La hora de los laicos 11: Necesidad y obligatoriedad de confesar la Fe - Comentario a la luz de la Exhortación Apostólica 'Christifideles laici'
Germán Mazuelo-Leytón
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Tanto la exhortación apostólica Christifideles laici, como la encíclica
Redemptoris Missio reafirman que los carismas, en cuanto don del
Espíritu Santo a la Iglesia para hacerla cada vez más idónea para realizar
su misión en el mundo, tienen que ser acogidos con gratitud,
acompañados y favoreciendo su desarrollo.
Por esta razón el discernimiento y el reconocimiento tienen que realizarse a
la luz de los claros criterios de eclesialidad enumerados en
la CL (30). En el anterior comentario se ha explanado el primero de los
dichos criterios, hoy veamos el segundo.
La responsabilidad de confesar la fe católica, acogiendo y proclamando la
verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al
Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente. Por esta razón,
casa asociación de fieles laicos debe ser un lugar en el que se anuncia y se
propone la fe, y en el que se educa para practicarla en todo su contenido.
Cuando los movimientos eclesiales se integran con humildad en la vida de
las Iglesia locales y son acogidos cordialmente por obispos y sacerdotes en
las estructuras diocesanas y parroquiales, los movimientos representan un
verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad
misionera propiamente dicha (RM, 72).
La vitalidad cristiana no se mide con números ni con cifras sino en
profundidad.
Caminar, construir y confesar la fe ha
dicho Su Santidad Francisco. En un momento tan crítico de la Iglesia,
perseguida y cambiada por la acción de tantas sectas cristianas o no, es
necesario en cada bautizado, una verdadera Confesión de la Fe.
En el Antiguo Testamento se halla una confesión de la fe, iluminadora y
ejemplar, de labios del pagano sirio: Naamán, que había sido curado de la
lepra por intervención de Eliseo el profeta. Afirma Naamán: ahora sé que
no hay en el mundo otro Dios que el de Israel (cf. 2 Reyes, 5).
Ese Dios que gobierna la complicada máquina del mundo y de sus astros. El
Dios que cura instantáneamente la miseria de la lepra, el Dios que defiende
a los que le sirven, el Dios que interviene en la vida diaria de toda
persona. Ese Dios se hace hombre y es Jesús enviado como Mesías para
iluminar y salvar a toda la humanidad.
Es el mismo que sirve de protagonista a los evangelios que nos hablan de su
nacimiento, de su carácter, de su actividad, de su particular doctrina, de
sus promesas, de sus denuncias, de sus amenazas.
Jesús reúne a sus apóstoles para conocer la opinión que el pueblo tiene de
Él, unos le tienen por Juan el Bautista, otros por uno de los profetas, una
vez conocida la confusa opinión popular, Jesús se dirige a sus apóstoles
para preguntarles: ¿Y ustedes quién dicen que soy yo? Y Pedro
responde sin vacilación: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
Todo esto revela que no es fácil aceptar a Jesús en toda la dimensión. El
apóstol Tomás no creerá en la Resurrección de Jesús mediante el testimonio
de sus compañeros y dirá: No creeré sino cuando vea la marca de los
clavos en sus manos, meta mis dedos en el lugar de los clavos y palpe la
herida del costado.
No es fácil aceptar a Jesús en toda su dimensión, de ahí la utilidad de una confesión
frecuente de fe, practicada en secreto con nosotros mismos para
fortalecer nuestro conocimiento y enriquecer nuestra visión de la grandeza
de Cristo.
El Credo es una síntesis de las principales verdades de la Fe Católica. En
los primeros siglos de Cristianismo se lo llamaba Símbolo apostólico. San
Ambrosio de Milán en su tratado sobre el Símbolo apostólico explica
que se lo llama de esa manera por ser una especie de contrato que los
fieles verifican y renuevan con Dios cada domingo.
La fórmula del Credo se ha desarrollado a lo largo de los siglos en diversos
Concilios para salir a la defensa de las sectas y herejías que no admitían
el contenido sustancial de la Iglesia. El Símbolo sólo podía ser conocido
únicamente por quienes recibían el Bautismo, y debía ser aprendido de
memoria para de esta forma retenerlo en el alma.
En la liturgia dominical que congrega a los fieles cristianos, se recita el
Símbolo de la Fe, pero hay que tener mucho cuidado de que su recitación no
sea una fórmula rutinaria, sino el reconocimiento y la afirmación de cada
uno de los dogmas.
Aprendido de memoria, a ejemplo de los primeros cristianos, para esculpirlo
en el alma, paladeando su contenido, al mismo tiempo que es una confesión de
fe, que alegra a Dios y fortalece nuestros conocimientos, el Credo, es vivir
en la vida cristiana de cada día la esencia más consoladora de unas ideas y
unas promesas que sembró Jesús en todas las personas de buena voluntad.
Quienes mejor han confesado la Fe, han sido los mártires:
La experiencia de los mártires y de los testigos de la fe no es
característica sólo de la Iglesia de los primeros tiempos, sino que marca
también todas las épocas de su historia. En el siglo XX, toda vez más que en
el primer período del cristianismo, son muchos los que dieron testimonio de
su fe con sufrimientos a menudo heroicos. Cuántos cristianos, en todos los
continentes, a lo largo del siglo XX, pagaron su amor a Cristo también
derramando su sangre. Sufrieron formas de persecución antiguas y recientes,
experimentaron el odio y la exclusión, la violencia y el asesinato (Juan
Pablo Magno, 7-V-2000).
La Confesión de Fe no es solamente la repetición devota y consciente del
Credo. La Confesión de Fe supone un testimonio firme: A todo aquel que
me confiese delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de mi
Padre que está en los cielos (Mateo 10, 32).
El mundo necesita que cada uno de los bautizados le ofrezcamos el testimonio
de una fe generosa y heroica, sin cálculos humanos, sin instalaciones, de
tal forma que si los movimientos y asociaciones seglares están guiados
por el Espíritu Santo, y son fieles al carisma de cada uno de ellos,
la Nueva evangelización será una realidad.