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SAN CIPRIANO DE CARTAGO: CARTAS

Páginas relacionadas 

San Cipriano de Cartago

 


BIBLIOTECA CLÁSICA GREDOS, 2
INTRODUCCIÓN, TRADUCCIÓN Y NOTAS DE M. LUISA GARCÍA S.
EDITORIAL GREDOS
Asesores para la sección latina: José JAvier  RIso y José Luis Moralejo.
Según las normas de la B. C. G., la traducción de este volumen ha sido revisada por Jesús Aspa Cereza,
© EDITORIAL CREDOS, S. A.
Sánchez Pacheco, 85, Madrid, 1998.
Depósito Legal: M. 33290-1998.
ISBN 84-249-1968-8. Impreso en España. Printed in Spain. Gráficas Cóndor, S. A. Esteban Terradas, 12. Polígono Industrial. Leganés (Madrid), 1998.


NOTA EDITORIAL



Hace ya algunos años que la Editorial Gredos encargó la
traducción de las Cartas de Cipriano de Cartago al profesor
D. José María Romeo Pallás, quien manifestó poco después
su deseo de compartir esta labor con su alumna la Dr.^ Gar-
cía Sanchidrián. Desgraciadamente, tras el fallecimiento, en
abril de 1994, del profesor Romeo, no fue posible encontrar
la parte de la traducción que ya había realizado, por lo que
se le debió encomendar la totalidad de la misma a la profe-
sora García Sanchidrián. Sirva, pues, esta nota de aclaración
y, sobre todo, de póstumo y emotivo recuerdo del profesor
Romeo-


José Javier Iso Echegoyen
Septiembre de 1998



INTRODUCCIÓN



l.Ambientación histórica

Durante una treintena de años el cristianismo disfrutó
también de la paz que el gobierno romano otorgó al pueblo
judío, no porque la libertad se hubiese concedido de una
manera consciente, sino porque ni el gobierno ni el pueblo
distinguían entre el cristianismo y el judaismo. Al principio
los adeptos continuaron observando la ley judía en Jerusalén;
pero la Iglesia, según los Hechos de los Apóstoles, aumentó
rápidamente, pues muchos judíos que visitaban Jerusalén
por Pascua se convertían al cristianismo. Al ser perseguidos por los judíos, los dirigentes cristianos enseguida fueron arrojados de Jerusalén a las sinagogas de Samaría y Siria, adonde los siguieron varios de sus perseguidores, entre ellos Saulo^ Pronto se predicaría el Evangelio a los gentiles, y los con-versos quedarían en libertad para abandonar la práctica del
judaismo. El apóstol de los gentiles podía ya predicar un
Evangelio emancipado del judaismo^, aunque la hostilidad
de los «judaizantes» le entorpeciese todos los pasos.



10

Pablo viajaba por los caminos del comercio y las co-
municaciones a los que la paz romana había dado seguridad.
Visitaba primero las comunidades judías y después predica-
ba a los gentiles^, en el griego de aquel tiempo. Sus conver-
sos pertenecían, por lo general, a las clases humildes"^. Cuan-
do su predicación promovía desórdenes, eran los judíos los
que los provocaban ^ Los funcionarios romanos lo protegían
como a un sectario judío ^.

Pero, si por entonces el gobierno de Roma no distinguía
entre el judaismo y el cristianismo, el pueblo no tardó en ha-
cerlo, pues comprendió que había surgido algo más insolente y
algo más peligroso que el judaismo. Hacia el año 64 d. C, la
fecha de la persecución de Nerón'', el gobierno se había al fin
dado cuenta de esto, ya que, según sus enemigos, el cristianis-
mo mereció que se le prestara vigilancia oficial, porque no sa-
tisfacía las condiciones en que Roma concedía la tolerancia^.


(^ Act 25, 10 s. Dos años duró esta cautividad (58-60) en la cárcel de Cesárea, pues Félix, aunque convencido de su inocencia, no se atrevía a indisponerse con los judíos. Por esto mismo Pablo gozaba de relativa libertad. Mas como el procónsul Festo, sucesor de Félix, insistiera en que debía ser juzgado por el Sanedrín, Pablo apeló al César, por lo cual fue remitido a Roma. En la costa de Italia lo recibieron los cristianos de Puzzuoli con grandes muestras de cariño (Act 28, 13); luego fue conducido a Roma, en donde los cristianos le salieron al encuentro. Fue retenido allí, en prisión, durante dos años con la sola vigilancia de un soldado, pudiendo así mantener frecuente trato con los cristianos y continuar su apostolado con los demás.
G. BoissiER, «L 'incendie de Rome et la premiére persécution chrétienne», en Journ. Sav. (1902) 558 ss.; A. Profumo, Le fonti ed i tempi dello incendio neroniano, Roma, 1905.
^ P. Allard, Histoire des persécutions pendant les dewc premiers siécles, 3.* ed., 2 vols., París, 1903-1905; Id., Le Christianisme et VEmpire romain de Néron á Théodose., 7.* ed., París, 1908.)



INTRODUCCIÓN
11

A algunos romanos de la época les parecía que los cris-
tianos odiaban al género humano; esperaban el próximo ad-
venimiento de Cristo cuando todos, salvo ellos mismos, se-
rían destruidos. A partir del siglo n este modo de pensar se
manifestó de una manera diferente; a los cristianos no les
importaba provocar la enemistad con el fin de ganar la co-
rona del martirio. Con la negativa a cooperar en los festiva-
les religiosos, juegos de anfiteatro, espectáculos de teatro y
circo, a manifestar los gestos de culto que impregnaban la
vida ordinaria, ponían en tela de juicio la legislación y las
instituciones de la ciudad. Defendían unos valores que no se
identificaban con el Imperio romano. El mensaje de los
cristianos es más vasto y más duradero que los imperios y
las civilizaciones, que se construyen y se destruyen: esta
actitud será calificada de indiferencia y de falta de civismo,
porque la religión oficial forma una sola cosa con la ciu-
dad^. De modo que una parte pensaba en términos políticos,
la otra en términos religiosos; y, como la religión cristiana
era absolutamente distinta de todas las demás por su recha-
zo de la consigna «vivir y dejar vivir», el conflicto fiie ine-
vitable. Ya desde la primera persecución, es decir, la de Ne-
rón llevar el «nombre» de cristiano, que equivalía a ser
cómplice en prácticas subversivas, fiie suficiente para poder
ser perseguido Por otra parte parece que en los dos pri-
meros siglos no hubo un edicto «general» contra el cris-
tianismo. La persecución era esporádica y local. Se produ-



(^ Cf. A. G. Hamman, La vida cotidiana de los primeros cristianos, Madrid, 1985.
TÁCITO, An. 15, 44. Véase también Suetonio, Claud, 25.
H. Leclercq, «Accussations contre les chrétiens», en Dict Arch;
A. BoucHÉ-H. Leclercq, La intolérance religieuse et ¡a politiquea París, 191 1 ; L. Homo, Les empereurs romains et le christianisme, París, 193 1 . )



12

cía principalmente como resultado de disturbios que hacían
que el asunto llegase a oídos del magistrado provincial.

De todos modos, en el año 112 d, C, Plinio, goberna-
dor de Bitinia, escribió al emperador Trajano, pidiéndole
consejo: «¿Es punible el nombre o sólo los crímenes atri-
buidos al nombre?». Plinio ya había establecido la prueba
del culto. Trajano contestó que no podía aplicarse una regla
universal. No hay que andar a la caza de cristianos. Si se
comprueba que alguien es cristiano, deberá ser castigado.
No deben tenerse en consideración las denuncias anóni-
mas Parece ser que Trajano, a pesar del gran número de
cristianos que según Plinio había en Bitinia, no los conside-
raba como activamente peligrosos. Durante los reinados de
Antonino Pío y de Marco Aurelio, la persecución era inicia-
da generalmente por la furia del populacho más que por
iniciativa oficial ^^

En los siglos III y iv la relación entre la Iglesia y el Es-
tado sufrió cambios que estaban ligados a los vuelcos de
circunstancias que ambos habían experimentado. La perse-
cución ahora se hacía por edicto general del Emperador y
no por el ejercicio local de la iniciativa judicial. La Iglesia



(La posición que tomó Trajano frente a los cristianos queda bien clara en el asunto de Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, La respuesta que dio el Emperador a su pregunta sobre el modo de tratar a los que eran acusados de cristianos, marca la nueva linea de conducta: conquirendi non sunt; si deferantur et arguantur, puniendi («no hay que buscarlos; si se Ies acusa y se demuestra, hay que castigarlos»; Plinio, Epíst. 10, 96, 97). J. Beneyto, Trajano, el mejor principe, Madrid, 1949.
EusEBio, Historia eclesiástica 5, 1-4. La persecución comenzó con un levantamiento popular en agosto del 177 d. C. A la pregunta del gobernador respondió Marco Aurelio: confitentes quidem gladio caederentur; hi uero qui negarent dimitterentur («los que lo admitan serán castigados, pero aquellos que lo nieguen serán perdonados»), y, en general, que se cumpliese el rescripto de Trajano.)



INTRODUCCIÓN
13

había aumentado en número, poder y prestigio. «Apenas
somos de ayer — dice Tertuliano a fines del siglo ii en un
famoso pasaje^"* — , y ya hemos llenado el orbe y todas
vuestras cosas: ciudades, islas, poblados, villas, aldeas, y tam-bién los campamentos, vuestras tribus, vuestros departamen-
tos electorales, el palacio, el senado, los tribunales; lo único que os hemos dejado han sido vuestros templos». Además,
el cristianismo se había definido tanto en su organización
extema como en su doctrina con relación a los problemas de
la vida humana en el Imperio. Era ya la religión de algunos
de los hombres más competentes y cultos de la época.

Pero en este tiempo lo que más desesperadamente le
importaba al Estado era la unidad. Esta nueva fase se carac-
teriza como una batalla abierta y general contra el cristia-
nismo, con el objeto de destruirlo, por creerlo xm peligro pa-
ra el Estado. Se ve más claramente el cambio que se produjo
en las relaciones entre el cristianismo y el gobierno, exami-
nando las razones que provocaron la persecución. Septimio
Severo, al principio, no se mostró hostil, y se sabe que en-
tregó a su hijo Caracalla al cuidado de una nodriza cristiana,
según escribe Tertuliano en su Apologeticum, 16^^. Pero le
alarmó el rápido aumento en el número de cristianos y pro-
hibió el bautismo de los paganos, aunque esta prohibición
caducó después de su muerte.

Las medidas de Decio, hombre de grandes cualidades
como guerrero y gobernante, ftieron más drásticas, y moti-
vadas por los indicios cada vez más numerosos de que la



(Apologético 37.
A pesar de la mejora de la situación de los cristianos en el reinado de Septimio Severo, en África siguió la persecución, debida al procónsul Escápula. De ella habla largamente Tertuliano, en Ad Scapulam 4, que afirma también que Caracalla fiie lacte christiano educatus. Hay algunas actas de mártires de este tiempo, pero tienen poco valor. )



14

Iglesia se estaba organizando como una sección exclusiva
de la sociedad, por su pacifismo y la consecuente amenaza
para la eficacia militar del Imperio, y por el deseo del Em-
perador de mantener buenas relaciones con el Senado. Por
todo esto juzgó Decio al cristianismo, ya muy desarrollado,
un obstáculo para sus planes, por lo cual se ordenó, median-
te un edicto general contra ellos que todos los ciudadanos
se presentaran ante el magistrado, hiciesen sacrificios a los
dioses paganos y recibiesen im certificado acreditativo de
haberlos efectuado. Durante un breve tiempo hubo una fe-
roz persecución, con la intención original de hacer que se
renimciase a la fe en masa. El edicto tuvo éxito porque,
aunque hubo muchos mártires, también fueron muchos los
lapsos, por el miedo ante el nuevo método y también, según
Cipriano (De lapsis 5, 6), por la laxitud de muchos cristia-
nos. Pero los propósitos imperiales ^fi-acasaron porque casi
todos los lapsos, algunos incluso durante la misma perse-
cución, pidieron ser admitidos nuevamente en la Iglesia. La
admisión a la Iglesia de éstos provocó disputas, toda la lla-
mada controversia de los lapsos, sobre la disciplina peni-
tencial y sus fimdamentos dogmáticos con ocasión de aquel
conflicto: de ella hablamos más adelante.

En el año 257 d. C, Valeriano intentó imponer la tole-
rancia del cristianismo, que había sido negada durante dos
siglos, ordenando que el alto clero hiciese sacrificios, pero
permitiendo que en la vida privada se siguiese siendo cristia-
no En el Oriente se castigó a seglares y clérigos por profe-
sar la fe cristiana, prescribiéndose castigos especialmente se-



(P. Allard, Histoire des persécutions pendant la premiére moitié
du troisiéme siécle, París, 1908; E. Ciccorn, // problema religioso nel mondo antico, Milán, 1933; P. Monceaux, Histoire littéraire de VAfrique chrétienne, II: St Cyprien etson temps, París, 1902.
P. J. Healy, Valerianas persecution, Boston, 1905.)



INTRODUCCIÓN
15

veros a los senadores y a los caballeros. De este modo se
atacaba a la Iglesia como organización. En el año 257 publi-
có un edicto contra los clérigos y poco después otro contra
todos los cristianos, aduciendo, al parecer, peligro político.

Pero fiie bajo Diocleciano cuando se desencadenó la
persecución más sangrienta. El emperador se había propues-
to dar a Roma un esplendor extraordinario. En su esfüerzo
desesperado para unir el Imperio, le preocuparon especial-
mente las influencias que tendían al separatismo, y, axmque
al principio despreció la fuerza de los cristianos, hacia el
año 303 d. C, bajo la presión de César Gaierio, su asociado
en el gobierno, había llegado a la conclusión de que en
efecto existía otro Estado dentro del Estado. Las medidas
que tomó fueron sin precedentes, puesto que ningún cris-
tiano podría disñiitar de ciudadanía romana ni, por tanto,
desempeñar puestos en los servicios imperial ni municipal y
tampoco podía recurrir a la apelación en los veredictos ju-
diciales. Ningún esclavo cristiano podria ser libre y se des-
truirían las iglesias y los libros sagrados; se encarcelaría al
clero y se le obligaría a sacrificar a los dioses mediante la
tortura. El propósito era privar a los fieles de sus dirigentes
y a la organización de la Iglesia de sus principales defenso-
res. Finalmente, este edicto fue apUcado a todos los cristia-
nos El rigor con que se aplicaron estos edictos fue muy
distinto en unas y otras zonas del Imperio. Hubo algunos
lapsos -—se llamó traditores a los que entregaron libros sa-
grados para que fueran destruidos — pero en número muy
inferior a los que hubo en la persecución de Decio, y fueron
muchos los mártires y confesores. Era la última batalla de la
Iglesia con la Roma pagana, pues estaba ya próxima la li-

(P. Allard, La persécution de Dioclétíen et le triomphe de l'Église, 2 vols., 1908; Wickert, s. v, Licinius, Galienus, etc., en Pauly-Wisso-WA, RE.)



16

bertad definitiva del cristianismo promulgada por Constan-
tino en el Edicto de Milán, a principios del 313.

2. Vida de San Cipriano

San Jerónimo compendia así la vida del Obispo de Car-
tago: «Cipriano, nacido en África, fue primeramente un in-
signe maestro de retórica. Después, convertido al cristia-
nismo por los buenos consejos del presbítero Cecilio de
quien tomó el nombre, invirtió en la ayuda de los pobres to-
da su fortuna^*. No mucho tiempo después fue ordenado
presbítero y consagrado obispo de Cartago, sufriendo el mar-
tirio en tiempo de los emperadores Valeriano y Galieno, en
la octava persecución, en el mismo día aunque no en el mis-
mo año que el obispo Comelio en Roma».

Esta breve noticia tiene para nosotros un gran valor por-
que es el único documento que habla de su vida anterior a la
conversión. Las otras fuentes biográficas de san Cipriano
son las siguientes:

1. La Vita Cypriani^^, escrita por su diácono Poncio po-
co tiempo después de la muerte del gran obispo; su mérito
literario ha sido exagerado por Hamack^^; más un elogio
que una historia, tiene todos los defectos de las primeras
biografías y su autor más que explicar las obras del santo



(Jerón., De uiris illustribus 67.
En la Vita Cypriani IV, este clérigo es llamado «Ceciliano».
Hartel cree que aquí hay un error y que se debería leer: «una gran parte de su fortuna», cf. Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum (CSEL), vol. III, pare III, Viena, 1868-1871. págs. 90-1 10. De las Cartas 7, 17 y 81 se deduce que mucho después de su conversión san Cipriano po-seía todavía bienes propios.
W. Hartel, «Vita Cypriani», Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum
Latinorum (CSEL), voL III, Viena, 1872, págs. 90-110.
A. VoN Harnack, Das Leben Cyprians von Pontius, die erste christliche Biographie unters., Leipzig, 1913 (Texte und Unters., XXXDC 3). )



INTRODUCCIÓN
17



quiere mostrar la acción de la Providencia sobre él; por esta
razón falta el estudio psicológico y el autor omite períodos
enteros de la vida de Cipriano que considera poco intere-
santes, tales como su juventud y la polémica sobre la prácti-
ca de rebautizar a los herejes. Sobre todo tiene valor por ser
prácticamente contemporánea y de un testigo ocular.

2. Los Acta proconsularia Cypriani son fuente segura
para las circunstancias de su martirio. Narración sencilla y
sin pretensiones literarias, pero detallada y precisa, escrita
por un testigo presencial de los hechos que relata, consta de
tres partes: a) el proceso del interrogatorio delante del pro-
cónsul Aspasio Paterno y la condena al exilio a Cúrubis, el
día 10 de agosto del año 257; b) el proceso de su segundo
interrogatorio, ante el procónsul Galeno Máximo y la con-
dena a muerte, en el mes de septiembre del año 258; y c) la
relación del martirio, llevado a término el día 14 de sep-
tiembre del mismo año, en Villa Sexti, cerca de Cartago^"*.

3. Sus obras constituyen el principal medio o fuente de
que podemos servimos para deducir los hechos de su vida y
adivinar sus rasgos psicológicos: su prudencia, su gran cari-
dad, su firmeza de carácter. Su fecunda producción literaria
se limita a una serie de opúsculos, tratados más o menos
extensos de apologética, polémica o moral, y a las cartas
que escribió siendo ya obispo. Estas cartas no tienen indi-
cación de la fecha, pero, gracias a su contenido, de casi to-
das ellas se puede deducir el año en que fueron escritas.

Desde los primeros opúsculos, que probablemente son
anteriores a todas las cartas, especialmente desde el Ad Do-
natum, donde canta las maravillas de la gracia en el alma
del novel cristiano y la felicidad de la que se siente poseído
con las nuevas prácticas, hasta la carta 81, dirigida en el año



18

258 a su clero y pueblo para hacerles sabedores de su pró-
ximo martirio, todas sus obras forman una rica hilera de
notas que, además de constituir una parte considerable de la
historia eclesiástica de su siglo, tienen un extraordinario va-
lor autobiográfico.

Cecilio Cipriano ^^ de sobrenombre Tascio^^, era de la
provincia proconsular de Africa quizás de la misma ciu-
dad de Cartago^^ La fecha de su nacimiento no se puede fi-
jar exactamente: probablemente oscila entre el 200 y el 210^^.

Tampoco sabemos nada de la fecha ni de las circuns-
tancias de su conversión, si bien Monceaux supone que la
época de su conversión debió de ser hacia el 245 o el 246.
Poncio, que podía conocer bien la vida de su obispo, no di-
ce nada de esta primera etapa de su vida. El hecho es que en
la época vigorosa de su edad, alrededor de los cuarenta
años, se sintió atraído hacia el cristianismo, siendo impon-
derable la actividad apostólica que entonces se despertó en


(San Jerónimo dice que Cipriano tomó el nombre del presbítero que le llevó al cristianismo. Monceaux (Hist Littéraire de VAfrique Chrétienne, II, pág. 203) no lo cree probable: Caecilius Cyprianus debe ser el verdadero nombre del santo. Hay que tener en cuenta que, según la Vita Cypriani, el nombre de su maestro era Caeciliams, Thascius no es su praenomen, como se había creído; es un sobrenombre que quizás ya llevaba cuando era pagano, pues asi, por lo menos, le llamaban siempre los paganos. La fórmula Caecilius Cyprianus qui et Thascius de la carta 66 indica muy bien que se trata de un sobrenombre (cf. R. Cagnat, Cours d*épigraphie latine, París, 1898, pág. 57, y Glotta, IV, 1912, núm. 1-2).
Jerón., loe. cit. La provincia romana de África correspondía aproximadamente a la actual Túnez.
Parece poderse deducir así de la Vita Cypriani, XV, que habla de los jardines y de la casa que poseía en Cartago sin decir que íüesen de adquisición reciente ni que tuviese fincas en ningún otro lado.
Cf J. Campos, Obras de san Cipriano, Madrid, B. A. C, 1964,
págs. 3-4. )



INTRODUCCIÓN
19

aquel temperamento vivísimo, educado en la escuela del
impetuoso Tertuliano, a quien él llamaba continuamente «el
maestro»

Todavía era catecúmeno cuando ya hizo voto de conti-
nencia y vendió sus fincas para distribuir su importe entre
los pobres; hacía poco que había sido bautizado cuando fue
ordenado sacerdote y pronto, por aclamación de todo el
pueblo, recibió la consagración episcopal que le llevaba a la
metrópoli de África proconsular. Podemos deducir el año de
su ascensión a la dignidad episcopal a través del contenido
de la carta 59, escrita al papa Comelio en el año 252, en la
cual dice que éste es el año cuarto de su pontificado.

Una mezcla de energía — que, cuando se creía bien
orientado, le hacía intransigente frente a cualquiera, por alto
que fuese — y de dulce humildad — que le llevaba a consul-
tar la opinión de sus subordinados, los obispos afi-icanos y
los clérigos e incluso de los fíeles laicos — le hizo triunfar
en la tarea nada fácil de regir la primera de las sedes episco-
pales de Áfiica^^ en una época en que — como él mismo di-
ce — la antigua disciplina se había relajado hasta tal ex-
tremo que era general el afán de acumular riquezas, faltaba
el celo y la pureza de fe en los ministros de Dios, no se
practicaban las obras de misericordia, hombres y mujeres
desfiguraban en sus cuerpos la obra de Dios con tintes pos-
tizos y artificios de toda clase, se engañaban los unos a los
otros, se casaban cristianos con infieles, juraban sin necesi-
dad y hasta con falsedad, menospreciaban soberbiamente la



(Jerón., De uir. ill 53.
La provincia de África constaba de más de ciento cincuenta obispados que, al menos de hecho, reconocían una cierta primacía de Cartago
(H. F. voN SoDEN, Die Prosopographie des Afiikanischen Episkopats zur Zeit Cyprians, pág. 20).
CiPR., De lapsis 6. )



20

autoridad, maldecían y se odiaban, e incluso los obispos,
quienes habrían tenido que dar buen ejemplo a los fieles con
sus virtudes, vagabundeaban lejos de sus diócesis y de las
almas que les habían sido encomendadas, convertidos en
negociantes y acaparadores de caudales mal adquiridos

Muy pronto un nuevo estado de cosas vino a hacer to-
davía más difícil la actuación de san Cipriano: con la as-
censión de Decio al trono imperial, vino la reacción romana
contra el extranjerismo, que lo había invadido todo con los
anteriores emperadores forasteros, y estalló una persecución
furiosa de los cristianos a principios del año 250, cuando
justamente hacía uno que Cipriano era obispo. Solamente
huyendo pudo librarse de la muerte, que reclamaba tumul-
tuosamente el pueblo gentil gritando que fuese tirado a los
leones del circo

No era todavía la hora — dice su biógrafo — de que lle-
gase a la cima de la gloria con el martirio; había de subir a
ella por todos los escalones, de uno en uno, y los fieles ne-
cesitaban sus consejos y su auxilio en la horrible persecu-
ción que acababa de desatarse.

El clero romano, encargado del gobiemo de la Iglesia
por la vacante que dejó el martirio de san Fabián no apro-
bó la fuga del Obispo de Cartago^^ y fue necesario que éste
escribiese la carta 20 a fin de justificarse. En esta carta nos
deja un bello fragmento de autobiografía, demostrando, con
la simple elocuencia de una narración de hechos, que en na-
da fue negligente su celo apostólico en aquel reñigio, que
nos es desconocido — si bien no podía estar lejos de Carta-



(^ En esta época, seguramente, hay que poner las cuatro primeras cartas, que tratan de cuestiones disciplinarias, y quizás, también, la carta 63.
Cf. cartas 14, 20, 59 y 67; Vit. Cypr.
Murió el día 20 de enero del año 250.)



INTRODUCCIÓN
21

go — , pues desde allí iba siguiendo el curso de los aconteci-
mientos.

De esos quince meses de exilio son las cartas 5 a 8 y 10
a 19, a las que alude en la referida carta 20. También pertene-
cen a esta época la 9 y muchas de las posteriores hasta la 43.

La persecución de Decio aunque breve en el tiempo,
trajo como consecuencia un gran número de apostasías. To-
do el mundo era llamado a comparecer delante de los ma-
gistrados y obligado a sacrificar a los dioses de la religión
oficial. Los que se sujetaban a estas condiciones recibían un
certificado de cumplimiento y no eran molestados ya más.

Fueron muchos los cristianos que no resistieron. Unos
cayeron ejecutando un sacrificio propiamente dicho — sa-
crificati — u ofi*eciendo unos granos de incienso sobre el al-
tar — thuriflcati — mientras que otros fingieron una aposta-
sía que no existía en realidad. La larga paz había producido
cierta flojedad en muchos cristianos, y por esta razón algu-
nos se procuraban de los empleados públicos un certificado
con el testimonio de haber sacrificado a los dioses, y otros
se hacían inscribir simplemente en las listas públicas y re-
cibían el libellus en que esto constaba, por lo cual se les
llamó libellaticL Todos ellos eran considerados por la Igle-
sia como lapsos o caídos, y obligados a la penitencia canó-
nica si solicitaban su reintegración a la comunión de los fieles.

El respeto que se tenía a los santos confesores aprisiona-
dos y próximos al martirio hacía que los lapsos fiiesen a
pedirles cédulas de recomendación para las autoridades
eclesiásticas, con la presentación de las cuales, llamadas li-
belli pacis, les era concedida la abreviación de los trámites
penitenciales y muy a menudo el perdón total.


22

En esta ocasión, el Obispo de Cartago tuvo que mostrar
toda su energía, su firmeza y su rectitud a fin de evitar que
se hiciese un abuso de la benevolencia de los mártires para
con los lapsos; a tal fin, Cipriano escribió desde su refiigio
las cartas 15, 16 y 18 dirigidas a los confesores, a los cléri-
gos y al pueblo, respectivamente.

Las órdenes del obispo invitando a los lapsos a la peni-
tencia y a la paciencia no fiieron bien recibidas por todo el
mundo, puesto que de entre los propios confesores aprisio-
nados hubo quienes no quisieron aceptarlas. Luciano, un
hombre de «fe intrépida y de virtud robusta, pero de pocos
fimdamentos teológicos» ^^ que había sido condenado a mo-
rir de hambre y de sed en la prisión, en nombre de otros con-
fesores aprisionados dirigió a Cipriano una breve carta en
la que le decía: «Debes saber que todos nosotros hemos otor-
gado la paz a aquellos que te hayan dado cuenta de su con-
ducta después del pecado». El obispo se mantuvo inflexible.
En una carta dirigida a sus clérigos les felicita por haber
excomulgado al presbítero Gayo de Dida, quien admitía a
los lapsos a la comunión, y les exhorta a obrar igualmente
con todo el que siga la misma conducta, sea clérigo o laico.

Hacia principios del año 251, se apaciguó la persecución
y Cipriano pensó volver a su iglesia; pero se lo impidió una
nueva complicación. En efecto, el presbítero Novato y el
laico Felicísimo, ya adversarios de san Cipriano desde que,
en contra de su parecer, había sido promovido a la dignidad
episcopal, secundados por otros ocho presbíteros, levanta-
ron una tempestad de odio en contra de su obispo, tomando
como pretexto la severidad, que ellos calificaban de excesi-



INTRODUCCIÓN
23

va intransigencia, con que eran tratados los apóstatas que se
querían reconciliar.

San Cipriano excomulgó a los insubordinados"** y vol-
vió a su metrópoli hacia los últimos días de marzo o prime-
ros de abril del año 251, dispuesto a solucionar en un con-
cilio el asunto de los lapsos, que había ocasionado estos
lamentables acontecimientos. Como preparación de este
concilio había escrito el opúsculo o tratado De lapsis, en
donde se lamentaba de la defección de tantos hermanos y
exhortaba a todos los caídos a penitencia. Fue entonces
cuando se reunió el concilio de primavera del año 251, que
aprobó toda la actuación del Obispo de Cartago. En él se
decide recibu* en la comunión eclesial sin previa penitencia
pública a los Hbellatici. Los sacrificati y los thurificati de-
bían hacer penitencia pública durante largo tiempo (diu).

Mientras tanto, otro cisma más serio amenazaba a la Igle-
sia. Tras el martirio del papa Fabián estuvo vacante la sede
de Roma catorce meses. Al frente de la iglesia romana que-
dó el presbiterium; Comelio y Novaciano"^^ eran los perso-
najes más influyentes dentro del clero romano. En el 251
fixe elegido Comelio. Novaciano, herido, acusó a Comelio
de laxista por su benignidad con los apóstatas y se hizo con-
sagrar por tres obispos rurales de Italia a toda prisa y con
engaños, habiéndolos embriagado Desde ese momento,
rodeado de un gmpo de presbíteros, diáconos y admirado-
res, se declaró jefe frente a Comelio. Aunque parece que el
cisma se produjo por motivos personales más que dogmá-
ticos o doctrinales, esta contra-iglesia sigue adelante — el
sínodo romano excomulga a Novaciano el 25 1 — y sabemos


(^'^ Fue Novaciano quien escribió en nombre de la clerecía romana la carta 30 y quizás también la 36.
^'^ Cf, EusEBio, Hist ecles. VI, 43, 8-9.)


24

por Cipriano "^"^ que a la muerte de este hombre contaba
con jerarquía, buena organización y florecientes comunida-
des, sobre todo en oriente. Después se fundirían los nova-
cianistas con otras sectas rigoristas, como los montañistas.

San Cipriano actúa frente a este cisma enérgica y abun-
dantemente, enviando primero delegados a Roma para cer-
ciorarse de los hechos referentes a la ordenación de Come-
lio y a la de Novaciano; escribe a Comelio relatándole lo
que sucede en África con motivo del cisma hace leer pú-
blicamente las cartas de Comelio y expulsa a los emisa-
rios que Novaciano había enviado a Cartago"^^; escribe a
continuación a los confesores de Roma que habían seguido
a Novaciano y los retoma a la Iglesia'*^; escribe también al
obispo Antoniano que dudaba de la legalidad del Obispo de
Roma y de la puridad de su fe^^; vuelve a escribir a Come-
lio y a los confesores de Roma^* y publica el breve pero
admirable tratado De catholicae Ecclesiae unitate. Ahora
bien, con todo eso se había agravado la situación de la Igle-
sia africana, puesto que a principios del año 252 Novato y
los suyos nombraban obispo de Cartago a un tal Máximo y
más tarde los secuaces de Felicísimo reunieron cuatro obis-
pos depuestos en concilios anteriores e hicieron consagrar
obispo de Cartago a Fortunato, uno de los más grandes ene-
migos del legítimo obispo, Cipriano. En la carta 59 resume
toda la problemática para informar al obispo Comelio, por

25



lo que nos aporta im testimonio valioso para el conocimien-
to intemo de la iglesia de África a mitades del siglo iii.

