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Nuestra Señora del Sagrado Corazón Mejor Conocida (Julio Chevalier)

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Capítulo III

La Maternidad Divina y el Título de Nuestra Señora del Sagrado Corazón.

Todas las glorias, todas las grandezas de María, descansan sobre el sagrado e inconmovible fundamento de la Maternidad divina (Sto. Tomás). Y si las súplicas de esta Virgen inmaculada son todopoderosas sobre el Corazón de Jesús, dice el Arzobispo de Bourges, eso no obedece más que a esa augusta prerrogativa.

"Sólo por esto, María, para siempre bendita en el día de la Encamación, se convirtió en la Madre de Dios y obtuvo sobre su persona un verdadero dominio, una autoridad legítima, una jurisdicción natural, un derecho sagrado e incontestable: el derecho maternal -jus maternum-, como tan elocuentemente lo llama uno de los más doctos comentaristas de la Sagrada Escritura, Cornelio a Lapide; derecho maternal mayor que el de otras madres, pues sólo a Ella ha extraído su Divino Hijo toda su sustancia; derecho maternal, en virtud del cual, Ella puede mandarle, ordenarle; derecho maternal que ha arrancado de la pluma de San Bernardino de Siena esta magnífia aserción: "al mandato todopoderoso de la Virgen obedece el mismo Dios; Virgen María, no tienes más que querer una cosa, y se hará". Derecho maternal, en fin, que Nuestro Señor mismo ha reconocido y al que El se ha sometido voluntariamente, no por necesidad de naturaleza, sino por humildad y por amor; ¡Ahí están, para atesti guarlo, los treinta años de Nazaret! Et erat subditus illis: y les estaba sujeto" (Lc II, 51)[2].

Estas palabras podrían ser suficientes: ¡Tan brevemente y tan bien lo expresan...!

Pero antes queremos advertir que no se trata aquí de derecho, ni de jurisdicción, ni de dominio, absolutos, dado que María no pasa de ser una simple criatura. Es Dios quien se lo ha dado todo, constituyéndola como fuente de todo poder (1 Cor IV, 7). Cuanto Ella posee, lo recibe, evidentemente, de la liberalidad divina. Ella no tiene sobre su Hijo más autoridad que la que Él ha tenido a bien otorgarle, en la medida y en la proporción que este adorable salvador ha estimado oportuno.

Esa autoridad, por amplia que sea, no pasa, pues, de ser una autoridad libremente concedida y a la que Jesús se ha sometido también libremente. No es otra cosa que una autoridad de súplica: esa es la OMNIPOTENCIA SUPLICANTE que la Iglesia reconoce a la Madre de Dios.

Tal es la naturaleza de los derechos y privilegios de María y de los que, más de una vez, tendremos ocasión de hablar posteriormente.

I.- Dios, mediante la contemplación de su ser infinito, engendra, desde toda la eternidad, a su Verbo, su pensamiento, su palabra increada, imagen suya viviente y substancial, es decir, su único hijo que es "otro El mismo". El Padre, y el Hijo, en un acto infinito de amor, producen o engendran al Espíritu Santo, término de su dilección y lazo sagrado que les une, con la misma naturaleza y la misma divinidad.

Dios Padre, al decretar, desde toda la eternidad, la Encarnación de su Hijo, decretó asimismo que una Virgen llamada María sería su Madre. He ahí, pues, a María destinada a engendrar en el tiempo, antes del origen de todas las cosas, a Aquel que Dios engendra en la eternidad (Sto. Tomás de Villanueva).

Mas la hora de las grandes misericordias va a sonar bien pronto.

El Verbo de Dios, Sabiduría eterna, queriendo habitar entre los hombres, lanza su mirada sobre la tierra para construirse una morada (Prov IX, l). Él la quiere radiante de belleza y de un esplendor incomparable, sine macula. Acumulará también en ella todas las riquezas de que dispone (S. Bernardo, Serm. 52 de div. n.2).

II.- Todos nacemos mancillados por el pecado de Adán y esclavos del demonio. Ahora bien, Dios, al decretar que su Hijo tomara un cuerpo similar al nuestro, quiso que la Augusta Virgen, elegida para ser Madre suya, estuviese sin mancha alguna, inmaculada en su concepción. ¿Qué hizo, para esto? Suspende para Ella las leyes comunes y, por un privilegio único, la preserva del pecado original, de ese mortal veneno que corre por las venas de todos los hombres (Bula de Pío IX en la definición del dogma de la Inm. Conc.). Mediante este favor insigne, la gracia se asienta en María, la envuelve, la transporta fuera del alcance del enemigo hasta la más eminente santidad.

