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LA NOCHE DEL YABOC, una autobiografía del Patriarca Jacob  (E. Jiménez Hernández)

Páginas relacionadas 


39 El nacimiento de José

40 Jacob quiere volver a su tierra

41 El sueño de José

42 José vendido

 

39
José. No le he olvidado. ¿Cómo puedo olvidarle si es el espejo donde me contemplo? Mi vida queda ligada a la vida de José; él es mi ser y mi vida reproducida en el futuro.
Los frutos mágicos de la mandrágora no sirvieron a Raquel para nada. Como mi madre Rebeca, siguió estéril hasta que el Santo, bendito sea su Nombre, se acordó de ella, escuchó la súplica de su alma y le abrió el seno.
Recuerdo, como si hubiera sido ayer, el día en que Raquel, sintiendo los primeros mareos, corrió a abrazarme. ¿No serían los síntomas del anhelado embarazo? Con gritos de júbilo la felicité y todos se unieron a nuestra alegría, felicitándola:
-¡Mazal tov, mazal tov!

Palideció el azul de sus ojos. Sí, el embarazo había tornado sus ojos de almendra ojerosos, asemejándola a su hermana que, olvidando sus celos, se alegraba de que el Santo, bendito sea su Nombre, se hubiera apiadado de Raquel. Gozosa estaba también, y solícita, Bilha.
La alegría del amor transforma en primavera fecunda hasta el árido y abrasado desierto. Envuelto en la ternura y el amor, nuestro abrazo, abierto a la vida, es un canto de vida, fulgor del Santo, bendito sea su Nombre, que da vida y espíritu al barro, modelado entre sus dedos. Es el misterio que aflora en nuestra carne única, fundida en el éxtasis de donación recíproca, donde me pierdo y me halla ella, donde la siento perderse y la encuentro yo en el gozo eterno del instante presente, fulgurante. ¡Aromas, colores, ecos de cielo en la tierra!
Cuando el cielo se apaga, cubierto de nubes, la superficie del lago se vuelve opaca; cuando brilla el sol, el lago se convierte en espejo, que me refleja el cielo, los árboles y el vuelo de las aves. Así Raquel, el lago que el Santo, bendito sea su Nombre, me ha puesto ante los ojos, es el espejo, donde brilla el amor, iluminándome la vida, cielo y tierra. El paisaje sigue siendo el mismo; el trabajo, monótono; las calles y plazas de Harán, anónimas y frías; los días idénticos unos a otros; las ovejas tan amodorradas como siempre, las cabras, tan esquivas; los perros siguen ladrando a la luna... Y, sin embargo, el amor lo transfigura todo y lo veo todo con ojos diversos, y me nace el amor a todos los seres. ¡En la noche me encontraré con Raquel!
No me canso de mirarla y reiterarla con fidelidad casi repetitiva las mismas palabras; pero la belleza de su vientre abultado, creciendo cada día, pone música nueva cada vez que toca las cuerdas de mi corazón.
Una nueva vida ha comenzado su aventura. En la oscuridad de las aguas, un corazón late y unos ojos, formándose, buscan el camino de la luz.
Imagen viva de mi amor, milagro permanente del abrazo milagroso en una sola carne, fundidos el cuerpo de tu madre y el mío; síntesis indisoluble de la fusión de nuestras células y nuestro espíritu, herencia gozosa y prolongada de nuestra historia; don gratuito, fruto de amor, que nos es dado y no nos pertenece, porque tú naces con tu vida independiente de la nuestra, desligado de tu madre, que dejará que te separen de ella, cortando el cordón umbilical, inicio de tu libertad, que crecerá en cada corte, en cada alejamiento, en cada dolor de parto, por ser tú, distinto de mi, distinto de tu madre.
El amor a tu madre no ha anulado su ser; el amor de tu madre no ha anulado mi ser, lo ha acrecentado, llevándolo a su plenitud. Tú, sí, en ti anulas su ser y el mío, siendo los dos en una única persona. En tu rostro buscaré los rasgos de tu madre y ella contemplará los trazos del mío. Milagro, hijo mío, que nos prolongará unidos, -padre-madre-, más allá de nuestra muerte.

¿En qué ámbito, si no en ti, se asentarán nuestros pies desnudos a la hora en que los labios se buscan y las almas se transforman en espejo para acoger su mutuo reflejo? ¿Dónde resonará el eco de nuestros nombres, mil veces repetidos, en todas las modulaciones imaginables?