El biógrafo Poncio no dice nada respecto a todos estos
acontecimientos: desde el principio de la persecución de
Decio — a principios del año 250 — pasa a los días luctuo-
sos de la epidemia del 252. Los estragos que causó esta epi-
demia fueron terribles: los enfermos eran abandonados por
sus familiares, que huían del contagio; los muertos eran
amontonados en medio de la calle y eran expoliados despia-
dadamente. El obispo cartaginés congregó al pueblo y le
instruyó sobre el valor de las obras de misericordia y la
práctica de la caridad cristiana. Fue entonces cuando publi-
có sus tratados De oratione dominica, bellísimo comentario
del Padrenuestro; De opere et eleemosynis, motivación a la
caridad; De mortalitate, sobre la esperanza en una vida fu-
tura; y Ad Demetrianum, magnífica apología del cristianis-
mo dirigida a un gentil que se había hecho eco de la voz
pública, que culpaba de la epidemia a los cristianos.

Otro triste acontecimiento dio todavía ocasión al obispo
Cipriano de Cartago para manifestar su generosidad. Unas
cuantas tribus de bárbaros, aprovechando la oportunidad de
haber sido licenciada la legión III Augusta, hicieron irrup-
ción en la Numidia y redujeron a cautividad a muchos cris-
tianos, entre los cuales había algunas vírgenes consagradas
al Señor. Los obispos númidas escribieron al de Cartago
haciéndole saber la desgracia, y éste, haciendo inmediata-
mente una colecta para contribuir al rescate de los cautivos,
les respondió con una carta^^ a la vez que remitía lo recau-
dado.

Mientras tanto Cipriano había llegado a ser el más
acreditado consejero no sólo de la iglesia africana, a la que


26

presidía, sino incluso de todas las iglesias vecinas. Y así
vemos que en el año 253 escribe a Cecilio, probablemente
obispo de Bilta, una extensa carta, en la que combate la
práctica, usual en algunas iglesias africanas, de consagrar
agua en lugar de vino en la Eucaristía^^; al año siguiente
interviene en el asunto de los obispos españoles Basílides y
Marcial quienes querían volver a la dignidad episcopal
después de haber adquirido certificados de apostasía; en el
mismo año escribe al obispo de Roma, Esteban para pe-
dirle la excomunión de Marcial, obispo de Arlés, que seguía
siendo novacianista.

Desde el año 255 al 257 se suscita la cuestión de la
práctica de rebautizar a los herejes, a la cual se refieren las
cartas que van de la 69 a la 75; en la iglesia africana así co-
mo en la del Asia Menor era costumbre volver a bautizar a
quienes habían recibido este sacramento de manos de los
herejes, cuando eran admitidos en la Iglesia católica. En
Roma, en cambio, no se seguía esta práctica, limitándose a
la imposición de las manos. Cipriano, obispo de Cartago,
basándose en que los herejes y cismáticos al no tener la
gracia no podían conferirla, desplegó una actividad ex-
traordinaria en defensa de la aceptada doctrina africana;
remitió cartas, respondiendo las consultas de Magno de
Quinto, obispo de Mauritania de Jovino^^ y de Pompe-
yo^^; congregó en concilio a treinta y un obispos en el año
255, setenta y uno en el año 256 y ochenta y siete el prime-

INTRODUCCIÓN
27

ro de septiembre del mismo año, a fin de comunicar a los
otros obispos y al mismo obispo de Roma^^ su firme de-
terminación de seguir la práctica tradicional. El obispo de
Roma se mostró inflexible y amenazó con la excomunión a
los obispos africanos; pero éstos se mantuvieron firmes
apoyando el prestigio del metropolitano de Cartago y otros
obispos ejemplares como Firmiliano de Capadocia. Nadie ha
sabido nunca cuál fue el final de esta controversia. El hecho
es que entonces empezó la persecución de Valeriano; los
cristianos debieron de unirse todos en aquellos momentos
de angustia y cada iglesia debió de seguir sus costumbres;
por lo menos la de África parece que seguía la práctica de
rebautizar hasta que en el año 314, en el concilio de Arlés,
renunció a ella por propia voluntad. A la época de esta per-
secución pertenecen las últimas cartas, desde la 66.

El obispo de Cartago fiie llamado el día 30 de agosto del
año 257 ante la presencia del procónsul Aspasio Paterno y
condenado al exilio en un pueblecito de la costa llamado
Cúrubis^^ En este refugio empezó el obispo Cipriano a pre-
pararse para el martirio que veía inminente; desde allí es-
cribió el tratado Ad Fortunatum, animando a los cristianos a
sufrir la persecución, y también la carta 76, que escribió a
quienes por su fe habían sido condenados a trabajar en las
minas y en las canteras.

Las últimas epístolas de Cipriano, \ma dirigida al obispo
Suceso y otra a los clérigos y seglares de su obispado ^^
nos dan a conocer casi todos los acontecimientos de su vida
hasta la hora del apresamiento y del martirio, del que nos
han dejado una detallada relación la Vita Cypriani y los
Acta proconsularia.

El nuevo procónsul Galerio Máximo — dicen las Actas —
dispuso que Cipriano volviese a Cartago, cuando hacía un
año que estaba en el exilio. El procónsul, que entonces esta-
ba en Útica, le envió a buscar, mas él, creyendo que el deber
de un obispo era morir entre sus fíeles, se escondió y no se
dejó encontrar hasta que supo que Galerio Máximo estaba
en Cartago.

El día 14 de septiembre del año 258 fue llevado al tri-
bunal del procónsul y condenado a ser decapitado. Inmedia-
tamente se cumplió la sentencia. Cipriano conservó hasta el
último instante el mismo temple de espíritu que había man-
tenido en sus difíciles deberes como cabeza de la iglesia
afiícana en aquellos tiempos calamitosos.

3. Producción literaria y estilo

El estilo literario del obispo Cipriano de Cartago está
muy bien resumido en el elogio que de él hace Lactancio:
«Tenía — dice — un ingenio fácil, abundante, suave y claro,
y esto es la mejor cualidad de un escritor; no se podía decir
qué era lo que más descollaba en él, si la elegancia del ha-
bla, la claridad de la explicación o la fuerza de la persua-
sión»^"^.

(Labriolle^^ compara estas palabras con las de san Jeró-
nimo: «El bienaventurado Cipriano como una ftiente purí-
sima avanza suave y plácido»^, y con las de Casiodoro:
«mana como el aceite con toda suavidad» y hace notar
^ Lactancio, Instituciones divinas V 1 .
P. DE Labriolle, Hist. de la Littérature Chrétíenne, París, 1920, pág, 181.jERÓN.,£p. LVIIIIO. Cas., Instituciones I 19.)



INTRODUCCIÓN
29


cómo los tres coinciden en la apreciación de esta suave elo-
cuencia que se expande.

Por otro lado, es innegable la influencia que en él ejer-
ció Tertuliano; hay fragmentos en sus obras que parecen li-
teralmente inspirados en el impulsivo personaje cartaginés.
Pero, sin embargo, las diferencias entre uno y otro son muy
notables. Tertuliano es vehemente y agresivo hasta el punto
de pasar a menudo los límites de la caridad e incluso los de
la prudencia; Cipriano, al contrario, es mesurado y justo, no
se deja doblegar, pero en su firmeza hay siempre una gran
suavidad; en cuanto al lenguaje son también muy distintos:
el de Tertuliano es más expresivo, más rico de imaginación,
más original, de un léxico más abundante y de una propie-
dad tan grande que demuestra un perfecto dominio de la
lengua; el de san Cipriano tiene más elegancia y distinción,
incluso es gramaticalmente más correcto, pero menos bri-
llante.

Muy lejos de ser Cipriano \m imitador servil de su
maestro venerado, tiene una manera tan característicamente
propia de escribir que, por medio de ella — según San
Agustín^^ — , se puede reconocer la autenticidad de sus
obras.

Su estilo es ampuloso, redundante, casi siempre cargado
de figuras retóricas; pero esta ornamentación excesiva no
empaña nada la transparencia de su pensamiento, no entor-
pece en modo alguno la claridad de sus explicaciones ni la
fuerza de su persuasión

Las cartas ponen de manifiesto el amplio y profimdo
conocimiento que tenía san Cipriano de la Biblia, que queda


(AuG., Ad Vincentium Rogatianum epistula (XCIII 39)
Lact., loe. cit.)



30

reflejado unas veces en citas directas y otras en paráfrasis,
alusiones y referencias a textos bíblicos.

Respecto a la versión de la Biblia utilizada por el obispo
de Cartago, parece claro que maneja al menos otra Vetus di-
ferente de la Vulgata, En algunos pasajes el texto bíblico
transmitido en las citas de san Cipriano contiene respecto al
de la Vulgata diferencias muy notorias.

En la primitiva Iglesia occidental tuvieron que circular
muchas versiones latinas de la Biblia. Las antiguas traduc-
ciones, anteriores a la que llevó a cabo san Jerónimo, cono-
cida como Vulgata, reciben el nombre de Vetus, De ellas te-
nemos documentación, a la vez abundante y fragmentaria,
pues se conocen especialmente a través de las citas bíblicas
de autores latinos cristianos. Por los estudios realizados ca-
be decir que, al menos, hubo una antigua versión en el norte
de África. Tertuliano (160-220) atestigua la existencia de un
texto bíblico latino — en dos ocasiones se refiere a traduc-
ciones incorrectas^*^ — y en los escritos de Cipriano aparece
una versión de la Biblia ya tipificada, con texto fijo y uni-
forme, a la que se suele llamar Vetus Afra. Por otro lado, di-
ferentes estudios muestran que en Roma se empleó un texto
latino de la Biblia que no coincide con el africano: por
ejemplo, en la traducción de la Epístola de san Clemente
Romano, hecha probablemente en la primera mitad del siglo
II, o en el texto bíblico contenido en los escritos de Nova-
ciano, contemporáneo de san Cipriano. Se trataría de la Fe-
tus Itala. También se puede hablar de una Vetus Hispana,
como grupo de traducciones suficientemente caracteriza-
das^^



(™ Adv, Marcionem II, IX 1 -2 y De monogamia XI 11 .
'^^ Cf. T. Ayuso, La Vetus Latina fíispana, I, Madrid, 1953)



INTRODUCCIÓN
31

Estas primitivas versiones, denominadas Vetus — es de-
cir «vieja», «antigua» — son traducciones hechas sobre el
texto griego de los Setenta, y sobre buenos códices de la
llamada forma occidental (o versión B). En cuanto a la tra-
ducción se caracterizan por ser extremadamente literales, re-
sintiéndose constantemente, así las construcciones como el
mismo vocabulario, del influjo griego. Este literalismo ha
tenido la ventaja de hacer fácilmente legible el texto griego
subyacente, con lo cual estas Vetus se han convertido en un
elemento importante para la crítica textual griega de la Bi-
blia. En cuanto a la lengua, usan un latín vulgar, pues los
traductores se preocuparon, sobre todo, de hacer inteligible
el texto bíblico al pueblo.

La multiplicidad de variantes textuales, debidas a las
continuas correcciones, produjeron una gran confusión que
hizo sentir la necesidad de una traducción nueva y uniforme
de la Biblia para todo el Occidente cristiano. El Papa san
Dámaso (366-384) encargó en el año 382 a san Jerónimo la
revisión del texto latino de los Evangelios: así comenzó la
larga tarea — primero, de revisión de las versiones latinas
de textos griegos, y después, de traducción directa del he-
breo al latín — que cuhninó en el año 404. A todo este tra-
bajo de traducción al latín del texto bíblico es a lo que se
áenoxmm Biblia Vulgata.

La aparición de la Vulgata de san Jerónimo señaló el
principio del ocaso de las antiguas traducciones, que siguie-
ron, sin embargo, utilizándose simultáneamente hasta el si-
glo IX.

La producción literaria de san Cipriano, tal y como nos
ha llegado, consta de trece opúsculos y de cincuenta y nue-
ve cartas. De las veintidós cartas que quedan para completar
las ochenta y una que forman el epistolario completo, dieci-
séis son dirigidas a él o relacionadas con los asuntos de su


32
ministerio episcopal y las otras seis son sinodales colectivas
de las cuales fiie el principal o quizás el único redactor.
Los opúsculos son:

Quod idola dii non sint: Obra de los primeros años de su
vida de cristiano, hacia el 246 probablemente, en la cual
pone de manifiesto los errores mitológicos, prueba la exis-
tencia de un Dios único y se extiende en consideraciones
sobre la vida, pasión y muerte de Jesucristo por quien son
salvados los creyentes. Es notoria la brevedad, el dominio
de toda la historia, la brillantez de estilo y de concepto con
que Cipriano prueba la falsedad de los ídolos.

Testimoniorum libri tres aduersus ludaeos: Recopila-
ción de textos de la Sagrada Escritura para probar al desti-
natario del libro, Quirino, que el pueblo judío fue reprobado
y el cristiano elegido, y ofrecerle una breve cristología y un
salvoconducto de buen cristiano. cree que es del año 248.

Ad Donatum: Aunque este tratado, por su forma episto-
lar, pudiera parecer dirigido a esa persona concreta — igno-
ramos quién es ese Donato, ya que en el epistolario de Ci-
priano encontramos al menos cinco del mismo nombre — se
admite más bien que tiene un carácter general. Cipriano, en
efecto, quiere testimoniar el maravilloso cambio que se ha
operado en él mediante el bautismo y con ello animar a los
catecúmenos y paganos hacia la conversión. Incluso podría
haber pretendido el obispo de Cartago apartar, con sus escri-
tos, de la lectura de las obras de Tertuliano, un tanto peli-
grosas para sus lectores. Ahora bien, su origmalidad consis-
te en que Cipriano expone sus estados de alma e inaugura
con ello un género literario, en que se distinguirá como la
máxima figura otro africano, Agustín de Hipona, en sus Con-
fesiones. Corresponde al año 249.

De habitu uirginum: De finales del mismo año 249. Se
trata de una exhortación contra el lujo de las mujeres y de


INTRODUCCIÓN
33

un elogio de la virginidad. Es éste uno de los libros en que
más se descubre la influencia literaria de Tertuliano, autor
de las obras De cultu feminarum, De uelandis uirginibus y
De habitu muliebri, de todas las cuales se valió Cipriano pa-
ra este tratado.

De Catholicae Ecclesiae unitate: Escrito para combatir
el cisma y recomendar a los fieles la perseverancia en la
unidad de la Iglesia. Es el que ha dado más nombre a su au-
tor, y file escrito el año 251.

De lapsis: Este tratado del mismo año 251 se centra en el
problema de los que habían apostatado durante la persecución.

De dominica oratione: Del año 252, cuando la epidemia
que había invadido aquellas tierras hacía tan necesario el
consuelo de levantar la mirada hacia lo alto, hacia el cielo.
Es un tratado de la oración en general y, en especial, del Pa-
drenuestro.

De opere et eleemosynis: Del mismo año 252 y para la
misma ocasión de la peste, intentando estimular la caridad
de los fieles para con los afectados.

De mortalitate: También escrito con ocasión de la peste
del 252 a fin de animar a los fieles a esperar y desear la ver-
dadera vida al otro lado del sepulcro.

Ad Demetrianum: Trata aún sobre la peste de aquel año
252, la cual el destinatario atribuía a la indignación de los
dioses contra los cristianos y en contra de los que los tolera-
ban. El autor aprovecha la oportunidad para hacer ima apo-
logía muy viva de la religión cristiana.

De bono patientiae: Parece haber sido compuesto este
tratado con ocasión de violentas discusiones, surgidas entre
los cristianos de Áfiica, a propósito del bautismo de los he-
rejes. Sin hablar explícitamente, el obispo quiere mantener a
sus fieles en la unidad y en la caridad, predicando la pa-
ciencia, fiiente de la unión y de la paz. Es del año 256. 255.-2



34


Con Tertuliano y Agustín, Cipriano ha sido uno de los
maestros del pensamiento y del estilo en la iglesia de Áfri-
ca, y al mismo tiempo sus escritos son un testimonio del
celo y de la caridad del pastor que conoció muchas pruebas:
la persecución de Decio, la división de sus fieles, los ata-
ques de los herejes, la terrible peste que asoló el Imperio
romano, entre 252 y 254, y finalmente el martirio.

De zelo et liuore: Complemento del anterior y escrito
poco tiempo después contra la envidia y la celosía, que son
los vicios causantes de los cismas.

Ad Fortunatum: Colección de sentencias extraídas de
las Sagradas Escrituras, con la intención de infundir valor a
los cristianos en la nueva persecución promulgada por Va-
leriano. Este tratado es del 257.

Además han sido atribuidos a nuestro autor muchos
otros opúsculos que hoy ya todo el mundo reconoce como
espurios, entre los cuales son notables éstos:

De laude martyrii: Se encuentra en el catálogo anónimo
del 359^^ donde se recogen los libros canónicos de la Sa-
grada Escritura y las obras de san Cipriano; pero su estilo
hinchado es evidentemente impropio del santo obispo de
Cartago. Alguien lo atribuyó a Novaciano, pero parece que
tampoco es suyo,
Aduersus ludaeos: También figura en el catálogo del
359, pero tampoco se aviene con el estilo ciprianeo; ante-
riormente fue tenido por una traducción del griego, probán-
dose posteriormente que tal opinión no es exacta. Este sí
que podría ser de Novaciano.
De montibus Sina et Sion: De autor todavía no conoci-
do, pero probablemente del tiempo de san Cipriano.
"^^ Descubierto por Mommsen en un manuscrito del siglo x de la biblioteca de Felipe de Cheltenham (cf. Hermes 21 [1886], y Gesamm. Schriftenl[m% 282).



INTRODUCCIÓN
35


De spectaculis: Quizás de Novaciano.

De bono pudicitiae: Del mismo autor probablemente.

Ad Nouatianum: Alguien lo ha creído del papa Sixto II,
mas del contenido y análisis del mismo texto parece dedu-
cirse que fue escrito unos cuantos años antes.

Aduersus aleatores: Hamack lo tomó por obra del papa
Víctor II, pero ha de ser posterior, pues quien lo escribió
tenía que conocer las obras de san Cipriano y de una forma
especial el opúsculo Testimoniorum libri tres aduersus lu-
daeos.

De baptismate: Es, efectivamente, del tiempo de san
Cipriano y obra de un obispo, pero no de Cartago, sino de
Mauritania o quizás de Italia. Está en relación con el bau-
tismo conferido por los herejes.

4. El epistolario: manuscritos y ediciones

El Corpus epistolar de Cipriano de Cartago, además de
ser una fuente importante para la historia de la Iglesia y del
Derecho canónico, es un monumento extraordinario del la-
tín cristiano. Efectivamente, mientras sus tratados acusan la
influencia de procedimientos estilísticos, sus cartas repro-
ducen el latín hablado de los cristianos cultos del siglo iii.
Para encontrar al escritor eclesiástico y al antiguo profesor
de retórica, familiarizado con la frase de Cicerón, tenemos
que acudir a sus libros, donde le encontramos con el brillo
de su estilo.

Pero las cartas de Cipriano constituyen, además, xma
fuente inagotable para el estudio de un período interesantí-
simo de la historia de la Iglesia, puesto que reflejan los
problemas y las controversias con que tuvo que enfrentarse
la administración eclesiástica a mediados del siglo iii: nos
traen el eco de las palabras de eminentes personalidades de
la época, como el propio Cipríano, Novaciano, Comelio,

36

Esteban, Firmiliano de Cesárea y otros; nos revelan las es-
peranzas y los temores, la vida y la muerte de los cristianos
en una de las provincias más importantes entonces de la
cristiandad.

La colección de las cartas — tal como la poseemos hoy —
se ha formado poco a poco. San Cipriano guardaba copia de
las cartas que enviaba y les adjuntaba las respuestas a las
que hacían referencia: así tenía siempre a mano, para poder-
lo comunicar a quienquiera que fuese, lo que había escrito a
los otros. En diversas ocasiones él mismo dice en sus cartas
que a ellas les adjunta otras, bien suyas, bien de las que ha-
bía recibido. Jimto con la carta 20 envió al clero de Roma, a
fin de justificar su huida, las copias de trece cartas que ha-
bía dirigido a los clérigos de Cartago, a los confesores, a los
exiliados y a todos los fieles; con la 25 envió cinco a Cal-
donio explicando su actuación en el asunto de los lapsos;
juntamente con la 32 envió a los clérigos de Cartago copias
de las cartas dirigidas por él a los clérigos y a los confesores de Roma y de las respuestas que ellos le habían hecho.

De esta manera empezó él mismo a formar pequeñas
colecciones parciales de cartas referentes al mismo tema'^^
Después de su muerte, sus discípulos fueron ampliando estas
colecciones y las destinaron a la edificación e instrucción de
los fieles De las ochenta y una piezas que comprende el
Corpus epistolar en las ediciones modemas, dieciséis fueron
escritas a Cipriano o al clero de Cartago: este último grupo
contiene cartas del clero de Roma, de Novaciano, del obispo
Comelio de Roma y otros.

La colección completa de las cartas no aparece conser-
vada en manuscrito alguno, y casi todos ellos difieren en

''^ P. MoNCEAUx, Saint Cyprien, Évéque de Carthage, París, 1914, págs. 322-324.
L. Bayard, Saint Cyprien, Correspondance, París, 1925, pág. 46.



INTRODUCCIÓN
37

cuanto al número y orden de las mismas cartas. Han sido
dos los sistemas fimdamentales de agrupar las cartas: se ba- .
sa el primero en la analogía de los sujetos, en tanto que el
segundo reúne las cartas dirigidas a los mismos destinata-
rios. Curiosamente, algunos copistas han combinado los dos
sistemas en las piezas de un mismo periodo, originando un sis-
tema mixto que, en general, siguen nuestras ediciones mo-
demas.

Si tenemos en cuenta el contenido de los manuscritos, la
mayor parte de los grupos de cartas del obispo Cipriano
debieron circular aisladamente durante el medioevo, siendo
incluidos con frecuencia muchos de éstos a continuación de
los tratados. Ahora bien, de la comparación de los manuscri-
tos se deduce la no existencia, es decir, la falta de una edi-
ción completa antes de los tiempos modemos, puesto que
ninguno de los manuscritos contiene la correspondencia to-
da ni concuerdan ellos en cuanto al orden ni en cuanto al
número de cartas.

A Harte^^ que es, como veremos, el editor cuya obra
sigue hoy siendo fimdamental, los distintos investigadores y
estudiosos le atribuyen en su edición de las obras ciprianeas
el uso de pocos manuscritos — en realidad más de cuaren-
ta — , el preferir una parte de la tradición manuscrita debida
a una inadecuada valoración del material y sus relaciones, el
no valorar excesivamente el codex Veronensis y algunos re-
centiores que proceden de una tradición antigua y el descui-
dar las variantes en las citas bíblicas que más se separan de
la Vulgata, No obstante, mérito fundamental de Hartel es ha-
berse planteado la cuestión y problema de la tradición manus-

«Sancti Thascii Caecilii Cypriani opera omnia». Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum (CSEL), edit. W. Hartel, vol. III, Viena, 1872; ibíd., «Vita Cypriani», págs. 90-1 10; ibíd., «Acta Proconsularia Cypriani», págs. II 0-1 14.



38

crita ciprianea sobre unas nuevas bases críticas, el reconoci-
. miento de la contaminación y la individualización de algunos
códices, considerados los mejores dentro de cada familia.

4. 1. Manuscritos

Von Soden^^ ha advertido en los manuscritos cuatro
grupos de cartas que quizás corresponden a cuatro coleccio-
nes comenzadas a formar por el mismo autor: a) cartas en
forma de tratado: 55, 63; b) cartas en donde habla de la pro-
fesión de fe y del martirio: 6, 10, 28, 37, 11, 38 y 39; c)
cartas a Cornelio: 44, 45, 47, 48, 51, 52, 57, 59 y 60; y
d) cartas referentes a la cuestión bautismal: 2, 64, 67, 69,
70, 71, 73 y 74.

Estos grupos se encuentran diversamente ordenados en
los manuscritos. Basándose en eso, Von Soden ha podido
establecer un principio de clasificación por familias de los
manuscritos más importantes. El número de manuscritos
que poseemos es muy grande. Hartel usó más de cuarenta
para su colección; Von Soden examinó ciento cincuenta y
siete de ellos y citó veintiuno más. Se deben añadir, además
los índices de manuscritos perdidos, que se encuentran en
los catálogos de las bibliotecas medievales y algunas cola-
ciones hechas por humanistas en ediciones antiguas, como
por ejemplo la de Latino Latini del Codex Veronensis y del
Beneuentanus,

Los manuscritos más antiguos son los fragmentos del
Codex Bobiensis (F) del siglo v-vi, parte del cual se encuen-
tra en Turín^'^ y otra parte en Milán y el Codex Seguieria-
H. F. VON Soden, Die Cyprianische Briefsammlung, Leipzig, 1904,
XXV 3.
Peyron, Ciceronis orationum fragmenta, págs. 156 ss.
C. H. TuRNER, «A newly discovered leaf of a Fifth-Century Ms. of St. Cyprian, The Turin and Milán íragments», The Journal of TheoL Stu2 (1901), 276-288.



INTRODUCCIÓN
39



ñus (S) del siglo vi-vii, actualmente en la Biblioteca Nacio-
nal de París, núm. 10592^^. Tanto uno como otro contienen
sólo un número muy pequeño de cartas, pero, aún así, son
Utilísimos para la fijación del texto.

Hay que mencionar también entre los más importantes
manuscritos el Codex Laureshamensis (L), del siglo ix, ac-
tualmente en Viena, núm. 962; el Parisinus (P), del siglo ix-
X, en la nacional de París, núm. 1656 A; y el Casinas (N),
del siglo X, que pertenecen a una misma familia

El Monacensis (M), del siglo ix, en Múnich, núm. 208,
y el Trecensis (Q), del siglo vm-ix, en Troyes, núm. 581.
Estos dos manuscritos coinciden casi siempre: evidentemen-
te son copias de im mismo arquetipo.

Otro Monacensis (M), en Múnich, núm. 18203; este
manuscrito, aunque muy reciente —pues es del siglo xv — ,
representa sin embargo una tradición antiquísima, como lo
prueban sus coincidencias con los perdidos Veronensis (V)
y Beneuentanus, que conocemos por las colaciones que hizo
Latini para la edición de Manucio de 1563 en Roma. El
Reginensis (T), del siglo x, en Roma, interesante por haber
conservado todos los errores de las cartas 8, 21, 22, 23 y 24,
que están llenas de faltas de gramática. El Bambergensis
(B), del siglo XI, el Sangermanensis (C), del siglo ix, y el
Reginensis (R), también del ix.

Hartel había creído poder asignar estos manuscritos a
tres familias de valor desigual. La primera estaría constitui-
da por L, N y P, la segunda por M, Q y T; y la tercera por C
yR.


C. H. TuRNER, «The original order and contents of our oidest Ms. of St. Cyprian», The Journal of TheoL Studies 3 (1902), 282-285, Ramsay, «The contents and order of the manuscripts LNP», The Journal of TheoL Studies 3 (1902), 585-594.



40

Von Soden, estudiando el orden de las cartas en los ma-
nuscritos, ha podido llegar a conclusiones más seguras. Pue-
den formarse cuatro grupos de manuscritos, dos de origen
africano y dos de origen romano. El manuscrito más impor-
tante del primer grupo es L y a esta familia pertenecen tam-
bién N y P; el segundo grupo está representado por M; el
tercero por M y Q, y el cuarto por T.

4. 2. Ediciones

De las muchas ediciones antiguas de san Cipriano men-
cionaremos solamente las que representan hitos en la histo-
ria de la fijación del texto del Epistolario.

La primera edición apareció en Roma el año 1471. Se
trata de una edición basada en el ms. Parisinus y, por eso,
incompleta, realizada por J. Andreas, obispo de Aleria^^

Un gran paso en la mejora del texto representa la edi-
ción de Erasmo, Basilea, 1520^^, hecha después del estudio
de nuevos manuscritos.

La de Manucio^^, preparada por Latino Latini, reprodu-
ce la de Erasmo mejorada con las colaciones de otros bue-
nos manuscritos, y contiene un número mayor de cartas que
las anteriores.

Es preciso citar también la edición J. de Paméle^"^, que
contiene ya todas las cartas e intenta establecer un orden
cronológico; la de Rigault^^ las de Fell y Pearson*^, dando
esta última un orden cronológico casi exacto.



^' Fue reimpresa en Venecia, en 1471 y 1483, en Memmingen en
1477, en Deventer el mismo año y en París en 1500 y 1512.
Sus principales reimpresiones son: Lyón, 1537; Amberes, 1541;
Colonia, 1544; y Venecia, 1547.
Roma, 1563. ^ Amberes, 1568. París, 1648. Oxford, 1682.



INTRODUCCIÓN
41


La edición fundamental es todavía actualmente la de G.
von Hartel^^ que contiene los opúsculos, las cartas y los es-
critos apócrifos. El texto está, en general, bien establecido:
el autor trabajó sobre un gran número de manuscritos, y pu-
do, consiguientemente, dar una obra cuidada y completa,
casi perfecta en lo que se refiere a las cartas del santo; en
cambio, él mismo confiesa haber prácticamente ignorado
aquellas que, al haber sido escritas por iletrados, están lle-
nas de errores de sintaxis.

La edición de Bayard^^ llena los vacíos de la anterior;
teniendo a la vista los trabajos de Mercati^^, de Miodons-
ki^^ de P. Capelle^^ y de Von Soden ha podido en mu-
chos casos mejorar el texto de Hartel; ha dado algunas lec-
turas de V ignoradas por el editor vienés, ha restablecido el
latín bárbaro de las cartas de los corresponsales de san Ci-
priano y ha fijado el texto de las citas de la Biblia afi-icana.
Esta edición va acompañada de un breve aparato crítico, tan
breve que no puede ser usado si no es como complemento
del de Hartel

En la presente traducción de las cartas del obispo de
Cartago hemos seguido la edición de Bayard.

«Sancti Thascii Caecilíi Cypriani opera omnía», Corpus Scriptorum Ecdesiasticorum Latinomm (CSEL), edit W. Hartel, vol, III, Viena, 1872.
L. Bayard, Saint Cyprien, Correspondance, 2 vols., Collection des Universités de France, París, 1925.
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H. F. VON SoDEN, «Das neue Test, in Afrika zur Zeit Cyprians»,
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42

De entre los datos que aportan los diferentes estudios ci-
prianeos basados en la investigación de manuscritos, cabe
destacar:

Bévenot^^ aunque sigue la línea de investigación de
Von Soden, establece nuevos criterios de clasificación de ma-
nuscritos en familias, a partir del estudio del tratado cipria-
neo De catholicae Ecclesiae unitate. Las cartas han ido
uniéndose al corpus por separado o en pequeños grupos, y
no existe, por consiguiente, uniformidad en la transmisión;
por el contrario, los tratados aparecen en la mayoría de ma-
nuscritos que contienen colecciones de Cipriano, y gene-
ralmente agrupados desde el comienzo, como formando una
unidad. Por lo cual Bévenot llega a decir que los manuscri-
tos seleccionados como «mejores» para xm tratado, también
lo serán para los otros; y que dicho estudio puede aportar
resultados orientativos para las cartas ciprianeas o, por lo
menos, para buen número de ellas.