"Aunque el torrente de la iniquidad original, dice San Francisco de Sales, osa hacer correr sus ondas infortunadas sobre la concepción de esta sagrada Señora, llegado hasta allí, no pudo pasar más allá, sino que se detuvo en seco, como, en otro tiempo, el Jordán en vida de Josué y con idéntico acatamiento, pues el río frenó su curso, en ademán de reverencia, al paso del Arca de la Alianza; y el pecado original retiró sus efectos en reverencia y temor a la presencia del verdadero Tabernáculo de la eterna alianza" (S. Francisco de Sales, Tratado de la Amistad de Dios. Libro II, cap. VI).

Esta primera gracia conlleva otras (Salmo 41, v.8). Y son tan prodigiosas, tan múltiples, que solo Dios puede conocer todo su alcance (Bula de Pío IX, ya citada y S. Bernardino de Siena, Serm. sobre la Inm. Conc. IV, art. III, cap. I).

Ellas sobrepasan todo cuanto haya sido otorgado al mayor de los Santos y a los más sublimes Ángeles (San Agustín y Suárez). María comienza donde los demás acaban. Su cimiento está sobre los montes santos (Salmo 86,1). Allí, donde las montañas tienen sus cumbres, Ella tiene sus cimientos. Si en la creación de Adán que sólo debía ser un simple servidor de Dios, las tres Divinas Personas, como constituyéndose en una especie de consejo, se dicen entre Sí: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gén 1,26), ¡qué lenguaje no han debido emplear en la formación de Aquella que debía ser la Madre del Hijo del eterno! ¡Ellas han debido aportar todo su amor, todo su poder, toda su sabiduría, a fin de elevarla a lo más alto, a la perfección más eminente y hacer de ella una obra-maestra única (San Bernardo y San Buenaventura). Todos los ríos de la gracia confluyeron en ese Océano. Desde el primer instante de su concepción, María recibe en sí misma más gracias que las que poseen y poseerán jamás, juntos, todos los hombres y todos los ángeles (Sto. Tomás, p. 3.q.7,a. 10, y Suárez).

María es, pues, como el depósito de todas las virtudes o, más bien, como el abismo en que todas alcanzan una profundidad inconmensurable (S. Ildefonso, San Alberto Magno y San Pedro Crisólogo). "Ella, no solamente las posee todas, dice Santo Tomás, sino que las practica con tal perfección que ni el ojo del hombre ni el de los ángeles lo pueden apreciar jamás" (S. Tomás, op. VIII,64).

III.- Al contemplar esta supereminente santidad, esta prodigiosa acumulación de dones divinos en el alma de María, resulta fácil comprender que Dios la destina a una misión excepcional en el mundo. Ella está destinada, con estos avales, a convertirse en la Madre de su Hijo.

Para obrar tan gran misterio, Dios no quiere imponer su voluntad. Eva corrompió al mundo libremente; y, libremente también, María engendrará a su Salvador. "El precio de nuestra salvación, escribe San Bernardo, se os ofrece, ¡oh, María! si consentís en ello, nosotros somos, seguidamente, salvados. Apresuradnos vuestra respuesta". ¡Dios le pide su consentimiento! Y Ella, libremente, se lo da. "Y si libremente, añade un piadoso y sabio teólogo, Ella lo hubiera rehusado, como podía hacerlo, el Verbo no se hubiera hecho hombre"... Es, pues, en María en Quien Dios debe hacerse hombre, concluye San Bernardo. ¡Maravilla incomparable! ¡Qué gloria para la augusta Virgen!

El hombre está sumido en su crimen, muerto en su pecado, dice el Apóstol. Todo es corrupción, todo es caos. El universo semeja vivir y, como un herido de muerte, duerme en el fondo de un sepulcro (Salmo 87, v.6).

Una sola palabra de María, y todo vuelve a la vida y se obra una nueva creación. "¡Oh Soberana, añade San Bernardo, dejad caer de vuestros labios esa palabra que el cielo y la tierra esperan con ansiedad, El mismo Señor desea vuestra respuesta. Pronunciad esa palabra de adhesión y el gozo inundará todos los corazones!". Y ¿puede María pronunciar esa palabra sin comprender su significado? "No, escribe San Bernardino de Siena, pues dicha palabra, si Ella la pronuncia, haciéndole engendrar al Salvador, la fija sin piedad a su Cruz y la consagra a las exigencias implacables de la Justicia divina. Es, pues, razonable, añade el mismo gran Doctor, que sólo en la plenitud de su voluntad, Ella la deja caer de sus labios conllevando esto a su vez una plenitud de conocimiento" (S. Bernardino de Siena, Serm. IV, art. III, c. I, sobre la Inmac. Conc.).

Así, Dios le depara un ángel para proponerle la Maternidad divina y el misterio insondable de la redención de la humanidad por medio de la Encarnación. Una vez informada de los deseos del Altísimo, María da su consentimiento, diciendo:

"Hágase en Mí según tu palabra" (Lc 1,38).

