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LA NOCHE DEL YABOC, una autobiografía del Patriarca Jacob  (E. Jiménez Hernández)

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37 Dina


38 Al encuentro con Esaú

 

37
Lía se ha calmado con sus seis hijos, más los dos de su sierva Zilpa. Pero aún dio a luz una hija. La llamó Dina.
La niña Dina, mi única hija, nos traerá de cabeza a todos. Merece un capítulo aparte. Los sabios, bendita sea su memoria, si no consiguen hacerla hablar, al menos lo intentarán escuchando hasta sus ocultos pensamientos.

Yo, que no reía nunca, -la risa de mi padre me había infundido temor a la risa-, sin embargo, no podía contenerme cuando jugaba con mi adorada hija. La amaba con todo el corazón. Con ella era otro; siempre dulce y paciente.
Al llegar, en la tarde, tomaba a mi niña, morena y delgada, y la hacia girar por encima de mi cabeza. Ebrio de alegría, sólo tenía un deseo: seguir bailando toda la noche y todo el día y bailar así hasta el final de los días.
Pero algo siempre interrumpe el baile. Arriba, nubes grises y blancas se disputan el cielo. Un temblor en el aire me golpea los ojos y me hace detener en seco los pies. Las nubes, que la brisa arrastra por la montaña, carga la noche de presagios. Paso la niña a su madre:
-Lía, cuida a esta muchacha. Sus ojos negros profundos son pozos para la sed del amorreo. ¡Qué vértigo de pasiones, hija mía! Pasión de amor y de ira, río de sangre y lágrimas. El Santo, bendito sea su Nombre, te hizo de la costilla y no del ojo o el pie, para que no vagaras curioseando, pero tú me has salido curiosa y vagabunda. Lo leo en tus ojos y me estremezco.

Cuando un espejo es límpido, quien se mira en él, lo olvida y sólo ve su imagen. Así era mi hija. Pero ¡cómo crece! Quizás con demasiada rapidez. Su encanto inigualable de niña se ha transformado en un encanto, en una dulzura cargada de una sabiduría y un atrevimiento precoz, que me hace mirarla y temblar, pues amenaza la ingenuidad que manaba de su sonrisa inocente, como de un manantial que no hubiera profanado ni la luz del sol.
Es callada mi niña. Pero su silencio es más embelesador que el mismo canto. Es un silencio que habla, lleno de palabra y de vida. Silencio que invita a penetrar en la matriz de la vida y ver surgir la luz de las tinieblas y nacer el sol de la noche. Volviendo de mi caminar por las arenas inmensas como la soledad del alma, sueño con mi hija. Una muchacha. Bella y dulce. Desde la terraza contempla el crepúsculo que se le acerca y la envuelve, para invadirla y transfigurarla. Su corazón bate en el pecho como un tambor. Se vuelve hacia mí, que estoy absorto reparando un cedazo, y me dice:
-Te quiero tanto, papá. Lo sabes. ¿Verdad que lo sabes?
-Claro. Eres un tesoro, hija mía, le respondo sin alzar la vista.
Ella posa la mirada sobre la madre, que está preparando la mesa para la cena, y le dice:
-Y a ti también, mamá. ¡También a ti te amo tanto! No te lo digo casi nunca. Pero sabes que es verdad.
La madre, extrañada, alza los ojos hacia su hija, y le dice:
-¡Eso espero! Una hija debe amar a sus padres. También nosotros te queremos. Eres la única hija.
La muchacha se mueve de nuevo hacia el poniente, como si entrase en una ensoñación: También yo tendré hijos y los querré con todo mi corazón... Amo a todos, no me cabe el amor en el corazón. Sólo a mí, mi vida, no amo...

Me llega el aullido de un chacal a lo lejos y el viento silba entre los riscos. Y me vuelve el miedo. Mi mirada se derrama sobre el paisaje, desde las dunas del desierto a la vega fértil, desde los palmerales a las aguas del río. Y vuelvo a imaginar a mi hija, su tez morena, como la de los beduinos del desierto, y sus cabellos, tan negros como las noches onduladas que se ven desde las dunas. El miedo y el amor se confunden, acechando en el fondo del alma. Sí, el crepúsculo me envuelve propiciando el abandono, el sueño, o mejor, la ensoñación. En esta hora mi alma y su intimidad se acopla a las mutaciones del cielo. Como las nubes, como la luz, como el propio sol, que desaparece en el poniente, me dejo seducir por las fluctuaciones inesperadas. Es siempre el instante propicio para hundirme en la memoria. Y esta tarde, en los albores del otoño, mientras mi piel recibe los primeros soplos del frescor de la noche, siento que con el girar de los días mi corazón se vacía como las norias que llenan sus cangilones de agua y la van derramando en las acequias, perdiéndose luego en los campos que van regando con la experiencia cotidiana.
Hay un tiempo fugaz, que transcurre como un suspiro y es vano como un sueño. Muchos llaman a este tiempo vida y le cargan de deseos de grandeza, que van sucumbiendo día a día y son sustituidos por otros que caen igualmente, porque todos llevan en su entraña la semilla de la destrucción. Pero existe un tiempo eterno inscrito en la esencia misma de las cosas, en la constante experiencia real de la vida, en la verdad del presente. Este tiempo es el que se transmite de padre a hijo. Es el tiempo, la vida, la promesa, la bendición, la esperanza transmitida por mi padre a mis ojos y a mis pies. Es el tiempo eterno que yo quiero transmitir a mis hijos. Soy para ellos un intermediario, un puente entre el ayer y el mañana, un puente tendido entre el alma de mis padres y el alma de mis hijos. Mi espíritu no muere, se perpetúa en el espíritu de mis hijos y así de generación en generación, en una cadena ininterrumpida en el fluir de las edades hasta el día del cumplimiento en la plenitud de la promesa, la bendición y la esperanza.