Dada la gran contaminación que invade la tradición ma-
nuscrita del obispo de Cartago, Bévenot encuentra dificul-
tades en la plasmación de un stemma general de los manus-
critos. Ahora bien, logra clasificar los más recientes y con-
sigue asimismo aislar los más importantes, de cuya combi-
nación obtendrá como resultado el mejor y más completo
texto, rectificando la datación y la valoración de los manus-
critos realizada por Von Soden.

Las ediciones sucesivas de las obras de san Cipriano,
auténticas o espurias, aparecidas en el Corpus Christiano-



(M. BÉVENOT, «Cyprian», New Catholic Encyclopedia, New York...
Londres, Sydney, 1967, vol. IV; The tradition of manuscripts, A study in the transmisión ofSt. Cyprian's treatises, Oxford University Press, 1961; St. Cyprian 's De unitate chp. 4 in the light of the manuscripts, Universidad Gregoriana de Roma, Roma, 1 939, pág. LXXXVI.)



INTRODUCCIÓN
43

rum Latinorum se mueven en la revalorización del Codex
Veronensis efectuada por Mercati y Petitmengin, y la utili-
zación de los manuscritos señalados como «mejores» por
Von Soden y Bévenot. Los eruditos de la Contrarreforma se
sirvieron, para la edición romana de Cipriano del año 1563,
de un antiguo manuscrito de Verona, luego desaparecido.

Hay que decir también que la valoración del Codex Ve-
ronensis resulta muy desigual entre los estudiosos: Von So-
den le reserva el núm. 1 de su lista cronológica; P. Capelle
lo considera muy bueno; Pasquali presenta la colación de
Latino como típico del principio recentiores non deteriores;
Hartel lo tiene por muy antiguo, afirmando Bayard que el
texto de V ha sufrido la acción de un corrector; Bévenot si-
gue V con reservas, por lo que un escaso número de leccio-
nes, consideradas como seguras, figuran en su aparato critico.
Y, porque ofrece poco material, lo elimina definitivamente
en su selección final de manuscritos.

Los diferentes editores del obispo Cipriano en el Corpus
Christianorum Latinorum recogen la lista de los «mejores»
manuscritos dada por Bévenot, alargando de esta forma la
lista restringida de Hartel Simonetti establece algunos cri-
terios que afectan al corpus completo de san Cipriano, acep-
tando de Bévenot la imposibilidad de reconstruir un stemma
codicum, a la vez que demuestra que algimas lecciones erró-
neas derivan de un único ejemplar en el que se ha producido
la corrupción. Este arquetipo común quizá se encuentre en
las primeras ediciones de un corpus ciprianeo, realizadas
entre finales del siglo in y principios del iv, tal como lo in-
dica la importancia conseguida por los escritos de nuestro
obispo ya en tiempos de las controversias donatista y pela-
giana, y el testimonio de la lista de Cheltenham. La presen-
cia de errores antiguos, en una tradición manuscrita tan am-
plia y complicada por la contaminación horizontal y trans-
versal, invita al editor a seleccionar los manuscritos, esco-
giendo los representativos de las ramas tradicionales más im-
portantes y considerados independientes.






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1^

Cipriano a los presbíteros, diáconos y pueblo de Furni

Cipriano está sorprendido de que, contra lo acordado en un
concilio, Geminio Víctor ha designado tutor al presbítero Faustino, por disposición testamentaria y en trance de muerte; exige que se observe la resolución establecida.

Cipriano saluda a los presbíteros^, diáconos^ y pueblo
de Furni

(' No consta el año de la redacción de esta carta, y por eso hay mucha variedad en su orden de colocación dentro de los distintos epistolarios. Nosotros seguimos el del canónigo Bayard, que es el mismo de Hartel.
^ La palabra presbyter tiene un carácter más bien técnico, y predomina como cargo dentro de la administración eclesial. Cipriano la utiliza para designar al sacerdote, pues el vocablo sacerdos lo emplea muchas veces con el signifi- cado de obispo. Más adelante, en nota a la carta 3, nos referimos a sacerdos.
^ «Diácono» es una palabra griega; en época helenística y en epigrafía tiene la acepción de «servidor de un templo», y ése es el significado de diácono, en el latín de la Iglesia, que se ha conservado hasta nuestros días. Tras la subida de Cristo a los cielos los apóstoles crean este ministerio, tal como se relata en los Hechos de los Apóstoles, 6, 1-7: el diaconado es, pues, en la Iglesia un ministerio sagrado de origen apostólico. El Concilio Vaticano II recoge, confirmando la realidad transmitida de edad en edad, que los diáconos sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. (Cf. Const., Lumen Gentium 29.)
^ Fumi era un pueblo, sede episcopal, de Túnez, dentro del valle de la Medjerda, del cual se hace mención en el concilio cartaginés del año 256.)



Vivamente nos afectó, tanto a mí como a mis colegas
que estaban presentes, hermanos carísimos, y a todos nues-
tros presbíteros que nos aconsejaban, saber que nuestro her-
mano Geminio Víctor había hecho, a la hora de la muerte,
un testamento en el cual nombraba tutor al presbítero Gemi-
nio Faustino ^ estando como está decretado ya hace tiempo
en un concilio episcopal^ que nadie nombre en su testamen-
to como tutor o curador a ningún clérigo ni ministro de
Dios, ya que quienes han recibido el honor del sacerdocio
divino y han sido constituidos miembros del clero, no han
de servir sino al altar y a los sacrificios, y se han de ocupar de sus plegarias y oraciones. Pues está escrito: «Un soldado
de Dios no se compromete con negocios seculares si quiere
complacer a aquel que le ha tomado a su servicio»^, Y si
eso se ha dicho de todos en general, ¿con cuánta más razón
no deben implicarse en las preocupaciones molestas y en los
entorpecimientos de las cosas del mundo aquellos que, es-
tando consagrados a las de Dios y del espíritu, no pueden
alejarse de la Iglesia para ocuparse de asuntos terrenos y se-
culares? Esta disciplina y esta religión tuvieron los levitas
de la antigua ley, de modo que, dividiendo once tribus la
tierra y repartiéndose su posesión, la de Leví, dedicada al
servicio del templo, del altar y de los ministerios divinos, no
recibió nada de aquella distribución, sino que se ocupó úni-
camente del culto de Dios mientras las restantes se dedica-
ban al cultivo de la tierra, y recibía de las otras once para su subsistencia el diezmo de los frutos que la tierra producía.



(^ Se cree que el presbítero Faustino fiie después obispo de Fumi.
^ No se sabe a qué concilio hace referencia san Cipriano. Por el iam pridem («hace tiempo») usado aquí, parece que había de ser de tiempos antiguos, pero después, en esta misma carta (2, 2), supone que era contemporáneo: dice que se había celebrado nuper («recientemente»). )




Eso se hacía así entonces por disposición del mismo Dios,
para que quienes se ocupaban en obras divinas no se distra-
jesen con ninguna otra cosa ni se viesen apremiados a pen-
sar o a meterse en negocios seculares. Hoy rige para los
clérigos la misma disciplina: quienes en la Iglesia del Señor
son promovidos a la ordenación clerical, no deben ser des-
viados bajo ningún concepto de la administración de las co-
sas divinas, con el fin de que no se sientan atraídos por los
cuidados molestos y los negocios del siglo, sino que, reci-
biendo con honor parte de los fiiitos que sus hermanos les
ofi*ecen en sustitución de los antiguos diezmos, no se apar-
ten del altar ni de los sacrificios y vivan día y noche ocupa-
dos en las cosas del cielo y del espíritu.

Teniendo escrupulosamente eso presente y mostrando
una providencia saludable los obispos antecesores nuestros,
determinaron mandar que ningún fiel moribundo nombrase
a un clérigo como tutor o curador y que, si alguien lo hacía,
no se ofrecieran sufi*agios por él ni se celebrase el sacrificio por su descanso. Pues no merece ser nombrado ante el altar de Dios en la oración de los sacerdotes quien quiso que se alejasen del altar los sacerdotes y ministros. Por este motivo Víctor, que se atrevió a nombrar tutor al presbítero Geminio Faustino, contra la disposición dada no hace mucho por los obispos^ reunidos en concilio, no ha de recibir nuestra oblación por su descanso, ni habéis de hacer ninguna plegaria
por él dentro de la Iglesia, a fin de que se cumpla por todos
nosotros el decreto que los obispos piadosa y obligatoria-
mente promulgaron y al mismo tiempo aprendan los otros
fieles a no desviar hacia las ocupaciones seculares a los sa-
cerdotes y ministros de Dios ocupados en el servicio del al-



(^ Muy frecuentemente toma el autor la palabra sacerdos con la significación de sacerdote en su plenitud, esto es, de obispo. )



tar y de la Iglesia. Pues, si ahora se castiga la falta cometida, será más fácil evitar que se repita respecto de los clérigos. Deseo, hermanos carísimos, que tengáis siempre buena salud.



2

Cipriano a Enerado

Documento epistolar de contenido eminentemente pastoral en
la historia del cristianismo primitivo, por medio del cual da respuesta doctrinal aclaratoria a la consulta del obispo de Tina, en Bizacena.

Cipriano a su hermano^ Eucracio salud.

1 Por tu afecto y por el respeto que nos tenemos creíste
que debías consultarme, hermano carísimo, sobre un his-
trión que hay ahí entre vosotros que todavía persevera en el
ejercicio vergonzoso de su arte y que, hecho instructor y
maestro, no para enseñar a los jóvenes sino para corromper-
los, va inculcando a los otros lo que desgraciadamente él aprendió: si un sujeto así debe tener parte con nosotros. Yo

(^ Hermano: esta palabra, en el Nuevo Testamento, designa corrientemente a los que tienen la misma fe: es, pues, el nombre que los cristianos de la Iglesia primitiva se daban entre sí. En la comunidad fraterna de la primitiva Iglesia, esta expresión se fiindamenta en Jesús como hermano y como el nuevo Adán, y en el nuevo mensaje de Jesús, apareciendo como
actitud ftmdámental de esta comunidad fraterna el amor, que une a todos los cristianos entre sí; el presupuesto del amor fraterno cristiano es el común renacer por la fe en el Señor y en su amor redentor. En los Hechos de los Apóstoles, las cartas apostólicas y el Apocalipsis se aplica a todos los cristianos la denominación general de hermanos.
'° Era, probablemente, el obispo de Tina, asistente al concilio celebra- do en el mes de septiembre del año 256.)



creo que no está conforme ni con la majestad de Dios ni con
la doctrina del Evangelio que la pureza y el honor de la
Iglesia sean manchados con un contacto tan vergonzoso y
tan infamante. Pues, estando como está prohibido en la
Ley vestirse de mujer los hombres y considerándose mal-
ditos los que lo hacen, ¿no es mayor crimen no sólo ponerse
vestidos femeninos, sino, bajo el magisterio de un arte im-
púdico imitar incluso con el gesto a los indecentes, liberti-
nos y afeminados?

Y que nadie se excuse con que él ya ha cesado en las re-
presentaciones teatrales, cuando las enseña a los otros. Pues
nadie, en efecto, creerá que ha cesado quien ha puesto en su
lugar a otros actores y muchos sustitutos en vez de uno solo,
dando a conocer y enseñando, contra el mandato divino, el
modo de trocar a un hombre en mujer y el arte de cambiar
de sexo y de dar gozo al diablo que profana la obra de Dios,
sirviéndose de la perversidad de gente corrompida y viciosa.
Si tal individuo alega su penuria y la necesidad en que le
puso la pobreza, puede su indigencia ser aliviada entre los
otros que son alimentados por la Iglesia, mientras se conten-
te con alimentos frugales y sanos, y no crea que le damos un
sueldo a fin de que no peque, por cuanto esto le interesa a él
y no a nosotros. Por otro lado, suponiendo que saque de eso
todo el provecho que quiera, ¿qué clase de provecho es el
que arranca a los hombres del banquete de Abraham, de Isaac
y de Jacob y, atiborrados miserable y perniciosamente en
este siglo, los conduce a los suplicios eternos del hambre y
de la sed? Por eso, haz todo lo que puedas por retomarlo de
su mal vivir y de su deshonra al camino de la inocencia y a
la esperanza de su vida, de manera que se contente con los

(Cf. Deut 22, 5: «No llevará la mujer vestidos de hombre, ni el hombre vestidos de mujer, porque el que tal hace es abominable a Yavé, tu Dios».)



alimentos de la Iglesia, más frugales, es cierto, pero salu-
dables. Y si acaso vuestra Iglesia no tiene medios suficien-
tes para alimentar a los indigentes, que venga a la nuestra, y
aquí recibirá lo que necesite para comer y vestir, y no ense-
ñará mortíferas doctrinas a los otros fiiera de la Iglesia, sino que aprenderá él mismo dentro de la Iglesia doctrinas saludables. Deseo, hijo carísimo, que sigas bien de salud.



3

Cipriano a Rogaciano

Desde el profundo pesar que Cipriano siente al conocer la acti-
tud de un diácono rebelde respecto a su obispo Rogaciano, se solidariza con éste y le anima a emplear los poderes de la dignidad episcopal contra ese diácono.

Cipriano saluda a su hermano Rogaciano

Tanto yo como mis colegas presentes, carísimo herma-
no, nos hemos sentido afectados grave y dolorosamente por
el contenido de tu carta en la cual te quejabas de tu diácono
que, sin parar mientes en tu dignidad episcopal ni acordar-
se de las obligaciones de su ministerio, se ha revuelto contra



(De entre los diversos Rogacianos a los que hacen referencia las cartas de san Cipriano, parece que el destinatario de la presente fue el obispo de Nova, el mismo que con Cipriano y otros colegas dirigió una sinodal, la 57, al papa san Comelío.
Sacerdos es un término de la religión romana, cuyo significado es el de «sacerdote» en general. Fue adoptado por la lengua de la Iglesia para referirse sobre todo a los obispos, inicialmente; después a obispos y presbíteros, y muchas veces solamente a los presbíteros, cuando se hace necesario resaltar su carácter de ministro sagrado, persona consagrada.)




ti, difamándote e injuriándote. Y tú te has portado realmente
de un modo que es a la vez una honra para mí y una prueba
más de tu usual humildad, ya que preferiste dirigirme tus
quejas cuando podías castigarlo inmediatamente, como te
autorizan tus facultades episcopales y la autoridad de tu cá-
tedra, seguro de que todos tus colegas habríamos visto bien
todo lo que hubieses hecho, en uso de tu potestad de obispo,
contra este insolente diácono tuyo. Contra hombres como
éste tienes la legislación divina, ya que el Señor Dios se ex-
presa así en el Deuteronomio: «Todo hombre que cometiera
la insolencia de no obedecer al sacerdote o al juez, quien
quiera que sea en aquellos días, será condenado a muerte, y
al saberlo el pueblo tendrá miedo, y ya no obrará impíamen-
te en el futuro» Y para que comprendamos que estas pa- i
labras proceden realmente de la soberana majestad de Dios
para honor y defensa de sus sacerdotes, cuando tres de sus
ministros, Coré, Datán y Abirón, osaron enorgullecerse y le-
vantar la cerviz contra el sacerdote Aarón^^ se los tragó y
devoró la tierra, que se abrió bajo sus pies, pagando con ello
el castigo de su audacia sacrilega. Y no sólo ellos, sino que
los otros doscientos cincuenta que les secundaron en su re-
belión fueron consumidos por el fuego que hizo brotar el
Señor, para demostrar que los sacerdotes de Dios son ven-
gados por aquel que hace a los sacerdotes. Asimismo en el
libro de los Reyes, cuando el sacerdote Samuel fue despre-
ciado por el pueblo judío a causa de su ancianidad, como tú
ahora, el Señor airado exclamó: «No te han despreciado a ti,
sino a mí» Y para que se vengase esto, les dio como rey a
Saúl, con el fin de que les doblegase con duros trabajos, y
abatiese bajo sus pies y oprimiera con toda clase de ultrajes
y aflicciones al pueblo orgulloso, y el sacerdote despreciado
por el pueblo altivo quedase vengado con un castigo divino.

También Salomón, inspirado por el Espíritu Santo, nos
atestigua y manifiesta cuáles son la dignidad y el poder sa-
cerdotal diciendo: «Teme a Dios con toda tu alma y respeta
religiosamente a sus sacerdotes». Y en otro lugar: «Honra al
Señor con toda el alma y reverencia a los sacerdotes» El
santo Apóstol recuerda estos preceptos, según leemos en el
libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando le increparon:
«¿Así ultrajas al sacerdote de Dios con imprecaciones?»,
respondió diciendo: «No sabía, hermanos, que fuese el pon-
tífice. Pues está escrito: No injuriarás al príncipe de tu pue-
blo» El mismo Jesucristo, nuestro Señor, rey, juez y Dios
nuestro, guardó hasta el día de su pasión el respeto debido a
pontífices y sacerdotes, a pesar de no haber temido ellos a
Dios ni reconocido a Cristo. En efecto, después de haber cu-
rado al leproso, le dijo: «Vete y preséntate al sacerdote y
haz la ofi-enda» Con la misma humildad con que nos en-
señó a ser humildes, aún llamaba sacerdote al que sabía que
era sacrilego. De la misma manera, en el momento de la pa-
sión, después de recibir la bofetada e increpándosele: «¿Así
respondes al pontífice?», nada injurioso dijo él contra la
persona del pontífice, sino que se limitó a defender su ino-
cencia con estas palabras: «Si he dicho algo mal, reprénde-
me por lo malo, pero si he hablado bien, ¿por qué me pe-
gas?» Todo lo cual hizo él humilde y pacientemente para
ofi-ecemos un ejemplo de humildad y paciencia. Nos enseñó
que los sacerdotes verdaderos han de ser honrados legítima
y plenamente al comportarse él así con los sacerdotes falsos.


Y no deben olvidar los diáconos que a los apóstoles, es 3
decir, que a los obispos y jefes los eligió el Señor, mien-
tras que los diáconos fueron elegidos por los apóstoles des-
pués de la subida del Señor a ios cielos, como ministros de
su episcopado y de la Iglesia. Por lo que si nosotros no po-
demos rebelamos contra Dios, que hace a los obispos, tam-
poco los diáconos se pueden rebelar contra nosotros por
quienes son hechos diáconos. Y por ello es necesario que el i
diácono, de quien nos escribes, haga penitencia por su inso-
lencia, para que reconozca el honor que se debe al sacerdo-
te, y que dé una satisfacción con toda humildad al obispo,
que es su jefe. Así es como comienzan las herejías, así es
como los cismáticos dan principio a sus maquinaciones,
presumiendo de sí, menospreciando a su superior, hincha-
dos de soberbia. Así se separa uno de la Iglesia y se edifica
un altar profano fiiera de ella y se subleva contra la paz de
Cristo y el orden y unidad de Dios, Por lo que, si sigue exa- 3
cerbando y provocando con vituperios, emplearás contra él
los poderes que tu dignidad te da, hasta deponerlo o exco-
mulgarlo. Pues si el apóstol Pablo escribiendo a Timoteo
dijo: «Nadie desdeñe tu juventud» con más motivo deben
decirte tus colegas: «Nadie menosprecie tu ancianidad». Y 4
ya que nos dices que hay otro sujeto asociado a dicho diá-
cono que participa de su orgullo y audacia, también a este
tal y a otros que pudiere haber como él, y actuaren contra el
obispo de Dios, les puedes o castigar o excomulgar. Ahora



(Episcopus es un vocablo griego cuyo significado originario era el de «supervisor». Cuando el cristianismo hace su entrada en la sociedad romana, la nueva doctrina e instituciones son formuladas en latín, siendo lo normal y frecuente que el latín cristiano adopte términos griegos. Este término no es en Cipriano tan frecuente como sacerdos para referirse al obispo. )



bien, les exhortamos a que reconozcan su pecado y hagan
por él penitencia y no se opongan a la realización de nues-
tros propósitos. En efecto, nos es más grato, más deseable,
vencer con indulgente paciencia los agravios y las injurias
particulares que castigarlos con poderes episcopales. Deseo,
hermano carísimo, que sigas bien de salud.



4

Cipriano a Pomponio

En su respuesta a Pomponio llama Cipriano la atención respec-
to a las tradiciones de velar por los hermanos y mantener la disciplina eclesiástica a los que después de haberse consagrado a Dios se olvidan de sus mandamientos,

Cipriano, Cecilio, Víctor, Sedato, Tértulo y los presbíte-
ros presentes saludan a su hermano Pomponio ^^

Hemos leído, carísimo hermano, la carta que nos hiciste
llegar por medio de nuestro hermano Pacomio, solicitando y
deseando que te respondamos qué nos parece respecto de
esas vírgenes de las cuales, una vez que habían decidido con
firmeza mantener su estado de continencia, se ha sabido
después que habían dormido en el mismo lecho con hom-
bres, de los cuales dices que uno era diácono; que ellas
mismas, después de confesar que realmente habían pernoc-
tado con varones, aseguran permanecer íntegras. Como
quiera que has solicitado nuestro consejo en este asunto, has
de saber que nosotros no queremos apartamos de las tradi-
ciones evangélicas y apostólicas, omitiendo que se cuide vi-



(Era obispo de Dionisiana, de la provincia Bizacena. )


gorosa y constantemente de nuestros hermanos y hermanas
y se observe la disciplina eclesiástica por todas las vías úti-
les y saludables, ya que el Señor habla y dice: «Yo os daré
pastores según mi corazón, que os apacentarán con discipli-
na»^"^, y también está escrito en otro lugar: «Desdichado es
el que desecha la sabiduría» y en los Salmos nos adoctri-
na el mismo Espíritu Santo con estas palabras: «Conservad
la sabiduría, no sea caso que el Señor se enoje y os desviéis
del buen camino al encenderse de pronto su ira sobre voso-
tros»

Por eso, carísimo hermano, en primer lugar hemos de
procurar, tanto los gobemantes como el pueblo, que los que
tememos a Dios mantengamos los preceptos divinos con la
observancia total de la disciplina y no consintamos que
nuestros hermanos anden errados y vivan según su volimtad
y capricho, sino que atiendan fielmente a la salud de cada
uno, y no consientan que las vírgenes cohabiten con los
hombres, no hablo ya de dormir juntos, sino ni siquiera
convivir, por cuanto la debilidad del sexo y la edad todavía
lasciva debe por todos los medios ser frenada y regida por
nosotros, para que no se dé al diablo, que está acechando y
anhelando ensañarse, ocasión de perjudicar, pues también el
Apóstol dice: «No deis ocasión al diablo» La embarca-
ción ha de ser apartada con todo cuidado de los lugares peli-
grosos para evitar que se estrelle contra los escollos y rocas.
Se ha de salvar a toda prisa del incendio el equipaje, antes
de que se abrase alcanzado por las llamas. Nadie está seguro
mucho tiempo, si está próximo al peligro. Tampoco podrá
liberarse del diablo el siervo de Dios que se haya enredado
en los lazos del diablo. Se debe salir al paso de éstos rápi-
damente, a fin de que se separen ahora que todavía pueden
hacerlo inocentes, porque no podrán ser apartados después
con nuestra intervención, una vez que estén atados por un

3 pecado gravísimo. En fin, cuán graves caídas de muchos
vemos ocurrir por este motivo, a la vez que observamos con
el más grande dolor de nuestro ánimo, que muchísimas vír-
genes se pervierten por causa de estas ilícitas y peligrosas
uniones. Pues si se han consagrado a Cristo con lealtad, de-
ben perseverar púdicas y castas sin dar lugar a posible
murmuración alguna, esperando así, fuertes y constantes, el
premio de la virginidad; pero si no quieren o no pueden per-
severar, más vale que se casen que caer en el fiiego por sus
pecados. Al menos que no den escándalo alguno a los her-
manos y hermanas, puesto que se ha escrito: «Si este ali-
mento escandaliza a mi hermano^ no comeré carne en mi
vida, para no escandalizar yo a mi hermano»

3 Y no crea alguna de ellas que puede justificarse por el
hecho de poder ser examinada y comprobarse si es o no vir-
gen, porque no sólo las manos sino también los ojos de las
comadronas se engañan a menudo, de manera que siendo
hallada materialmente virgen donde puede serlo la mujer,
no obstante pudo haber pecado en otra parte del cuerpo que
puede perder el pudor y, con todo, no puede reconocerse.
Ciertamente, el mismo concúbito, los propios abrazos, la
misma conversación, el besarse, y el torpe y feo dormir de
los dos que yacen juntos, ¡cuánta indecencia y delito suponen! Si im marido, viniendo de improviso, sorprende a su
esposa yaciendo con otro, ¿no se indigna acaso y se estre-
mece de ira, y quizás incluso, aguijoneado por sus celos,
echa mano a la espada? ¿Qué hará Cristo, señor y juez nues-
tro, al ver a su virgen, que se le entregó y a Él solo desti-
nada, dormir con otro?; ¡cómo se indigna e irrita, y con qué
penas amenaza a estas uniones sacrilegas! Hemos de hacer 3
todo lo que nos sea posible para evitar que cada uno de
nuestros hermanos evite el golpe de la espada espiritual y el
día del juicio que ha de venir. Y cuánto más es preciso que
cuiden esto los sacerdotes y los diáconos, de modo que apa-
rezcan como ejemplo y testimonio en su conducta y en sus
costumbres para los demás. ¿Cómo pueden, por tanto, re-
presentar ellos la integridad y la continencia, si de ellos
parten las enseñanzas de la corrupción y de los vicios?

Así pues, has obrado con previsión y energía, hermano 4
carísimo, excomulgando al diácono que permaneció bastan-
tes veces con una virgen, así como a los demás que solían
dormir con vírgenes. Si se arrepienten de esa cohabitación
ilícita y se separan el uno de la otra, de momento sean reco-
nocidas las vírgenes por las comadronas con toda diligencia
y, si son encontradas vírgenes, se las admitirá, una vez re-
cibida la comunión, entre los fíeles, pero con la amenaza de
que si vuelven con los mismos hombres o si viven con ellos
en una sola casa y bajo el mismo techo, se les echará con
una pena más grave y ya después no se les volverá a admitir
con facilidad en la Iglesia. Pero si se encontrara que alguna
de ellas ha perdido la virginidad, que haga penitencia plena,
porque la que cometió este crimen es una adúltera no para
con su marido sino con Cristo, y, por tanto, prefijado un
tiempo, después, cumplida la penitencia pública que vuel-
va a la Iglesia. Mas, si perseveran obstinadamente y no se 2
separan mutuamente, sepan que jamás podrán ser admitidos
en la Iglesia por esa su impúdica obstinación, para que no



(^ Llamaban exomológésis a la penitencia pública que se hacía en la Iglesia primitiva.)



comiencen a establecer con sus pecados un ejemplo para
ruina de los demás. Ni piensen que hay para ellos razón de
vida y salvación, si no quieren someterse a los obispos y sa-
cerdotes, porque en el Deuteronomio el Señor Dios dice:
«Todo el que en su soberbia no quiere obedecer al sacerdote
o al juez, quienquiera que sea éste a la sazón, morirá, y todo
el pueblo al saberlo tendrá temor, y no obrarán en adelante
impíamente» Dios mandó que fuesen ajusticiados los que
no se sometían a sus sacerdotes y estableció tiempo del jui-

3 ció para los desobedientes. Y entonces ciertamente se mata-
ba con la espada, cuando todavía existía la circuncisión cor-
poral; pero ahora que ha empezado la circuncisión espiritual
para los fieles servidores de Dios, los soberbios y contu-
maces son ajusticiados con la espada espiritual, siendo
arrojados de la Iglesia. Por consiguiente, tampoco pueden
tener vida fiiera, porque la casa de Dios es única, y para
nadie hay salvación sino en la Iglesia. Que los indiscipli-
nados perecerán, al no escuchar ni obedecer los preceptos
saludables, lo testifica la divina Escritura, que dice: «El in-
disciplinado no quiere al que le corrige. Los que aborrecen
las reprensiones perecerán ignominiosamente»

5 Así pues, hermano carísimo, esfiiérzate para que no sean
destruidos y perezcan los indisciplinados, de modo que, en
cuanto tú puedas, dirijas con saludables consejos a la co-
munidad y mires por la salvación de todos. La senda por la
que caminamos hacia la vida es penosa y estrecha, pero el
fruto es espléndido y grande cuando llegamos a la gloria.
Los que se castraron una vez por el reino de los cielos, agra-
den a Dios en todo y no dejen de obedecer a los sacerdotes
de Dios ni se conviertan en la Iglesia en escándalo para sus
hermanos. Y, aimque de momento les parezca que los mo-
lestamos nosotros, sin embargo, amonestémosles con salu-
dable persuasión, sabiendo además que el Apóstol dijo:
«¿Me he convertido, pues, en enemigo al predicaros la ver-
dad? Y si se atuvieran a estas consideraciones, nos sería
gratísimo; si se mantienen en el camino de la salvación, los
habremos instruido con nuestra palabra. Mas, si algunos de
los pervertidos no quisieren someterse, según la palabras del
mismo apóstol: «Si complaciere a los hombres, no sería
servidor de Cristo» si no podemos persuadir a algunos
para que agraden a Cristo, nosotros al menos, como es
nuestro deber, complazcamos a Cristo, Señor y Dios nues-
tro, cumpliendo sus preceptos. Deseo, hermano carísimo y
muy añorado, que sigas con buena salud en el Señor.



5

Cipriano a los presbíteros y diáconos

Cipriano, escondido a causa de la persecución del edicto de
Decio a finales del 249, se preocupa por sus fíeles y pide al clero que atiendan a los confesores encarcelados — con prudencia al visitar las cárceles — y a los pobres.

Cipriano saludá a los presbíteros y diáconos, sus herma-
nos carísimos.

Estoy bien por la gracia de Dios, hermanos queridísi-
mos, y os transmito mi saludo muy contento sabiendo que
es también buena vuestra salud. Y ya que las circunstancias
locales no me permiten estar ahora con vosotros, os pido,
por vuestra fe y vuestra religiosidad, que cumpláis ahí por
vosotros y por mí, de manera que nada falte ni a la disciplina ni a la diligencia. En cuanto a la distribución del dinero, tanto a los que están en la prisión por haber confesado gloriosamente al Señor, como a los que perseveran constantes
en el Señor a pesar de su pobreza e indigencia, ruego que no
les falte nada, pues la pequeña cantidad que se recogió fue
distribuida ahí entre los clérigos para casos así, para que
fuesen más quienes tuviesen de dónde sacar para acudir a
las necesidades y apuros particulares.

2 También os pido que pongáis en juego vuestra habilidad
y vuestro cuidado solícito para procurar la calma. Pues por
mucho que los hermanos, movidos por el amor, se sientan
anhelosos de reunirse y visitar a los buenos confesores a
quienes la divina bondad ya hizo ilustres con unos inicios
gloriosos, entiendo que eso hay que hacerlo con cautela y no
aglomeradamente ni reuniéndose a la vez en una gran multi-
tud, para evitar que eso mismo provoque la aversión y se nie-
gue el permiso de entrar, y que al pretender, insaciables, de-
masiadas cosas, lo perdamos todo. Atended, pues, y proveed
a fin de que mediante una sabia moderación eso pueda ha-
cerse de una manera más segura, de tal modo que incluso los
presbíteros que acuden allí a ofrecer el sacrificio delante de
los confesores, vayan de uno en uno con un diácono distinto
cada vez, porque el cambio de personas y la variedad de visi-
tantes disminuye el odio. Hemos de ser dulces y humildes en
todas las cosas tal y como corresponde a siervos de Dios y,
acomodándonos a las circunstancias actuales, procurar la paz
y atender al pueblo. Deseo, carísimos hermanos y muy año-
rados, que disfrutéis siempre de buena salud y os acordéis de
mí. Saludad a toda la comunidad de hermanos. Os saluda el
diácono y también todos los que están conmigo. Adiós.