Mis sueños no me engañaban. Sólo que la realidad los superaba. Al regresar, en la tarde, y ver a Raquel, de cara al poniente, esperándome, con las manos sobre el vientre, protegiendo al niño que palpitaba en sus entrañas, una oleada de ternura recorría todo mi ser, subiéndome de los pies a las sienes por todas las arterias de mi cuerpo. Toda la creación cantaba en mi sangre. El aire se llenaba de perfumes; las flores del campo se abrían cantando una melodía de ensueño. Las aves se despertaban en sus nidos y se unían con su canto a la sublime sinfonía. Hasta las montañas parecía que participaban del concierto con el solemne ondear de los cipreses, y el cielo con sus miríadas de estrellas se asomaba a escuchar el himno maravilloso. Me dejaba llevar del canto y era como si borrara la oscuridad de la noche y el alba se asomase al nuevo día, despertándome a una nueva vida. Con los ojos cerrados veía hacia el oriente los montes de Moab que se vestían de rojo, y abajo, en el valle, el Jordán brillaba con los últimos -¿o primeros?-rayos del sol. En la lejanía, los montes de Judea, con sus terrazas de viñedos y sus ricos campos de mieses... Era un sueño gozoso la espera.
Deseaba detener la noria de las horas, asirme a aquel instante de vida encerrado en el amor de mi única, esposa, hermana, novia mía por siempre. Ah, renovar, día a día, el asombro, embriagando nuestros sentidos en el éxtasis renovado del amor. Su rostro iluminado con su mejor sonrisa; aquella sonrisa fresca, que daba vida a su rostro, transfigurándola y enervando mi cuerpo con su luz, refulgente en sus largos cabellos que se mecen entregados a los caprichos de la brisa. Y la voz honda del pasado surgiendo de sus labios:
-La vida surge en mis entrañas; mi fuente salta y canta de gozo; siento su palpitación, su íntima vibración. Oigo la vida, la siento con todo mi ser moverse en mi interior, en lo más cálido de mi carne. Durante nueve meses me sentiré árbol en flor, frutal que madura, esperanza que se cumple. ¡Te quiero!

Y yo, contento como ella, recuerdo cuando llegaba a casa y me encontraba con su cara nublada de lágrimas y le decía:
-Raquel, mi amor, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué estás triste? ¿Es que no soy yo para ti mejor que diez hijos?
Y mis preguntas quedaban sin respuesta. Y mientras me quedaba perdido en el misterio insondable del corazón humano, Raquel veía que le regresaba el llanto. Y ella lo acogía sin resistencia. Era el amor, el amor que la quemaba aún más que el gusano de los celos, que también renacía y subía a sus ojos con sus contracciones convulsivas desde el fondo de su alma. Pero no eran sólo los celos. Hoy lo sé; era el amor, la necesidad de sentir la vida naciendo en su seno; es ese amor que sólo se calma con el prodigio del hijo, que une nuestros cuerpos en una realidad única, palpable, visible, fuera de nosotros.
Es un amor que me llena de solicitud, que hace que me olvide de mí y me hace girar en torno a ella como atontado, como necesitando que ella me necesite, para hacer algo por ella y por la vida que nos nace.

Es un amor que he aprendido de la paloma silvestre, que anida en las hendiduras de la roca. Mientras ella está incubando los huevos, nunca abandona el nido; el pichón se ocupa de procurar el alimento a su amada. Le he contemplado tantas veces. Se acerca batiendo las alas; revolotea sobre la roca, se posa, se va acercando a su amada con inclinaciones, saltos, llamadas... hasta que ella, respondiendo con un suave zureo, alarga el cuello y saca la cabeza de la cavidad de la peña, despidiendo, agradecida, a su compañero, que repetirá su gozosa tarea a lo largo de todo el día.

Cada mañana, con la luz bailándome en el corazón, me marchaba cantando:

Grita con júbilo, estéril, que no has dado a luz,
rompe en gritos de fiesta y alegría:
que más son los hijos de la abandonada
que los hijos de la casada.
Ensancha el espacio de tu tienda,
extiende las cortinas, asegura las clavijas,
porque a derecha e izquierda te expandirás,
tu prole heredará naciones
y ciudades desoladas poblarán.
No te sonrojes, que no quedarás avergonzada,
pues olvidarás la vergüenza de tu mocedad...
Pues tu esposo es el Creador, que no repudiará
a la esposa de la juventud.
El es quien te dice:
Por un breve instante te oculté mi rostro,
pero con amor eterno te amare...