Paso a paso, con amor y temor, llego a la tienda y sigo en mi embeleso al tropezarme con mi hija, que al revés del otoño de mi alma, crece como una primavera.
Tu padre apenas te habla, porque se ha quedado mudo ante el misterio de tu cuerpo y el destello de tu alma, pequeña mía.
Y tus hermanos ya empiezan a preocuparse; les he oído cuchichear entre ellos:

Nuestra hermanita es pequeñita,
no tiene pechos todavía.
Pero, ¿qué haremos con nuestra hermana
cuando vengan a pediría?
Si es una muralla,
le pondremos almenas de plata;
si es una puerta,
apoyaremos contra ella planchas de cedro.

Mi hija es una niña frágil, con unos ojos grandes de azabache y una cascada de bucles, que le caen sobre los ojos.
Me gusta -le hacen decir los sabios, bendita sea su memoria, aunque sólo sea hablando consigo misma-, me gusta correr sobre la hierba, sola y sentir su frescor, que me sube por los pies a la frente, recorriéndome las venas de todo el cuerpo. Me siento el corazón, que se me vuelve ligero. Cada tarde, cuando mi madre va a la fuente, me escapo al río. El crepúsculo me envuelve y me exalta con su incerteza, que confunde a las aves, que alzan el vuelo para refugiarse de noche en los árboles. Yo me dejo penetrar por todos los enigmas, que trazan en el aire con sus alas y su vuelo silencioso, tan distinto del vuelo alborozado de la mañana.

El sol arrastra mis ojos tras la colina. Le sigo, cada tarde, con ansia y melancolía, deseando saber dónde va. ¡Si pudiera seguirle...! Pero debo correr a casa, antes de que llegue mi padre y noten mi ausencia.
La cena está servida. En silencio escucho las historias de mi abuelo, sobre la oveja devorada por las fieras o la vaca que ha parido un ternero negro con pintas blancas y una estrella, también blanca, en la frente. Me encantan estas historias.
Pero, a veces, me parece ver una espada en los ojos del abuelo, culpando a mi padre de la muerte de un camello o de la pérdida de un burro. Entonces siento miedo y me escabullo fuera de la tienda y me voy temprano a la tienda de mi madre, aunque el miedo no me deja dormir hasta que ella también se acuesta...
Otras veces no es el miedo, sino la curiosidad, la que me hace estar despierta. ¿Con quién pasará la noche mi padre, con mi madre o con mi tía Raquel? ¿Por qué a mí me quiere, me toma en sus fuertes brazos, juega conmigo, me trae nidos o pájaros y, en cambio, no quiere a mi madre, prefiriendo a la tía? Me duele ver llorar a mamá, cuando él se olvida de ella por más de una semana.
Y tampoco me gusta que, cada mañana, antes de marcharse al campo con le ganado, venga a amonestarme:

Vigila a tu hija doncella
para que no te acarree mala fama,
comentarios de la ciudad,
desprecio de la gente y burlas
de los que se reúnen en la plaza...
No exhiba su belleza ante cualquier hombre
ni trate familiarmente con las mujeres.

