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VITA CHRISTI: La coronación de espinas y el Ecce Homo

Fray Luís de Granada

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Ecce homo

 

Acabado el martirio de los azotes, comiénzase de nuevo otro no menos injurioso, que fue la coronación de espinas. Porque vinieron a juntarse allí todos los soldados del presidente a hacer fiesta de los dolores e injurias del Salvador, y tejiendo primeramente una corona de juncos marinos, hincáronla por su sacratísima cabeza, para que así padeciese con ella con una parte sumo dolor, y por otra suma deshonra.

Muchas de las espinas se quebraban al entrar por la cabeza, otras llegaban, como dice san Bernardo, hasta los huesos, rompiendo y agujereando por todas partes el sagrado cerebro.

Y no contentos con este tan doloroso linaje de vituperio, vístenle de una púrpura vieja y rasgada, y pónenle por cetro real una caña en la mano, y hincándose de rodillas, dábanle bofetadas y escupíanle en la cara, y tomándole la caña de las manos, heríanle con ella en la cabeza, diciendo: Dios te salve, Rey de los judíos. No parece que era posible caber tantas invenciones de crueldades en corazones humanos. Porque cosas eran estas que si en un mortal enemigo se hicieran, bastaran para enternecer cualquier corazón. Mas como era el demonio el que las inventaba, y Dios el que las padecía, ni aquella tan grande malicia se hartaba con ningún tormento, según era grande su odio, ni a aquella tan grande piedad bastaban todos estos trabajos, según era grande su amor.

Mas tu, ánima mía, deja de considerar ahora la crueldad de los hombres y la malicia de los demonios, y vuelve los ojos a considerar la figura tan lastimera que allí temía el más hermoso de los hijos de los hombres: ¡Oh pacientísimo y clementísimo Redentor!, ¿qué figura es esa tan dolorosa, qué martirio tan nuevo, que mudanza tan extraña? ¿Eres tú Aquél que poco antes discurrías por las ciudades, predicando y haciendo tantas maravillas? ¿Eres tú Aquél que poco antes en el monte Tabor resplandeciste con figura celestial y vestiduras de nieve? ¿Eres tú Aquél testificado con voces del cielo por Hijo de Dios y Maestro del mundo? Pues ¿cómo se perdió aquella hermosura tan grande? ¿Qué se hizo aquel resplandor de tu cara? ¿Dónde están las vestiduras de nieve? ¿Qué es de la gloria del Hijo? ¿Qué es de la dignidad y pompa del Rey? ¿Éste es el reino que te tenían aparejado? ¿Ésa es la corona, y la púrpura, y el centro, y las ceremonias de Rey?

Ésta es, Señor, la cura de mi soberbia, ésta la satisfacción de mis atavíos y regalos, éste el dechado de la verdadera paciencia y humildad, éste el camino de la cruz para el reino, y éste el ejemplo de menosprecio del mundo. Esto me predican tus llagas, esto me enseñan tus deshonras, esto es lo que leo en el libro de tu pasión.

Pues como el presidente tuviese claramente conocida la inocencia del Salvador, y viese que no su culpa sino la envidia de sus enemigos le condenaba, procuraba por todas vías librarle de sus manos. Para lo cual le pareció bastante medio sacarlo así como estaba a vista del pueblo furioso: porque Él estaba tal, que bastaba la figura que tenía, según él creyó, para amansar la furia de sus corazones. Pues tú, oh ánima mía, procura hallarte presente a este espectáculo tan doloroso, y como si ahí estuvieras, mira con grande atención la figura que trae este, que es resplandor de la gloria del Padre, por restituirte la que tu perdiste cuando pecaste. Mira cuan avergonzado estaría allí en medio de tanta gente, con su vestidura de escarnio colorada y mal puesta, con su corona de espinas en la cabeza, con su caña en la mano, con el cuerpo todo quebrantado y molido de los azotes pasados, las manos cruelmente atadas, y todo encogido y ensangrentado. Mira cuál estaba aquel divino rostro, hinchado con los golpes, afeado con las salivas, rasguñado con las espinas, arroyado con la sangre, por unas partes reciente y fresca, y por otras fea y denegrida. Y como el santo Cordero tenía las manos atadas, no podría con ellas alimpiar los hilos de sangre que por los ojos caían: y así estarían aquellas dos lumbreras del cielo eclipsadas y cuasi ciegas, y hechas un pedazo de carne y de sangre.

Finalmente, tal estaba su figura, que ya ni parecía quien era, y aun apenas parecía hombre, sino un retablo de dolores pintado por manos de aquellos malvados sayones y de aquel cruel presidente, a fin de que abogase por Él ante sus enemigos esta tan dolorosa figura.