No es que fuera fácil el embarazo de Raquel, como el de mi madre, a quien recuerdo con agradecimiento y veneración, por los nueve meses que me llevó en su seno. Vivo en su memoria, que es la mía, consagrándole mis horas y la languidez de mis sueños. Sólo el deseo de dar a luz una vida da fuerzas a la madre para llevar adelante el embarazo y para arriesgar su vida, que siente que se le escapa de las entrañas, en el parto. Pero el gozo de ver y sentir una vida entre sus brazos la hace olvidar las penalidades y dolores:
-Dios ha retirado mi afrenta, exclamó Raquel, gozosa.

Y en seguida deseó repetir la experiencia dolorosa y gozosa. Llamó al niño José, diciendo:
-El Señor me dé otro.


40
El nacimiento de José fue una bocanada de aire fresco en las tiendas. Trajo una alegría nueva, un impulso de vida joven. Pero pasaban los días y las noches con sus lunas cambiantes, con sus esperanzas y sus desalientos. Acumulé una experiencia nueva con cada estación. Y cuando me pareció que el año se repetía y que ya lo conocía todo, bruscamente sentí que me invadía una nostalgia pegajosa. No podía evitarla; imposible quitármela de encima. Era como si nada de lo que tenía delante me impresionara o me importase. Era una melancolía vaga, persistente. Por más que intentaba borrarla, no lo conseguía. Se me clavaba en la mente y me taladraba los ojos y las piernas. Era la nostalgia de la tierra de mis raíces, de mi cuna y de mis entrañas; tierra de mi infancia, corazón de mi árbol, que me ha hecho y que me llama. No se borra el pasado, un pasado hecho de ternura y desgarramiento, de ausencia y de nostalgia.

Pasados los catorce años de servicio por mis mujeres, le dije a mi suegro Labán:

-Déjame volver a mi lugar y a mi tierra. Dame las mujeres por las que te he servido y los hijos y me marcharé.
Labán, ablandado, me respondió:
-¡Por favor! He sabido por un oráculo que el Señor me ha bendecido por tu causa. Quédate, señala un salario y te lo pagaré.
Pensando que no podía regresar con mi familia y con las manos vacías, me decidí a aceptar y le respondí:
-Tú sabes cómo te he servido y cómo le ha ido al ganado que me has confiado. Lo poco que antes tenías ha crecido inmensamente porque el Señor te ha bendecido por mi causa. Es hora de que haga algo también por mi familia.
Labán está condescendiente y me deja elegir la paga:
-¿Qué quieres que te dé?
Yo no quiero un pago inmediato, sino una participación en los rebaños. Por eso le propongo:
-No me des nada. Sólo haz lo que te digo y volveré a pastorear y guardar tu rebaño.
Labán, con tal de retenerme, acepta:
-Está bien, sea lo que tú dices.

La hora de volver no había llegado aún. A la bendición de la fecundidad iba a añadir la de la prosperidad antes de volver a mi lugar, a mi tierra. Me quedé en Harán para labrarme una fortuna en ganados. Con trabajos y mañas, me fui enriqueciendo en rebaños, siervos y siervas, camellos, vacas y asnos.


41
José cumplió los tres años. Llegó el día del destete. Y Labán, su abuelo, interesado en retenernos, dio un suntuoso banquete. Mató un novillo, invitó a los principales del lugar y corrió el vino en abundancia. El niño había superado los peligros de la infancia. A partir de aquel día comenzaba una nueva etapa de su vida.
José crecía y yo no podía disimular mis preferencias por él. Era el hijo que me había dado Raquel; el hijo deseado y esperado por tantos años; era el retrato de su madre, mi bella Raquel, el espejo de mi madre ausente. Mis preferencias son manifiestas y llamativas. José es mi debilidad. Mientras sus hermanos visten hábitos de trabajo, José viste como un príncipe. Le he hecho una túnica larga con mangas.
Alto, delgado y soñador, crecía mi hijo. Ojos chispeantes de inteligencia, caminaba erguido, con paso seguro, digno, majestuoso, como un príncipe, emisario del Santo, bendito sea su Nombre. Es tanta la fuerza que emana de él, que uno se siente turbado a su paso. Irradia un poder misterioso, que sobrepasa su persona, dejando a sus espaldas un silencio, cargado de aprehensión, que tarda en romperse. Majestuoso domina a todos. Sabe mirar y escuchar. Y hablar.
A los diecisiete años pastoreaba el rebaño con sus hermanos. Ayudaba como zagal a los hijos de Bilha y Zilpa. Y me informaba sobre mis hijos y sobre la marcha del ganado. Pero, a veces, me venía con cuentos, delatando a sus hermanos de crueldad con los animales y de ligereza en su trato con las jóvenes cananeas, sin que sirvieran mis reprensiones: "no vayas de acá para allá difamando a los tuyos".