Siguiendo mis andanzas, había llegado a Sukkot, en el valle del Jordán. Allí me construí una casa para el ganado. Por cien monedas compré una parcela de terreno a los hijos de Jamor, en las cercanías de Siquén. En ella planté mis tiendas. La ciudad está fortificada, pero su territorio circundante es campo de siembra y de pastos.
Las mujeres del país solían salir de casa y participar con flautas y danzas en las fiestas del lugar. Dina, que no sabe que "a quien atraviesa el seto le muerde la culebra", curiosa por ver a las mujeres del país y conocer sus costumbres, desea participar en sus diversiones. Con ocasión de una fiesta, sin decir nada a nadie, se fue sola por las calles de la ciudad.
Pequeña mía, una muchacha sola, sin ser del lugar, llama siempre la atención; está siempre en peligro, siendo una extranjera en medio de una población conocida por la corrupción de sus costumbres. ¿Cómo has olvidado los serios riesgos que corrieron tu bisabuela Sara y tu misma abuela Rebeca?
Pero tú no escuchabas amonestaciones. Te creías una muralla, con tus senos como torres. En casa eras tímida, una insignificante y callada muchacha. Nadie notaba tu presencia o ausencia. ¡Cómo iban a echarte de menos! ¡Si eras tan poca cosa que siempre parecía que no estabas! ¡Hija de tu madre, ligera como ella!
Así te escabulliste y te uniste a las jóvenes del lugar, a la alegría y danzas de la fiesta. Y allí estaba, con los jóvenes, el príncipe Siquén, hijo de Jamor. Entre las jóvenes te descubrió en seguida. Tu cuerpo fino y delicado, tus ojos negros, castaño oscuro los cabellos, la nariz pequeña, rasgada la boca y voluptuosa la barbilla; tu expresión descarada, atrevida, incitante y ruborosa, osada y tímida, de inocente malicia, le fulminó al instante, y preguntó a sus compañeros:

-¿Quién es esa muchacha que no conozco y que jamás he visto?
-¿Cómo, no lo sabes?, le contestaron. Es la hija de Jacob, que se ha establecido hace algún tiempo en las afueras de la ciudad, en un terreno comprado a tu padre.
Siquén se sintió atraído por Dina. Su corazón se inflamó, se acercó a ella, comenzó a hablarle al corazón, pero de repente, abrasado por una violenta, caprichosa, irreflexiva pasión, se comportó como amorreo que era: la agarró, se la llevó, se acostó con ella y la violó.

Uno de los sabios, bendita sea su memoria, se sintió inspirado y comenzó a recitar, mientras los demás escuchaban, entornando los párpados y estirando los oídos:

Oh, tú que rompiste el yugo y, sacudiendo las coyundas, decías: "No serviré"; tú, que sobre todo otero prominente y bajo todo árbol frondoso estabas yaciendo, prostituta.
Yo te había plantado de la cepa selecta, toda entera de la simiente legítima. Pues, ¿cómo te has mudado en sarmiento de vid bastarda? ¿Cómo dices "No estoy manchada"? ¡Mira tu rastro en el valle! Reconoce lo que has hecho, camellita liviana que trenza sus derroteros, irrumpe en el desierto y en puro celo se bebe los vientos: su estro, ¿quién lo calmará? Cualquiera que la busca la topa, ¡bien acompañada la encuentra! Guarda tu pie de la descalcez y tu garganta de la sed. Pero tú dices: "No hay remedio: a mí me gustan los extranjeros, y tras ellos he de ir".

El deseo satisfecho enciende en Siquén un amor fuerte, apasionado, decidido. Corteja a Dina, trata de enamorarla, de seducirla, le habla al corazón. La retiene en casa y, locamente enamorado, habla al padre:
-Consígueme a esa muchacha por mujer.

Me informaron que mi hija había sido infamada. Mi dolor no tenía nombre. Me temblaba el corazón. Con lo ojos infectados en sangre, intentaba calmarme, pero tenía los nervios a flor de piel. No era furia ni odio lo que sentía, ni sed de sangre ni deseo de venganza. Solamente tristeza, una tristeza pesada, como brotada de las profundidades del tiempo; una tristeza que me paralizaba las pulsaciones de la sangre; que me impregnaba los latidos del corazón, que me borraba el presente; una masa de tristeza infinita, tenebrosa.
Es como, cuando uno al entrar en casa apoya una mano en la pared y le muerde una culebra. Es Siquén, el hijo de Jamor, la culebra que me mordió, al llegar a casa. Mis hijos estaban en el campo con el ganado. Esperé en silencio su regreso, paralizado, sin saber qué hacer.
Por su parte, Siquén, encariñado con Dina, discutía con su padre que, sorprendido, le decía:
-¿No hay jóvenes en tu pueblo que vas a buscarte como esposa una muchacha hebrea, que no pertenece a tu pueblo?
-Consígueme esa muchacha, insistía Siquén. Es a ella a quien quiero.

Jamor, por amor al hijo, se decide a visitar personalmente al padre de la muchacha. Se pone en camino hacia las tiendas del beduino, para hablar con él, observan la deferencia los sabios, bendita sea su memoria, por la imparcialidad.
Mientras tanto, llegan mis hijos y se enteran del suceso. Su reacción de cólera e indignación es tal que me asusta:

-¡¿No merece la muerte ese hombre y toda su casa?! Ha raptado y deshonrado a nuestra hermana y entre todos los habitantes de la ciudad no ha habido uno, ni uno solo que se haya atrevido a reaccionar. ¡Merecen todos la muerte!
Estaban discutiendo, acalorados, cuando he aquí que llega Jamor. Viene a referirme las pretensiones de su hijo sobre Dina:
-Mi hijo Siquén se ha enamorado de vuestra joven, dádsela en matrimonio. Así emparentaremos: nos daréis vuestras hijas y tomaréis las nuestras y viviréis con nosotros. La tierra está a vuestra disposición; habitad en ella, comerciad y adquirid propiedades.
Hay un silencio calculado sobre algo que todos sabíamos, y en lo que todos pensábamos, sin nombrarlo: el delito de Siquén. Jamor trata de taparlo con un sencillo "mi hijo se ha enamorado". Yo callaba, pero veía que la indignación de Simeón y Leví estaba llegando al colmo. Y temí que explotara al llegar el mismo Siquén, que como si no hubiera pasado nada, cegado por su pasión, se dirigía a su padre y a nosotros, casi suplicante:
-Hacedme este favor, que os daré lo que me pidáis. Señalad una dote alta por la novia y regalos valiosos. Os daré lo que pidáis, con tal de que me la deis en matrimonio.
Se ve que Siquén va a lo suyo. Con tal de que le demos a Dina por esposa está dispuesto a lo que sea:
-No tengáis miedo en pedir.
Viendo mi confusión y mi abatimiento, Simeón y Leví, hermanos de madre de Dina, respondieron -hoy lo sé- con malicia y engaño a Siquén y a su padre Jamor:
-No podemos hacer lo que decís, dando nuestra hermana a un hombre no circuncidado, pues es una afrenta para nosotros. Os la concedemos con esta condición: que seáis como nosotros, circuncidando a todos los varones; entonces os daremos nuestras hijas y tomaremos las vuestras, habitaremos entre vosotros y seremos un solo pueblo. Pero si no aceptáis circuncidaros, nos llevaremos a nuestra hermana.

Pareció bien la propuesta a Jamor y a su hijo Siquén, por supuesto. Se fueron a la plaza y dirigieron la palabra a los hombres de la ciudad:
-Venimos de hacer una visita a los hijos de Jacob. Esos hombres son gente pacífica. Que habiten con nosotros en nuestra tierra, comerciando en ella, pues la tierra es espaciosa. Tomaremos sus hijas por mujeres y les daremos las nuestras. Pero han puesto una condición para vivir entre nosotros y ser un solo pueblo: que circuncidemos a todos los varones, como hacen ellos, según les ha sido mandado desde tiempos antiguos. No olvidemos que es gente con riquezas e inteligente. Sus ganados, sus posesiones, sus bestias serán nuestras. Accedamos y habitarán entre nosotros.
Todos los asistentes aceptaron la propuesta de Jamor y de su hijo Siquén y circuncidaron a todos los varones. El primero en circuncidarse es Siquén, movido por la pasión y el ansia incontenible de Dina; luego, todos los demás.

Mientras en la ciudad ejecutan el rito de la circuncisión y comentan, confiados:
-Ellos son advenedizos. Al incorporarse a nuestra comunidad, asentándose en nuestro territorio, todo lo que tienen pasará a la comunidad. Nos traen sangre nueva y riquezas.
Mis hijos, sin contar conmigo, se han retirado a solas a deliberar, a maquinar la venganza, su respuesta a la afrenta con el fraude y la violencia. Más tarde conoceré sus maquinaciones. Leví que, indignado, pregunta:
-¿Se puede comprar con plata el amor?

Si alguien quisiera comprar el amor
con todas las riquezas de su casa

se haría despreciable.

Con razón dirán luego los sabios, bendita sea su memoria:

El que odia habla disimulando,
mientras por dentro medita engaños;
aunque suavice la voz no le creas,
que lleva dentro siete abominaciones.
Porque los celos enfurecen al hombre
y no perdonará el día de la venganza:
no aceptará compensaciones
ni las querrá aunque aumentes la oferta.

Siete o siete veces siete serán las abominaciones que lleva dentro Simeón, con las que carga su arenga:
-Me hierve en la sangre el canto, lejano en el tiempo, glorioso, estremecido de mi hija Judit, orgullosa de su padre. No la defraudaré:

Señor de mi padre Simeón,
al que pusiste una espada en la mano
para vengarse de los extranjeros
que desfloraron vergonzosamente a una doncella,
la desnudaron para violentarla
y profanaron su seno deshonrándola.
Aunque Tú habías dicho: "No hagáis eso",
lo hicieron.
Por eso entregaste sus jefes a la matanza,
y su lecho envilecido por su engaño,
con engaño quedó ensangrentado:
heriste a esclavos con amos
y a los amos en sus tronos.
Entregaste sus mujeres al pillaje,
sus hijas a la cautividad;
sus despojos fueron presa de tus hijos
queridos, que, encendidos por tu celo,
horrorizados por la mancha
inferida a su sangre,
te habían pedido auxilio,
¡Dios mío, escucha a esta viuda!