6

Cipriano a Sergio y a Rogaciano y demás confesores

Cipriano exhorta vivamente a los confesores reagrupados con
Sergio y Rogaciano, mediante los motivos más elevados de la fe,
animándolos a la perseverancia y a ser fieles en la confesión del Señor.

Cipriano a Sergio y a Rogaciano y a todos los demás
confesores les desea salud perpetua en Dios.

Os saludo, carísimos hermanos, deseando también dis- i
frutar de vuestra presencia, si la situación del lugar en don-
de me encuentro me permitiera acercarme hasta vosotros
Porque ¿qué podría haber más deseable y más agradable pa-
ra mí, que encontrarme ahora entre vosotros para que me
abrazaseis con aquellas manos que, puras e inocentes y fie-
les al Señor, rechazaron las ofrendas sacrilegas?; ¿qué más



(Este Rogaciano es el mismo mencionado en la carta siguiente y el destinatario de la 13 y de la 41.

Confesores y mártires: la palabra griega mártys, en un principio, tenía el sentido de testigo de la fe, no necesariamente el de sufrir el martirio. De manera que la distinción entre mártires y confesores se irá precisando poco a poco en el transcurso del tiempo. En san Hipólito y Tertuliano, mártires son los que sucumben, mientras que los que sobreviven son confesores. San Cipriano admite la distinción entre confesores y mártires y otorga el título de mártires a los que mueren en prisión, pero también a los que ofrecen su vida y a los candidatos a un futuro martirio.

Los que suponen que esta carta fue redactada en el año 257, esto es, siete años después de la cronología que seguimos nosotros, explican que este lugar al que hace referencia es Cúrubis, donde lo tenía confinado el procónsul Aspasio Paterno.)


gozoso y más sublime que poder ahora besar vuestros la-
bios, que confesaron gloriosamente al Señor, y poder ser
mirado por vuestros ojos que, habiendo despreciado al mun-
do, se hicieron dignos de contemplar a Dios? Pero como no
se me da la opción a tal dicha, os envío estas líneas que vo-
sotros leeréis y escucharéis en mi lugar, a fin de que perse-
veréis fuertes y firmes en la confesión de la gloria celestial
e, iniciados en el camino de los favores del Señor, lleguéis a
recibir la corona con fortaleza espiritual teniendo como pro-
tector y guía al Señor, que dijo: «He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta la consumación del mundo»
¡Oh dichosa cárcel que se ha iluminado con vuestra pre-
sencia! ¡Oh dichosa cárcel que envía al cielo hombres de
Dios! ¡Oh tinieblas, más resplandecientes que el mismo sol
y más claras que esta luz del mundo, en donde ahora están
levantados los templos de Dios y vuestros miembros santi-
ficados por las confesiones de su divino nombre!

Ninguna otra cosa ocupe ahora vuestros corazones y
vuestras almas más que los preceptos divinos y los avisos
del cielo, con los cuales nos ha impulsado siempre el Espíri-
tu Santo para aguantar los tormentos del martirio. Que nadie
piense en la muerte sino en la inmortalidad, ni en los dolo-
res temporales sino en la gloria eterna, porque está escrito:
«Es preciosa delante de Dios la muerte de sus justos» Y
en otro lugar: «El sacrificio que Dios quiere es un espíritu
atribulado; Dios no desprecia el corazón afligido y humilla-
do»^^. Y todavía en otro lugar, en donde la divina Escritura
habla de los tormentos que consagran a los mártires de Dios
y les santifican con la misma prueba de los padecimientos,
dice: «Aunque han sido atormentados a la vista de los hom-
bres, SU esperanza está llena de inmortalidad. Y, maltratados
en poca cosa, serán colmados de gran dicha, porque Dios
los probó y los encontró dignos de sí. Los probó como al
oro en el crisol y los aceptó como víctima de holocausto. Y
a su tiempo se ocupará de ellos. Juzgarán a las naciones y
dominarán sobre los pueblos, y su Señor reinará por siem-
pre»'*^. Por consiguiente, si pensáis que habéis de juzgar y
reinar con Cristo Señor, preciso es que por el regocijo del
futuro despreciéis los suplicios presentes, sabiendo que des-
de el principio del mundo está ordenado que en las luchas
seculares sufra aquí la justicia, pues ya al principio el justo
Abel fije asesinado y desde entonces todos los justos, los
profetas y los apóstoles. A todos ellos también les dejó el
Señor un ejemplo en sí mismo, enseñando que no pueden
llegar a su reino sino los que siguen su camino, diciendo:
«Quien ama su vida en este mundo, la perderá, y el que abo-
rrece a su vida en este mundo la salvará para la vida eter-
na» Y en otro pasaje: «No temáis a los que matan el cuer-
po, pero no pueden matar el alma. Temed más bien a quien
puede matar alma y cuerpo, y arrojaros a la gehenna»'*^ San
Pablo nos exhorta también a que, si queremos participar de
las promesas del Señor, debemos imitar en todo al Señor;
«Somos — dice — hijos de Dios, y, si somos hijos, también
herederos de Dios y coherederos de Cristo, si compartimos
sus sufiimientos, para participar de su glorificación» Aña-
de incluso una comparación entre el tiempo presente y la
glorificación fiitura, diciendo: «No pueden compararse los
padecimientos del tiempo presente con la gloria venidera
que se pondrá de manifiesto en nosotros»'*'^. Si pensamos en
esta gloria, sentiremos la necesidad de soportar todos los
trabajos y persecuciones, porque, aunque son numerosas las
pruebas de los justos, de todas ellas son liberados los que
confían en Dios.

3 Dichosas también las mujeres que participan de la gloria
de vuestra confesión y se mantienen fíeles al Señor y, mos-
trándose más fuertes de lo que suele creerse de su sexo, no
sólo están próximas a recibir la corona ellas mismas, sino
que han dado además a las otras mujeres ejemplo con su
constancia. Y para que nada faltase a la gloria de vuestro
grupo, para que toda edad y sexo tuviese el mismo honor
que vosotros, la divina bondad asoció incluso niños a la
gloria de vuestra confesión: representándonos algo parecido
a lo que en otro tiempo realizaron los ilustres jóvenes Ana-
nías, Azarías y Misael, pues, encerrados en el homo, cedió
el fiiego y las llamas proporcionaron im lugar de refrigerio,
estando presente con ellos el Señor y manifestando que na-
da podía contra sus confesores y sus mártires el fuego de la
gehenna^^ y que los que creían en Dios permanecían siem-
pre invulnerables y salvos en todo. También os pido que
consideréis atentamente, de acuerdo con vuestra piedad, qué
fe hubo en aquellos jóvenes, que pudiera ser tan meritoria
ante Dios. En efecto, dispuestos a todo, como debemos es-
tarlo todos, dicen al rey: «Rey Nabucodonosor, no tenemos
por qué contestaros a esto, puesto que el Dios, a quien noso-
tros servimos, puede libramos del homo encendido, y nos


(Gehenna: valle al suroeste de Jerusalén. Aquí se introdujo el culto a Moloch, en cuyo honor se sacrificaban niños quemándolos. Por extensión, gehenna es un nombre común que significa lugar de suplicio por el fuego, después de la muerte. Véase Mt 5, 22, donde gehenna significa fuego eterno.)




librará de tus manos, oh rey. Y, si no, puedes estar seguro
de que no servimos a tus dioses, ni adoramos la estatua de
oro que has levantado» Aunque creían y, en razón de su
fe, sabían que podía librarlos del suplicio presente, con todo
no quisieron jactarse de ello y reclamarlo para sí, añadien-
do: «Y si no quiere», a fin de que el valor de su confesión
no fuera menor sin el testimonio de los sufrimientos. Aña-
dieron que Dios lo puede hacer todo, pero que su fe no se
fundaba en pretender verse libres al presente, sino en pensar
en la liberación y seguridad eterna de la gloria.

También nosotros, manteniendo esa misma fe y medi- 4
tando en ella día y noche, dispuestos con toda el alma hacia
Dios, despreciando las cosas presentes, pensemos sólo en
las futuras, en el gozo del reino eterno, en el abrazo y óscu-
lo del Señor, en la contemplación de Dios; de modo que si-
gáis en todo al presbítero Rogaciano'^*'', glorioso anciano
que, en virtud de la gracia divina y de su valor religioso, os
muestra el camino que honra a nuestro tiempo; que junto
con Felicísimo, nuestro hermano, siempre sosegado y so-
brio, esquivando el ataque de un pueblo furioso, primera-
mente os preparó un lugar en la cárcel, y os precede ahora
como si fuera vuestro hospedero Suplicamos al Señor con




(Paméle cree que este Rogaciano es el mismo de la Carta 13 (la cual en su opinión fiie escrita mucho antes que ésta que ahora comentamos) y que fue mártir. El Martirologio Romano, en efecto, conmemora a los santos mártires Rogaciano, presbítero, y Felicísimo el día 26 de octubre, con estas palabras: «fueron coronados con glorioso martirio en la persecución de Valeriano y Galieno».

Quiere decir que, así como antes les había precedido en la confesión de la fe sufriendo cárcel, con lo cual podía decirse que les había preparado alojamiento en la prisión que, como confesores, debían ocupar después de él, ahora, al precederles en el martirio, les preparaba el alojamiento definitivo de la gloria eterna. )



frecuentes súplicas que esta obra se cumpla en vosotros, de
manera que, consumándose lo que ha empezado, aquellos a
quienes hizo confesar, haga también que sean coronados.
Os deseo, carísimos hermanos y muy dichosos, que os con-
servéis siempre bien en el Señor y alcancéis la gloria de la
corona celestial



7

Cipriano a los presbíteros y diáconos

Cipriano, que está deseando volver a su Iglesia pero teme pro-
vocar a los paganos con su presencia, se vuelve a manifestar solícito por su grey recordando el socorro de las viudas, de los enfermos y de todos los necesitados: por el acólito Nárico remite dinero a Rogaciano.

Cipriano saluda a los presbíteros y diáconos, hermanos
carísimos.

1 Os saludo, carísimos hermanos; estoy bien por la gracia
de Dios y anhelo irme enseguida a vosotros, para satisfacer
mi deseo, que es el vuestro y el de todos los hermanos. Es
necesario, con todo, que miremos por la paz común y que, a
pesar del sentimiento de nuestro corazón, provisionalmente
permanezcamos ausentes de vosotros, a fin de que nuestra
presencia no provoque el odio y violencias de los gentiles y
seamos responsables de la ruptura de la paz, precisamente
quienes hemos de procurar más la tranquilidad de todos. Por
tanto, cuando me escribáis que todo está ya arreglado y
puedo volver, o si el Señor se digna manifestármelo antes,
entonces me uniré a vosotros. Pues ¿en dónde podría encon-
trarme mejor y más contento que allí donde quiso Dios con-
cederme la fe y el crecimiento en ella?"^^ Os ruego que ten-
gáis solícito cuidado de las viudas, de los enfermos y de to-
dos los pobres. También a los forasteros, si algunos de ellos
estuvieren necesitados, dadles socorro de la cantidad de mi
peculio particular que dejé en manos de Rogaciano, nuestro
copresbítero. Ante el temor de que esta cantidad esté total-
mente agotada, le he enviado otra por medio del acólito
Nárico, para que con más abundancia y rapidez se haga la
distribución entre los necesitados. Deseo, carísimos herma-
nos, que os encontréis siempre bien.



8

[El clero de Roma al de Cartago]^^

El clero de Roma, que se encuentra sin pastor por el reciente
martirio del papa Fabián, manifiesta al de Cartago su extrañeza por la retirada y aislamiento del obispo Cipriano, a la vez que con lenguaje popular le exhorta a mantenerse fírme en la fe cuidando del rebaño como buen pastor.

Hemos sabido por el subdiácono^^ Cremencio, quien por i
motivos particulares ha venido de ahí, que el beatísimo pa-



(Hace referencia a Cartago, en donde se había convertido al cristianismo y había sido elevado a la dignidad episcopal.
Esta carta 8 no lleva epígrafe de salutación, pero es suficiente su solo contexto para hacemos ver que viene del clero romano, gobernador de la iglesia en la vacante que hubo después del martirio de san Fabián.
El Subdiaconatus es una orden instituida por la Iglesia desde antiguo. Aparece documentada en la Traditio Apostólica de Hipólito (ca, 215) y luego en la carta del Papa Comelio a Fabio (año 251), al enumerar las órdenes de que se compone la jerarquía eclesiástica (cf. Denzinger 45/109).)


pa^^ Cipriano se ha retirado, y ha obrado perfectamente al
esconderse, porque es una persona insigne. Y dado que se
acerca el combate que Dios ha permitido en el mundo para
que se pelee contra el enemigo, a la vez que con su siervo
queriendo que tenga lugar en presencia de los ángeles y de
los hombres, para que sea coronado el vencedor y recaiga
sobre el vencido la sentencia, que nos ha sido revelada; y
como nos incumbe a nosotros, que nos mostramos al frente
de la Iglesia como pastores, vigilar ahora el rebaño, si so-
mos negligentes, se nos achacará lo que se dijo a nuestros
antecesores, que eran superiores tan desidiosos, porque «no
buscamos al perdido, ni enderezamos al descarriado y no
curamos al cojo, y nos bebimos su leche y nos vestimos con

2 su lana»^"^. El mismo Señor, en definitiva, realizando lo que
estaba escrito en la Ley y los profetas, nos adoctrina dicien-
do: «Yo soy el buen pastor, que doy mi vida por mis ovejas.
Pero el mercenario, a quien no pertenecen las ovejas, si ve
al lobo que viene, las abandona y huye, y el lobo las disper-
sa» También dice a Simón: «¿Me amas?» y él responde:
«Te amo». Le dice: «Apacienta mis ovejas» Sabemos que
este mandato se cumplió por el hecho mismo de su muerte;
los demás discípulos actuaron de manera similar.

2 No queremos, por tanto, hermanos dilectísimos, que
aparezcáis como mercenarios, sino como buenos pastores,



(La palabra «papa» no tiene aquí el alcance de supremacía que ahora asume. Hasta los siglos ix o x no se empleó sino en su acepción etimológica de «padre», y se aplicaba indistintamente a cualquier obispo.
Bayard acepta la lectura servo suo del ms. T frente a sej-i^is suis de otros, creyendo que con las palabras «siervo del enemigo» se designa al emperador Decio. )




pues no ignoráis el grave peligro que hay, si no exhortáis a
nuestros hermanos a mantenerse incoimiovibles en la fe, no
sea que, al caer en la idolatría, se destruya profundamente la
comunidad de hermanos. Y no os exhortamos a esto tan 2
sólo con palabras, sino que podréis informaros por los mu-
chos que van llegando hasta vosotros desde aquí; porque
con la ayuda de Dios hemos hecho y seguimos practicando
tales cosas con el mayor cuidado, aun exponiéndonos a los
peligros materiales del siglo, poniendo los ojos más en el
temor de Dios y en las penas eternas que no en el temor de
los hombres y en unos atropellos pasajeros, sin abandonar a
los hermanos, y animándolos a permanecer constantes en la
fe y a estar dispuestos, como es su deber, a ir con el Señor.
Pero incluso hemos hecho volver atrás a los que ascendían a 3
cumplir algo a lo que les forzaban La Iglesia se mantiene
en pie, firme en la fe, a pesar de que algunos sobrecogidos
de terror, o porque eran personas de posición, o porque al
ser apresados cedieron por la debilidad humana, han caído:
a éstos, ciertamente, aun separados de nosotros, no los he-
mos abandonado, sino que los hemos exhortado y los se-
guimos exhortando a hacer penitencia, por si pueden conse-
guir el perdón de Aquel que puede otorgarlo, no sea que, si
nosotros los abandonamos, se vuelvan peores.

Por consiguiente, veis, hermanos, que también vosotros 3
debéis hacer esto, para que los que han caído, arrepentidos
gracias a vuestras exhortaciones, si vuelven a ser apresados,
confiesen y para poder reparar su pasado error; también os
incumben otras cosas, que igualmente os recordamos aquí:
si los que cayeron en la persecución, fueren atacados por la en-



(Se refiere a los que subían al altar para ofrecer sacrificios a las divinidades gentiles.)



fermedad e hicieren penitencia de su delito, y pidieren la co-
munión, ciertamente se les debe suministrar: tanto las viu-
das como los oprimidos que no pueden mantenerse a sí
mismos, los que están en las cárceles como los que fueron
arrojados de sus casas, deben tener quien los socorra; mas
tampoco los catecúmenos que estén afectados por la enfer-
medad deberán sentirse decepcionados en sus esperanzas
de ser socorridos. Por encima de todo eso, si no se entierran
los cuerpos de los mártires y de los demás, recae una grave
responsabilidad sobre aquellos a quienes incumbe este ofi-
cio. Estamos seguros, pues, de que todo aquel de entre vo-
sotros que, según se presente la ocasión, se comporte así,
será tenido por buen servidor, de manera que por haber sido
fiel en lo muy pequeño, será puesto al frente de diez ciuda-
des Haga Dios, que todo lo da a los que esperan en él,
que todos nos ocupemos en estas, obras. Os saludan los
hermanos que están encarcelados, los presbíteros y la Igle-
sia toda, que está velando con la mayor diligencia por todos
los que invocan el nombre del Señor. Pero también nosotros
pedimos que por vuestra parte os acordéis de nosotros. Sa-
bed que Basiano^^ ha llegado aquí. Os suplicamos que, te-
niendo como tenéis el celo de Dios, transmitáis una copia de
esta carta a todos cuantos pudiereis a la menor ocasión que
tengáis, o que escribáis las vuestras, o bien enviéis algún
mensajero, para que todos permanezcan fiiertes e inquebran-
tables en la fe.


(Usa el término thUbomeni, tomado de griego, que significa «los
probados», «los sin fortuna», «los oprimidos» por la carga o por los impuestos).




9

Cipriano a los presbíteros y diáconos de Roma

Conocedor Cipriano de la muerte del papa Fabián, le dedica
palabras elogiosas. Respecto a la carta anterior, que llegó sin fírma ni destinatario claro, devuelve el original para que ratifiquen su legitimidad.

Cipriano saluda a los hermanos presbíteros y diáconos
de Roma.

Habiéndome llegado, carísimos hermanos, el rumor incierto de la muerte de mi colega hombre bueno, y, estan-
do yo dudoso, recibí de vosotros la carta que me enviasteis
por el subdiácono Cremencio; por ella me informé con todo
detalle de su muerte gloriosa, y tuve un grandísimo gozo
porque a la integridad de su administración le haya corres-
pondido igualmente un coronamiento tan honroso. A este 2
respecto os felicito también sinceramente porque ensalzáis
su memoria con im testimonio tan general y espléndido,
haciendo que por vuestro medio conozcamos nosotros lo
que para vosotros, recordando a vuestro Obispo, es una gran
gloria, y a nosotros además nos ofrece un ejemplo de fe y de
virtud. Pues así como la caída de un jefe influye de manera
perniciosa en la caída de quienes le siguen, de la misma
manera, por el contrario, la firmeza en la fe, por la que el
obispo se presta a ser imitado por los hermanos, es benefi-
ciosa y saludable.



(^' Hace referencia al papa san Fabián, que murió mártir el día 20 de enero del 250.)



He leído también otra carta, en la que no se indica de
una manera explícita ni quién la ha escrito ni a quiénes va
dirigida. Y como el modo de escribir y el sentido y hasta el
mismo soporte material de la carta me han hecho temer que
se haya suprimido o cambiado algo respecto de la verdad,
os he remitido la misma carta original, a fm de que reco-
nozcáis si es la misma que disteis al subdiácono Cremencio
para que la trajera. Sería, efectivamente, muy grave que el
texto verdadero de una carta del clero fuese alterado por
fraude o engaño. Examinad, pues, para que podamos saber-
lo, si la escritura y la firma es vuestra, y escribidnos lo que
haya de verdad. Deseo, carisimos hermanos, que estéis
siempre bien.



10

Cipriano a los mártires y confesores

Cipriano ensalza el valor y constancia de Mapálico y de un
grupo de colegas suyos armados, como soldados de Cristo, con las armas de la fe en los tormentos de la persecución de Decio.


Cipriano desea a los mártires y confesores de Jesucristo,
señor nuestro, salud eterna en Dios Padre

Exulto de alegría, hermanos valerosísimos y muy dicho-
sos, y os felicito una vez sabidas vuestra fidelidad y valen-
tía, de las que se gloría la madre Iglesia, ella que hace poco,
ciertamente, estaba también orguUosa de la pena que, por
vuestra persistente confesión, convirtió en desterrados a los



(Esta carta es muestra clara de la formación literaria de Cipriano, discípulo enamorado de la literatura de su maestro Tertuliano.)


confesores de Cristo. Pero la confesión actual es tanto más
gloriosa y honorífica cuanto más fuerte es la tribulación: se
ha intensificado el combate, también se ha engrandecido la
gloria de los combatientes. Y no os habéis alejado de la lu-
'^ha por miedo a los tormentos, sino que por los mismos
f)rmentos os habéis sentido más impelidos al campo de
( ombate, y fuertes y valerosos, volvisteis a la lucha con ge-
r|erosa valentía para la más grande de las pruebas. He sabi-
do que algunos de entre vosotros han sido ya coronados,
que algunos, asimismo, se hallan próximos a la corona de la
victoria, y que todos, en fin, los que, formando un escua-
drón glorioso, sufirieron la estrechez de la cárcel, están ani-
mados por el calor de la misma valentía a librar el combate
como han de estar en el campamento divino los soldados de
Cristo, de modo que ni los halagos seduzcan la firmeza in-
quebrantable de la fe, ni les asusten las amenazas, ni les
venzan los suplicios y tormentos, porque es más el que está
dentro de nosotros que el que está en este mundo, y no tiene
mayor fuerza para abatir el castigo terreno que la protección
divina para reanimar. Los hechos se han demostrado en el
combate glorioso de los hermanos; ellos, convertidos en
guías de los demás en el arte de superar los tormentos, die-
ron un ejemplo de valentía y fidelidad, batiéndose en el
combate hasta que sucimibió vencido el enemigo.

Por consiguiente, ¿con qué elogios os ensalzaré, vale-
rosísimos hermanos? ¿con qué palabras elocuentes exaltaré
la fortaleza de vuestros sentimientos y la perseverancia de
vuestra fe? Habéis tolerado hasta alcanzar el ápice de la
gloria la más dura tortura, y no os doblegasteis a los supli-
cios, sino que más bien los tormentos cedieron ante voso-
tros. Las coronas de la victoria proporcionaron a vuestros
sufrimientos el final que no les daban los instrumentos de
tortura. Una carnicería más cruel se prolongó, no para do-
blegar la fidelidad constante, sino para enviar más deprisa a

2 los hombres de Dios hasta el Señor. La multitud de los pre-
sentes pudo ver, sorprendida, la prueba celestial por Dios y
el combate espiritual por Cristo; cómo sus servidores se
mantuvieron con libre expresión, con ánimo incorruptible,
con valor sobrehumano; desprovistos ciertamente de armas
de este mundo, pero armados con las de la fe. Se mostraron
fiiertes en los tormentos, más que quienes los atormentaban,
y sus miembros golpeados y destrozados vencieron a los
garfios que los golpeaban y desgarraban. La cruel herida,
una y otra vez abierta, no pudo superar la fe inexpugnable,
aun cuando, desgarradas las entrañas, eran torturados no ya
los miembros, sino las propias llagas de los siervos de Dios.
Fluía la sangre para extinguir el incendio de la persecución,
para ahogar en su gloriosa corriente las llamas y fiiegos del

3 infiemo. ¡Oh, qué digno del Señor ftie aquel espectáculo,
qué sublime, qué grande, qué agradable a los ojos de Dios
por la fideUdad y devoción de sus soldados, como está escri-
to en los Salmos, por la voz del Espíritu Santo, que a la vez
nos advierte: «Preciosa es a los ojos de Dios la muerte de
sus justos»! Es preciosa esta muerte que compró la in-
mortahdad al precio de la propia sangre, que recibió la co-
rona a costa de la consumación de su valor.

3 ¡Qué gozoso estuvo allí Cristo, qué a gusto luchó y
venció en estos servidores suyos, protegiendo su fe, y dando
a los creyentes tanto cuanto el que recibe cree recibir! Estu-
vo presente en aquel combate en su honor; alentó, sostuvo y
robusteció a los que luchaban y glorificaban su nombre, Y
quien venció una vez a la muerte por nosotros, siempre sale
triunfante en nosotros. «Cuando os entregaren — dice — no
penséis qué vais a decir. Puesto que no sois vosotros los que
habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien habla en vo-
sotros»

El combate presente nos ha dado un testimonio de los
hechos. Una voz llena del Espíritu Santo brotó de labios del
mártir, cuando el bienaventurado Mapálico dijo al procón-
sul en medio de sus tormentos: «Mañana presenciarás la lu-
cha», Y el Señor cumplió lo que aquél dijo en testimonio de
su valor y de su fe. Se celebró la prueba celestial y en la
contienda del combate prometido ñie coronado el siervo de
Dios. A esta prueba se refería el profeta Isaías cuando dijo:
«No es una mezquina contienda de vosotros con los hom-
bres, porque Dios dirige el combate» Y para demostrar
cuál iba a ser este combate, añadió diciendo: «He aquí que
una virgen concebirá y alumbrará un hijo, y le daréis el
nombre de Emmanuel»^^. Ésta es la prueba de nuestra fe,
por la que combatimos, por la que vencemos y por la que
somos coronados. Ésta es la prueba que nos mostró también
el apóstol san Pablo, en la que conviene que nosotros co-
rramos y lleguemos a la gloria de la corona. «¿No sabéis —
dice — que los competidores en el estadio, todos corren, pe-
ro solamente uno recibe la palma? Corred de modo que la
consigáis. Y aquéllos, por cierto, para recibir una palma pe-
recedera, pero nosotros incorruptible»^^. Asimismo, indi-
cando su combate y pronosticando que pronto será una víc-
tima ofrecida al Señor, dice: «Yo estoy ya ofreciéndome en


(Is 7, 13-14. El texto que cita Cipriano, Non pusillum vobis certamen cum hominibus, quoniam Deus praestat agonem, no coincide con el de la Vulgata. La Vetus Afra o antigua traducción empleada por nuestro obispo era una versión muy literal del texto griego de los Setenta, y presenta por lo general una lengua bastante vulgarizada. Respecto a las Vetus o antiguas versiones de la Biblia, cf. Introducción, págs. 28 s.)


libación y se aproxima el tiempo de la partida. He peleado
un buen combate, he concluido mi carrera, he guardado la
fe. Ya sólo me falta la corona de la justicia que me entre-
gará en aquel día el Señor, justo juez; mas no solamente a
mí, sino a todos los que desearon su venida» En efecto,
Mapálico, en nombre propio y en el de sus colegas, se com-
prometió de nuevo ante el procónsul a este combate, predi-
cho antes por los profetas, encomendado por el Señor, lle-
vado a cabo por los apóstoles. Y la palabra fiel no faltó a su
promesa: libró el combate que prometió, y recibió la palma
4 que mereció. Deseo — y a ello os exhorto — que también
vosotros sigáis a este mártir, ahora bienaventurado, y a los
otros que participaron en el mismo combate y fueron sus
compañeros en la firmeza de la fe, pacientes en el dolor,
vencedores en las torturas: a fin de que a quienes juntó el
vínculo de la confesión y la hospitalidad de la cárcel, los
junte también la consumación del valor y la corona celes-
tial; y vosotros con vuestra alegría enjuguéis las lágrimas de
la madre Iglesia, que llora la caída y la muerte de tantos, y
alentéis la constancia de los demás, que también siguen fir-
mes con el estímulo de vuestro ejemplo. Si os llama el
combate, si os llega el día de vuestra prueba, sed unos va-
lientes soldados, luchad sin desmayo, sabiendo que os batís
bajo la mirada del Señor a quien tenéis presente, que confe-
sando su nombre llegáis a la gloria del mismo, y que no se
contenta con observar a sus servidores, sino que él mismo
lucha entre nosotros, él mismo combate, él mismo, al final
de nuestro combate, da la corona y es coronado.

5 Pero si, por la misericordia del Señor, la paz sobreviene
antes del día de vuestro combate, no obstante permanece en
vosotros una voluntad entera y una conciencia gloriosa. Y
no se entristezca nadie de vosotros como inferior a aquellos
que, habiendo soportado los tormentos antes que vosotros, y
después de pisotear y vencer al mundo, por un camino triun-
fal llegaron a presencia del Señor. El Señor escruta lo ínti-
mo del corazón, penetra los secretos y ve lo oculto. Para
merecer la corona de sus manos basta el solo testimonio de
Él, que es el que nos ha de juzgar. Ambos hechos son, pues, 2
carisimos hermanos, a la vez sublimes e ilustres: el uno,
más seguro, ir deprisa ante el Señor, una vez consxmiada la
victoria; el otro, más alegre, obtenida la liberación por la
gloria del martirio, florecer en la estimación de la Iglesia.
¡Oh bienaventurada Iglesia nuestra, a la que así ilimiina el
esplendor de la bondad divina, a la que da lustre en nuestros
tiempos la sangre gloriosa de los mártires! Antes se mostra-
ba blanca en las obras de los hermanos; ahora se ha hecho
purpúrea con la sangre de los mártires. No faltan entre sus
flores ni los lirios ni las rosas. Luche ahora cada uno por
conseguir la altísima dignidad de uno y otro honor. Que re-
ciba su corona, ya blanca por sus obras, ya roja por su mar-
tirio. En el campamento del cielo, no sólo la paz sino tam-
bién la lucha tienen sus flores, con las que es coronado el
soldado de Cristo por su triunfo. Deseo, hermanos valerosí-
simos y muy dichosos, que permanezcáis siempre bien en el
Señor y que os acordéis de mí. Adiós.



11

Cipriano a los presbíteros y diáconos

Larga carta, testimonio vivencial de los acontecimientos y cir-
cunstancias internas de la comunidad eclesial de Cartago. Cipriano denuncia la falta de unión y concordia que tiene como consecuencia la debilidad del poder de la oración y la escasa sobriedad de vida.

Cipriano saluda a los hermanos presbíteros y diáconos.

Aunque sé, hermanos carísimos, que por el temor que
todos debemos a Dios, os ocupáis ahí también vosotros en
oraciones asiduas y en plegarias insistentes, con todo,
exhorto a vuestra religiosa solicitud a apaciguar a Dios y
suplicarle lamentándonos no sólo de palabra, sino también
con ayunos, con lágrimas y con toda clase de ruegos insis-
tentes. Porque hemos de comprender y admitir que una tri-
bulación tan devastadora como la de esta persecución, que
ha arrasado nuestro rebaño en su mayor parte y sigue toda-
vía asolándolo, ha sido consecuencia de nuestros pecados,
porque no seguimos los caminos del Señor ni cumplimos
los preceptos celestiales que se nos han dado para nuestra
salvación. Nuestro Señor cumplió la voluntad del Padre, y
nosotros no cumplimos la voluntad de Dios, pues nos entre-
gamos al lucro de los bienes temporales, abrigamos senti-
mientos de soberbia, nos entretenemos en rivalidades y en
disensiones; descuidamos la sencillez y la fidelidad, renun-
ciamos de palabra solamente, pero no de obra, al mundo;
somos indulgentes cada uno consigo mismo y severos p^a
con todos los demás. Y así somos vapuleados, como lo me-
recemos, conforme está escrito: «Pero el siervo que conoce
la voluntad de su señor y no la obedece, será muy vapulea-
do»^^. ¿Qué golpes, en efecto, qué azotes no merecemos,
cuando ni los confesores, que deberían dar ejemplo de bue-
nas costumbres a los otrós, guardan la disciplina? Por eso,
mientras a algunos los ensoberbece insolentemente la jac-
tancia hinchada y descarada de su confesión, han venido los
tormentos, y unos tormentos en que el verdugo no tiene un
fin, ni la condena promulgación, ni la muerte un consuelo;
unos tormentos que no conducen fácilmente a recibir la co-
rona, sino que atormentan hasta hacer apostatar, a no ser
que alguien saque provecho por haberle librado la bondad
divina en el mismo instante del tormento, consiguiendo la
gloria no porque se haya puesto ñn al tormento, sino porque
la muerte llegó velozmente.