Estas delaciones y mis preferencias hicieron estallar el odio en la familia. La preferencia se vuelve irritante, inaguantable, odiosa. Rompe la igualdad y la paz entre los hermanos. De ella estalla la aversión. Es mi confesión. Las preferencias de mi madre y la bendición de mi padre provocó el odio de mi hermano Esaú, odio que ha enturbiado toda mi vida, y ahora soy yo quien está provocando el odio de diez hijos contra mi preferido. Veo cómo la aversión les lleva al punto de negarle el saludo. Y esto me lleva a duplicar mis atenciones con él. ¿Por qué se repite la historia? ¿Por qué viendo lo que es bueno, se me impone el mal? ¿Por qué las ondas del odio, que dejan heridas tan hondas, se expanden sin cesar, de padres a hijos, de generación en generación?

¿Es amor lo que siento por mi hijo? Mimándole, ¿no le estoy haciendo daño? ¿No le estoy estropeando, alimentando sus sueños de orgullo y vanidad? No sólo sus hermanos le odian por sus sueños, yo mismo estoy sorprendido de ellos.
Escuchad qué sueño he tenido -nos dice a sus hermanos y a mí-. Me parecía que estábamos atando gavillas en el campo, que mi gavilla se levantaba y se tenía derecha y que vuestras gavillas la rodeaban y se postraban ante ella.
El sueño atiza el rencor de los hermanos. Presienten la interpretación y la formulan en una pregunta, como queriendo quitarle certeza, conjurando su efecto, y a la vez recriminando a su hermano:
-¿Qué, vas a ser nuestro rey?, ¿o vas a sujetarnos a tu dominio?
A mí me resuena en las entrañas el oráculo que oyó mi madre, cuando en su seno sentía la pelea de sus gemelos:
-El mayor servirá al menor.
Y también la bendición de mi padre:
-Sé señor de los hijos de tu madre, que se postren ante ti.
¿Eran para mí o para mi hijo el oráculo y la bendición? Callo perdido en el recuerdo. Pero José sigue:
-He tenido otro sueño: El sol y la luna y once estrellas se postraban ante mí.
Así, de bulto, la evidencia del sueño es inmediata:
-¿Qué sueño es ese que has soñado? ¿Es que yo, tu madre y tus hermanos vamos a postrarnos por tierra ante ti?
No puedo por menos de reprenderle por habernos contado estos sueños. Pero tampoco puedo no escucharlos y guardarlos en mi memoria. ¿Somos acaso dueños de nuestros sueños? ¿No guardo yo en el secreto de mi memoria, con veneración, sin que aún me haya atrevido a contarlos, los sueños con que el Santo, bendito sea su Nombre, ha marcado los hitos de mi historia?

Y después, ¡quién sabe! Todo puede suceder. Yo, que con un bastón pasé el Jordán y he logrado regresar con dos caravanas, no puedo cerrarme al futuro. ¿Hasta dónde llegará mi hijo José? ¿No canta Balaam, el hijo de Beor:

Lo veo, aunque no para ahora,
de Jacob avanza una estrella,
un cetro surge de Israel...
Será Edom tierra conquistada,
tierra conquistada Seír?