Del llevar la cruz a cuestas

Mas como todo esto nada aprovechase, dióse por sentencia que el Inocente fuese condenado a muerte, y muerte de cruz. Y para que por todas partes creciese su tormento y su deshonra, ordenaron sus enemigos que Él mismo llevase sobre sí el madero en que había de ser justiciado.

Toman, pues, aquellos crueles carniceros el santo madero, que según se escribe era de quince pies, y cárganlo sobre los hombros del Salvador, el cual, según los trabajos de aquel día y de la noche pasada, y la mucha sangre que con los azotes había perdido, apenas podía tenerse en pie y sustentar la carga de su proprio cuerpo; y sobre esta le añaden tan grande sobrecarga como era el peso de la cruz.

En este paso puedes considerar por una parte la mansedumbre inestimable del Salvador, y por otra la crueldad grande de sus enemigos: porque ni la mansedumbre pudo ser mayor, ni tampoco la crueldad. ¿Qué mayor crueldad que desde la hora de la pasión hasta el punto de la muerte no darle una sola hora de reposo, sino añadir siempre dolores a dolores y tormentos a tormentos? Uno le prende, otro le ata, otro le acusa, otro le escarnece, otro le escupe, otro le abofetea, otro le azota, otro lo corona, otro le hiere con la caña, otro le cubre los ojos, otro le viste, otro le desnuda, otro le blasfema, otro le carga la cruz a cuestas, y todos finalmente se ocupan en darle tormento. Vuelven y revuelven, llevarlo y traerlo de juicio en juicio, de tribunal en tribunal, de pontífice a pontífice, como si fuera un loco de atar o un público ladrón.

Pues ¿quién no se moverá a piedad, considerando un hombre tan manso y tan inocente, y que había hecho tantos bienes a los hombres, y curándolos de tantas enfermedades, y predicándoles tan maravillosa doctrina, y después le ve llevar con una cruz a cuestas por las calles públicas con tanta ignominia? ¡Oh crueles corazones!, ¿cómo no os mueve a piedad tanta mansedumbre? ¿Cómo podéis hacer mal a quien tanto bien os ha hecho? ¿Cómo no miráis siquiera esta tan grande inocencia, pues provocado con tantas injurias, ni os amenaza, ni se queja, ni se indigna contra vosotros?

¡Quién me diera, oh buen Jesús, que yo te pudiera dar un poco de refrigerio en esa tan grande agonía! Toda la noche has velado y trabajado, y los crueles sayones a porfía se han entregado en ti, dándote bofetadas y diciéndote injurias, y después de tan largo martirio, después de enflaquecido ya el cuerpo y desangrado con tantos azotes, cargan la cruz sobre tus delicadísimos hombros y así te llevan a justiticiar. Oh delicado cuerpo, ¿qué carga es ésa que llevas sobre ti? ¿A do caminas con ese peso? ¿Qué quieren decir esas insignias tan dolorosas? Pues ¿cómo? ¿Tú mismo hablas de llevar a cuestas los instrumentos de tu pasión?

Aquí, oh ánima mía, lleva el Señor sobre sí toda la carga de tus pecados: dale gracias por ese tan grande beneficio, y ayúdale a llevar esa cruz por imitación de su ejemplo, y síguelo con las lágrimas de esas piadosas mujeres que le van acompañando, y mira sobre todo esto que si eso se hace en el madero verde, en el seco ¿qué se hará?

De cómo fue crucificado el salvador

Llegado el Salvador al monte Calvario, fue allí despojado de sus vestiduras, las cuales estaban pegadas a las llagas que los azotes habían dejado en sus espaldas: y al tiempo de quitárselas, harían esto aquellos crueles ministros con tanta inhumanidad, que volverían a renovarse las heridas pasadas y a manar sangre por todas ellas. Pues ¿qué haría el bendito Señor, cuando así se viese desollado y desnudo? Es de creer que levantaría entonces los ojos al Padre, y le daría gracias por haber llegado a tal punto, que se viese así tan pobre y tan desnudo por su amor.

Estando pues así ya desnudo, mándanle extender en la cruz, que estaba tendida en el suelo, y obedece Él como cordero a este mandamiento, y acuéstase en esta cama que el mundo le tenía aparejada, y entrega liberalmente sus pies y manos a los verdugos para enclavar en el madero. Pues cuando el Salvador del mundo se viese así tendido de espaldas sobre la cruz, y sus ojos puestos en el cielo, ¿qué tal estaría su piadoso corazón? ¿Qué haría? ¿Qué pensaría? ¿Qué diría en este tiempo?

Parece que se volvería al Padre y diría así: oh Padre Eterno, gracias doy a vuestra infinita bondad por todas las obras que en todo el discurso de la vida pasada habéis obrado por mi. Ahora fenecido ya con vuestra obediencia el número de mis días, vuelvo a Vos no por otro camino que por la cruz. Vos mandasteis que yo padeciese esta muerte por amor de los hombres; yo vengo a cumplir esta obediencia y a ofrecer aquí mi vida en sacrificio por su amor.