Padecemos todo esto merecidamente por nuestra culpa, 2
tal como nos lo previno la advertencia divina, diciendo: «Si
abandonan mi ley, y no andan según mis juicios, si profanan
mis preceptos y no guardan mis mandamientos, castigaré
con la vara sus maldades y con azotes sus delitos» Por con-
siguiente, sentimos las varas y los látigos ya que no agra-
damos a Dios con buenas obras ni le satisfacemos por los
pecados. Imploremos desde lo íntimo del corazón y con to- 2
da el alma la misericordia de Dios, porque también él aña-
dió, diciendo: «Pero yo no apartaré de ellos mi piedad»
Pidamos y recibiremos, y si hubiere demora y tardanza en
recibir, porque le hemos ofendido gravemente, demos gol-
pes, pues se abre a quien llama siempre que quienes lla-
men a la puerta sean nuestras plegarias, nuestros gemidos y
lágrimas, en las que conviene insistir y mantenerse, y siem-
pre que la oración sea unánime.

Ahora bien, lo que más me ha animado y movido a diri- 3
giros esta carta debéis saber que ha sido, tal como el Señor
se digna manifestar y revelar, que se dijo en una visión: «Pe-
did y alcanzaréis»; que entonces se mandó al pueblo pre-
sente que pidiese por algunas personas determinadas, mas al
pedir fueron disonantes las voces y dispares las voluntades.


y que le disgustó sobremanera al que había dicho «pedid y
alcanzaréis» el hecho de que discrepase el pueblo inconstan-
te y no existiese una sencilla e íntima unión y concordia en-
tre los hermanos, cuando está escrito: «Dios que hace habi-
tar en una misma casa a los que están en concordia» ^^ y se
lee en los Hechos de los Apóstoles: «La multitud de los cre-
yentes obraban con un solo espíritu y corazón» y el Señor
recomendó con su propia palabra: «Éste es mi mandato, que
os améis mutuamente» y nuevamente: «Yo os digo a vo-
sotros que si hubiere conformidad entre dos de vosotros en
la tierra, respecto de cualquier cosa que pidiereis, os será
concedida por mi Padre, que está en los cielos» Si, pues,
dos unidos en espíritu pueden tanto, qué sería si la unanimi-
dad estuviese en todos. Por eso, si de acuerdo con la paz
que el Señor nos dio, coincidiesen todos los hermanos, ya
hubiésemos alcanzado hace tiempo de la misericordia divi-
na lo que pedimos, y no fluctuaríamos durante tiempo en
este peligro de nuestra salvación y de nuestra fe; es más, no
habrían venido estos males sobre nuestros hennanos, si a
todos les hubiese animado un solo espíritu.

4 Ahora bien, igualmente ha sido mostrado que un padre
de familia se sentaba teniendo sentado a su derecha un jo-
ven algo triste, con inquietud y con cierta indignación, se
estaba en su asiento con la mano en la mejilla y con la tristeza pintada en el rostro. Otro a su vez, de pie en la parte izquierda, llevaba una red, y amenazaba lanzarla a fin de capturar a la gente circimstante. Y, como el que lo vio se preguntase maravillado qué podía significar esto, se le dijo que el joven que permanecía así a la derecha, se entristecía y dolía porque no se observaban sus preceptos; que, al contrario, el de la izquierda disfrutaba, porque se le daba ocasión de obtener del padre de familia permiso para mostrarse cruel Esto se 2 manifestó mucho antes de que estallase esta tempestad de-
vastadora. Y vemos cumplido lo que había sido mostrado,
de modo que, en tanto que menospreciamos los preceptos
del Señor, mientras no cumplimos las prescripciones salu-
dables de la ley que se nos dio, el enemigo ha obtenido el
permiso de hacer daño, de echar la red y prender en ella a
los menos armados y menos prevenidos para rechazarlo.

Roguemos insistentemente y gimamos en medio de con- 5
tinuas plegarias. Pues también debéis saber, carísimos her-
manos, que no hace mucho tiempo se nos ha reprobado en
visión que nos adormecemos en nuestras plegarias, y no
oramos con atención. Y, ciertamente, Dios, que ama a quien
reprende, cuando reprende lo hace para corregir y corrige
para salvar. Así, pues, despabilémonos y rompamos las ata-
duras del sueño, y oremos insistente y atentamente, como
prescribe el apóstol Pablo, cuando dice: «Insistid en la ora-
ción y con espíritu vigilante» Los apóstoles, en efecto, no
cesaron de orar día y noche, y el mismo Señor, nuestro
maestro en la doctrina y guía para nosotros y ejemplo, oró
frecuentemente y con diligencia, según leemos en el evan-
gelio: «Salió al monte a orar y estuvo durante la noche en
oración con Dios»^^. Y, realmente, lo que pedía en la ora-
ción, lo pedía por nosotros, puesto que él no era pecador,
sino que cargaba con nuestros pecados. Y de tal modo roga-
ba él por nuestros pecados, que leemos en otro lugar: «Dijo
el Señor a Pedro: He aquí que Satanás ha solicitado cribaros
como se criba el trigo. Mas yo he rogado por ti para que no
decaiga tu fe»^^. Por lo que, si él sufre, vela y suplica por
nosotros y por nuestros delitos, ¡cuánto más hemos de insis-
tir nosotros con plegarias, y orar rogando en primer lugar al
mismo Señor, y después satisfaciendo a Dios Padre por su
mediación! Tenemos un abogado e intercesor por nuestros
pecados en Jesucristo, Señor y Dios nuestro, con tal que nos
arrepintamos de nuestros pecados pasados y, reconociendo
y confesando ahora que hemos ofendido al Señor con nues-
tros pecados, prometamos ir por sus caminos en lo venidero
y respetar sus preceptos. Nuestro Padre nos corrige y nos
protege si nos mantenemos firmes en la fe, y nos adherimos
tenazmente a Cristo aun en medio de las tribulaciones y per-
secuciones, como está escrito: «¿Quién podrá separamos del
amor a Cristo: la tribulación, la angustia, la persecución, el
hambre, la pobreza, los peligros, la espada?» Nada de to-
do esto puede separar a los creyentes, nada puede desgarrar
a los que están unidos a su cuerpo y a su sangre. La presente
persecución es una prueba y un sondeo de nuestra disposi-
ción. Dios ha querido que fuéramos sacudidos y probados,
de la misma manera que siempre ha probado a los suyos,
pero en sus pruebas nunca ha faltado auxilio a los creyentes.

Por último él, por su bondad para con nosotros, se dignó
encomendarme a mí, el último de sus siervos, aunque car-
gado de abundantes pecados e indigno de su consideración:
«Dile, dijo, que esté tranquilo, porque la paz ha de venir,
pero hay todavía una pequeña dilación, porque quedan aún
algunos por probar». Pero también somos amonestados por
la divina bondad sobre la frugalidad en el comer y la so-
briedad en el beber, a fin de que el corazón, elevado ya con
gran vigor celestial, no sea enervado por los hechizos del
mundo, o la mente, embotada por la abundancia de alimentos, se vuelva menos apta para velar en la oración.

No debí yo disimular ni conservar para mí solo en mi i
interior ninguna de estas visiones, con las que cada uno de
nosotros puede no sólo instruirse sino también regirse. En
fin, no tengáis tampoco vosotros oculta esta carta, antes
bien aconsejad a los hermanos que la lean. Pues interceptar
aquello con lo que el Señor se digna advertimos e instruimos
es no querer que sea instmido y amonestado su hermano.
Que sepan que estamos siendo probados por nuestro Señor, 2
y que no desfallezcan, por la violencia de la presente tribu-
lación, en la fe por la cual creímos una vez en él. Recono-
ciendo cada imo sus pecados, al momento «dejen las obras
del hombre viejo» «Nadie, en efecto, que pone la mano
sobre el arado y vuelve la mirada atrás, es apto para el reino
de Dios»*^. La mujer de Lot, en fin, que había sido liberada
y miró hacia atrás en contra de lo mandado, perdió lo que
había salvado Miremos no a lo que está detrás de noso-
tros, a donde nos llama el diablo, sino a lo que tenemos de-
lante, a donde nos llama Cristo. Alcemos los ojos al cielo
para que no nos engañe la tierra con sus atractivos y hala-
gos. Ruegue cada uno a Dios, no tan sólo por sí mismo, sino 3
en favor de todos los hermanos, como nos enseñó a rogar el
Señor, en aquel pasaje en donde no recomienda la oración
privada de cada uno, sino que mandó orar por todos, ha-
ciéndolo con una plegaria común y una súplica concorde. Si
el Señor nos ve humildes y pacíficos, bien unidos irnos con
otros, temerosos de su cólera, no sólo corregidos sino tam-
bién convertidos con la presente tribulación, nos hará invul-
nerables a los ataques del enemigo. Precedió el castigo, se-
guirá también la benevolencia.

8 A nosotros nos basta suplicar el perdón al Señor con
sencillez y unanimidad, sin cesar en las súplicas y con la fe
de alcanzar lo que pedimos, rogando con lamentos y lágri-
mas, como corresponde rogar a quienes están puestos entre
los caídos que se lamentan y el resto de los que temen caer,
entre la multitud de enfermos tendidos por el suelo y los
muy pocos que se sostienen en pie. Pidamos que la paz nos
sea devuelta rápidamente, que pronto se nos socorra en
nuestros escondrijos y peligros, que se cumpla lo que el Se-
ñor se digna anunciar a sus servidores: el restablecimiento
de su Iglesia, la seguridad de que estamos a salvo, la sereni-
dad tras la tormenta, la luz tras las tinieblas, la dulce calma
después de las borrascas y huracanes, los compasivos auxi-
lios de su amor paternal, las conocidas maravillas del poder
divino; con todo lo cual quede rebatida la blasfemia de los
perseguidores, se restaure la penitencia de los caídos y sea
glorificada la firme e inmutable fidelidad de los perse-
verantes. Deseo, carísimos hermanos, que sigáis con buena
salud y que os acordéis de mí. En mi nombre, saludad a la
comunidad, y encargadles que conserven el recuerdo de no-
sotros. Adiós.



12

Cipriano a los presbíteros y diáconos


Se preocupa por los que se mueren gloriosamente en la cárcel;
sin ser atormentados, su valor y gloria no son nada despreciables; pueden ser considerados entre los mártires bienaventurados: por ello advierte a Tértulo que anote el día en que mueren.


Cipriano saluda a los hermanos presbíteros y diáconos.

Si bien sé, carísimos hermanos, que habéis sido ad- i
vertidos firecuentemente en nais cartas para que se atienda
con toda diligencia a los que han confesado con voz glorio-
sa al Señor y están encarcelados, no obstante, otra vez os
encargo que nada falte en solicitud a quienes nada falta en
gloria. Y ojalá la condición de mi puesto y dignidad me
permitiese poder estar ahora personalmente presente: con
prontitud y de buena gana en un servicio ordinario, cumpli-
ría para con nuestros valerosos hermanos, todos los deberes
de la caridad. Pero que vuestro celo supla mi deber y haga
todo lo que es preciso por aquellos a los que la gracia divina
ha ensalzado con tales méritos de fidelidad y valor. Póngase 2
también mucho interés y un gran cuidado en los cuerpos de
todos los que, a pesar de no haber sido torturados, con una
muerte gloriosa acaban en la cárcel. Por cuanto ni su valor
ni su gloria son tan pequeños que no puedan también ellos
ser incluidos entre los mártires bienaventurados. En cuanto
a ellos, sufiieron todo aquello que estaban dispuestos y de-
cididos a padecer. Quien bajo la mirada de Dios se ofireció a
los tormentos y a la muerte, suírió cuanto en su voluntad
aceptó padecer. Porque no fue él mismo quien les falló a los
tormentos, sino los tormentos los que le fallaron a él. «A 3
quien me confesare ante los hombres, también yo lo confe-
saré delante de mi Padre» dice el Señor; ellos han confe-
sado. «El que resistiere hasta el fin, éste se salvará» añade
el Señor; ellos resistieron y cóiíservaron hasta el fin íntegros e inmaculados los merechnientos de sus virtudes. Y está



(Su dignidad episcopal, conocida por los gentiles, habría irritado aún más el odio de éstos contra los cristianos)


también escrito: «Sé fiel liasta la muerte, y te daré la corona
de la vida»^^: ellos perseveraron fieles hasta la muerte,
constantes e invencibles. Cuando se añade a nuestro deseo y
a nuestra confesión la muerte en la cárcel y entre cadenas,
se ha consumado la gloria del martirio.

Finalmente, anotad también los días en que mueren, pa-
ra que podamos celebrar su conmemoración entre los márti-
res; aunque Tértulo, nuestro hermano fidelísimo y devotí-
simo, en medio de sus ocupaciones, con el celo y cuidado
que pone en toda clase de servicios a los hermanos y que no
falta tampoco en lo que se refiere a los cuerpos, me ha escri-
to y sigue escribiéndome señalando los días en que, hallán-
dose en prisión, nuestros bienaventurados hermanos salen
de este mundo con gloriosa muerte hacia la eternidad; y que
nosotros celebremos también aquí oblaciones y sacrificios
en su conmemoración, que muy pronto, con la ayuda de
Dios, celebraremos en vuestra compañía. Que vuestro celo
diligente no les falte tampoco a los pobres, como ya diferen-
tes veces he escrito; a aquellos, se entiende, que, siendo constantes en la fe y luchando a nuestro lado con arrojo, no han abandonado el campamento de Cristo, A éstos, por cierto,
en tales circunstancias, les hemos de prestar mayores mues-
tras de afecto y atención, ya que, ni abatidos por la pobreza
ni derribados por la fuerza de la persecución, sirviendo fiel-
mente al Señor, han dado ejemplo de fidelidad a los pobres
restantes. Os deseo, carísimos hermanos y muy añorados,
que sigáis bien de salud y os acordéis de mí. Saludad a los
hermanos en mi nombre. Adiós *^

(Esta carta es la mencionada en las cartas 13, 7 y 14, 2.)



13

Cipriano al presbítero Rogaciano y a los demás

El objetivo ftmdamental de esta carta, magnífico testimonio
histórico del cristianismo primitivo, es amonestar severamente a quienes abandonan la práctica de las verdades cristianas, bien de palabra, bien de obra.

Cipriano saluda al presbítero Rogaciano y a los demás
hermanos confesores.

Hace ya tiempo, hermanos carísimos y muy valerosos, i
os dirigí una carta para felicitaros con palabras alentadoras
por vuestra fe y virtud y ahora no tienen mis palabras otro
objeto capital que proclamar gozosamente una vez más y
sin cesar la gloria de vuestro nombre. Porque, ¿puedo de-
sear algo más grande o mejor que ver a la grey de Cristo ilu-
minada con la hermosura de vuestra confesión? Pues si de
esto se han de alegrar todos los hermanos, le corresponde al
obispo una mayor parte del gozo común, puesto que el ho-
nor de la Iglesia es el honor de su jefe. Cuanto nos afligimos
por aquellos a quienes derribó la tempestad fimesta, otro
tanto nos alegramos por vosotros, a los que no pudo derro-
car el diablo.

Os exhortamos, pues, por nuestra fe común, por el amor i
sincero y puro de nuestro corazón hacia vosotros, a que,
quienes habéis vencido al enemigo en el primer combate,
conservéis vuestra gloria con un valor firme y perseverante.
Estamos todavía en el mundo, todavía en el campo de bata-

Ha, luchamos día a día a vida o muerte. Se ha de procurar
que después de estos inicios se adquiera también el creci-
miento y se consume en vosotros lo que comenzasteis a ser
con unos felices principios. Poco es haber podido alcanzar
algo; es más poder conservar lo que se ha alcanzado, a la
manera como ni la fe en sí misma ni el nacimiento a la sal-
vación vivifican porque se han recibido, sino porque se han
conservado, tampoco es la consecución la que salva ense-
guida al hombre para Dios, sino el haber llegado al final. El
Señor nos enseñó esto con su magisterio diciendo: «He aquí
que ya estás curado, ya no quieras pecar, no te suceda algo
peor»^^. Considera que esto se lo dice también al que le ha
confesado: «Mira que te has convertido en un confesor, ya
no quieras pecar, no te suceda algo peor». Finalmente, Salo-
món, Saúl y muchos otros, cuando no anduvieron por los
caminos del Señor, no pudieron niantener la gracia que les
había sido dada: al abandonar ellos la disciplina del Señor,
también la gracia los abandonó a ellos.

Debemos perseverar en el difícil y estrecho camino por
el que nos vienen la alabanza y la gloria, y, si a todos los
cristianos convienen la calma y la humildad, y la tranquili-
dad que dan las buenas costumbres, según la palabra de
Dios que a ningún otro hace caso sino al humilde, al pacífi-
co y al que reverencia con temor sus enseñanzas, entonces
con mayor razón conviene que observéis y cumpláis esto los
confesores, que habéis sido propuestos para los demás her-
manos como un ejemplo, y conforme a cuyas costumbres
todos los demás deben ordenar su vida y costumbres. Pues
así como los judíos quedaron apartados de Dios, porque por
ellos el nombre de Dios se blasfema entre los gentiles, así,
por el contrario, son gratos a Dios los que con su ejemplo
dan un loable testimonio del nombre del Señor. Así advierte
y dice el Señor, según está escrito: «Brille vuestra luz de-
lante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» Tam-
bién el apóstol Pablo dice: «Brillad como faros en el mun-
do» Y Pedro exhorta similarmente: «Como extraños y
viajeros absteneos de los deseos camales que luchan contra
el alma, llevando ima conducta intachable entre los gentiles,
para que, si hablan mal de vosotros, como de malvados,
viendo vuestras buenas obras, ensalcen al SeñoD>^^ De eso,
ciertamente, se preocupan muchísimos de vosotros con go-
zo por mi parte, a la vez que, hechos mejores gracias al
mérito de su propia confesión, guardan y conservan su glo-
ria con una conducta pacífica y recta.

Ahora bien, oigo que algunos deshonran vuestro grupo y 4
destruyen con su comportamiento depravado el honor de la
mayoría. A éstos, aun vosotros mismos, como celosos cus-
todios de vuestro buen nombre, debéis reprenderlos, conte-
nerlos y corregirlos. Pues, ¡con qué vergüenza para vuestro
nombre se delinque cuando alguno de ellos hace allá vida
de embriagado y disoluto, otro regresa a la patria de donde
fue desterrado para acabar encarcelado, no como cristiano
sino como delincuente! Oigo decir que algunos se hinchan i
de orgullo y se envanecen, cuando está escrito: «No te en-
vanezcas, sino teme. Pues si el Señor no perdonó a las ra-
mas naturales, quizás ni a ti te perdone» Nuestro Señor
«fiie conducido como oveja al sacrificio, y como un cordero
que no bala ante el esquilador, del mismo modo él no abrió
SU boca»^^ «No soy — dice — contumaz, ni contradigo.
Ofrecí mi espalda a los azotes y mi rostro a las bofetadas.
3 No volví mi faz ante el asco de los salivazos» Y uno que
ahora vive en Él y por Él, ¿se atreve a ensalzarse y enso-
berbecerse, olvidándose de lo que Él hizo y de los manda-
mientos que nos dio, bien por sí mismo, bien por sus apósto-
les? Y si «el esclavo no está por encima de su amo»^^, que
quienes siguen al Señor imiten humildes, pacíficos y en si-
lencio sus pasos, puesto que el que fue inferior será supe-
rior, como dice el Señor: «El que sea el más pequeño entre
vosotros, éste será grande»

5 ¿Qué decir, además, — cuán execrable os debe parecer a
vosotros — de algo que nosotros hemos sabido con sumo
dolor y con lágrimas, que no faltan quienes profanan con su
infame y torpe promiscuidad los templos de Dios y los
miembros santificados y, después, de la confesión, más en-
noblecidos, poniendo sus camas juntas con las de las muje-
res, pues aun cuando en la conciencia de ellos falte lujuria,
el simple hecho es ya un grave pecado, porque con su es-
cándalo es posible que se produzcan ejemplos que hagan

2 caer a otros? Tampoco conviene que haya entre vosotros
pugnas y rivalidades, cuando el Señor nos dejó su paz y está
escrito: «Amarás al prójimo como a ti. Mas si os mordéis y
os inculpáis los unos a los otros, mirad no vayáis a destrui-
ros unos a otros» Os ruego que os abstengáis también de
ultrajes y ofensas, porque tampoco los maldicientes conse-
guirán el reino de Dios además de que xma lengua que ha
confesado a Cristo se ha de conservar intacta y pura guar-
dando su honor. Efectivamente, quien habla palabras pacífi-
cas, buenas y justas, según el mandato de Cristo, confiesa a
Cristo todos los días. Habíamos renunciado al siglo cuando
fuimos bautizados: mas es ahora cuando renunciamos ver-
daderamente al siglo, cuando tentados y probados por Dios,
abandonando todas nuestras cosas, seguimos al Señor y nos
mantenemos firmes y vivimos gracias a la fe en Él y en su
temor.

Fortalezcámonos con mutuas exhortaciones y avance-
mos más y más en la presencia del Señor, para que cuando,
en su misericordia, nos traiga la paz que muchas veces pro-
mete traemos, nos reintegremos a la Iglesia renovados y
casi cambiados en otros, y tanto nuestros hermanos como
los gentiles nos contemplen corregidos y mejorados en todo,
y los que habían admirado antes en nuestros actos de valor
la gloria, admiren ahora el ejemplo de nuestra conducta.

Y aunque he escrito a nuestro clero hace poco, cuando
aún estábais detenidos en la cárcel — y ahora de nuevo le he
escrito muy extensamente — para que se os proporcione lo
que sea necesario bien para vuestro vestido, bien para vues-
tro alimento; no obstante, yo mismo os he enviado de mis
propios ahorrillos, que llevaba conmigo, doscientos cincuenta
sestercios, y últimamente otros doscientos cincuenta. Tam-
bién Víctor, que ha pasado de lector a diácono y está a mi
lado, os ha enviado ciento setenta y cinco. Me emociono
cuando conozco que muchos hermanos nuestros, espoleados
por la caridad, acuden a cual más y alivian vuestras nece-
sidades con sus aportaciones. Deseo, carísimo hermano, que
estés siempre bien de salud.




14

Cipriano a los presbíteros y diáconos

Conocedor Cipriano del quebranto que ha ocasionado al pue-
blo la persecución, la cual ha diezmado asimismo a una parte del clero, cree preferible permanecer aún escondido. Les pide a3mda para atender a los confesores de la fe.

Cipriano saluda a sus hermanos presbíteros y diáconos.

1 Deseaba, carísimos hermanos, poder saludar con mi carta
a todo nuestro clero intacto y a salvo. Pero como la tem-
pestad adversa, que ha abatido en su mayor parte a nuestro
pueblo, añadió también, para colmo de nuestros dolores, que
con su estrago incluso una parte del clero quedara diezmada,
rogamos al Señor que, sabiendo que permanecéis firmes en
la fe y en la virtud, os podamos saludar viéndoos tan cons-

2 tantes en lo sucesivo gracias a la misericordia divina. Y, aunque había un motivo que me impulsaba, como si fuera un de-
ber, a reunirme pronto yo mismo con vosotros, primero el
ansia y las ganas de veros — deseo éste de la mayor im-
portancia para mí — , en segundo lugar poder tratar en común
aquellos asuntos acerca del gobierno de la Iglesia que exige
el bien común y, una vez examinados éstos con el parecer de
muchos, regularlos; con todo me ha parecido preferible man-
tenerme todavía escondido y quieto algún tiempo con miras
a otras conveniencias que afectan a la paz y al bienestar de
todos nosotros, de lo cual os dará explicación nuestro queri-
dísimo hermano Tértulo Él, con el gran cuidado que pone



(El clérigo Tértulo, ya nombrado en la carta 12, 2,1, es ahora el intermediario y portador de esta carta.)


en todas las obras divinas, ha sido igualmente quien me dio
este consejo, que fiiera cauto y moderado y que no me dejara
ver temerariamente en público, y menos en el lugar donde
tantas veces habla sido reclamado y buscado.

Confiando, por tanto, no sólo en vuestro afecto sino 2
también en vuestro espíritu religioso, el cual tengo sobra-
damente conocido, os aconsejo y encargo por la presente
que seáis vosotros, cuya presencia ahí no hace recelar ni es
excesivamente peligrosa, quienes me supláis en todo lo que
exige el gobierno de nuestra religión. Téngase en este tiem-
po, en cuanto se pueda y como se pueda, cuidado de los po-
bres que tal vez resistiendo firmes en la fe no dejaron el re-
baño de Cristo, de modo que, mediante vuestra solicitud, se
les proporcionen medios con que soportar la penuria, no sea
que lo que la tempestad no consiguió de los creyentes, lo
consiga la necesidad de los que viven en apuro. Que se 2
atienda también con solicitud a los gloriosos confesores. Y
aunque sé que muchísimos de éstos han sido acogidos por la
buena voluntad y el amor de los hermanos, sin embargo, si
hay algunos faltos de vestido o de dinero, procuradles todo
lo que sea necesario, como ya os lo escribí tiempo atrás
cuando todavía estaban en la prisión; ahora bien, que sepan
por vosotros, que oigan y aprendan qué es lo que requiere la
disciplina eclesiástica según la enseñanza de las Escrituras:
que sean humildes, modestos y pacíficos, con el fin de sal-
vaguardar el honor de su nombre y, habiendo sido gloriosos
por la confesión de su fe y siéndolo también por sus cos-
tumbres, se hagan dignos, mereciendo el favor del Señor en
todo, de alcanzar en el colmo de su gloria, la corona celes-
tial. Porque queda por cumplir más de lo que al parecer ya
se ha cumplido, pues está escrito: «No loes a ningún hom-
bre antes de que muera» Y en otro lugar: «Sé fiel hasta
la muerte y te daré la corona de la vida»^^^ Y el Señor
también dice: «Quien persevere hasta el fin se salvará»
Que imiten al Señor, que en el tiempo de su pasión no fue
más altanero sino más humilde. Pues fue entonces cuando
lavó los pies de sus discípulos diciendo: «Si yo, que soy
vuestro maestro y señor, os he lavado los pies, también vo-
sotros debéis lavar los pies de los otros. Yo os he dado
ejemplo para que hagáis a los demás lo que yo he hecho»
Que sigan, igualmente, los ejemplos del apóstol Pablo que,
después de pasar por la cárcel repetidas veces, por azotes,
por fieras, perseveró manso y humilde en todo; ni siquiera
después de la visión del tercer cielo y del paraíso presumió
de nada con arrogancia, sino que dijo: «Y no he comido
gratis el pan de otro, sino trabajando con esfuerzo y fatiga
de día y de noche, para no ser gravoso a ninguno de voso-
tros»

Os pido que instruyáis sobre cada una de estos temas a
nuestros hermanos. Y puesto que será ensalzado el que se
humille, es ahora cuando más deben temer al adversario in-
sidioso, que ataca más al más fuerte y, habiéndose vuelto
más fiero con la derrota, procura vencer al que le venció. El
Señor hará que me sea posible también a mí verlos pronto y
disponer sus mentes con exhortaciones saludables a salva-
guardar la gloria que han adquirido. Pues me duelo cuando
me decís que algimos se portan mal y disolutamente; que
hay entre ellos discordias y que pierden el tiempo con in-
sensateces; que unos miembros de Cristo, que ya lo han
confesado se manchan con uniones ilícitas, y que no se dejan gobernar por los diáconos o por los presbíteros, sino
que lo que consiguen es que la intachable gloria de muchos
confesores buenos se manche con las costumbres malas y
depravadas de unos pocos; a éstos deberían temer, esto es
verse arrojados de su compañía después de ser condenados
por su testimonio y juicio. Pues al fin y al cabo solamente es
glorioso y auténtico confesor aquel de quien después la
Iglesia no se ruboriza, sino que se gloría.

En cuanto a lo que me han escrito mis hermanos en el a
sacerdocio Donato, Fortunato, Novato y Gordio, no he po-
dido responder nada yo solo, ya que desde el comienzo de
mi episcopado decidí no gestionar nada por nü cuenta sin
vuestro consejo y el consentimiento de mi pueblo. Pero
cuando con la gracia de Dios vaya a vosotros, entonces tra-
taremos en común de lo que se ha hecho o ha de hacerse, tal
como el respeto mutuo exige. Os deseo, hermanos queridí-
simos y muy añorados, que sigáis con completa salud y os
acordéis de mí. Saludad a los hermanos que estén con voso-
tros y encargadles que se acuerden de mí. Adiós.




15

Cipriano a los mártires y confesores


Ésta es la primera carta que trata de la cuestión dificultosa de los lapsos En ella advierte a la vez nuestro obispo a los mártires y confesores que cumplan lo establecido en cuanto a los libelos en favor de los lapsos. Le preocupa asimismo el hecho de que algunos presbíteros ponen dificultades al cumplimiento de la disciplina eclesiástica.


Cipriano saluda a sus mártires y confesores, hermanos
carísimos.