Pero la envidia acrecienta el odio de sus hermanos. Yo me debato entre el temor y la esperanza. Le retendré conmigo un tiempo, mientras sus hermanos trashuman a Siquén con los rebaños. Que el tiempo y la distancia, como me dijo mi madre, aplaque su odio. Yo cuidaré de José y calmaré las pretensiones de sus fantasías de adolescente con las sentencias de los ancianos, sin negar al Santo, bendito sea su Nombre, la posibilidad de intervenir en los sueños o de manifestarse por ellos:

La esperanza del necio es vana y engañosa,
los sueños dan alas a los insensatos.
Caza sombras o persigue vientos
el que se fía de sueños.
Las visiones del sueño son a la realidad
lo que un rostro en el espejo es al verdadero.
¿Qué podrá limpiar la suciedad?
¿Qué podrá comprobar la mentira?
Magia, adivinación y sueños son falsedad:
como fantasías de corazón de mujer en parto.
Si no vienen como visita del Altísimo,
no les entregues el corazón.
Cuántos se extraviaron con sueños
y fiándose de ellos fracasaron.

Alto, vigoroso, de rasgos bondadosos y nobles, ojos claros y cabellos largos, José me acompaña en mis paseos por el campo. Hablando con él, abro mi alma, dejando escapar lo que he ido encerrando y sedimentando en el fondo del alma, a lo largo de mis andanzas:
-Hijo mío, le digo un día, tú ves las cosas dobles.
-No, me responde, si viese dobles las cosas, en lugar de dos, vería cuatro lunas en el cielo.
Después de un largo silencio, vuelvo a intentar comunicarle algo que me da vueltas en la cabeza:
-Soñador y solitario, apeteciendo la eternidad, reclamando vivir y no queriendo morir, arrancarás las costras de la conciencia hasta perforar las capas del alma, por las que corren sumergidos, silenciosos, los ríos de la angustia y de la esperanza, del temor y del anhelo de libertad.
Como si ya hubiese adivinado lo que quería comunicarle, me interrumpe con la parábola de la gallina que había incubado huevos de oca y cuando vio a sus pollos andar en la superficie del agua, se echó a correr como una loca de una parte a otra, buscando auxilio para los pobres infelices.
-No comprendía, concluyó dirigiéndose a mí, que aquella era su vida: nadar en el agua.

Yo seguía insistiendo, como presintiendo que no tendría mucho tiempo para transmitirle lo que la vida me había enseñado:
-El que no tiene, nada pierde. Quien vence a los demás, usa la fuerza. Quien se vence a sí mismo, es fuerte. Cuando estés con la multitud, retírate dentro de ti. Pero cuando puedas prescindir de la compañía de los otros, vuélvete entonces a ellos.

Pasado el tiempo, un día le llamé y le dije:
-Han pasado ya tres lunas desde que tus hermanos trashumaron con los rebaños y no he tenido ninguna noticia de ellos ni del ganado. Empiezo a preocuparme.
Me replicó:
-No hay por qué alarmarse, no es la primera vez que están lejos de casa sin dar noticias.

Le expliqué el motivo de mis aprehensiones:
-Sí, es verdad, pero no sé por qué me he recordado que el Santo, bendito sea su Nombre, dijo a mi abuelo Abraham hace ya mucho tiempo: "Has de saber que tu descendencia vivirá como forastera en tierra ajena, tendrá que servir y sufrir opresión durante cuatrocientos años, pero saldrá con grandes riquezas". No sé por qué tengo el presentimiento de que está para empezar el período de la esclavitud. Sueño, y ya son varias noches que me persigue el mismo sueño. Veo el valle del Nilo, con su cielo siempre sereno, sol casi nunca velado de nieblas, viento del norte que suaviza el ardor del mediodía y el río que periódicamente se desborda y sale de su cauce para fecundar los campos... El sueño es maravilloso, pero todo lo que veo corresponde a la descripción de Egipto que me hacía mi abuelo, contándome su corta estancia allí.
Mi abuelo se encontraba en el desierto del Negueb y sobrevino una carestía. Como apretaba el hambre en el país, decidió bajar a Egipto, siempre rico y acogedor. Cuando estaba llegando a Egipto, comprendió el riesgo que corría de perder a su esposa y hasta la propia vida, amenazando con truncar la historia de la promesa del Santo, bendito sea su Nombre. Recurriendo a su astucia beduina, aunque no sirviera luego de nada, intentó solucionar el problema proponiendo a Sara:
-Mira, eres una mujer muy hermosa; cuando te vean los egipcios, comentarán: "es su mujer". A mí me matarán y a ti te dejarán viva. Por favor, di que eres mi hermana, para que me traten bien en atención a ti; y así salvaré la vida gracias a ti.
No se equivocaba. Cuando llegaron a Egipto, los egipcios vieron que Sara era muy hermosa; la vieron también los ministros del Faraón, y se la ponderaron al Faraón, tanto que Sara fue llevada al palacio del Faraón.
A Abraham le trataron bien, en atención a ella, y adquirió vacas, asnos, esclavos y esclavas, borricas y camellos. Pero el Santo, bendito sea su Nombre, fiel a sus promesas, salió en defensa del afligido patriarca, su amigo. No podía dejarle sin la esposa, que le daría el hijo de la promesa. Afligió, pues, al Faraón y a su corte con graves dolencias a causa de Sara.
Entonces el Faraón, comprendiendo la causa, llamó a Abraham y le dijo:
-¿Qué has hecho conmigo? ¿Por qué me dijiste que era tu hermana, de modo que yo la tomé por esposa? Pues mira, es tu mujer; tómala y vete.
Y le despidió con sus mujeres y sus posesiones.

