La hora de los laicos 13: Exorcizar la lengua paralizada de los laicos - Comentario a la luz de la Exhortación Apostólica 'Christifideles laici'
Germán Mazuelo-Leytón
Páginas relacionadas
La Exhortación apostólica sobre la vocación y misión de los laicos en la
Iglesia y en el mundo, (1988)
«constituye un verdadero patrimonio de teología y espiritualidad para
comprender el rol insustituible que mujeres y hombres laicos poseen en este
particular momento de la historia» (Mons. Rino Fisichella).
El
documento señala como cuarto criterio de eclesialidad, para
el reconocimiento de asociaciones, movimientos y nuevas comunidades:
«La conformidad y la participación en el “fin apostólico de la Iglesia", que
es “la evangelización y santificación de los hombres y la formación
cristiana de su conciencia, de modo que consigan impregnar con el espíritu
evangélico las diversas comunidades y ambientes".
Desde este punto de vista, a todas las formas asociadas de fieles laicos, y
a cada una de ellas, se les pide un decidido ímpetu misionero que les lleve
a ser, cada vez más, sujetos de una nueva evangelización» (C.
L. 30).
El Concilio Ecuménico Vaticano II, hizo sonar el clarín de los laicos:
«saben (los Prelados) que no han sido constituidos por Cristo para asumir
ellos solos toda la misión de salvación que la Iglesia ha recibido con
respecto al mundo, sino que su magnífico encargo consiste en apacentar los
fieles y reconocer sus servicios y carismas, de modo que todos, en la
medida de sus posibilidades, cooperen de manera concorde en la obra común»
(C. L. 32).
La Iglesia no puede subsistir sin el Papa, pero tampoco el Papa sin la
Iglesia, ni tampoco los obispos sin la Iglesia, ni sin el Papa como su
líder. La Iglesia es garante de la verdad y por eso hay que escucharla, por
lo que quien se juzga poseedor de carismas extraordinarios debe mantener en
sí una conciencia de sometimiento a la Iglesia.
«El Señor no tiene otros labios que los nuestros, otra boca que la nuestra,
otras manos que las nuestras, otros pies que los nuestros, para ir hacia
este mundo a llevar su mensaje. No tenemos derecho a guardarlo a encerrarlo
en nuestro corazón y a callarnos».
«Me parece que debemos exorcizar a ese demonio mudo que hace que tantos
cristianos se refugien en el mutismo, creyendo responder así al respeto que
se debe a las convicciones del prójimo, y desconociendo que el respeto más
profundo que podemos expresar a alguien es ofrecerle, con toda humildad, lo
mejor que hay en nosotros y a lo que servimos de instrumento; nuestro Señor
Jesucristo hablando a los hombres de hoy» (L. J. Card. Suenens, El
cristiano en el umbral de los nuevos tiempos).
Destacan cuatro campos en la trayectoria pastoral del laico:
1) divulgación
del Evangelio; 2) purificación del ambiente social; 3) unificación
y elevación del sector de la familia; 4) rectificación de la moción
política. Campos en los que apenas puede (y no gusta) penetrar el clérigo; y
que el laico debe influenciar desde dentro, porque él mismo vive las
vicisitudes prósperas y adversas de los cuatro escenarios, muchas veces
exclusivos suyos.
«Los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen la
vocación y la misión de ser anunciadores del Evangelio: son habilitados y
comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la iniciación cristiana
y por los dones del Espirito Santo» (C. L. 33).
El Evangelio no solo se debe expender en el pulpito y por consagrados; es
también luz del laico que debe colocarlo sobre una mesa a fin que ilumine a
cuantos se hallen en el recinto.
El ateísmo, el consumismo y el indiferentismo religioso atropellan el
ambiente social y demuestran la imposibilidad de resolver los graves
problemas de la vida. Es hora de emprender una nueva evangelización, aun en
países que observan lánguidamente sus veinte siglos de cristianismo: a los
laicos
«les corresponde testificar cómo la fe cristiana —más o menos
conscientemente percibida e invocada por todos— constituye la única
respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida
plantea a cada hombre y a cada sociedad» (C. L. 34).
Es preciso formar comunidades diocesanas y parroquiales maduras,
construcción en gran parte propia y exclusiva del laico. Y para las
generaciones futuras les cabe y les ata la proyección de una sistemática
labor de catequesis.
Para ser capaces de enfrentar esos retos, tenemos el Sacramento de la
Confirmación. Como hechos recientes lo corroboran, tenemos que enfrentar un
mundo cada vez más hostil a Cristo. Los Apóstoles también enfrentaron este
reto. El Espíritu Santo los habilitó para salir a predicar la Buena Nueva.
Cuando las autoridades los tomaban presos, los perseguían y llevaban a la
cárcel y al martirio, ellos les replicaban: «No vamos a obedecerlos a
ustedes, porque tenemos que hablar de lo que sabemos y de lo que hemos
visto».
Ante situaciones similares, muchos de nosotros somos como la gelatina:
temblamos y nos asustamos, tenemos la lengua muda, y sin embargo en el
Pentecostés de nuestra vida, en nuestra Confirmación el Espíritu Santo nos
ha capacitado para que todos los vientos de las falsas doctrinas no hagan
tambalear nuestra fe.