La solicitud de nuestro cargo y el temor de Dios nos
apremian, valerosísimos y muy felices mártires, a amonesta-
ros con nuestra carta para que quienes tan devota y genero-
samente guardáis la fe del Señor, observéis también su ley y
disciplina. Pues, si es un deber que todos los soldados de
Cristo cumplan los preceptos de su general, mucho más de-
béis acatarlos vosotros, que os habéis convertido en mode-
los de virtud y de temor de Dios para los otros. Por cierto
que yo creía que los presbíteros y, diáconos que viven ahí
con vosotros os advertían e instruían plenamente acerca de
la ley del evangelio, como se ha hecho siempre en tiempos
de nuestros predecesores, cuando los diáconos, acudiendo a
la cárcel, encauzaban con sus consejos y con los mandatos
de las Escrituras las aspiraciones de los mártires. Pero ahora
me entero, con grandísimo dolor de mi alma, de que allí no
solamente no se os recuerdan los mandatos divinos sino que,
más bien, se dificulta su cumplimiento, de modo que lo
que vosotros mismos hacéis — con respecto a Dios con pru-


(En la iglesia primitiva los diáconos tenían mucha autoridad; era de su incumbencia, además de la administración de los bienes temporales, la predicación y la administración del bautismo y de la eucaristía. Estrictamente se denomina así a los que, en diverso grado y de diferentes modos, apostataron de su fe durante la persecución de Decio (cf Introducción, págs. 19 ss). En Cartago el número de lapsos fue numeroso y la controversia tuvo allí su origen, debido a las circunstancias de esta sede: Cipriano había desaparecido en los primeros días de la persecución, y los confesores de la fe que no murieron y más tarde recobraron la libertad daban cartas de reconcilación a los lapsos. Cipriano, en situación delicada por haber huido, escribe desde el destierro desaprobando el proceder de los confesores y las innovaciones de algunos presbíteros que, haciendo causa común con ellos, los absolvían precipitadamente en contra de la disciplina penitencial vigente. )



dencia y con respecto al pontífice por deferencia — es anu-
lado por algunos presbíteros; ellos, sin reflexionar en el te-
mor de Dios ni en el honor del obispo, cuando vosotros me
habéis escrito pidiéndome que se examinen vuestros deseos
y que se conceda la paz a algunos lapsos en el momento en
que, acabada la persecución, podamos rexmimos con el cle-
ro y juntamos todos, contra la ley del Evangelio, incluso
contra vuestra laudable petición, antes de que se haya hecho
penitencia, antes del cumplimiento de la exomológesis
por el más grave y mayor pecado, antes de la imposición de
manos por el obispo y el clero en orden a la reconciliación,
se atreven a ofrecer el sacrificio por ellos y a darles la eucaristía, es decir, a profanar el sagrado cuerpo del Señor,
cuando está escrito: «El que comiere el pan y bebiere el cá-
liz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y sangre del
Señor»

Es cierto que aun a los lapsos puede concedérseles en 2
eso el perdón. ¿Quién, estando muerto, no se apresurará a
recibir la vida? ¿Quién no correrá a recobrar la salud? Pero
los pastores deben mantener la ley e instruir tanto a los im-
pacientes como a los ignorantes, para que no se conviertan
quienes deben ser pastores de las ovejas en sus carniceros.
Pues conceder lo que termina en perdición es engañar; y
tampoco se levanta así a un lapso, sino que, por la ofensa
que se hace a Dios se le empuja más a su ruina. Así que por 2
lo menos aprendan de vosotros, aun cuando debían haberos
enseñado. Que reserven para la decisión del obispo vuestras
peticiones y demandas y que esperen un tiempo de paz


(Entre otras significaciones, se conoce con este nombre, en la Iglesia primitiva, las obras penitenciales que se habían de cumplir públicamente (limosnas, ayunos...), durante un tiempo proporcionado a la gravedad del pecado cometido.)



oportuno para conceder la reconciliación que vosotros pe-
dís, de modo que primero reciba del Señor la paz la madre,
y entonces, como es vuestro deseo, podrá tratarse de la paz
de los hijos

3 Y porque oigo, valerosísimos y muy añorados herma-
nos, que os sentís presionados por la desvergüenza de algu-
nos y que vuestra modestia padece violencia, os ruego con
la mayor insistencia que puedo que, recordando el Evange-
lio y considerando qué clase de cosas concedieron en el pa-
sado vuestros antecesores mártires y cuán solícitos fueron
en todo, examinéis también vosotros atenta y cautamente las
demandas de peticionarios, que — como amigos que sois
del Señor y que un día habréis de juzgar con Él — , pongáis
atención en la conducta, obras y méritos de cada uno, que
consideréis asimismo los tipos y características de sus deli-
tos no sea que, si vosotros hubiéseis prometido o nosotros
hubiésemos hecho algo precipitada e indignamente, se haya
de avergonzar nuestra Iglesia incluso ante los mismos gentiles. Pues a menudo somos visitados y castigados, y somos
advertidos a fin de que los mandamientos del Señor perma-
nezcan intactos e inviolados. Bien sé que tampoco ahí entre
vosotros cesa el castigo divino de instruir a muchos en la
disciplina eclesiástica. Pero todo esto puede conseguirse si
moderáis con una religiosa reflexión lo que se os pide, des-
cubriendo y reprimiendo a esos que, haciendo acepción de
personas al distribuir vuestras limosnas, o bien miran de
complacer o buscan el tráfico de un negocio ilícito.


(Alude a los libelos o cédulas de recomendación que los lapsos procuraban que se les hicieran por los mártires y confesores encarcelados, para ser admitidos a la comunión de los fíeles antes de haber cumplido los trámites penitenciales de la exomológesis que se acaban de especificar al final del capitulo 1 de esta misma carta.)


Sobre esto ya he escrito al clero y al pueblo dos cartas 4
y he mandado que os sean leídas ambas. Pero hay otra cosa
que debéis ordenar y corregir conforme a vuestra diligencia:
designar nominahnente a los que queréis que se les conceda
la reconciliación. Pues oigo que en favor de algunos se con-
feccionan libelos en los que se dice: «Que vuelva a la co-
munión él con los suyos» Eso nunca lo hicieron los márti-
res, de modo que una petición vaga y ambigua acumulara en
lo sucesivo antipatía contra nosotros. Pues es evidente que
cuando se dice «él con los suyos» lo mismo se nos pueden
presentar veinte que treinta e incluso más que aseguren que
son parientes y afines, libertos, esclavos del que recibió el
libelo. Y por eso os pido que designéis nominahnente en el li-
belo a quienes vosotros mismos veáis y conozcáis, a aque-
llos cuya penitencia consideréis que está próxima a la satis-
facción; así nos mandaréis cartas que estén conformes a la
fe y a la disciplina. Deseo, hermanos valerosos y dilectísi-
mos, que sigáis con buena salud en el Señor y que os acor-
déis de mí.




16

Cipriano a los presbíteros y diáconos


Esta carta está íntimamente relacionada con la anterior por su
tema. Cipriano insiste en el hecho de que algunos clérigos, arrogándose todos los derechos y buscando hacerse populares, imponen las manos a los lapsos, con lo cual a éstos les causan más bien daño espiritual y, a su vez, ellos desobedecen. Se refiere a las cartas 16 y 17.



Cipriano saluda a los hermanos presbíteros y diáconos.

He tenido paciencia durante bastante tiempo, carísimos
hermanos, como si nuestro silencio discreto fuese útil para
la paz; pero, como la inmoderada y loca presunción de algu-
nos intenta perturbar temerariamente el honor de los márti-
res, la modestia de los confesores y la tranquilidad de todo
el pueblo, no debo callar por más tiempo, no sea que el si-
lencio exagerado se vuelva un peligro para el pueblo y para
nosotros. Pues, ¿qué peligro podemos dejar de temer de que
sobrevenga la ira de Dios cuando algunos presbíteros, olvi-
dándose del Evangelio y de su dignidad, más aún, sin pen-
sar en el juicio futuro del Señor ni en el obispo que ahora
tienen de superior, reclaman para sí todos los derechos con
injuria y menosprecio de su prelado, cosa que nunca ocurrió
en tiempos de nuestros antecesores?

¡Y ojalá reivindicasen para ellos todos los derechos sin
que se viniera abajo la salvación de nuestros hermanos! Yo
podría disimular y sufrir el agravio que se hace a mi episco-
pado, como lo he disimulado y lo he sufrido siempre. Pero
no se puede disimular ahora, cuando nuestra comunidad fra-
terna es engañada por algunos de vosotros que, queriendo
hacerse agradables sin tener en cuenta la conversión, perju-
dican aún más a los lapsos. Pues ya saben incluso los mis-
mos apóstatas que el pecado que la persecución les hizo
cometer es gravísimo, ya que dijo nuestro Señor y juez: «A
quien me confesare ante los hombres, también lo confesaré
yo ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me ne-
gare, también lo negaré yo a él»^^l Y dijo también: «Se
perdonarán todos los pecados a los hijos de los hombres,
incluso las blasfemias; pero quien blasfemare contra el Es-
píritu Santo no tiene perdón sino que es reo de pecado eter-
no» Y todavía el bienaventurado Apóstol añadió: «No po-
déis beber del cáliz del Señor y del de los demonios. No
podéis tener parte en la mesa del Señor y en la mesa de los
demonios» Quien esconde estas verdades a nuestros her-
manos, los engaña como miserables hasta tal punto que, pu-
diendo satisfacer con sus obras y oraciones a Dios — que es
Padre y misericordioso — si hiciesen verdadera penitencia,
son seducidos para perderse más; y, pudiendo levantarse,
caen aún más bajo. Pues cuando se trata de pecados meno-
res, los pecadores hacen penitencia todo el tiempo señalado,
practican la exomológesis según está ordenado, y recuperan
el derecho de la comunión por la imposición de las manos
del obispo y del clero; ahora, en el tiempo adverso, cuando
dura todavía la persecución, cuando todavía no goza de paz
la Iglesia, son admitidos a la comunión, se ofrece el sacrifi-
cio en nombre de ellos, y sin haber hecho penitencia ni
exomológesis, sin imposición de manos ni del obispo ni de
los clérigos, se les da la eucaristía a pesar de que está escrito: «Quien comiere el pan o bebiere el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor»

Pero ahora los reos no son ellos, porque no conocen 3
bien la ley de la Escritura. Lo serán, más bien, los que pre-
siden y no enseñan esos preceptos a los hermanos para que,
instruidos por quienes están al frente, lo hagan todo con te-
mor de Dios y observando todas las prescripciones ordena-
das por Él. Además excitan la envidia contra los santos i
mártires y enfrentan a los gloriosos siervos de Dios con el
pontífice, pues ellos reconociendo mi dignidad me han es-
crito cartas y me han pedido que se examinen sus peticiones
y se les conceda la paz después que ella misma, nuestra madre, la haya obtenido de la misericordia del Señor, cuando a
nosotros la protección divina nos haya devuelto a su Iglesia;
éstos, suprimiendo el honor que me rinden los mártires y los
confesores y despreciando la ley del Señor y la norma a la
que los ntísmos confesores y mártires mandan atenerse, an-
tes de haberse pasado el miedo de la persecución, antes de
mi retomo, y casi antes de la muerte misma de los mártires,
ya comunican con los lapsos y ofrecen el sacrificio y les dan
la eucaristía; cuando, aun en el caso de que los mártires, te-
niendo, en el fervor de su triunfo, en poco la Escritura, se
excedieran contra la ley del Señor en algunos de sus deseos,
deberían ser advertidos a propuesta de los presbíteros y de
los diáconos, tal como se hizo siempre en tiempos pasados.

Por eso no deja la justicia divina de castigamos día y
noche. Además de las visiones noctumas, también de día los
niños inocentes se sienten llenos 4el Espíritu Santo y en
éxtasis ven con sus ojos, oyen y dicen todas las cosas con
las que se digna el Señor avisamos y enseñamos. Cuando el
Señor, que me mandó alejarme de vosotros, se digne ha-
cerme volver, ya os lo contaré todo. Mientras tanto, que al-
gunos temerarios, incautos y soberbios que hay entre voso-
tros, los cuales no hacen caso de los hombres, teman por lo
menos a Dios y sepan que, si en adelante continúan en la
misma actitud, me valdré de la admonición que Dios me
manda emplear; por ahora se les debe prohibir ofrecer el sa-
crificio hasta que ante mí y los confesores y todo el pueblo
den razón de su conducta, cuando permita el Señor que vol-
vamos a reunimos en el seno de la madre Iglesia. Sobre esto
he escrito cartas a los mártires y confesores y al pueblo**^,
las cuales he encargado que os sean leídas ambas. Deseo,
hermanos queridísimos y añorados, que sigáis bien de salud
y que os acordéis de mí. Adiós.



17

Cipriano a los hermanos del pueblo

Sigue el obispo de Cartago doliéndose de que algunos pres-
bíteros, sin respetar las prescripciones, reconcilian á los lapsos con excesiva facilidad, según ya les ha advertido en las dos cartas anteriores.

Cipriano saluda a sus hermanos que viven entre el pue-
blo.

Que vosotros, carísimos hermanos, gemís y os atribu-
láis por las caídas de nuestros hermanos, lo sé por mí, que
también yo personalmente gimo con vosotros por cada uno,
y me duelo y sufro, y siento lo que dice el santo Apóstol:
«¿Quién enferma — dice — y no enfermo yo? ¿Quién se es-
candaliza, y no me abraso?» Y también dijo en una epís-
tola: «Si sufre un solo miembro, sufren a la vez los demás
miembros; y, si goza un solo miembro, se alegran con él los
demás» Yo sufro y me compadezco de mis hermanos,
que caídos y postrados por el estrago de la persecución,
arrastrando consigo parte de nuestras entrañas, nos han pro-
ducido un dolor tan grande como el de sus heridas; la divina
misericordia es poderosa para curarlas. Con todo, entiendo
que no hay que precipitarse, ni ha de hacerse nada de forma
incauta y con prisas, a fin de que, mientras se usa sin discre-
ción la paz, no se provoque más gravemente la ira de la in-
dignación divina. Unos bienaventurados mártires me han
enviado una carta respecto de algunos, pidiendo que sus so-
licitudes sean examinadas. Cuando, una vez concedida a to-
dos la paz por el Señor, volvamos a la Iglesia, será exami-
nado cada caso, estando presentes y juzgando vosotros.
2 Me entero, no obstante, de que algunos de los presbí-
teros, sin tener presente el evangelio, sin considerar lo que
nos han escrito los mártires, sin respetar en el obispo la
dignidad de su sacerdocio y de su cátedra, ya han comenza-
do a ponerse de acuerdo con los lapsos, a ofrecer por ellos
el sacrificio, y a darles la eucaristía, a pesar de que conviene dar por su orden estos pasos. Pues, si por los pecados menores, que no van directamente contra Dios, se observa peni-
tencia en el tiempo justamente determinado, si se cimiple la
exomológesis una vez examinada la vida del que hace la
penitencia, y nadie puede llegarse a la comunión si antes no
le ha sido impuesta la mano por el obispo y el clero, ¿cuánto
más, en estos gravísimos y extremos pecados, conviene que
todo sea observado cauta y moderadamente según la ense-

2 ñanza del Señor? Esto, ciertamente, deberían haberles ense-
ñado a los nuestros los presbíteros y los diáconos, cum-
pliendo su deber de cuidar de las ovejas que les han sido
encomendadas y de dirigirlas según el magisterio divino al
camino que lleva a la salvación. Yo conozco la serenidad y
al mismo tiempo el temor religioso de nuestro pueblo: esta-
rían atentos a satisfacer a Dios y a pedirle perdón, si no los
hubiesen engañado algunos presbíteros para ganárselos.

3 Así pues, al menos vosotros, gobernad a cada uno, y
conforme a los preceptos divinos dirigid con vuestro conse-
jo y vuestra moderación los sentimientos de los lapsos. Na-
die recoja fuera de tiempo los frutos verdes. Nadie lance de
nuevo a la mar su nave, maltratada y agujereada por las olas
antes de haberla carenado con toda diligencia. Nadie se
apresure a tomar y ponerse una túnica desgarrada, a no ser
que advierta que ya ha sido remendada por un habilidoso
artesano y aprestada por un batanero Les ruego que se-
pan escuchar pacientemente nuestro consejo, esperen nues-
tro retomo, para que, cuando estemos de vuelta enüre voso-
tros por la misericordia de Dios, convocados los demás
obispos, podamos entre varios examinar las cartas y deman-
das de los bienaventurados mártires, según la disciplina del
Señor y la presencia de los confesores y también vuestra.
Respecto de esto he escrito no sólo al clero sino también a
los mártires y confesores dos cartas las cuales mandé que
os fuesen ambas leídas. Os deseo, hermanos carísimos y
muy añorados, que os encontréis siempre bien en el Señor,
y que os acordéis de mí. Adiós.

(Los bataneros aprestaban los tejidos nuevos y lavaban, blan-
queaban y aprestaban los usados.
La carta 16, que iba destinada al clero, y la 15, dirigida a los confesores y mártires.)




18

Cipriano a los presbíteros y diáconos

Se ven en esta breve carta los rasgos de humanidad de Cipria-
no: buen conocedor de las condiciones climáticas estivales de su tierra, recomienda condescendencia con los lapsos en trance de peligro o enfermedad.

Cipriano saluda a sus hermanos presbíteros y diáconos.

Me sorprende, carísimos hermanos, que no hayáis contestado nada a las muchas cartas que con frecuencia os he dirigido, pues la utilidad y la necesidad de nuestra comunidad fraterna exige que, infomiado por vosotros, pueda yo

2 tomar una decisión sobre los asuntos pendientes. No obstan-
te, como veo que no me es posible todavía volver a voso-
tros, y que ya ha empezado el verano, tiempo que afecta con
graves y frecuentes enfermedades, creo que hay que visitar
a nuestros hermanos, para que quienes recibieron libelos de
recomendación de los mártires y mediante esta interce-
sión pueden ser ayudados ante Dios, en el caso de verse
afectados por algún apuro y peligro de enfermedad, sin
aguardar mi presencia, ante cualquier presbítero presente o,
si no se encontrase un presbítero y la muerte se aproxima,
ante un diácono también, puedan cumplir la exomológesis
por su pecado, de modo que, impuesta la mano sobre ellos
en señal de penitencia, vayan hacia el Señor con la paz que
los mártires en sus cartas nos solicitaron que les friese dada.

2 Animad también con vuestra presencia al resto del pue-
blo que claudicó, y alentadlo con vuestro consuelo a que no
se aparten de la fe y misericordia del Señor. Pues no serán
privados de la ayuda y socorro del Señor quienes mansos y
humildes, y haciendo verdadera penitencia, perseveren en
sus buenos propósitos, de modo que no se deje de atenderlos con el remedio divino. Que no falte tampoco vuestro
cuidado a los catecúmenos, si estuvieren algunos en peligro
y a las puertas de la muerte; que no se deniegue la miseri-
cordia del Señor a los que imploren la gracia divina. Os de-
seo, hermanos carísimos, que sigáis siempre bien, y os acordéis de mí. Saludad en mi nombre a toda la comunidad fra-
terna, y encargadle que se acuerde de mí. Adiós.




(Estos libelos, es decir cartas, que los mártires entregaban a los lapsos, no han de ser confundidos con aquellos otros libeli, certificados — muchas veces falsos — de haber sacrificado a los ídolos, documentos de los que tomaron nombre los libellatici, según se habla en las cartas que se refieren a los lapsos, como la 30, 3.)



Cipriano a los presbíteros y diáconos

Sigue Cipriano advirtiendo con energía que los poco razona-
bles lapsos que apremian con urgencia para que se les conceda la reconciliación, deben ofrecer a Dios un sacrificio de religiosa paciencia y atenerse a la disciplina eclesiástica.

Cipriano saluda a sus hermanos presbíteros y diáconos.

He leído vuestra carta, carisimos hermanos, en la que i
me decís que no les ha faltado vuestro provechoso consejo a
nuestros hermanos, para que, dejándose de prisas temera-
rias, ofrezcan a Dios su paciencia religiosa de modo que,
cuando por la misericordia divina nos reunamos, podamos
tratar sobre todas las formas de penitencia, de acuerdo con
la disciplina eclesiástica, máxime cuando se ha escrito:
«Acuérdate de donde has caído y haz penitencia» Ahora
bien, hace penitencia aquél que, acordándose del precepto
divino, manso, paciente y obedeciendo a los sacerdotes de
Dios, se hace digno del Señor con su sumisión y buenas
obras.

Mas, como me habéis indicado que hay algunos que son 2
inmoderados y que urgen para recibir a toda prisa la re-
conciliación, como habéis deseado que os dijera yo una
norma respecto de esta cuestión, creo que he escrito bastan-
te ampliamente sobre este asunto en la última carta ^^"^ que
os he dirigido: que quienes recibieron libelo de los mártires
y con su auxilio pueden ser socorridos en sus pecados ante
el Señor, si se viesen oprimidos por alguna enfermedad y
peligro, practicada la exomológesis e impuesta por vosotros
la mano en señal de penitencia, sean enviados a presencia
del Señor con la paz que les fuera prometida por los már-
tires. Pero los restantes que, sin haber recibido libelo alguno
de los mártires, provocan malestar, ya que no es ésta cues-
tión de unos pocos, ni de una Iglesia o de una provincia, si-
no de todo el orbe, éstos que esperen que llegue antes, con
la protección del Señor, la paz pública de su Iglesia. Por
consiguiente, conviene no sólo a la modestia y a la disci-
plina sino también a la vida misma de todos nosotros que,
reunidos los jefes con el clero, estando también presente el
pueblo que se ha mantenido firme — a quienes se debe hon-
rar por su fe y temor — podamos disponerlo todo con la es-
crupulosidad de una deliberación común. Por otro lado, qué
poco religioso es, y qué perjudicial para los mismos que tan-
ta prisa tienen que, mientras los exiliados, los desterrados de
su patria y los desposeídos de todos sus bienes todavía no
han vuelto a la Iglesia, algunos lapsos se apresuren a ade-
lantar a los mismos confesores y a entrar antes en la Iglesia.
Si tanta prisa les corre, tienen en su poder lo que piden,
pues el tiempo mismo les da más de lo que solicitan. La lu-
cha sigue todavía y todos los días se celebra el combate. Si
quienes fiieron culpables están real y decididamente arre-
pentidos y tanto puede el calor de su fe, sepan que el que no
puede esperarse, puede ser coronado Os deseo, carísimos hermanos, que sigáis bien, y que os acordéis de mí. Saludad
en mi nombre a la comunidad fraterna, y encargadles que se
acuerden de mí. Adiós.




Carta 18.

San Cipriano, que en diversas ocasiones, como en la carta de despedida 81, 2, 1, y con motivo de su interrogatorio ante el procónsul, expuso la verdadera doctrina acerca de la prohibición de ofrecerse espontáneamente al martirio, no quiere decir aquí que los apóstatas puedan hacerlo, sino que les manifiesta simplemente que no es difícil que en tal situación se les presente, sin buscarla, la oportunidad de probar su fe y su arrepentimiento.

Cipriano a los presbíteros y diáconos de Roma

En esta carta al clero de Roma Cipriano justifica su retirada y
alega el consejo del Señor respecto a la atención de los hermanos; reitera lo ya escrito en otras cartas en relación con los lapsos: hay que tener en cuenta el honor debido a los mártires, pero reprimir la audacia e impaciencia de los lapsos.

Cipriano a sus hermanos presbíteros y diáconos en Roma.

Como he sabido, carísimos hermanos, que se os ha re-
ferido con poca franqueza y fidelidad todo lo que aquí he
hecho y sigo haciendo he creído necesario dirigiros esta
carta, para daros con ella cuenta de mis actos, de mi disci-
plina y de mi diligencia. Pues bien, como nos enseñan los
mandamientos del Señor, apenas surgido el primer ataque
de la persecución, habiéndomelo reclamado el pueblo con
insistencia a grandes voces, me escondí de momento, pen-
sando no tanto en mi seguridad cuanto en la calma pública


(Cartas 8 y 9.
Parece ser que el clero romano no había considerado adecuada la
retirada de san Cipriano, cuando estalló la persecución.)


de los hermanos, no fuese que con mi presencia inoportuna
se encendiera más el alboroto que había empezado. Pero,
aunque ausente corporalmente, no he faltado ni espiritual-
mente ni con mi actuación ni con mis avisos, con el fin de
atender a nuestros hermanos, en lo que podía con mi poque-
dad conforme a lo mandado por el Señor.

Lo que yo he hecho os lo dicen las cartas que en cada
momento y en número de trece os remití en las que no ha
faltado ni consejo para el clero ni exhortaciones para los
confesores ni mis reprensiones a los desterrados cuando
file necesario ni unas palabras de recomendación a toda
la comunidad fraterna para que imploraran la misericordia
de Dios en la medida en que mi pobre persona pudo in-
tentarlo dentro de la norma de la fe y del temor de Dios, y
tal como el Señor me inspiraba. Cuando después llegaron
también los tormentos, mis palabras penetraron los muros
para alentar y confortar a nuestros hermanos encarcelados,
bien que hubieran sufirido ya el tormento, bien que espera-
sen que los atormentasen Asimismo cuando supe que los
que habían manchado sus manos y boca con contactos sa-
crilegos o, al menos habían tiznado su conciencia con li-
belos nefandos, asediaban por todas partes a los mártires y
además sobornaban a los confesores con ruegos importunos
y lisonjeros, de modo que, sin hacer ninguna distinción ni
examen de las personas, se entregaban cada día miles de li-



('2«Cartas5a7y 10al9,
Carlas 5, 7. 12 y 14.
Carta 6.
Carta 13.
Carta 11.
Carta 10.
•3^ Clara referencia a la consumición de viandas oñecidas a los ídolos en los sacríñcios.)


belos contra la ley del evangelio, escribí cartas para re-
cordar, en cuanto me era posible, con mis palabras y conse-
jos a los mártires y confesores los preceptos del Señor. Tam- 3
poco les faltó a los presbíteros y diáconos la energía de mi
episcopado, de tal modo que algunos, poco cuidadosos de la
disciplina y de \ma temeraria precipitación, que habían co-
menzado ya a comunicar con los lapsos, fiieron contenidos
gracias a nuestra intervención. Dispusimos también al mis-
mo pueblo en la medida de nuestras posibilidades y lo adoc-
trinamos para que se guardase la disciplina eclesiástica.

Pero poco después, como algunos de los lapsos, bien por 3
propia iniciativa, bien por incitación ajena, se lanzasen con
audaz exigencia a ver cómo les arrancaban de modo violen-
to a los mártires y a los confesores la paz que les había sido
prometida, escribí al respecto dos cartas al clero, y mandé
que se las leyeran de modo que, con el fin de suavizar, entre
tanto, de algún modo la violencia de aquellos, quienes mu-
rieran habiendo recibido el libelo de los mártires, una vez
cumplida la exomológesis e impuestas las manos en señal
de la penitencia, fiiesen enviados a presencia del Señor con
la paz que les había sido prometida por los mártires. Y en
cuanto a esto no he dado ninguna ley, ni me he constituido
en autor temerariamente. Ahora bien, como se considerara 2
que no sólo se debía honrar a los mártires, sino que también
había de ser reprimido el ímpetu de esos que deseaban per-
turbarlo todo; y, además, como yo había leído la carta
que hacía poco habíais dirigido a nuestro clero por medio
del subdiácono Cremencio para que se atendiese a los que
después de su apostasía hubiesen caído enfermos y, arrepen-
tidos, solicitasen la comunión, creí yo que también debía

(*35 Cartas 15, 16 y 17.
Cartas 18 y 19.
*3'' La carta 8.)



avenirme a vuestro parecer, para que nuestra actuación, que
debe ser unánime y acorde en todo, no discrepase en nada.
Dispuse que se dilatasen del todo las causas de los demás,
aunque hubieran recibido libelo de los mártires, y que se re-
servasen para el tiempo en que yo esté presente, a fin de que
cuando, una vez concedida la paz por el Señor, nos reuna-
mos varios obispos, podamos, consultado también vuestro
parecer, disponerlo todo o reformarlo. Os deseo, carísimos
hermanos, que os encontréis siempre bien.





21

Celerino a Luciano



Sirve esta carta para conocer lo que algunos cristianos pensa-
ban en la cuestión de los lapsos y, en consecuencia, para esclarecer el problema. Es interesante también por los datos que se aportan acerca de la persecución.

Celerino a Luciano

Mientras te escribo estas cosas, mi señor y hermano, me
hallo gozoso y triste: gozoso porque me he enterado de que
has sido detenido por el nombre de nuestro Señor Jesu-
cristo, salvador nuestro, e incluso has confesado su nombre
ante los magistrados de este mundo; triste, en cambio, por-
que, desde el día en que te acompañé jamás he podido
recibir una carta tuya. Incluso ahora mismo me agobia una



(Uno y otro eran confesores de la fe. Luciano estaba en la prisión y ¿Celerino había salido de ella. De ambos habla la carta 27 de san Cipriano.
Le había acompañado, seguramente, al lugar de su cautiverio, o
quizás al puerto de embarque para ir allí.)



doble tristeza, porque sabías que desde la cárcel donde esta-
ba contigo, iba a venir a mi lado nuestro común hermano
Montano, y no me has dicho nada sobre tu salud, ni de có-
mo van las cosas por ahí. Ahora bien, esto suele acontecer a
los siervos de Dios, sobre todo a los que están a punto de
confesar a Cristo. Pues comprendo que el individuo ya no i
atienda a las cosas de este mundo, puesto que está espe-
rando la corona celestial. Por eso he dicho que tal vez te
olvidaste de escribirme. Porque, hablándote incluso si quie-
res del último de tus hermanos, si es que soy digno de oír
mi nombre de Celerino, con todo yo, cuando también estuve
en el trance de tan gloriosa confesión, recordaba a mis más
antiguos hermanos, y les recordé por mis cartas que mi
afecto de antes para con ellos permanecía en mí y en los
míos. Pero, queridísimo, pido al Señor que, si padeces antes 3
por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, seas lavado con
aquella sangre sagrada, antes de que te llegue mi carta en
este mundo; o bien que, si te llega antes, me contestes. ¡Que
te corone aquel cuyo nombre has confesado! Creo, en efec-
to, que, aunque en este mundo no nos viéramos, en el futu-
ro, no obstante, nos abrazaremos en presencia de Cristo.
Ruega para que sea yo también digno de ser coronado con
vuestro grupo.

Con todo debes saber que me encuentro en una gran tri- 2
bulación, y que me acuerdo de nuestro antiguo afecto día y
noche, como si estuvieras conmigo. Sólo Dios lo sabe. Y
por tanto te ruego que accedas a mi deseo y te conduelas
conmigo en la muerte de una hermana mía, que en este es-
trago se ha perdido para Cristo. Ha sacrificado e irritado a
nuestro Señor, esto nos parece evidente. Por su acción yo he
pasado llorando, en cilicio y en ceniza, el día alegre de la
Pascua, y así continúo hasta hoy, hasta que el auxilio de
nuestro Señor Jesucristo y su piedad ponga remedio a tan
lamentable naufragio, por intercesión de mis señores que ya
fueron coronados y de los cuales has de implorólo. He re-
cordado tu afecto anterior para que te compadezcas con to-
dos los demás de mis hermanas, que también tú conociste
bien, esto es, Nxuneria y Cándida: sobre su pecado, porque
nos tienen como hermanos, debemos vigilar Yo creo que
Cristo en atención a su arrepentimiento y a los servicios
que prestan a nuestros compañeros desterrados que han ve-
nido de entre vosotros y que te contarán en persona sus obras,
les perdonará, al interceder por ellas vosotros, sus mártires.

Me he enterado de que has tomado el ministerio de la
dirección de los más gloriosos. ¡Dichoso tú! Cumple aun
durmiendo en la tierra lo que siempre has deseado. Deseaste
ser enviado a la cárcel por su nombre, lo cual se cumple
ahora, según está escrito: «El Señor te conceda conforme a
tu corazón» Y ahora has sido designado ministro de Dios
sobre ellos, esto es, su servidor. Por tanto, te ruego, mi se-
ñor, y te pido por nuestro Señor Jesucristo, que hables a mis
señores, colegas y hermanos tuyos, a fin de que el primero
de vosotros que reciba la corona del martirio, perdone este
pecado a nuestras hermanas Numeria y Cándida Ahora
bien, a ésta siempre la he nombrado disculpándola. Dios es
testigo, porque abonó dinero por xm certificado para no te-
ner que sacrificar: y parece que solamente subió hasta las



(Primero ha hablado sólo de una hermana apóstata, y aquí cita a
dos. La razón la dice más adelante cuando explica que una de ellas no sacrifícó: iba a hacerlo, pero rectificó a tiempo. De todas formas este pasaje, por la irregularidad de su gramática, resulta difícil de entender bien.
Lo que hacían los mártires no era propiamente perdonar los pecados de apostasía, sino interceder para que ñiesen perdonados por quien tenía potestad. )



Tres Parcas, y que se bajó desde allí Yo estoy seguro,
pues, de que ésta no sacrificó. Una vez oída la causa de
ellas, los superiores dispusieron que permanezcan algún
tiempo así, hasta que se elija obispo Pero por vuestras
santas oraciones y súplicas, en las que nosotros confiamos,
porque sois amigos y, además testigos de Cristo, esperamos
que logréis el perdón de todo.