-¿Comprendes -concluí- por qué estoy ansioso de saber si en este tiempo les ha sucedido algo a tus hermanos?
José me escuchó atentamente, como nunca me había escuchado. Pude descubrir en su mirada una ligera nube de preocupación. Pero, en seguida, se repuso y con docilidad se ofreció:
-Aquí me tienes.
Le expliqué:
-Tus hermanos deben estar con los rebaños en Siquén. Ve a ver cómo están ellos y el ganado y tráeme noticias.
José partió del valle de Hebrón hacia Siquén, recorriendo el corazón de la tierra cananea. Y yo me quedé con mis presagios, que aumentaban cada día que pasaba, sin que regresara José con noticias de sus hermanos. Tenía miedo de irme a dormir, pues en la noche me asaltaban sueños sangrientos, tenebrosos...
Hasta que llegó el día... Un siervo con un recado de mis hijos:
-Esto hemos encontrado, mira a ver si es la túnica de tu hijo o no.
Se me heló la sangre en las venas, al reconocerla:
-Es la túnica de mi hijo, una fiera lo ha devorado, ha descuartizado a José.

Como un viejo, arrugado como un higo, me levantaba en la punta de los pies y gritaba. Rasgué mis vestiduras y me ceñí un sayal de luto por mi hijo. Me postré en tierra y permanecí mudo como una piedra. Finalmente, me levanté y el llanto y los lamentos me subieron del corazón a los labios.
Con la túnica ensangrentada y destrozada de mi hijo entre las manos, lloraba y lloraba. Y entre sollozos pensaba en el día en que me puse las ropas de mi hermano. ¿Era sólo un disfraz para simularme velludo como mi hermano o era la manifestación externa de esa presencia oculta, íntima, de Esaú dentro de mi? ¿No he sido yo quien ha provocado la muerte de mi hijo, mandándole solo por los campos? Ah, hijo de mis entrañas, ¿dónde han quedado mis preferencias y los sueños que con ellas alimentaba en ti? ¿Dónde te han llevado hijo mío?
Después llegaron los otros hijos, que torpe, inútilmente intentaron consolarme, pero yo rehusé todo consuelo, diciéndoles:
-De luto por mi hijo bajaré a la tumba.
Inquieto me agitaba por la casa, golpeando una mano contra otra, automáticamente, repitiendo desesperado:
-José, hijo mío, José...
Y ya con la desaparición de José perdí toda ambición. Una languidez o sensación de inutilidad y tristeza se adueñaba constantemente de mis miembros, que no tenían fuerza para caminar. Me habían minado las penas y las grandes esperanzas. Sí, sentía en mí los síntomas de la vejez. Y en los abismos en los que había caído me percataba de que mi vida no había sido un diálogo, ni tampoco un monólogo. Había sido un combate.
Y el Santo, bendito sea su Nombre, ¿está o no está en medio de ese combate?, exclaman los sabios, bendita sea su memoria, para responder: Es como un niño a quien su padre lleva sobre sus hombros y que pide al padre cada cosa que ve y éste se la da una, dos, doce veces. Y mientras caminan entre la multitud el niño ve a un amigo del padre y le pregunta, asustado: ¿has visto a mi padre? El padre le contesta: ¡tonto!, estás sobre mis hombros, te doy todo lo que me pides y preguntas a éste dónde está tu padre. El padre le baja y le pone en el suelo, llega un perro y le muerde. Entonces grita: "¡papá!" y se abraza a él.