El rito se tiñe de una tonalidad sombría, se convierte en señal y anticipo de muerte. Circuncidados, quedan consagrados a la muerte; un poco de sangre es el preludio de la cruenta matanza.
Al tercer día, cuando estaban aún convaleciendo, mis dos hijos, los hermanos también de madre de Dina, Simeón y Leví, empuñaron la espada, entraron en la ciudad confiada y mataron a todos los varones. Pasaron a espada a Jamor y a su hijo, el príncipe Siquén; sacaron a Dina de la casa y salieron con ella de la ciudad.

Los otros hermanos penetraron entre los muertos y saquearon la ciudad, que había infamado a su hermana: ovejas, vacas y asnos, cuanto había en la ciudad y en el campo se lo llevaron; todas las riquezas, los niños y las mujeres como cautivos y cuanto había en las casas.

Cuando vi llegar a mis hijos con aquel botín y escuché el llanto de los niños y los gritos de las mujeres, se me erizó la barba y quedé mudo de estupor.
Cuando se tienen ganas de gritar y no se puede gritar, entonces se grita realmente. El silencio se carga de un peso y una densidad que corta la noche como un relámpago. Por eso el grito que se queda en la garganta es el más potente. Hay experiencias que caben en la palabra; pero otras - las más profundas- sólo se transmiten con el silencio, con el grito contenido.
Decepcionado, exasperado, deprimido, replegado sobre mí mismo, me fue difícil hablar. Aunque un impulso dentro de mí me empujaba, me decía: "Levántate y háblales. Es posible que ello acreciente tu dolor, pero que el de ellos se mitigue. Acaso el Santo, bendito sea su Nombre, te ha elegido para eso". Entonces, dolido, les dije a Simeón y a Leví:
-Me habéis arruinado, haciéndome odioso a los habitantes del país. Somos pocos, si se reúnen y nos atacan me matarán y acabarán conmigo y con mi familia. La violencia desata violencia, la venganza desencadena represalias. No se remedia una muerte añadiendo otras muertes, alargando la espiral de la violencia y la desgracia.
Viva, violenta, decidida fue su réplica:
-¡¿Y a nuestra hermana la iban a tratar como a una prostituta?!
Palabras demasiado grandes y demasiadas veces repetidas. Pero la insistencia y la repetición desvirtúa las palabras; las hace perder su fuerza, su peso de silencio; con ello se intenta sólo enmascarar las trampas y espejismos que encierran.
Entre dientes, aún se me escapó un grito, que quise contener:
-Entre el hombre que sufre y el que hace sufrir, ¿a quién elegirá el Señor, bendito sea su Nombre? Entre el que mata en su nombre y el que muere por El, ¿quién le está más cercano? ¡Maldita vuestra furia, tan cruel y vuestra cólera inexorable!

Aquella noche, en que no logré conciliar el sueño, la vida se detuvo. Ya nada tenía importancia. Nada existe. La vida continúa, pero fuera de la mía, lejos de mí. Sólo busco la soledad y el silencio. Me siento como un fantasma o como quien prefiere sus fantasmas a los seres vivos. Aquella noche, en un desarraigo total, rompí con todos, hasta conmigo mismo. Cuando camino entre la gente es como si resbalara a su lado, sin verles.
Atrincherado dentro de mis párpados, mis ojos sólo miran al pasado. El camino recorrido, permeado de angustia, desemboca en una soledad, que me lleva al delirio. Los años pasan y la luz va cediendo espacio. Me va alcanzando la oscuridad, que se hace cada día más densa.
Cierto que vivir siempre en la desconfianza es lo más triste que exista. Y lo más peligroso. Es como un rey -narran los sabios, bendita sea su memoria- que mandó a su hijo lejos, en exilio. Sufriendo hambre y frío, el hijo perdió hasta la fuerza de esperar el regreso a la casa paterna. Pasados los años, un día el rey mandó un emisario al hijo con el encargo de satisfacer todos sus deseos. El emisario se lo comunicó al hijo y éste respondió: dame un trozo de pan y un capote caliente. Había olvidado que era príncipe y que podía pedir regresar al palacio del rey.

Es un riesgo que corro. Y es un riesgo que puede correr también mi pobre Dina. ¿Llega la noche? Pero amanecerá. La oscuridad lleva consigo la promesa de la luz. Tengo que anunciárselo a Dina. Es inútil soñar con flores eternas. Sólo no se marchitan las flores artificiales.

Ausente. Ultrajada. Joven, bella y frágil. Dina. Vive en otro mundo. Es un fantasma que se le asemeja. Duerme, suspira, come, escucha, sonríe, calla; siempre hay algo que calla en ella. Se despierta en silencio, se duerme en silencio; canta en silencio y grita en silencio; tiene recuerdos en silencio, sin saberlo siquiera.
A veces la miro y se apodera de mí un deseo loco, irresistible: quisiera destruir todo. Pero, luego, sigo mirándola, penetrando en ella con la mirada y me sucede lo contrario: me invade una extraña, inmensa bondad. Siento deseos de salvar al mundo entero; siento ganas de salir a los caminos e invitar a todos los que vagan por los senderos de la tierra; que vengan a mi tienda a beber, a comer, a cantar, a rezar y a arrojar de este mundo la maldición que transforma a ciertos hombres en violadores o asesinos y a otros en víctimas. Siento el deseo de portar la victoria sobre la muerte y poder escuchar a un juglar que sepa contar historias y hacer reír y sonar...