Ruego, pues, carísimo señor Luciano, que te acuerdes de 4
mí y quieras acceder a mi petición. Así también Cristo te
conserve aquella corona santa que te concedió no sólo por
tu confesión, sino por la santidad, en la que siempre te has
movido y de la que siempre has sido ejemplo y guía de
santos, a fin de que informes a mis señores todos, tus her-
manos confesores, de este hecho, de manera que reciban de
ti auxilio. Debes saber, hermano señor, que no solo pido por
ellas yo, sino también Estacio y Severiano y todos los con-
fesores que vinieron de entre vosotros hacia aquí, y a recibir
a los cuales ellas mismas bajaron al puerto, y los llevaron a
la ciudad, y han atendido a sesenta y cinco, y les han ayu-
dado en todo hasta hoy. Pues todos viven con ellas. No debo 2
importunar más tu corazón de hombre santo, pues me consta
que obras de buena fe. Te saludan Macario y sus hermanas
Cornelia y Emérita; él se alegra de tu confesión gloriosa, así
como de la de todos los hermanos; también Saturnino, que
ha luchado hasta con el diablo, que ha confesado valerosa-
mente el nombre de Cristo, que, si ahí confesó valientemen-
te en el tormento de los garfios, aquí ruega y suplica con
insistencia. Te saludan tus hermanos Calpumio y María y
todos los fieles hermanos. Y debes saber también que esta carta va dirigida a mis señores, tus hermanos; te pido que te
dignes leérsela.





(Tria fata o Tres Parcas se encontraba subieiuio hacia el Capitolio, a donde se iba a ofrecer los sacríñcios a los dioses.
Habla de la sede de Roma, vacante por el martirio del papa san
Fabián.)





22

Luciano a Celerino

Respuesta de Luciano a Celerino en la que se entremezclan
emoción y pena por las noticias de uno y otro. Detalla las condiciones en que vive un gmpo de cristianos encarcelados. Respecto a los lapsos recomienda concederles la reconciliación.

Luciano saluda a su señor Celerino, si soy digno de lla-
marme colega en Cristo.

1 He recibido tu carta, señor y hermano dilectísimo, con la
que me apenaste de tal modo que, por tu aflicción, casi se
ha desvanecido el gozo tan intenso de leer la carta que yo
deseaba después de tanto tiempo, en la que te has dignado
acordarte de mí; he disfrutado por el favor de tu gran hu-
mildad, que al escribir me dijeses, «Si soy digno de llamar-
me hermano tuyo», de un hombre que ha confesado con te-
mor el nombre de Dios delante de irnos funcionarios infe-
riores. Tú sí que, por querer de Dios no sólo confesaste sino
que aterrorizaste a la gran serpiente, la precursora del Anti-
cristo con aquellas palabras y alocuciones divinas que yo
conozco. Venciste como los amantes de la fe y como los
celadores de la disciplina de Cristo, en la que tú te movías
2 con la vitalidad de un neófito, riéndome yo de gozo. Pero
ahora, carísimo, digno ya de ser contado entre los mártires.



(Parece que hace referencia al emperador Decio, responsable de
aquella terrible persecución. )


has querido apenarme con tu carta, en la que me has infor-
mado de nuestras hermanas, a las cuales ojalá fiiese posible
recordarlas sin que hubieran cometido un pecado tan grave
como el que ahora lloramos con tantas lágrimas.

Quizás ya sepas qué nos ha ocurrido a nosotros. Cuando
todavía estaba en vida el bienaventurado mártir Pablo
me llamó y me dijo: «Luciano, te recomiendo en presencia
de Cristo que si alguno, después de que yo sea llamado, so-
licita de ti la paz, se la des en mi nombre» Pero todos a
los que el Señor se ha dignado llamar a esta persecución tan
prolongada, hemos enviado carta de común acuerdo, dando
la paz a todos. Adviertes, por tanto, hermano, lo que Pablo
en parte me encomendó como lo que poco después hemos
determinado todos, desde antes ya de esta persecución,
cuando en cumplimiento de la sentencia del emperador fui-
mos condenados a morir de hambre y de sed; y fuimos en-
cerrados en dos celdas, de tal manera que no se conseguía
nada por el hambre y la sed; pero el calor debido a lo apre-
tados que estábamos en nuestro tormento era tan intolerable
que nadie podía soportarlo. Ahora, sin embargo, estamos en
plena luz. Por tanto, saluda tú, carisimo hermano, a Nume-
ria y a Cándida, a las que, conforme a la recomendación de
Pablo y de los restantes mártires que menciono a conti-
nuación, pido que se les conceda la paz: Baso entre los
rehenes ^"^^^ Mapálico en la tortura, Fortunión en la prisión,

(De este mártir hacen mención las cartas 27, 33 y 35 sobre cuanto se refiere a la presente.
^"^^ Respecto de este criterio de Luciano, Cipriano se queja en la carta 27, dirigida al clero romano.
El texto latino es Bassi in pignerario; la significación de esta palabra no nos es conocida con exactitud, y sólo a través de la etimología (pigneror, pignera) podemos deducir que era alguna sala en donde eran depositadas prendas, o bien personas como rehenes — de ahí nuestra traducción — , o tal vez una sala de préstamos.)



Fortunata, Victorino, Víctor, Herenio, Crédula, Hereda, Do-
nato, Firmo, Venusto, Fmcto, Julia, Marcial y Aristón, que
por querer de Dios murieron de hambre en la cárcel: entre
los cuales nos contaréis también dentro de unos cxiantos días.
En efecto, hace ya ocho días desde que te escribí que hemos
sido encerrados nuevamente. Y, durante cinco días de los
ocho, hemos recibido una porción de pan insignificante y el
agua racionada. Por eso, hermano, te pido que, como aquí,
cuando el Señor conceda la paz a la Iglesia, conforme al
mandato de Pablo y nuestro acuerdo, expuesta ante el obis-
po la causa y realizada la exomológesis, obtengan la paz, no
tan sólo éstas, sino incluso las que sabes tú que están en
nuestro ánimo.

3 Os saludan todos mis colegas. Vosotros saludad a los
confesores del Señor que se encuentran ahí con vosotros, de
los cuales me indicaste los nombres, entre los cuales tam-
bién está mi colega Saturnino con sus compañeros, y Maca-
rio, Cornelia y Emérita, Calpumio y María, Sabina, Espesina, y las hermanas Jenara, Dativa y Donata. Saludamos a la
vez a todos los suyos, a Sáturo, a Basiano y a todo el clero,
a Uranio, Alejo, Quintiano, Colónica, y me dirijo a todos,
aimque no escribo sus nombres porque me siento muy fati-
gado: por tanto deben perdonarme. Deseo que tú, que Alejo
y Getúlico, y que los orfebres y las hermanas sigáis bien. Os
saludan mis hermanas Jenara y Sofía, y os las encomiendo.



23

Todos los confesores a Cipriano

Luciano le trae a Cipriano una carta escrita por los confesores, en la cual éstos le notifican que han otorgado la reconciliación de una forma generalizada.

Todos los confesores saludan al papa ^"^^ Cipriano.

Te hacemos saber que todos nosotros hemos concedido
la paz a aquellos de quienes a ti te constaba qué comporta-
miento habían observado después de su caída, y queremos
que comuniques también a los restantes obispos esta deci-
sión. Ansiamos que tengas tú juntamente con los santos
mártires la paz. Escribió la carta Luciano, estando presente
xm exorcista y im lector del clero.



24

Caldonio a Cipriano

Preocupado por el problema de la reconciliación de los lapsos,
el obispo Caldonio consulta a san Cipriano sobre la manera de tratar a los lapsos que, sometidos por segunda vez a prueba, han sido desterrados por confesar a Cristo.

Caldonio saluda a Cipriano y a los copresbíteros de
Cartago.

La gravedad de las circunstancias hace que no conceda- i
mos temerariamente la paz a los lapsos. Mas convenía es-
cribiros sobre los que, habiendo sacrificado antes, han sido
puestos nuevamente a prueba y han sido desterrados: me pa-
rece que ya han lavado el primer delito, al abandonar sus
haciendas y sus casas, y seguir a Cristo, haciendo peniten-



(Recuérdese, respecto al significado con que se emplea la palabra papa ^apas, -atis), la nota 52 a la carta 8.
Caldonio era obispo, según se deduce de la carta 26, 1, 3 y la 27, 3, 2, en las que el obispo de Cartago le llama «colega», refiriéndose a esta suya. Cipriano le había encomendado su iglesia antes de esconderse, por lo que parece probable que fuese obispo de una ciudad cercana a Cartago.)




cia. Así pues, Félix, que bajo las órdenes de Décimo servía
a la comunidad de los presbíteros, próximo a mí en la cár-
cel, (llegué a conocer plenamente al mismo Félix), igual que
su mujer, Victoria, y Lucio exiliados por ser fíeles, abando-
naron sus haciendas, las cuales ahora posee el fisco. Asi-
mismo, durante la persecución, por el mismo motivo, una
mujer de nombre Bona, que fue arrastrada por su marido pa-
ra que sacrificara, y que consciente de no haber cometido
falta, (aunque, sujetándole las manos, ofrecieron ellos mis-
mos el sacrificio) empezó por sí misma a protestar en contra
«Yo no lo he hecho, vosotros lo hicisteis», también fue
desterrada. Como todos estos me pidieran la paz diciendo:
«Hemos recuperado la fe que habíamos perdido, haciendo
penitencia hemos confesado públicamente a Cristo», aunque
me parece que deben recibir la paz, sin embargo les he de-
morado la respuesta hasta tanto no os haya consultado, no
sea que parezca que he obrado en algo con presunción. Por
tanto, si de común acuerdo tomáis alguna determinación,
notificádmela. Saludad a los nuestros. Los nuestros os salu-
dan a vosotros. Os deseo mucha felicidad y salud.



25

Cipriano a Caldonio

Aprueba Cipriano el parecer honrado y leal de su colega Caldo-
nio, hombre instruido en las Sagradas Escrituras, acerca de los lapsos. Anuncia el envío de documentos concretos referentes al tema. Se refiere a la carta anterior.

Cipriano saluda a su hermano Caldonio.

He recibido tu carta queridísmio hermano, sobria pe-
ro plena de honradez y fidelidad. Y no me sorprende que lo
hagas todo con prudencia y madurez de juicio, estando ejer-
citado y siendo un entendido en las Sagradas Escrituras. Efec-
tivamente, has pensado bien en cuanto a conceder a nues-
tros hermanos la paz que ellos mismos recuperaron para sí
con un verdadero arrepentimiento y con la gloria de haber
confesado al Señor, habiéndose justificado con sus propias
palabras, las mismas con las que antes se habían condenado.
Y ya que, en efecto, han lavado todo su pecado y, asistién-
doles el Señor, han borrado con su fortaleza posterior la pri-
mera mancha, no deben permanecer por más tiempo como
abatidos bajo el poder del diablo, ellos que, desterrados y
expoliados de todos sus bienes, se levantaron y se pusieron
al lado de Cristo. Y ojalá también los demás, arrepintiéndo- 2
se después de su caída, vuelvan a su estado primitivo: para
que sepas lo que hemos dispuesto en relación a los que aho-
ra apremian y exigen temeraria e inoportunamente la paz, te
he enviado un libro con cinco cartas que he dirigido al
clero, al pueblo y también a los mártires y confesores. Estas
cartas agradaron a muchos colegas nuestros a quienes fue-
ron también remitidas, y los cuales respondieron que ellos
estaban asimismo de acuerdo con nosotros, conforme a la fe
católica. Esto mismo lo darás tú a conocer también a cuan-
tos colegas nuestros pudieres, a fin de que en todos se man-
tenga un único y acorde modo de actuar, según los precep-
tos del Señor. Te deseo, carísimo hermano, que sigas bien
de salud.



(Erróneamente, algunos creyeron que este libro era el tratado De lapsis: hoy ya está demostrado que esta carta es anterior a la publicación de aquel opúsculo. ¿No podría ser que san Cipriano nombrase como «libro» al grupo o colección de estas mismas cinco cartas de que habla aqui?
Se trata de las cartas 15 a 19)






26

Cipriano a los presbíteros y diáconos

Conceder la reconciliación o paz que los confesores demandan
para los lapsos es competencia de los obispos mediante una decisión tomada en común.

Cipriano a sus hermanos presbíteros y diáconos, salud.

El Señor habla y dice: «¿Sobre quién dejaré caer mi mi-
rada sino sobre el humilde y el pacífico y el que respeta mis
palabras?» Si todos debemos ser así, con más razón de-
ben serlo aquellos que han de procurar poder merecer al Se-
ñor con una verdadera penitencia y una profunda humildad,
después de su grave caída. He leído además la carta colecti-
va de los confesores la cual quisieron que, por mi medio,
se diera a conocer a todos los colegas, y que la paz por ellos
dada se extendiese a aquellos cuya conducta posterior a la
caída nos constara a nosotros. Como este asunto compete a
la consideración y decisión de todos nosotros, yo no me
atrevo a prejuzgarlo solo y a cargar con la responsabilidad
de todos. Por lo tanto, hay que atenerse circunstancialmente
a las cartas que hace poco os dirigí, y de las que he transmi-
tido copias a muchos de mis colegas. Éstos han respondido
que les satisfacía lo que habíamos determinado y que no
había que apartarse de eso hasta que, habiéndonos sido de-
vuelta la paz por el Señor, podamos reunimos y examinar
cada una de las causas. Además, con el fin de que conozcáis
lo que me escribió mi colega Caldonio, y lo que le he res-
pondido yo*^^ adjunto una copia de ambas cartas con la
niía. Suplico que se lo leáis todo a los hermanos para que se
predispongan más y más a la paciencia, y no añadan al pri-
mer pecado todavía otro, como lo sería no permitimos obe-
decer al evangelio ni examinar sus causas de acuerdo con la
carta común de los confesores. Os deseo, hermanos carísi-
mos, que estéis bien y que os acordéis de nosotros. Saludad
a toda la comunidad fraterna.



27

Cipriano a los presbíteros y diáconos de Roma

En la carta 20 Cipriano recordaba el honor que se debe a los már- tires, pero reprimía su precipitación en la reconciliación de los lapsos. Adoctrina una vez más a su clero con testimonios paulinos a fin de que puedan advertir y formar a sus fieles.

Cipriano saluda a sus hermanos, los presbíteros y diáco-
nos que se hallan en Roma.

Después de haberos escrito carísimos hermanos, ex-
poniendo nuestra manera de obrar y dando cuenta de nues-
tro modesto celo por la disciplina, ha sucedido algo que no
debe ser ignorado por vosotros. Efectivamente, Luciano,
nuestro hermano y uno de los confesores, de fe realmente
ardiente y de virtud robusta, pero más bien poco documen-
tado en la lectura sagrada, ha cometido algunas imprudentes



('^^ Hace referencia a las dos cartas anteriores: la de Caldonio es la 24 y la respuesta de Cipriano la 25.
Véasela carta 20. )




osadías: hace ya tiempo que, por iniciativa suya, se reparten
abundantemente libelos escritos por él en nombre de Pablo,
cuando el mártir Mapálico, cauto y discreto, cumplidor de la
ley y de la disciplina, no escribió carta alguna contra el
evangelio, sino que, movido tan sólo de piedad familiar,
mandó que sé diera la paz a su hermana y a su madre, que
habían apostatado; y Saturnino, después de los tormentos,
estando todavía en la cárcel, no ha escrito carta alguna de
este estilo. Pero Luciano no solamente distribuyó aquí y
allá, con el nombre de Pablo y cuando éste permanecía aún
en la cárcel, libelos que él mismo había escrito, sino que
después de la muerte de aquél y con su nombre, siguió ha-
ciendo lo mismo, comentando que esto le había sido man-
dado por él, e ignorando que se ha de obedecer antes al Se-
ñor que a un consiervo. También se han repartido muchos
libelos en nombre del adolescente Aurelio, que sufrió los
tormentos, habiendo sido escritos por mano del mismo Lu-
ciano, porque aquél no sabía escribir.

Para que se pudiera impedir un poco este asunto, les es-
cribí yo unas cartas que os envié con el correo anterior,
en las cuales no he cesado de pedir y exhortar que se tenga
en cuenta lo dispuesto en la ley del Señor y en el evangelio.
Después de dichas cartas, como comportándose algo más
moderadamente y con más corrección, Luciano escribió una
carta en nombre de todos los confesores en la que casi
quedaba disuelto todo vínculo con la fe, todo el temor de
Dios, el mandamiento del Señor e incluso la santidad y la
firmeza del evangelio. Puesto que escribió en nombre de to-
dos diciendo que «ellos, de común acuerdo, habían conce-
dido la paz y que querían que yo comunicara esta decisión a



(Las cartas 15, 16 y 17.
Hace referencia a la carta 23.)


los otros obispos», os he enviado una copia de esa carta. Se
añadió explícitamente «a aquellos de los que constara qué
comportamiento habían observado después de su caída», lo
cual a nosotros nos ocasiona mayores antipatías, pues al po-
nemos a oír y a examinar las causas de cada uno en particu-
lar, parece que denegamos a muchos lo que ahora todos ale-
gan haber recibido de parte de los mártires y confesores.

En una palabra, el inicio de esta sedición está ya en mar-
cha. Efectivamente, en algunas ciudades de nuestra provin-
cia se ha alborotado impetuosamente la multitud contra
los superiores y los han forzado a darles inmediatamente la
paz que, según vociferaban, les había sido concedida una
vez a todos por los mártires y confesores; aterrorizados y
sometidos sus jefes, carecían de fortaleza de espíritu y de
una fe vigorosa para resistir. Incluso entre nosotros, algunos
revoltosos, a los que en tiempos pasados apenas podíamos
gobernar, y a quienes se hacía esperar hasta el momento de
nuestra presencia, soliviantados por esta carta como por
unas teas incendiarias, se enardecieron más e intentaron
arrancar violentamente la paz que les había sido concedida.
Os he enviado una copia de lo que escribí al clero respec-
to de todo esto. Mas también os he transmitido lo que mi
colega Caldonio con su integridad y su lealtad me escribió,
y lo que yo le he respondido, para que lo leáis Os he
mandado asimismo ejemplares de la carta que Celerino,
bueno y valeroso confesor, escribió a Luciano, también con-
fesor, así como lo que Luciano le contestó para que se-



(La provincia de Cartago, o de África proconsular, era muy extensa: llegó a tener ciento tres obispos sufragáneos. San Cipriano era el metropolitano de la misma.
Se trata de la carta 26 con toda probabilidad.
Cartas 24 y 25.
Cartas 21 y 22. )


páis que nuestra diligencia se ocupa de todo, y comprendáis
con la misma verdad qué prudente y discreto e incluso re-
servado con la humildad y temor propios de nuestra reli-
gión, es el confesor Celerino, en tanto que Luciano, como
ya he dicho, es menos experto en la interpretación de las en-
señanzas del Señor e inmoderado en su afabilidad, lo que
provoca antipatía hacia nuestro sentido del pudor. Así, ha-
biendo dicho el Señor que las gentes fuesen bautizadas en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y que los
pecados pasados se perdonan con el bautismo, él, descono-
cedor del precepto y de la ley, manda que se dé la paz y que
se perdonen los pecados en el nombre de Pablo, y dice que es-
to le ha sido mandado por él, tal como lo advertiréis en la
carta del propio Luciano a Celerino, en la que apenas ha
considerado que no hacen los mártires el evangelio, sino
que por el evangelio se hacen los mártires, ya que el apóstol
Pablo, llamado por el Señor instrumento de su elección, lo
puso en su epístola diciendo: «Me admira que tan de repen-
te os mudéis del que os llamó a la gracia a otro evangelio,
que no es otro, sino que hay algunos que os perturban y
quieren pervertir el evangelio de Cristo. Mas, aimque yo o
un ángel del cielo os anuncie un evangelio distinto del que
os hemos predicado, sea anatema; tal como os he dicho an-
tes y lo repito de nuevo: Si alguien os anunciare algo dife-
rente de lo que habéis recibido, sea anatema»

Oportunamente, pues, me ha llegado la carta que he re-
cibido de vosotros con destino al clero, e igualmente la que
enviaron los bienaventurados confesores Moisés, Máximo,
Nicóstrato y los restantes a Saturnino, a Aurelio y a los de-
más, en las que está contenido todo el vigor del evangelio y
la robusta doctrina de la ley del Señor En medio de las
pruebas que aquí pasamos y en la lucha que, con todas
las fuerzas de la fe, sostenemos contra los ataques de la ma-
ledicencia, nos han ayudado mucho vuestras palabras a fin
de que, gracias al cielo, se aliviara nuestro combate, y antes de que os llegase la carta que recientemente os mandé, nos de-
claraseis que vuestro sentir se mantiene firme y unánime-
mente adherido al nuestro, según la ley del evangelio. Os
deseo, hermanos carísimos y muy deseados, que sigáis bien
de salud.



28

Cipriano a los presbíteros Moisés y Máximo y a los demás
confesores

La disciplina evangélica es una de las convicciones más enrai-
zadas en el obispo de Cartago, la cual se refleja en la defensa
enérgica que hace de la obediencia y unidad de la Iglesia. Celebra Cipriano a estos mártires por su valor.

Cipriano saluda a los presbíteros Moisés y Máximo y a
los demás confesores, hermanos dilectísimos.

Ya hace tiempo que conocía yo por la opinión que de i
vosotros se tiene, valerosísimos y muy dichosos hermanos,
la gloria de vuestra fe y valentía; y me alegro y os felicito
ardientemente porque una gracia particular de nuestro Señor
os ha dispuesto por la confesión de su nombre para recibir
la corona. Pues vosotros, convertidos en próceres y jefes pa-
ra la batalla de nuestro tiempo, habéis levantado las enseñas
de la milicia celestial. Vosotros, con vuestro valor, habéis
impregnado la contienda espiritual que Dios ha querido que
se celebre ahora. Sois vosotros los que, con una resistencia
inconmovible y una firmeza inquebrantable, habéis roto las
primeras acometidas de la guerra emprendida. Ahí comen-
zaron los felices inicios de la lucha. De ahí surgen los auspicios favorables del triunfo. Hubo aquí quien consumó el martirio en medio de los tormentos; pero quien, precediendo en
la contienda, se ha convertido en ejemplo de valor para los
hermanos, se hace partícipe del honor de los mártires. Hicis-
teis llegar aquí las coronas que vuestras propias manos ha-
bían tejido, y ofi-ecisteis a los hermanos que bebieran de la
copa de la salud.

2 A los principios gloriosos de vuestra confesión y a los
auspicios de una campaña victoriosa se ha añadido el respe-
to a la disciplina que hemos visto , reflejado en el vigor de
vuestra carta que recientemente habéis enviado a vues-
tros colegas, unidos con vosotros por la confesión del Se-
ñor, con la solícita admonición de que guarden con una ob-
servancia firme y permanente los santos preceptos del
evangelio y las enseñanzas de vida que nos fueron transmi-
tidas una vez. Ahí tenéis otro grado sublime de gloria para
vosotros, ahí otro título para merecer el favor de Dios, re-
doblado mediante vuestra confesión: mantenerse firmes en
esta batalla que pretende desbaratar al evangelio, y rechazar
con la fortaleza de la fe a los que aphcan sus manos impías
a socavar los preceptos del Señor; haber dado antes los pri-
meros ejemplos de valor y ofi*ecer ahora enseñanzas de 2 buenas costumbres. El Señor, al enviar después de la resu-
rrección a los apóstoles, manda y dice: «Se me ha dado todo
poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todos
los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a cumplir todo lo
que os he mandado» Y el apóstol Juan, acordándose del
mandato, añade después en su epístola: «En esto — dice —
entendemos que lo hemos conocido, si guardamos sus pre-
ceptos; el que dice que le conoce y no guarda sus mandatos,
es mentiroso y no hay verdad en él» Sugerís que estos 3
preceptos han de ser guardados, y vosotros observáis los
mandatos divinos y celestiales. Esto es ser confesor del Se-
ñor, esto es ser mártir de Cristo: conservar en las palabras
una firmeza inviolable y sólida en toda ocasión, pero no lo
es hacerse mártir por el Señor e intentar a la vez destruir sus
preceptos; usar en contra^de él la gracia que te ha concedi-
do, servirse de las armas que se han recibido de él para al-
zarse de algún modo en rebelión; esto es, querer confesar a
Cristo y negar el evangelio de Cristo. Por consiguiente, es- 4
toy orgulloso de vosotros, hermanos muy valerosos y fide-
lísimos, y así como felicito a los mártires que aquí han sido
honrados por la gloria de su valor, así igualmente os felicito
a vosotros por la corona que merece vuestra fidelidad a la
disciplina del Señor. El Señor ha derramado su gracia con
generosidad multiforme, ha distribuido con abundante va-
riedad méritos y glorias espirituales entre sus fieles solda-
dos. También nosotros participamos de vuestro honor, con-
sideramos nuestra vuestra gloria, nuestros tiempos han sido
iluminados con una inmensa dicha, la de poder ver en vida a
los siervos de Dios probados y a los soldados de Cristo co-
ronados. Os deseo, muy valerosos y fidelísimos hermanos,
que sigáis bien, y que os acordéis de mí.





29

Cipriano a los presbíteros y diáconos

Cumplidor de la disciplina establecida, Cipriano comunica a
su clero que ha ordenado como lector y como subdiácono respectivamente a dos colaboradores a los que desde tiempo atrás venía preparando; la razón está en la escasez de clero para cubrir las necesidades ministeriales cotidianas.

Cipriano saluda a sus hermanos presbíteros y diáconos.

Para que nada quede sin vuestro conociniiento, carísi-
mos hermanos, os he enviado copia de dos cartas: de lo que
a mí se me escribió y de lo que yo respondí y creo que lo
que respondí no os desagradará. Pero, además, me he creído
obligado a comunicaros en mi carta que, por una causa ur-
gente, he escrito al clero de Roma. Y como era preciso re-
mitir la carta por medio de clérigos y sé que están ausen-
tes muchos de los nuestros, y que los pocos que están ahí
apenas son suficientes para el ministerio del trabajo cotidia-
no, ha sido necesario ordenar algunos nuevos que pudieran
ser enviados. Conviene por tanto que sepáis que he ordena-
do lector ^"^^ a Sáturo, y subdiácono al confesor Optato, a los



(Se trata de la carta de la que se habla en la anterior, 28, y que realmente está perdida.
'™ Es la carta precedente, la 28.
En aquellos tiempos de persecución, los portadores de las cartas de los obispos eran clérigos; así era más fácil guardar el secreto necesario y se evitaban traiciones.
Aparecen aquí el lector y el subdiácono como parte de las llamadas órdenes menores, que tienen una antiquísima y rica tradición en la Iglesia. Desde En el siglo iii, la Iglesia fue instituyendo otros grados inferiores al diaconado, cuya misión consistía en ayudar en las funciones de culto y en el ministerio pastoral. En Occidente se crearon el subdiaconado, acolitado, exorcistado, lectorado y ostiariado, jerarquizadas por este orden, tal como aparece en la carta del Papa Comelio a Fabio, en el año 251 (cf. E. Denzinger, El magisterio de la Iglesia, Barcelona, 1963, pág. 19). Aunque las diversas órdenes menores fueron en un primer momento estables, después se conviertieron en pasos transitorios y necesarios para acceder a las órdenes superiores: y efectivamente, en este texto comprobamos que el lectorado es el paso previo para el subdiaconado.)




que ya hace tiempo, de común acuerdo, habíamos aproxi-
mado al clero, ya que por una parte a Sáturo más de una vez
le encargamos la lectura en el día de la Pascua, y por otra
últimamente al examinar a los lectores cuidadosamente con
los presbíteros instructores, ordenamos a Optato como lec-
tor para instruir a los catecúmenos, comprobando si coinci-
dían en ellos todas las cualidades que deben existir en quienes
se preparan para ser del clero. Nada nuevo, en consecuen-
cia, he hecho yo estando vosotros ausentes, sino que, por
necesidad urgente, se ha promovido lo que ya tiempo atrás
se había comenzado con el beneplácito común de todos no-
sotros. Os deseo, hermanos carísimos, que sigáis bien y que
os acordéis de mí. Saludad a la comunidad fraterna. Adiós.



30

Los presbíteros y diáconos de Roma a Cipriano

Vacante la sede de Roma, su clero concuerda con la práctica
eclesiástica del obispo de Cartago. En consecuencia, se elogia a Cipriano por la doctrina establecida en relación a los lapsos. No obstante la Iglesia de Roma recomienda cierta flexibilidad en el empleo de la indulgencia y la justicia, buscando el equilibrio propio del gobernante equitativo. )


Los presbíteros y diáconos de Roma saludan al papa Ci-
priano

1 Aunque un espíritu al que nada remuerde y que se atiene
con vigor a la disciplina evangélica, y que es testigo veraz
en su conciencia del cumplimiento de los mandatos divinos,
suele darse por satisfecho con el solo juicio de Dios, y no
busca las alabanzas ni teme las acusaciones de otros, con
todo son dignos de doble elogio los que, aun cuando saben
que ellos sólo tienen por juez a Dios, desean, no obstante, que

2 sus actos también sean aprobados por sus hermanos. No es
extraño que tú, hermano Cipriano, actúes así; con tu mo-
destia y tu innata discreción has querido hacemos no tanto
jueces cuanto partícipes de tus determinaciones, para que,
aprobando tus actuaciones, compartamos la gloria de tu
gobierno, y lleguemos a ser beneficiarios de tus buenas re-
soluciones, porque también las respaldamos. Se considerará,
por tanto, que todos colaboramos en lo mismo, si se nos ve
a todos unánimes en un mismo acuerdo de severidad y dis-
ciplina.

2 ¿Qué hay, en efecto, más útil en la paz, o más necesario
en la guerra de la persecución que mantener la debida seve-
ridad de la disciplina espiritual? Quien la suaviza, necesa-
riamente irá siempre errante según el decurso de las cosas y
se dispersará a un lado y a otro con los diversos e inseguros
vaivenes de los negocios, y, como si le hubiese sido arreba-



(Sin duda el redactor de esta carta 30 fue Novaciano, la futura cabeza del cisma y miembro entonces del clero de Roma, tal como se desprende de las palabras de san Cipriano en la carta 55, 5, 2, dirigida a Antemano.
San Jerónimo, en su carta a san Dámaso, lo menciona como elocuentísimo. )


tado de las manos el timón de los buenos consejos, estrella-
rá la nave salvadora de la Iglesia contra las rocas, de modo
que se demuestre que no puede proveerse a la salud de la
Iglesia sino rebatiendo a los que van contra la misma, como
si fueran unas olas adversas, y guardando siempre la norma
de su disciplina, como timón salvador en plena tormenta. Y
no es cosa de ahora esta forma nuestra de proceder, ni es
ahora la primera vez que nos valemos de estos medios con-
tra los malvados, sino que es antigua esta intransigencia que
hay en nosotros, antigua nuestra fe, antigua nuestra discipli-
na, y no hubiese proferido tantas alabanzas el Apóstol res-
pecto de nosotros diciendo: «vuestra fe es alabada en todo
el mundo» si el vigor de nuestra fe no hubiese echado sus
raíces ya en aquellos tiempos; haber degenerado de aquellos
méritos y de aquella gloria es el mayor crimen. Pues es me-
nos vergonzoso no haber conseguido las cimas de la gloria
que caer de ella estrepitosamente. Es menos deshonroso no
haber sido nunca alabado que haber perdido el derecho a las
alabanzas. Es menos lamentable haber pasado siempre inad-
vertido sin ninguna fama de virtudes, sin renombre de nin-
guna clase, que perder la herencia de la fe y la propia gloria.
Pues lo que se dice para gloria de alguien, si no se conserva
con mucho cuidado, se toma en odio y causa de los mayores
reproches.

