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VITA CHRISTI: La prisión del Salvador, y presentación ante los pontífices

Fray Luís de Granada

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Jesús acusado ante el sanhedrín

 

Con cuánta prontitud y voluntad se haya ofrecido el Salvador por nosotros al sacrificio de la pasión, fácilmente se conoce viendo como Él mismo salió a recibir a los que le venían a prender, aunque venían tan pertrechados y tan armados con linternas, y hachas, y lanzas. Y para que conociese la presunción humana que ninguna cosa podía contra la omnipotencia divina, antes que le prendiesen, con una sola palabra derribó aquellas huestes infernales en tierra: aunque ellos, como ciegos y obstinados en su malicia, ni con esto quisieron abrir los ojos y conocer su temeridad.

Mas con todo esto, el piadoso Cordero no cerró aun entonces las corrientes de su misericordia, ni dejó aquel suavísimo penar de miel de destilar gotas de miel, pues allí sanó la oreja del ministro que san Pedro había cortado, y detuvo sus manos de la justa venganza que en aquel tiempo se pudiera hacer. Maldito sea furor tan pertinaz, pues ni con la vista de tan gran milagro se rindió, ni con la dulzura de tan grande beneficio se amansó.

Mas ¿quien podrá oír sin gemido de la manera que aquellos crueles carniceros extendieron sus sacrílegas manos y ataron las de aquel mansísimo Cordero, que ni contradecía ni se defendía, y así maniatado como a un ladrón o público malhechor le llevaron con grande prisa y grita y con grande concurso y tropel de gentes por las calles públicas de Jerusalén? ¿Cuál sería entonces el dolor de los discípulos, cuando viesen su dulcísimo Señor y Maestro apartado de su compañía y llevado de esta manera, vendido por uno de ellos, pues el mismo traidor que lo vendió, sintió tanto el mal que hizo, que vino a ahorcarse y desesperar?

Preso, pues, de esta manera el pastor, descarriáronse las ovejas: aunque Pedro, como más fiel que los otros, seguía desde lejos al piadoso Maestro. Mas entrado dentro de la casa del Pontífice, a la voz de una mozuela negó tres veces al Señor con grandes juramentos y protestaciones, diciendo que no lo conocía, ni sabía quién se era, ni tenía que ver con Él. Entonces cantó el gallo, y miró el Señor con unos piadosísimos ojos a Pedro, y acordóse Pedro de lo que el Señor le había profetizado, y saliéndose fuera, por no tornar a padecer escándalo con la ocasión del mismo peligro, lloró amargamente su pecado.

¡Oh tú, quienquiera que seas, que a instancia y requerimiento de la mala sierva de tu carne negaste por obra o por voluntad a Dios, quebrantando su ley, acuérdate de la pasión de este dulcísimo Señor, y sal fuera de esa ocasión con Pedro, y llora amargamente tu pecado, si por ventura tendrá por bien mirarte Aquél que miró a Pedro, con los mismos ojos que a él miró, para que alimpiado y purificado con Pedro, merezcas recibir después con él al Espíritu Santo!

Después de esta negación, mira cuán maltratado fue el Señor en casa del pontífice: porque siendo Él conjurado en virtud y nombre del Padre que dijese quién era, como Él por reverencia de este nombre diese testimonio de la verdad, aquellos que tan indignos eran de oír tan alta respuesta, cegados con el resplandor de tan grande luz, se levantaron furiosísimamente contra Él, y como a blasfemo le comenzaron a escupir y maltratar. De manera que aquel rostro adorado de los ángeles y venerado de los hombres, el cual con su hermosura alegra toda la corte soberana, es allí por aquellas infernales bocas afeado con salivas, injuriado con bofetadas, afrentado con pescozones, deshonrado con vituperios y cubierto con un velo por escarnio. Finalmente, el Señor de todo lo criado es allí tratado como un vil esclavo, sacrílego y blasfemo, estando Él por otra parte con un rostro mansísimo y sereno, y así con blandas y comedidas palabras se quejó a uno de aquellos que lo herían, diciendo: Si mal hablé, muéstrame en qué, y si no, ¿por qué me hieres? (12). ¡Oh dulce y piadoso Jesús! ¿Cuál hombre, viendo esto, podrá contener las lágrimas y no partírsele el corazón de dolor?

La presentación ante Pilato y Herodes y los azotes a la columna

Pasada esta noche dolorosa con tantas ignominias en casa de los Pontífices, otro día por la mañana llevaron al Señor atado a Pilato, que en aquella provincia por parte de los romanos presidía, pidiendo con grande instancia que lo condenase a muerte. Y estando ellos con grandes clamores acusándole y alegando contra Él tantas falsedades y mentiras, y pidiendo que perdonase a Barrabás y crucificase a Cristo, Él entre toda esta barahúnda de voces y clamores estaba como un cordero mansísimo ante el que lo trasquila, sin excusarse, sin defenderse y sin responder una sola palabra: tanto que el mismo juez estaba grandemente maravillado de ver tanta gravedad y silencio y tanta serenidad de rostro en medio de tanta confusión y gritería.

Mas aunque el presidente sabía muy bien que toda aquella gente se había movido más con celo de envidia que de justicia, pero vencido con pusilanimidad y temor humano, determinó entregar al piadosísimo Rey en manos del cruel tirano de Herodes, para que él lo sentenciase. El cual, visto el Señor, y escarneciendo de él con toda su corte, y vistiéndolo por escarnio de una vestidura blanca, se lo torno a remitir. Entonces Pilato, para satisfacer a la furia y rabia de los acusadores, mandó azotar al inocentísimo Cordero, paresciéndole que con esto se amansaría el furor de sus enemigos. Llegan, pues, luego los sayones, y desnudan al Señor de sus vestiduras, y atándole fuertemente a una columna, comienzan a azotar y despedazar aquella purísima carne, y añadir llagas a llagas y heridas a heridas. Corren los arroyos de sangre por aquellas sacratísimas espaldas, hasta regarse con ellos la tierra y teñirse de sangre por todas partes. Oh pues hombre perdido, que eres causa de todas estas heridas, ¿cómo no revientas de dolor viendo lo que padece este inocentísimo Cordero, que por tus hurtos es azotado?

Mira también cuán grandes motivos tienes aquí para todas aquellas virtudes que arriba dijimos, especialmente para amar, temer y esperar en Dios. Para amar, viendo lo mucho que este Señor por tu amor padeció; para temer, viendo el rigor con que en sí mismo castigó tus pecados; y para esperar, considerando cuán copiosa redención

 

 


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