Súbitamente, los cielos se abren, el Hijo del Eterno desciende al seno de María; todos los torrentes de la gracia caen sobre Ella con una plenitud maravillosa que solo Dios puede comprender (Bula de Pío IX); y el cuerpo del Verbo Encarnado "incontinenti" se forma de su sangre virginal mediante la acción maravillosa y omnipotente del Espíritu Santo que, en el momento mismo de la creación del alma de Jesús, la une a su sagrado cuerpo y le da a ese cuerpo, desde el primer instante, un organismo completo (Sto. Tomás y Suárez), y a esa alma tan bella, la plenitud de sus facultades (San Bernardo, Missus est,. Hom. 11,9).

Además, por la unión hipostática, Dios y el hombre, en Jesucristo, no son más que una y la misma Persona, la Persona del Verbo, y así, María es verdaderamente Madre de Dios; su Hijo es el Hijo del Padre Eterno y, precisamente, por esa afín igualdad, Jesús es Hijo de María e Hijo de Dios, (San Bernardo, ibíd., Sto. Tomás de Villanueva, Serm. sobre la Anunciación).

"El Verbo divino, dice Alcuino, al venir a María para encarnarse, no abandona el seno del Padre; estando todo entero, en todas partes y perfecto en todo, la plenitud de la divinidad no podía quedar dividida. Y así, todo el Hijo está en el Padre y todo el Hijo reside en el seno de la Virgen" (Alcuino, de Fide Trin, libr. III, c. XI). De donde resulta, añade San Fulgencio, que "María engendra verdaderamente en el tiempo al mismo Hijo que Dios engendra desde toda la eternidad" (San Fulgencio, de Epist., XVII, c. III, n.7). "¡Qué profundo abismo el de la Maternidad divina! El ojo, espantado, apenas osa sondear toda su inmensidad" (San Pedro Damián, Serm. de Nativ. B.M.V.).

Así pues, Dios, al unir la persona de su Verbo a la humanidad, haciéndole hombre en el casto seno de María, le ha dado, por medio de Ella, un nuevo modo de ser que El no tenía anteriormente. Esta nueva manera de ser se convierte, ciertamente, en un modo de ser propio y personal del Verbo de Dios hasta el punto de que, en verdad, se pueda decir de Él, como del resto de los hombres: Ha nacido, se ha hecho visible, sufre, muere.. . Y como es María Quien ha concebido y engendrado al Verbo según su naturaleza humana, nueva manera de ser que hace de El un hombre-Dios, un Dios-hombre, en una sola persona que es la del Verbo, de ahí se sigue que María es verdaderamente la Madre de Dios. Lo que hace decir a Cornelio a Lapide "que, por la Encarnación, Dios Padre se digna asociar a María a su generación a fin de que Ella se convierta en Madre del propio Hijo cuyo Padre es El mismo. El mismo Hijo que Él engendró como Dios es el mismo que María engendra como hombre" (Sobre Lc, c. IV, 46).

¡Qué grandeza y qué sublimidad sin parecido alguno! ¡Misterio insondable!

En previsión de su Maternidad, María se convierte como en depósito de todos los dones divinos. Ella los posee en tal plenitud, lo hemos dicho ya con San Bernardino de Siena y el inmortal Pío IX, que nadie más que sólo Dios puede conocerlos. Así, el Ángel la proclama llena de gracia, antes del misterio de la Encarnación.

Mas, ¡oh prodigio! ¡la fuente misma de todas las gracias se le da a María y se encierra en su casto seno! Ella está en posesión de todos sus caudales y, puesto que de su propio fondo ha

tomado su nacimiento, justo es que, cuando se dispone a la distribución de sus aguas misteriosas, sólo de su palabra brotan, sobre el mundo, para purificarlo, para llevarle la vida y la fecundidad. Dios quiere que esa Virgen bendita tenga bajo su dependencia esa fuente sagrada a donde los pueblos deben ir a extraerlas. (Zac., 13,1. Jo 4,14. Prov., 5,16. Núm. 20,6. Is., 12,3).

Él quiere que María sea, en todo momento, la Administradora fiel, al mismo tiempo que el Canal único. He allí por qué la Iglesia pone en labios de la Madre de Cristo estas admirables palabras del Espíritu Santo: ¡Vosotros, todos los que buscáis la verdadera vida, la vida eterna, venid a mí y la encontraréis! Si estáis ávidos, de bienes celestiales, el Señor calmará vuestra sed y os dará la salvación. (Paráb. Sal, c.8. Jo, 7,37. Apoc 22,17).

¿Cuál es, pues, esa fuente inagotable de todas las gracias de que María nos ha enriquecido y de las que Ella es la custodia sagrada? ¡Es JESÚS a Quien el Apóstol llama el TRONO DE LA GRACIA o, silo preferís, mejor, es su CORAZÓN adorable! Cor Jesu fons omnium gratiarum.

Por lo tanto, es cierto que el TITULO de Nuestra Señora del Sagrado Corazón que expresa el poderoso ascendiente de María sobre el Corazón de Jesús, su HIJO, y su amor hacia los hombres, encuentra ya su justificación en lo que hemos venido diciendo acerca de la Maternidad divina[3].

 

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