Cuando alguien sufre, concluyen, lo eterno toca el tiempo. Es la puerta de otro mundo, que forcejea por abrirse ante nosotros; al menos, nos pone en su umbral, revelándonos nuestro ser más íntimo, y desencadenando el más profundo y misterioso amor.


42
Los sabios, bendita sea su memoria, saben lo que Jacob ignora. Pero respetan el dolor de Jacob, que sufre en soledad el silencio del Santo, bendito sea su Nombre. Han introducido junto a Jacob a su viejo padre Isaac, que llora con él, aunque sabe que José está vivo, pero no lo puede comunicar. Por ello cuando Isaac estaba con Jacob, lloraba; pero cuando salía de su presencia, se lavaba y ungía, comía y bebía. ¿Y por qué no se lo revelaba?
-El Santo, bendito sea su Nombre, no se lo ha revelado, ¿y se lo voy a revelar yo?

Jacob es abandonado a si mismo, debatiéndose con su conciencia, cerrada la puerta de su soledad intransferible. Nadie puede condividir su dolor o aliviarlo con una interpretación del misterio. A solas con su combate. Combate solitario, interior.

Se adivina la lucha sorda de un ser en pugna con lo que le anula y le encanta, con lo que le exalta y le abate; en pugna con la fe y el absoluto; en pugna con la muerte. Es un desafío sin piedad, de quien se mira a la cara sin miedo o muerto de miedo, pero se mira.

Por esto, los sabios, bendita sea su memoria, dejando a Jacob con su pena y su silencio, siguen los pasos de José, no en silencio, que de eso son incapaces, pero sí con la angustia de Jacob en los ojos y en el alma. Y desde luego evocan la historia como en un susurro, como si desearan que no saliera de la familia, a medias palabras. Es una experiencia, dicen, que sólo se transmite de persona a persona, a boca cerrada, con los ojos en los ojos.

José deja a su padre en Hebrón y parte, solícito, a buscar a sus hermanos. Fiel, pero inexperto, se extravía. Desorientado, caminando a campo abierto, da vueltas desde las faldas del monte Ebal hasta la ladera del Garizín, sin encontrar a sus hermanos. Es mediodía y el sol hiere implacable, sin que nada se libre de su calor. El aire se enrarece y se carga de espejismos. El campo es una desolación; la tierra reseca, agrietada por el sol, despide vapores de fuego, más ardientes que el fuego de la fragua atizada para fundir los metales; los rayos del sol deslumbran los ojos. Ante su ardor ¿quién puede resistir? Los pastores recogen sus rebaños en torno a un pozo o en lo alto de las colinas donde corre, de vez en cuando, una ligera brisa, que alivia el sofoco... José se acerca a un rebaño amodorrado. Le sale al encuentro el pastor, que le pregunta:
-¿Qué buscas, muchacho? José, con su voz reseca de calor y susto, contesta:
-Busco a mis hermanos; por favor, dime donde están pastoreando.
El desconocido le encamina:
-Se han marchado de aquí; y les he oído decir que iban hacia Dotán.

José sigue las indicaciones y encuentra a sus hermanos en Dotán. Los hermanos le ven a lo lejos. Simeón, golpeándose las palmas de las manos, exclamó:
-Ahí viene el soñador. Ahora nos contará otra de sus fantasías. Vamos a matarlo y a echarlo en una cisterna. Veremos en qué paran sus sueños.
(Las cisternas, me explican, eran grandes agujeros en forma de botella hechos en la tierra, que servían para conservar hasta el verano el agua de las lluvias de invierno; era fácil hacer desaparecer en ellas a un hombre).

José, sin sospechar lo que están tramando sus hermanos, se acerca y les pregunta cómo están. Ninguno le responde. Incluso en su presencia siguen confabulando, discutiendo entre ellos. Rubén, como hermano mayor, se siente responsable ante el padre; intentando salvarle, se opone a los hermanos:
-No le quitemos la vida.
Pero el odio y la envidia de los hermanos les hace reaccionar contra él. Se mezcla en ellos el desprecio y el miedo, la burla y el temor a los sueños contados. Rubén busca un recurso para librar a José, sin enfrentarse con todos los demás; lo urgente es impedir el asesinato:
-No derraméis sangre; la sangre no se puede cubrir; su grito no puede ser callado; echadle en aquella cisterna, ahí en la estepa; pero no pongáis las manos en él.
José, horrorizado, con los ojos que se le salen de las órbitas, les suplica con angustia:
-Tened piedad de mí, ¿no somos hermanos, carne de la misma carne? Tened piedad del corazón de nuestro padre; no derraméis sangre inocente; por amor de nuestro padre, no me matéis.