Ah, Dina, ¡qué hermosa era mi pequeña! ¿Cómo describir su radiante belleza? Bastaba mirarla para que a uno se le saltasen las lágrimas de alegría y de gratitud. Tocarla, cogerla entre los brazos, era sentirse purificado.
-Dina, pequeña mía, sólo la palabra y la presencia, el amor y la gracia de los otros, pueden hacerte sospechar otro mundo, desear liberarte del miedo a soñar, y así poder escapar a la condenación de ti misma. No te recluyas, hija de mis inquietudes, en la soledad que genera acedia y desesperanza, sumergiéndote en la melancolía. Escucha lo que nos han transmitido los sabios, bendita sea su memoria:
-Un discípulo se quejaba a su maestro de que estaba aquejado de malos deseos y de que por ello había sucumbido a la melancolía. El maestro le dijo: "Cuídate, sobre todo, de la melancolía, pues ella es peor y más mortífera que el pecado. Lo que pretende el mal espíritu, cuando despierta en el hombre malos deseos, no es inducirlo al pecado; sino, por el pecado, sumergirle en la melancolía".

Río de luz y fuente de llanto, hija mía, son el amor y la sexualidad, plenitud de gozo y plenitud de soledad, cercanía de Dios y clausura de dos. El amor nos asoma al abismo del origen, a la raíz de la vida, a la sima de la muerte. Pero sólo el amor verdadero redime la libertad, descubre una salvación que uno solo no puede sospechar ni conquistar. Viviendo para otro es como se vive verdaderamente.
(¿Se ofenderán los sabios, bendita sea su memoria, ellos que me han enseñando que el tiempo -pasado y futuro- es siempre presente, si me atrevo a dedicar a Dina, antes de devolverla a su perenne silencio, un poema de Blas de Otero? La curiosidad empujó a Dina a salir del estrecho círculo de su vida para ver a las hijas del país. Así empezó a rodar la piedra, que acabaría en alud, que atraviesa los tiempos:

Cuerpo de la mujer, río de oro
donde, hundidos los brazos, recibimos
en relámpago azul, unos racimos
de luz rasgada en un frondor de oro.

Cuerpo de la mujer o mar de oro
donde, amando las manos, no sabemos
si los senos son olas, si son remos
los brazos, si son alas solas de oro.

Cuerpo de la mujer, fuente de llanto

donde, después de tanta luz, de tanto
tacto sutil, de Tántalo es la pena

Suena la soledad de Dios. Sentimos
la soledad de dos. Y una cadena
que no suena, ancla en Dios alma y limos.)


38
De negra mi barba se ha vuelto blanca. He envejecido, me he secado, arrugado como la hoja de la higuera en la estación de Tisrí, como un racimo de uvas picoteado por los pájaros, que se balancea en el aire.
Mi cabeza es un hormiguero de cavilaciones, un nido de sentencias y fábulas. Veo la paja, la estopa y el tamo discutiendo entre ellos. Dice la paja: por mí se siembra el campo. Lo mismo dicen la estopa y el tamo. Los granos les replican: esperad el tiempo de la era para ver por quién ha sido sembrado el campo. Llegan a la era y sale el dueño de la casa a aventarlos. El tamo se lo llevó el viento. El campesino arrojó a la tierra la paja; tomó la estopa y la quemó. El grano, en cambio, lo recoge en montones. ¿Quienes pasan ven muelos de grano y los besan.

Mis hijos han empuñado la espada, cosa que corresponde a Esaú. Cierto, la misma savia ha nutrido el árbol y la rama. Pero la rama no es el árbol. Alejándose de la fuente, se apaga hasta la sed. Después de la primera guardia, la de los iniciadores, viene la segunda. Y ya la tercera sigue por costumbre, por inercia, como una estrella apagada que, por un tiempo, sigue mandando luz sobre la tierra. Lo esencial cede a lo superficial; el fin cede a los medios. Se pierde el espíritu y el impulso. Se sustituye la luz por los candeleros, los ideales por las fórmulas. Ninguna sorpresa es permanente.
El crisol de los acontecimientos me da una luz nueva sobre la vida y la historia. Hoy comprendo el temblor de mi padre ante los niños. Le daban miedo, le recordaban su miedo de un tiempo. También yo se lo recordaba.
Y, sobre todo, la espada en manos de mis hijos, me trae a la memoria a mi hermano Esaú. La guerra intestina es la más amarga de todas. E intestina es la guerra de dos hermanos gemelos. En el seno de la madre nuestros dos embriones parecía que no cabían, se rozaban, se restregaban; ya antes de nacer nos maltratábamos... Y luego mi padre pondrá una espada en la mano de mi hermano. Espada que me acompaña, que está en mí, en mis riñones, y que han heredado mis hijos. Espada que me sigue hasta en el sueño.

