bendito sea su Nombre. Una sorpresa hasta para Lía. Al darle a luz, exclamó:
-Dios me ha hecho un gran regalo. Ahora sí que me apreciará mi marido, pues le he dado seis hijos.

Zabulón, mi hijo apreciado, cuanto más le miro más se acrecienta en mí la impresión de quedarme en la orilla de acá, de no llegar nunca al fondo, como me ha pasado siempre con mi padre. Siempre queda una zona muda, un margen oscuro, al que no tengo acceso. No veo nunca lo que él ha visto o lo que se ha negado a ver.
Niño turbulento, misterioso, obstinado; con frecuencia, le sorprendo llorando, atormentado. Se va de casa y vuelve cansado, con los ojos inflamados. De temperamento inestable, sensibilidad exagerada, inteligencia viva y precoz, sensitiva. Parece haber recibido la vida como una herida.
En las noches sin luna, el sueño tarda en llegar a sus ojos. Siente miedo de la soledad, de las tinieblas y del silencio. Le llamo:

-Ven, hijo. Tu padre es el único que se fija en ti. Tú a nadie más llamas la atención. Te diluyes como si sólo fueras parte del paisaje. Nada hay en ti que atraiga la mirada. La gente te mira sin verte. Tu cara ovalada e inexpresiva, con esos ojos pálidos perdidos en el vacío, tus hombros caídos y esa chepa insignificante y tu andar lento y pesado, como arrastrándote por el suelo... Todos tus rasgos, sin una arruga, sin un matiz saliente, hacen resbalar la mirada de la frente a los pies sin que nada la detenga.
¿De dónde te viene la afición al mar y a la pesca, si eres del interior, como tus hermanos? Afincado en Ayyalón, en la ribera del mar, en la costa de Fenicia, pasas el tiempo construyendo barcas y pescando. Ya sé, hijo, que pescas en Tebet, y Tisrí lo pasas pastoreando con tus hermanos. Pero, escucha a tu padre, que te habla con su experiencia:
-Observa atentamente el agua. Cuando la masa de agua corre junta, nada la detiene; arrastra piedras, árboles y tierra. En cambio, si se divide en regatos, pierde toda su fuerza. No te separes de tus hermanos, pues perderías toda tu fuerza.
Te lo diré con otro ejemplo, que me es más familiar. Es como el pastor y la oveja: mientras la oveja no se aparta demasiado, siente el silbo del pastor, quien a su vez oye su esquila; pero si se aleja demasiado, ni oirá ni será oída.
Una última cosa, hijo mío. Quien se considera grande es pequeño y quien se cree pequeño es realmente grande... ¡Y quien se tiene por estúpido, no lo es del todo! Mejor subir un paso que caminar sobre las nubes. Escucha. Un caminante se pierde en el bosque; todo se hace oscuridad. Tiene miedo y he aquí que estalla la tormenta. El necio mira los relámpagos y acrecienta su miedo. El sabio, en cambio, busca el camino que dejan entrever los rayos.
Parece que la calma vuelve a su rostro. Cierra los ojos y me envuelve su dulzura. Pero antes de dormirme -se ha quedado acurrucado en mi seno-, oigo su susurro:
-Señor, Tú conoces cuan grande es mi ignorancia; no sé siquiera si un día moriré. Ayúdame. Haz que yo lo sepa, que sea consciente. Hazme saber que la muerte me espera y que no escaparé a ella. Hazme tomar conciencia de que me encontraré solo a afrontarla: solo, sin amigos ni hijos ni nadie, solo y abandonado de los recuerdos, los deseos, las fantasías y las pasiones.
¿Estoy despierto o sueño? ¿Es mi hijo quien habla o es mi padre? Siempre me quedaré en la orilla de acá, sin llegar al fondo; no tengo acceso a esa zona misteriosa, en que la noche se hace presencia viva y su aire fresco es un mensajero, que llama y lleva lejos...

Sí, pero esta noche, noche del Yaboc, también para mí es una presencia viva. Su aire fresco me despierta, me llama y quién sabe dónde me llevará.
Pasa el río, hijo

Zabulón habitará junto a la costa,
será un puerto para los barcos,
su frontera llegará hasta Sidón.



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