Zabulón se conmovió oyendo estas súplicas de José y se echó a llorar; pero los otros hermanos se enfurecieron, le sujetaron, le quitaron la túnica, le cogieron y le echaron en la cisterna, que estaba vacía, sin agua.
Mientras José gritaba, suplicando piedad, desde el fondo del pozo, los hermanos cínicamente se sentaron a comer sobre unas piedras. Zabulón no podía comer. Rubén no soporta la escena y se aleja hacia el rebaño y piensa cómo sacarle a escondidas del pozo y devolverle al padre. Judá, ceñudo, está luchando en su interior; no quiere que muera el hermano, pero piensa que si le devuelven al padre, le contará todo y el padre les maldecirá, ¿qué salida encontrar?
Levantando la vista, Judá ve una caravana de comerciantes madianitas. Es una de las caravanas de traficantes que cruzan Palestina para intercambiar mercancías entre el Egipto meridional y los países de Oriente. Su itinerario parte de Damasco hacia Galaad, cruza el Jordán y alcanza al sur del Carmelo la ruta costera que conduce a Egipto. Dotán está en la ruta. Las mercancías que transportan son: el tragacanto -secreción gomosa de la corteza del lentisco-, la almáciga y el láudano, sustancias resinosas, que sirven como bálsamo, apreciado en Egipto para embalsamar los cadáveres.
Al verles, a Judá se le ilumina la vista y propone a sus hermanos:
-¿Qué sacamos con matar a nuestro hermano y con tapar su sangre? Vamos a venderle a los comerciantes de esa caravana y no pondremos nuestras manos en él, que al fin es nuestro hermano y carne nuestra.
Ninguno se opone. Le sacan de la cisterna y le venden a los madianitas. El trato es breve. Le venden por el precio normal de un esclavo: veinte siclos de plata. Se acabaron los sueños y las pesadillas. El soñador de futuros reinados se encamina como esclavo a un país extranjero. Entre tanto Rubén volvió al pozo y, al ver que José no estaba allí, se rasgó las vestiduras; buscó a los hermanos y les dijo:
-El muchacho no está, ¿a dónde voy yo ahora?, ¿qué diré al pobre viejo?
Entre todos tramaron el engaño. Cogieron la túnica de José, degollaron un cabrito y, empapando la túnica de las mangas en la sangre, se la enviaron al padre con un recado:
-Esto hemos encontrado, mira a ver si es la túnica de tu hijo o no.

¡Judá, exclaman los sabios, bendita sea su memoria, ¿no te zumban los oídos al mandar a tu padre la túnica y decirle: "hemos encontrado esto, mira a ver si es la túnica de tu hijo o no?". ¿No resuenan en tus oídos las palabras de Tamar, al enviarte el anillo del sello y el bastón, con el recado: Estoy encinta del dueño de estas prendas, mira a ver si las reconoces?!
Cínico y cruel es el engaño. Así como Jacob engañó a su padre y robó a su hermano, a quien el padre prefería, así ahora es engañado por los hijos, que le privan de su hijo predilecto. El cabrito y la sangre apuntan derechos a Esaú y a la piel de cabrito con que él se cubrió para engañar al padre. Es como si la sombra de Esaú se cerniese sobre el engaño. El cabrito sustituyó un día, con su carne adobada, la pieza de caza y, con su piel sin curtir, el vello de Esaú. Ahora el cabrito muere en lugar de José y sustituye con su sangre la de José, para perpetrar el engaño.

¿Qué queda de la familia edificada con tantos años de servicio en Harán? Un padre engañado por una mentira, que lo devora y consume, sin más perspectiva que la muerte. Un grupo de hermanos con la conciencia del delito contra el hermano y el engaño al padre, a quien no pueden consolar ni dar esperanzas, porque ellos esperan y desean que nunca reaparezca. Los hermanos sólo están unidos por el secreto, que les separa del padre; pero entre ellos sólo queda la desconfianza. Y José, que va camino de Egipto. Los once, continúan su vida cada uno por su lado.
A Jacob le queda como consuelo forzado concentrar su cariño en Benjamín.


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