Esaú cuenta los meses por el sol que es grande. Yo, con la luna, que es pequeña. Como la luna, mi dominio es la noche y alguna aventura en el crepúsculo o al alba, en los límites entre el día y la noche. Pero mi vida, como la luna, está siempre amenazada. Apenas brilla el sol, empalidece la luz de la luna. Sólo cuando se eclipsa el sol, resplandece la luna.
En efecto -interrumpen los sabios, bendita sea su memoria- está escrito que el cuarto día el Santo, bendito sea su Nombre, creó el sol y la luna. En el momento de la creación, el sol y la luna eran de la misma grandeza, dotados de la misma luminosidad. Sólo se diferenciaban por su diversa misión: uno presidir el día y la otra la noche.

Pero sucedió que cuando el sol comenzó su primera carrera, la luna se dedicó a mirar a su alrededor, mientras esperaba su turno. Observó con gran atención el agua y el fuego, el cielo y la tierra, los árboles y las flores; todas aquellas cosas que se hallaban ya colocadas en su sitio. Cuando terminó de meter la nariz en todo, se presentó ante el Santo, bendito sea su nombre, y le dijo:
-Oh Señor, mi Creador, has realizado una obra estupenda y, sin duda, perfecta. Sólo hay un particular que no logro entender. Todas las cosas las has hecho por parejas y las dos partes de cada pareja nunca son iguales. El agua es más fuerte que el fuego porque le puede apagar, el cielo es infinitamente más grande que la tierra, y se necesitan miles de flores para formar un árbol. ¿Cómo es que solamente el sol y yo tenemos las mismas dimensiones y la misma luminosidad?
El Santo, bendito sea su Nombre, sabía muy bien dónde quería ir a parar la luna, pero prefirió fingir asombro ante su agudeza, y exclamó:
-¡Cierto! Tienes razón. Cuando el mundo hierve de actividad necesita mucha luz; en cambio, mientras duerme desea una claridad blanda y dulce. Inmediatamente corrijo mi error: tú que debes presidir las horas del descanso, serás mucho más pequeña y menos luminosa que el sol.
-¡No es justo!, se rebeló la luna, que ya sentía disminuir su propia luz.
-¿Por qué no? Has sido tú misma quien me ha hecho notar que uno de vosotros dos debe ser más pequeño que el otro. Entonces lo que querías es que redujera las dimensiones del sol. Confiésalo, -la acusó con voz de trueno el Santo, bendito sea su Nombre-. Por tu injusta pretensión y por la falsedad con que lo has pretendido, en lugar de proponerme tus deseos abiertamente, no sólo serás más pequeña y menos brillante que el sol, sino que además no brillarás todas las noches y las que lo hagas no lo harás toda entera.
La luna no abrió más la boca por miedo a ser borrada del firmamento. Cuando llegó su turno, partió llena de rencor; pero era una noche limpia y la tierra, salpicada con su luz plateada, le pareció encantadora. El rencor empezó a ceder a sentimientos cada vez más dulces y desapareció del todo. A la mitad de su curso, la luna ya estaba completamente satisfecha y el Santo, bendito sea su Nombre, decidió mitigar su castigo. Recogió todo el esplendor que le había quitado y lo dividió en una infinidad de astros más pequeños, destinados a servirla de marco y a recamar el cielo nocturno con su fulgor y sus saltos.
-La reina de la noche tendrá una corte de estrellas, dijo en su infinita misericordia el Santo, bendito sea su Nombre, y el mundo no tendrá que sufrir una oscuridad total en las noches privadas de su luz.

Ha pasado el tiempo y hoy sé que en las venas del tiempo late la eternidad, un semen de fuego recorre los días, consumiendo lo efímero y acrisolando lo eterno de la vida. No sé qué ha cambiado, si las cosas que miro o los ojos con que las miro. Pero veo tantas cosas que me llenaban y han perdido su peso. Siento algo que me vacía; todo retrocede, huye; no me queda más que este abandono, que me quema las entrañas; y en este vacío del corazón, me arde todo.
No puedo, no quiero enfrentarme a Esaú y necesito encontrarle, abrazarle, vencer la violencia con el amor, estrechando en un abrazo todo el odio, el rencor, la maldad, hasta destruirlo, aunque me mate, aunque me arranque la vida y se lleve mi sangre.

He estado como huésped en Harán, ¡tanto tiempo como huésped!; se ha prolongado mi exilio de un mes a siete años, de siete años a catorce, de catorce a veinte. He recibido bendiciones del Santo, bendito sea su Nombre, fecundidad y riquezas, y he sido cauce de bendición para la casa de mi suegro Labán. Pero mi tierra, la tierra de mi bendición, es Canaán.