Tendido (13), pues, el Salvador en esta cama, llega uno de aquellos malvados ministros con un grueso clavo en la mano, y puesta la punta del clavo en medio de la sagrada palma, comienza a dar golpes con el martillo y a hacer camino al hierro duro por las blandas carnes del Salvador. Los oídos de la Virgen oyeron estas martilladas, y recibieron estos golpes en medio del corazón, y sus ojos pudieron ver tal espectáculo como éste sin morir. Verdaderamente aquí fue su corazón traspasado con esta mano, y aquí fueron rasgadas con este clavo sus entrañas y su pecho virginal. Con la fuerza del dolor de la herida todas las cuerdas y nervios del cuerpo se encogieron hacia la parte de la mano clavada, y llevaron en pos de sí todo lo demás. Y estando así cargado el buen Jesús hacia esta parte, tomo el ministro la otra mano, y por hacer que llegase al agujero que estaba hecho, estiróla tan fuertemente, que hizo desencajarse los huesos de los pechos y desabrocharse toda aquella compostura y armonía del cuerpo divino: y así quedaron sus huesos tan distintos y señalados, que, como el profeta dice, los pudieran contar. Y de esta misma manera de crueldad usaron cuando le enclavaron los sagrados pies. Y para mayor acrecentamiento de ignominia, crucificaron al Señor fuera de la ciudad en el lugar público de los malhechores y entre dos famosos ladrones. Y los que por allí pasaban, y los que estaban presentes, le escarnecían y baldonaban diciendo: A otros hizo salvos, y a sí mismo no puede salvar. Mas el Cordero mansísimo hacía oración al Padre por los unos y por los otros, y ofrecía liberalmente el paraíso al ladrón que le confesaba.

Después de esto, sabiendo el Señor que ya todo era acabado, para que se cumpliese la Escritura, dijo: Sed he. Y en esta sed le sirvieron con darle a beber vinagre mezclado con hiel: para que pues la causa de nuestra perdición había sido el gusto del árbol vedado, el remedio de ella fuese el gusto de la hiel y vinagre de Cristo.

Y demás de esto, no quiso este piadoso Señor que alguno de sus miembros quedase libre de tormento, y por esto quiso que la lengua también padeciese su pena, pues todos los otros miembros padecían cada uno su propio dolor. Pues ¿qué sentirías tú en este paso, Virgen bienaventurada? La cual, asistiendo a todos estos martirios y bebiendo tanta parte de este cáliz, viste con tus propios ojos aquella carne santísima que tu tan castamente concebiste y tan dulcemente criaste, y que tantas veces reclinaste en tu seno y apertaste en tus brazos, ser despedazada con azotes, agujereada con espinas, herida con la caña, injuriada con puñadas y bofetadas, rasgada con clavos, levantada en un madero, y despedazada con su propio peso, e injuriada con tantas deshonras, y al cabo jaropada con hiel y vinagre.

Y no menos viste con los ojos espirituales aquella ánima santísima llena de la hiel de todas las amarguras del mundo, ya entristecida, ya turbada, ya congojada, ya bramando, ya temiendo, ya agonizando, parte por el sentimiento vivísimo de sus dolores, parte por las ofensas y pecados de los hombres, parte por la compasión de nuestras miserias, y parte por la compasión que de ti su Madre dulcísima tenía, viéndote asistir presente a todos estos trabajos: para cuya consolación y compañía encomendándote al amado discípulo, dijo: Mujer, cata ahí tu hijo.

Después de esto, mira cómo el Salvador expiró, haciendo oración por nosotros con gran clamor y lágrimas, encomendando su espíritu en manos del Padre. Entonces el velo del templo súbitamente se rasgó, y la tierra tembló, y las piedras se hicieron pedazos, y las sepulturas de los muertos se abrieron. Entonces el más hermoso de los hijos de los hombres, oscurecidos los ojos y cubierto el rostro de amarillez de muerte, pareció el más feo de todos los hombres, hecho holocausto de suavísimo olor por ellos, para revocar la ira del Padre que tenían merecida.

Mira, pues, oh santo Padre, desde su santuario en la faz de Cristo: mira esta sacratísima Hostia, la cual te ofrece este sumo Pontífice por nuestros pecados. Mira tú también, hombre redimido, cuál y cuán grande es este que está pendiente en el madero, cuya muerte resucita los muertos, cuyo tránsito lloran los cielos, y la tierra, y hasta las mismas piedras. Pues, ¡oh corazón humano, más duro que todas ellas, si teniendo tal espectáculo delante, ni te espanta el temor, ni te mueve la compasión, ni te aflige la compunción, ni te ablanda la piedad!

 

 


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