Y el camino para la tierra de mi bendición pasa por el territorio de Esaú. No me sirve darle vueltas. Tras arreglar los asuntos con Labán, llega el momento de clarificar las cosas con Esaú. Tengo que enfrentarme con mi pasado antes de afrontar el futuro. No se borra lo vivido. He de asumirlo, exorcizándolo. Es una acción peligrosa, arriesgada, pero necesaria. Sólo la luz ilumina los hechos; taparlos, fingir que no han existido, intentar olvidarlos, echando tiempo sobre ellos, como tierra, ya he experimentado que es inútil. Necesito ver el rostro de mi hermano y encontrar gracia a sus ojos, reconciliarme con él. Amansaré por etapas su cólera.
Lo primero mandaré por delante mensajeros a mi hermano Esaú, al país de Seír, al campo de Edón. ¡Cuántas resonancias suscitan en mí estos tres nombres juntos! Esaú, el nombre usurpado en el engaño a mi padre; Seír, áspero, hirsuto, peludo, como la piel de chivo, con que me vestí para el fraude; Edón me recuerda el rojo de las lentejas y de la sangre de espada; veo los montes de Edón chorrear sangre; sus colinas, sus valles y barrancos rezuman sangre; un odio antiguo alimenta, emborracha, engrasa la espada, la afila y le da resistencia y perdurabilidad de futuro.
Me humillaré ante mi hermano, le reconoceré como señor y me presentaré como su siervo:
-Esto diréis a mi señor Esaú: "Esto dice tu siervo Jacob: He prolongado hasta ahora mi estancia con Labán. Tengo vacas, asnos, ovejas, siervos y siervas; envío este mensaje a mi señor para congraciarme con él".
Es preciso que sepa que vuelvo rico, que no voy en plan agresivo, que no necesito invadirle ni usurparle nada.

Parten los emisarios y los sabios, bendita sea su memoria, llenan la espera angustiosa de Jacob con sus fábulas y sentencias:
-Es como agarrar por las orejas a un perro, que pasa, meterse en un litigio que no te incumbe.
-Es semejante a un jefe de ladrones, que dormía en un cruce de caminos; pasó uno, le despertó y le dijo: "levántate de aquí, que el lugar es peligroso". Este se levantó y le robó. Le dijo el primero: "El mal se ha despertado". El ladrón le respondió: "Dormía y tú le has despertado". Así hizo Jacob; Esaú iba por su camino y Jacob le mandó mensajeros.
-Es como cuando uno huye del león y se topa con un oso. El león es Labán, de quien huye Jacob; el oso es su hermano Esaú, que le acecha en el camino, como osa a quien han robado sus crías.

Los mensajeros volvieron a Jacob con la noticia:
-Nos acercamos a tu hermano Esaú. Viene a tu encuentro con cuatrocientos hombres.
Este anuncio de que Esaú se acerca es una sorpresa. Mi mente se llena de cábalas. ¿Cuáles son sus intenciones? El miedo y la angustia, que me invaden, me hacen presentir que su venida es un peligro, una amenaza para mi vida. La incertidumbre acrecienta mi miedo. ¿Por qué viene con cuatrocientos hombres, sin duda armados de espada, como van siempre los de Esaú?
Dividiré en dos caravanas la gente, ovejas, vacas y camellos. Si Esaú ataca una caravana y la destroza, se salvará la otra.
Pero mi mente calculadora de beduino no se detiene, aún no está conforme. Por si acaso será mejor proceder despacio, escalonando mensajes y dones; acumularé gestos que persuadan a mi hermano a cambiar su actitud. Le haré partícipe de todo lo que el Santo, bendito sea su Nombre, me ha dado; le haré un regalo abundante, dividido en cinco oleadas: doscientas cabras y veinte machos, doscientas corderas y veinte cameros, treinta camellas de leche con sus crías, cuarenta vacas y diez novillos; veinte borricas y diez asnos.
Los dividiré en rebaños y los confiaré a mis siervos, encargándoles:
-Id por delante, dejando un trecho entre cada dos rebaños.

-Escuchad bien mis instrucciones; tú el primero: Cuando te encuentre mi hermano y te pregunte: "¿De quién eres, a dónde vas, para quién es eso que llevas?", le responderás: "Es de tu siervo Jacob, un presente que envía a su señor Esaú; él viene detrás".
Tú irás el segundo, tercero, cuarto y quinto; cada uno irá conduciendo un rebaño. Le diréis todos lo mismo. No olvidéis añadir:
-Mira, también tu siervo Jacob viene detrás de nosotros.

Partieron los pastores. Y viéndoles, mientras se alejaban, me decía:
-Le aplacaré con los regalos que van por delante; quizás me muestre su rostro y yo pueda verle reconciliado.
En cuanto a mi gente, también la dividiré en grupos, en línea regresiva de afecto y estima. Los hijos los repartiré con sus madres. Primero Zilpa con Gad y Aser; detrás Bilha con Dan y Neftalí; luego Lía con Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar y Zabulón. En último lugar, Raquel con José...


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