Nuestras cartas anteriores han demostrado que no deci-
mos esto sin razón; en ellas hemos mostrado clara y detalla-
damente nuestra opinión en contra de los que se habían con-
fesado a sí mismos infieles con la ilícita declaración hecha
en los infames libelos como si con esto les pareciera que


(Se trata de los certificados en los que constaba falsamente que habían sacrificado a los dioses. )



evaden los lazos del diablo que los envuelven; con esto le
quedaban no menos sujetos que si hubiesen accedido a los
altares impíos, por el mero hecho de haberlo atestiguado; lo
mismo opinamos contra aquellos en quienes tuvieron acep-
tación los libelos aunque no estuvieran presentes cuando se
escribían, porque mandando que se les inscribiera ya ha-
cían efectiva su propia presencia. Pues no está libre de deli-
to quien solicitó que se perpetrase, y no se excusa del crimen
quien, aun no habiéndolo cometido, consiente que se le atri-
buya en una lectura oficial; y, cuando se entiende que todo
el misterio de la fe está resumido en la confesión del nom-
bre de Cristo, uno que busca engaños y subterfiigios para
excusarse, es que lo ha negado, y quien pretende aparentar
que ha cumplido los edictos o las leyes propuestas contra el
evangelio, ya ha obedecido por eso mismo que quiso apa-

2 rentar que había obedecido. También hemos hecho ver nues-
tro sentir y nuestro acuerdo contra aquellos que habían man-
chado sus manos y su boca con sacrificios culpables, como

3 consecuencia de haber manchado antes sus almas. Lejos de
la Iglesia romana el aflojar con una facilidad tan profana su
gran vigor y debilitar los músculos de la severidad, soca-
vando la autoridad de la fe, de manera que, cuando no sólo
yacen las ruinas de los hermanos abatidos, sino que aun van
cayendo, se conceda el remedio de la reconciliación con ex-
cesiva precipitación, pues no sería eficaz, y por una mise-
ricordia falsa, se añadan nuevas heridas a las antiguas de la
apostasía, quitando la penitencia a los miserables para ma-
yor ruina suya. ¿En dónde, por tanto, podrá causar su efecto
la medicina de la indulgencia, si incluso el mismo médico,
al prescindir de la penitencia, fomenta los peligros, si tan
sólo se limita a tapar la herida y no da tiempo a que cicatri-
ce? Esto no es curar, sino que, si queremos decir la verdad,
es matar.

Además tienes, acorde con la nuestra, una carta de los 4
confesores ^''^ a los que hasta ahora mantuvo encerrados aquí
en la cárcel la dignidad de su confesión, y a los que su pro-
pia fe, en medio de su confesión, les ha otorgado ya una co-
rona de gloria en el combate por el evangelio; en ella mantie-
nen la severidad de la disciplina evangélica y revocan como
contrarias a la dignidad de la Iglesia las peticiones ilegíti-
mas, temiendo que, si fuesen condescendientes en esto, no
podrían reparar tan fácilmente las ruinas de la disciplina
evangélica, especialmente cuando a nadie le interesa más
conservar su íntegra dignidad a tenor de la severidad evan-
gélica que a aquellos que se habían entregado a los perse-
guidores para ser atormentados y desgarrados por el evan-
gelio, no fueran a perder con razón el honor del martirio, si
a la hora del martirio hubiesen querido ser prevaricadores
del evangelio. Pues quien no guarda lo que tiene guardando
la fuente de lo que posee, violando la fuente de lo que posee
pierde todo aquello que ya poseía.

En este punto debemos darte las más expresivas y abun- 5
dantes gracias, y te las damos, porque iluminaste con tus
cartas las tinieblas de su prisión, porque te acercaste hasta
ellos como te fue posible entrar; porque reanimaste con tus
cartas y alocuciones sus ánimos fuertes por su propia fe y
confesión, porque ensalzando su felicidad con merecidos
elogios los encendiste en un deseo más ardiente de la gloria
celestial; porque aun estando dispuestos les impulsaste; por-
que — y así lo creemos y lo deseamos — , con la fuerza de tu
palabra animaste a los futuros vencedores; de modo que,
aun cuando todo esto se presenta como venido de la fe de
los creyentes y de la gracia divina, no obstante, parece que

(A esta carta 18, hoy perdida, hace alusión san Cipriano en la suya 28, 2, L Algunos creyeron que se refería a la que lleva el número 31, suponiéndola anterior a aquélla.)



2 en algún aspecto te son deudores en su martirio. Pero, vol-
viendo al tema de donde, al parecer, se han apartado mis
palabras, dispondrás de copia de la carta que enviamos tam-
bién a Sicilia Aunque se hace absolutamente necesario
aplazar este asunto, ya que después de la muerte de Fabián,
de gloriosa memoria debido a las dificultades de las cir-
cunstancias, no ha sido todavía elegido obispo que encauce
todos estos asuntos, y pueda ocuparse con autoridad y cri-

3 terio de los lapsos. Aunque en un asimto de tanta impor-
tancia nos satisface lo que también tú mismo has determi-
nado: que antes ha de esperarse a que haya paz en la Iglesia,
y que luego se trate el problema de los lapsos, previa con-
sulta sobre el parecer de los obispos, presbíteros, diáconos,
confesores y también laicos que se hayan mantenido fieles.
Pues nos resulta extremadamente odioso y penoso no exa-
minar entre muchos lo que, según parece, han cometido mu-
chos, y dictaminar xmo solo la sentencia, cuando es notorio
que tan gran delito ha sido divulgado por muchos, puesto
que no puede tener gran fuerza una determinación que no

4 parezca haber tenido el consenso de los más. Observa que
casi todo el mundo está devastado y que por todas partes
hay destrozos y ruinas de los que han caído, y por esto es de
desear una deliberación tan amplia como extensamente pro-
pagado aparece el delito. No sea menor la medicina que la
herida, no sean menores los remedios que la muerte; de mo-
do que, así como los que cayeron, cayeron porque fueron
demasiado incautos en su ciega temeridad, así los que inten-
tan solucionar este asunto han de usar de toda cautela en la



(Esta carta nos es desconocida.
Se trata del papa Fabián, que murió mártir el día 20 de enero del año 250. La cruel persecución de Decio no permitió que se eligiera sucesor hasta mediados del año siguiente.)



deliberación, para que nada, por haberse hecho como no
convenía, sea considerado sin validez por los demás.

Por consiguiente, con un único y mismo sentimiento, 6
con las mismas preces y lágrimas, tanto nosotros, los que
hasta ahora parece que nos hemos escapado de estas ruinas,
como los que al parecer han sucumbido en esta devastación
del momento, implorando a la majestad divina, pidamos la
paz para la Iglesia. Con nuestras mutuas oraciones animé-
monos unos a otros, guardémonos y confortémonos. Rogue- i
mos por los lapsos para que vuelvan a levantarse, roguemos
por los que se mantienen en pie para que no caigan en la
prueba, roguemos para que los que se dice que cayeron, tras
reconocer la gravedad de su delito, comprendan que su pe-
cado pide im remedio que no es momentáneo ni precipitado.
Roguemos para que a la penitencia de los lapsos siga el
efecto de la indulgencia, para que, reconocido su crimen,
tengan a bien dispensamos por un tiempo su paciencia y no
vengan a perturbar la situación todavía vacilante de la Igle-
sia, no dé la impresión de que ellos nos han encendido una
persecución intema, y así se añada al cúmulo de sus peca-
dos el de haber sido también unos revoltosos. Les conviene,
en efecto, muy especialmente la moderación a aquéllos en 3
cuyos delitos se condena ima mente inmoderada. Que lla-
men, sí, a la puerta, pero que no la rompan; que se lleguen
hasta el umbral de la Iglesia, pero que no lo traspasen. Que
velen a las puertas del campamento de los hijos de Dios, pe-
ro armados de moderación, como entendiendo que fueron
desertores. Vuelvan a tomar la trompeta de sus ruegos, pero
no la hagan vibrar con sones bélicos. Que se armen con las
lanzas de la modestia y vuelvan a protegerse con el escudo
de la fe, que por miedo a la muerte habían abandonado con
su apostasía; mas que, habiéndose armado ahora contra el
diablo, su enemigo, no se vayan a creer que están armados
contra la Iglesia, que llora su caída. Muy provechosa les re-
sultará una petición moderada, una súplica respetuosa, una
humildad obligada, una paciencia perseverante. Que envíen
por delante, como legados de su arrepentimiento, sus lágri-
mas; que afloren de lo íntimo de su pecho, como interceso-
res, gemidos que prueben el dolor y la vergüenza del crimen
cometido.

Más aún, si sienten todo el horror de la magnitud de la
deshonra en la que han caído, si examinan con mano de
verdadero médico la herida mortal de su corazón y su con-
ciencia, los repliegues sinuosos de su profunda herida, ru-
borícense incluso de pedir la paz, a no ser que a su vez pre-
sente mayor peligro y dé más vergüenza no haber pedido
este auxilio. Pero todo esto hágase conforme a lo ritual, se-
gún la ley de la petición y en el tiempo debido, con mode-
rada demanda y sumisa súplica; ya que aquél a quien se
ruega, ha de ser convencido, no irritado, y así como debe
tenerse en cuenta la clemencia divina, así también la justicia
de Dios, según está escrito: «Te perdoné toda la deuda, por-
que me lo rogaste» ^^^; también está escrito esto: «A quien
me negare ante los hombres, también yo le negaré ante mi
Padre y ante los ángeles» Pues Dios es indulgente, pero
también es juez, y ciertamente celoso del cumplimiento de
sus preceptos, y así como invita al banquete, así también
expulsa íuera de la concurrencia de los fieles, atados de pies
y manos, a los que no llevan el vestido nupcial Ha dis-
puesto el cielo, pero también el infierno. Preparó un lugar
de descanso, mas también un lugar de suplicios eternos.
Creó una luz inaccesible, mas también la inmensa y etema
tiniebla de una noche sin fin.

Deseando por nuestra parte conservar aquí la modera- s
ción de este justo equilibrio, ya hace tiempo que muchos de
nosotros, en compañía de algunos obispos vecinos y de re-
giones próximas, y de otros llegados de países lejanos por la
crueldad de esta persecución, hemos considerado que no se
ha de innovar nada antes de la designación del nuevo obis-
po, sino que hemos creído que en la atención a los lapsos se
ha de seguir xma postura intermedia, de manera que, mien-
tras se espera que Dios conceda un obispo, quede en sus-
penso la causa de aquellos que pueden resistir una demora,
en cambio a aquellos que se encuentren en inminente peli-
gro de muerte y no puedan sufrir dilación, si, cumplida la pe-
nitencia, hecha pública y reiterada la detestación de sus
pecados, han dado señales manifiestas de arrepentimiento y
dolor, es decir, con lágrimas, gemidos y sollozos, al no que-
dar ninguna esperanza de vida a juicio humano, concédase-
les auxilio en último término con prudencia y con celo;
Dios sabe lo que ha de hacer con ellos y cómo los ha de pe-
sar en la balanza de la justicia; pero nosotros debemos andar
muy solícitos en que ni los perversos alaben nuestra excesi-
va condescendencia ni los verdaderamente arrepentidos ten-
gan motivo para acusamos de duros y crueles. Te deseamos,
beatísimo y gloriosísimo papa, que sigas bien en el Señor y
que te acuerdes de nosotros.



31

Los presbíteros Moisés, Máximo, Nicóstrato y Rufino
y restantes confesores a Cipriano


Carta amplia en extensión y contenido, en la que los presbíte-
ros que la encabezan y otros manifiestan gozo por la firmeza de
Cipriano en la dolorosa cuestión de los lapsos y por los elogios a la muerte gloriosa de los mártires.


Saludan al papa Cipriano los presbíteros Moisés y Má-
ximo, Nicóstrato y Rufino y los restantes confesores que
están con ellos.

Hermano, entre los numerosos y diversos motivos de
dolor que nos han ocasionado las actuales caídas de muchos
en casi todo el mundo, ha sido nuestro principal consuelo
que, recibida tu carta nos hemos reanimado y aliviado de
la aflicción de nuestro espíritu. Por ello podemos ya com-
prender que tal vez la gracia de la divina providencia ha
querido tenemos tan largo tiempo encarcelados no por otra
causa, sino con el fin de que, instruidos y confortados más
fuertemente con tu carta, pudiésemos llegar con im deseo
más decidido a la corona que nos está preparada. Tu carta
brilló sobre nosotros como la calma en medio de una tem-
pestad, como la tranquilidad ansiada en el mar agitado, co-
mo el reposo en los trabajos, como la salud en los sufri-
mientos y peligros de la vida, como la luz clara y refiilgente
en medio de las densísimas tinieblas. Hemos bebido en ella
con ánimo tan sediento, la hemos recibido con voluntad tan
hambrienta, que por ella nos sentimos suficientemente fuer-
tes y vigorosos para afrontar el combate del enemigo. El Se-
ñor te remunerará por tu caridad y te hará ver el fruto que tu
buena obra merece. Pues no es menos digno del premio del
martirio el que ha exhortado a otros que el mismo que lo ha
sufrido; no es menos digno de alabanza quien ha enseñado a
hacer una cosa que el que además la hizo. No merece menos



(Lombert cree que esta carta de referencia es la número 10; Bayard supone, en cambio, que es la 20; nosotros nos inclinamos por la opinión de quienes dicen que se trata de la 28.)



honor quien ha dado consejos que quien los ha llevado
también a la práctica, si no es ya que a veces la gloria re-
dimda en mayor cúmulo sobre el que ejerció de maestro que
sobre el que se ha comportado como un dócil discípulo.
Pues éste tal vez no habría hecho lo que hizo si aquél no se
lo hubiese enseñado.

Así pues, hemos recibido — lo diremos una vez más — , i
hermano Cipriano, im gran gozo, un intenso consuelo y un
vivo estímulo, sobre todo porque has dedicado entusiastas y
merecidos elogios, no diré a la muerte gloriosa sino a la in-
mortalidad de los mártires. Con tales acentos, en efecto, de-
bieron celebrarse tales muertes, cantando lo que se narraba
tal como sucedió. Por tanto, a través de tu carta hemos visto
los gloriosos triunfos de los mártires y, en cierta manera,
con nuestros propios ojos los hemos acompañado en su su-
bida al cielo y casi los hemos contemplado puestos en me-
dio de los ángeles, de las potestades y de las dominaciones
celestiales. Pero en cierto modo hasta hemos percibido con i
nuestros propios oídos cómo el Señor daba manifiestamente
de ellos ante su Padre el testimonio prometido. Esto es,
pues, lo que día tras día nos levanta el ánimo y nos inflama
en deseos de conseguir tan altos grados de gloria.

Pues ¿qué mayor gloria, o qué mayor felicidad podría 3
acontecerle a un hombre por concesión divina que, en me-
dio de los mismos verdugos, confesar impertérrito al Señor
Dios; entre los diversos y refinados tormentos ordenados
por la cruel autoridad de este siglo, incluso con el cuerpo
dislocado, torturado y desgarrado, confesar a Cristo, hijo de
Dios, con el espíritu a punto de apagarse, pero libre; ima vez
abandonado el mundo, dirigirse al cielo; dejando a los hom-
bres, morar entre los ángeles; rotos todos los lazos de este
siglo, sentirse ya libre en la presencia de Dios; retener el
reino del cielo sin temor alguno; haberse hecho partícipe de
la pasión con Cristo en nombre de Cristo; haberse hecho por
concesión divina juez de su propio juez; haber sacado una
conciencia limpia, gracias a la confesión del nombre de
Cristo; no haberse sometido a unas sacrilegas leyes huma-
nas en contra de la fe; haber testificado públicamente la
verdad; muriendo haber sometido a la muerte misma, que es
temida por todos; haber conseguido la inmortalidad a través
de la misma muerte; desgarrado y dislocado con toda clase de
instrumentos de crueldad, haber superado los tormentos me-
diante los mismos tormentos; haber resistido con la fortale-
za del espíritu a todos los dolores de un cuerpo despedaza-
do; no haberse horrorizado al ver correr la propia sangre;
amar sus propios suplicios después de confesar la fe; consi-
derar una pérdida para su propia vida el haber sobrevivido?

Y a este combate, como con una trompeta anunciadora
de su evangelio nos incita el Señor, diciendo: «Quien ama a
su padre o madre más que a mí, no es digno de mí, y quien
ama a su vida más que a mí, no es digno de mí; quien no
sostiene su cruz y me sigue, no es digno de mí» Y asi-
mismo: «Bienaventurados los que padecen persecución por
causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados sois cuando os persigan y os tengan odio.
Alegraos y regocijaos. Pues así persiguieron también a los
profetas que os precedieron» Y también: «Porque esta-
réis ante reyes y presidentes, y el hermano entregará a
muerte al hermano, y el padre al hijo, y el que persevere
hasta el fin, ése se salvará» Asimismo: «Al vencedor le
concederé sentarse sobre mi trono, como yo también des-
pués de vencer me senté en el trono de mi Padre» Mas
también el Apóstol: «¿Quién podrá separamos del amor a
Cristo? ¿La tribulación, los aprietos, la persecución, el ham-
bre, la pobreza, los riesgos, la espada? Según lo que está es-
crito: Por tu causa nos vemos entregados a la muerte todo el
tiempo, somos considerados como ovejas de sacrificio; con
todo, en todas estas pruebas vencemos por causa de aquel
que nos amó»^^'^.

Cuando leemos estas citas y otras semejantes en el evan- 5
gelio, sintiéndolas como teas puestas debajo de nosotros pa-
ra encender la fe con las palabras del Señor, ya no sólo no
tememos tanto a los adversarios de la verdad, sino que in-
cluso los desafiamos; y, por el hecho mismo de no ceder,
hemos vencido a los enemigos de Dios, y hemos echado por
tierra las leyes inicuas opuestas a la verdad. Y, si todavía no
hemos derramado nuestra sangre, a pesar de que hemos es-
tado dispuestos a derramarla, que nadie juzgue esta prórroga
en nuestra espera como un favor, puesto que nos perjudica,
nos impide el triunfo, nos aplaza el cielo, nos imposibilita la
contemplación gloriosa de Dios. Pues en una lucha como
ésta, en un combate en el que toma parte la fe, el verdadero
favor es que el martirio no se haga esperar de los mártires.
Por consiguiente, ruega, carísimo Cipriano, para que el Se- i
ñor nos arme e ilumine cada día más con su gracia a cada
uno abundante y copiosamente; nos dé firmeza y vigor con
la fuerza de su poder, el mismo con que, como experto ge-
neral, sacará ya al combate que ha de librar a sus soldados,
a los que hasta ahora ha estado entrenando y ejercitando en
el campamento de la cárcel. Que Él nos proporcione armas
divinas: los dardos invencibles; la loriga de la justicia, que
jamás suele quebrarse; el escudo de la fe, que no se puede
atravesar; el yelmo de la salvación, que no puede romperse
y la espada del espíritu, que no suele ser dañada. Porque ¿a
quién mejor que a tan glorioso obispo, debemos encomen-
dar que pida por nosotros estos dones, como las víctimas
destinadas al sacrificio piden auxilio al sacerdote?
6 He aquí otro motivo de alegría para nosotros: que, a pe-
sar de haber estado lejos de los hermanos por un tiempo a
causa de las circunstancias actuales, con todo, no has falta-
do al deber de tu episcopado; que a menudo has alentado
con tus cartas a los confesores; que aun para los gastos ne-
cesarios has entregado lo que era fruto legítimo de tu traba-
jo; que has estado presente de alguna manera en todas las
situaciones, y que no has dejado de cumplir ninguna fim-

2 ción de tu cargo como haría un desertor. Pero no podemos
silenciar lo que nos ha causado mayor y más honda alegría,
antes bien lo proclamamos con toda la fuerza de nuestra
voz: pues hemos observado que has reprendido con opor-
tuna severídad y justamente tanto a los que, olvidados de
sus delitos y aprovechándose de tu ausencia, habían arran-
cado a los presbíteros con prisas y desenfrenada ambición la
paz, como a los que, sin hacer caso del evangelio, habían
dado con pronta facilidad el santo del Señor y las perlas,
cuando un delito tan enorme y que se ha extendido por casi
todo el mundo causando estragos increíbles ha de ser cura-
do, como tú mismo escribes, con cautela y moderación, una
vez consultados todos los obispos, presbíteros, diáconos,
confesores y los mismos laicos que han permanecido fieles,
como lo afirmas personalmente en tu carta, no sea que, mien-
tras queremos remediar inadecuadamente unas caídas, al pa-

3 recer estemos preparando otras mayores. Entonces, ¿dónde
quedará el temor de Dios, si se concede el perdón tan fácil-
mente a los pecadores? Hay que ocuparse de sus almas e
irlos preparando hasta que lleguen a su madurez; hay que
hacerles entender partiendo de las Escrituras que cometie-
ron un pecado grande, más que ningún otro. Y no les con-
suele el hecho de ser muchos, antes bien conténgalos el he-
cho mismo de no ser pocos. Nada suele importar el número
de imprudentes para atenuar el delito, sino la vergüenza, la
modestia, la penitencia, la disciplina, la humildad y sumi-
sión, haber esperado el juicio ajeno respecto de la propia
conducta, haber aguantado la sentencia ajena sobre los pro-
pios actos. Esto es lo que prueba el arrepentimiento; esto es
lo que cicatriza la herida abierta. Esto es lo que endereza y 4
levanta al ánimo caído de su ruina, lo que apaga y extingue
la fiebre ardiente de los delitos. Un médico, en efecto, no
aplicará nunca remedios propios de los sanos a los enfermos
por el peligro de que un alimento inoportuno agrave la cruel
enfermedad en lugar de aplacarla; esto es, para que una en-
fermedad que se habría podido curar antes con el atenuante
del ayuno se prolongue por la impaciencia en tomar en ex-
ceso alimentos no bien digeridos.

Por tanto, hay que lavar con buenas obras las manos que i
se han manchado en un sacrificio impío, y la boca profa-
nada con abominables alimentos debe purificarse con pala-
bras de verdadera penitencia, y en lo íntimo del corazón se
ha de renovar y rehacer un espíritu fiel Que se escuchen los
frecuentes gemidos de los penitentes y vuelvan a fluir de
sus ojos lágrimas de fidelidad, para que esos mismos ojos
que desgraciadamente miraron a los ídolos, borren con ge-
midos que satisfagan a Dios, lo que ilícitamente cometieron.
En las enfermedades no es necesaria la impaciencia. Los en- i
fermos luchan contra su propio dolor y en definitiva esperan
la salud, superando el dolor a fuerza de resistencia. No es de
fiar la cicatriz que el cirujano impaciente ha cerrado dema-
siado deprisa, y a la menor ocasión vuelve a abrirse la cura,
si no se le aplica fielmente el remedio de dejar pasar el tiempo. Un incendio se reanuda pronto, si no se apaga totalmen-
te la leña hasta la más pequeña chispa; de modo que bien
saben estos hombres de quienes hablamos que así, con esa
demora, se mira más por ellos y, con unas dilaciones nece-
sarias, se les aplican irnos remedios más eficaces.

Por otro lado, ¿dónde ponemos el hecho de que los que
confiesan a Cristo están encerrados en una hedionda cárcel,
si los que le negaron no desmerecen nada en cuanto a la fe?
¿Dónde el dejarse encadenar por el nombre de Dios, si los
que no quisieron confesar a Dios no pierden por eso la co-
munión? ¿Dónde el que los detenidos mueren gloriosamen-
te, si los que abandonaron la fe no se hacen cargo de la enor-
midad de los peligros que corren y de sus delitos? Y si aho-
ra manifiestan demasiada impaciencia y exigen ser admiti-
dos a la comunión con ima prisa intolerable, que sepan que
inútilmente se quejan y protestan y, vocean palabras desca-
radas y quejas malévolas, que nada valen contra la verdad,
cuando en su mano estaba conservar por derecho propio eso
que ahora, puestos en necesidad por culpa suya, se ven obli-
gados a implorar. Por tanto, la fe que pudo confesar a Cris-
to, pudo asimismo ser mantenida por Cristo si hubiesen per-
manecido en comunión. Te deseamos, hermano, que sigas
bien y te acuerdes de nosotros.



32

Cipriano a los presbíteros y diáconos

Cipriano, como responsable gobernante de la Iglesia de Carta-
go, busca unanimidad de acción en las Iglesias de África; por esa razón pretende que sus decisiones provisionales respecto a los lapsos se difimdan por todas sus Iglesias a través de copias.


Cipriano saluda a sus hermanos presbíteros y diáconos.

Os di a leer, carísimos hermanos, unas copias para que
pudierais informaros de las cartas que dirigí al clero de Roma y de lo que ellos me contestaron; así como de lo que los presbíteros Moisés y Máximo, Nicóstrato y Rufmo, diáconos, y los demás confesores que permanecen en prisión con ellos, contestaron a mis cartas. Procurad en cuanto os sea posible, y con la acostumbrada dihgencia, que lleguen a conocimiento de los hermanos tanto nuestros escritos como las respuestas a los mis-mos. Y si de fuera se hallaren ahí o llegaren obispos colegas míos o bien presbíteros o diáconos, que escuchen todo esto de vosotros. Y si quieren sacar copias de las cartas y llevárselas a los suyos, que obtengan autorización para transcribirlas. Aun-que también he encargado a nuestro hermano el lector Sáturo que autorice a todos los que lo deseen la facultad de transcripción, a fin de que se mantenga por todos una fiel coincidencia al reglamentar entre tanto, de alguna manera, la situación de la Iglesia. Respecto a los restantes asuntos que se deberán tratar, como ya he escrito a muchos colegas míos, los trataremos más anipliamente en asamblea común, cuando el Señor permita que nos reunamos. Os deseo, hermanos carísimos y muy deseados, que sigáis bien. Saludad a la comunidad fraterna. Adiós.



33

A unos lapsos

Esta carta va dirigida a llamar al orden a unos lapsos que alar
dean de actuar como representantes de la Iglesia. Mediante el tes timonio bíblico les recuerda Cipriano que la Iglesia y toda su actuación descansa sobre los obispos y se rige por ellos.
Se trata de las cartas 27 y 28, 30 y 31, dirigidas por Cipriano al cle- ro de Roma.
Esta carta, sin título en los mejores manuscritos, está dirigida, como se ve por el contexto, a unos lapsos.



1 Nuestro Señor, cuyos mandatos debemos respetar y ob-
servar, al regular el honor del obispo y la organización de su
Iglesia, habla en el evangelio y dice a Pedro: «Yo te digo
que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y
los poderes del infierno no la vencerán, y te daré las llaves
del reino de los cielos, y lo que ates en la tierra, será atado
en el cielo, y lo que desates en la tierra, será desatado en el
cielo» Desde entonces va continuándose en el decurso
sucesivo de los tiempos la elección de los obispos y la orga-
nización de la Iglesia, de manera que la Iglesia descansa so-
bre los obispos, y toda la actuación de la Iglesia se rige por
esos mismos jefes. Establecido esto así por ley divina, me
quedo admirado de que algunos con temeraria audacia ha-
yan querido escribirme que mandaban sus cartas en nombre
de la Iglesia, cuando la Iglesia está fundamentada en el
obispo, en el clero y en los que permanecen fieles. Lejos,
pues, y no lo permitan la misericordia y el poder invicto del
Señor, que pueda considerarse como Iglesia un grupo de
lapsos, cuando está escrito: «Dios no es Dios de muertos,
sino de vivos» Todos, ciertamente, deseamos que vuel-
van a la vida, y rogamos con nuestras súplicas y lamentos
que sean restituidos a su estado anterior, Pero si algunos
quieren ser ellos la Iglesia, y si la Iglesia está entre ellos y
en ellos, ¿qué queda ya, sino que a ellos en persona se diri-
jan nuestras súplicas, para que se dignen admitimos en su
Iglesia? Conviene, pues, que sean sumisos, sosegados y mo-
destos los que, conocedores de su delito, deben satisfacer a
Dios y no escribir cartas en nombre de la Iglesia, cuando
saben que lo que hacen es más bien escribir a la Iglesia.

Me han escrito algunos de los lapsos que son humildes, 2
mansos y temerosos de Dios, y que siempre se han portado
en las Iglesias gloriosa y provechosamente, y nunca imputa-
ron su obra al Señor, sabiendo que Él ha dicho: «después de
haber hecho todo esto, decid: somos siervos inútiles, hemos
hecho lo que teníamos obligación de hacer» Pensando
ellos en eso y aun habiendo recibido un libelo de los márti-
res para que su satisfacción pueda admitirse ante el Señor,
me han dicho supücantes por escrito que reconocen su deli-
to y que hacen verdadera penitencia; que no se precipitan
por conseguir la reconciliación deprisa y temerariamente,
sino que esperan nuestra presencia; añadiendo además que
la misma paz les será más dulce si la reciben estando noso-
tros presentes. El Señor es testigo de lo agradecido que les
estoy. Él que se ha dignado manifestamos qué merecen de
su bondad unos siervos así. Después de recibir esta carta y 2
de leer que me habéis escrito algo más, os pido que detalléis
vuestros deseos, y quienesquiera que seáis los que habéis
enviado esta carta, pongáis vuestros nombres en un libelo, y
me lo mandéis con el nombre de cada uno. Pues tengo que
saber antes a quiénes he de responder. Entonces responderé
a todo lo que me habéis escrito de la forma que permita mi
dignidad y la conducta de mi humilde persona. Os deseo,
hermanos, que sigáis bien, y que actuéis con calma y sosie-
go, según la enseñanza del Señor. Adiós,



34

Cipriano a los presbíteros y diáconos

Carta en que de hecho aprueba a los que miran por los lapsos
con prudencia y lealtad. Busca unanimidad práctica entre sus colegas, a la espera del cese de la persecución cuando pueda restablecerse la disciplina eclesiástica.

Cipriano saluda a sus hennanos presbíteros y diáconos.

Habéis actuado, carísimos hermanos, bien y conforme a
la disciplina, al pensar que, conforme al parecer de mis co-
legas que estaban presentes, no se debía tener comunicación
con el presbítero Gayo de Dida^^^ y su diácono, los cuales
comunican con los lapsos y ofrecen oblaciones, y habiendo
sido sorprendidos con frecuencia en estos funestos errores y
amonestados una y otra vez por mis colegas para que no lo
hiciesen, según me habéis escrito, persistieron obstinada-
mente en su presimción y audacia, engañando asi a algunos
hermanos de nuestro pueblo, por cuyo bien queremos mirar
con el mayor provecho, y de cuya salvación nos preo-
cupamos no con una malintencionada adulación sino con
una leal sinceridad, a fin de que hagan verdadera penitencia
y supliquen a Dios gimiendo y llenos de dolor, porque está
escrito: «Acuérdate del estado de donde has caído y haz
penitencia» Y de nuevo dice la Escritura divina: «Así



(Dida era una localidad africana, hoy no conocida. Sospecha Bayard que se pueda tratar de la actual Djedeida, a unos 25 Km de Túnez.)


habla el Señor: Cuando convertido gimieres, entonces te
salvarás y sabrás dónde estuviste»

Pero ¿cómo pueden gemir y hacer penitencia aquellos cu- 2
yos lamentos y lágrimas interrumpen algunos de los presbíte-
ros, estimando a la ligera que se ha de tener comunión con
ellos, ignorando que está escrito: <dx)s que os dicen dichosos,
os inducen a error y desvían el camino de vuestros pies»^^^?
Con razón no sirven de nada nuestros saludables y sinceros 2
consejos, si se entorpece la verdad saludable con halagos y
adulaciones perniciosas, si sufre el alma herida y enferma de
los lapsos lo que a menudo sufren también en el cuerpo los
enfermos y los débiles: de modo que, mientras rechazan como
amargos y aborrecibles los alimentos sanos y las bebidas
convenientes, y apetecen las que les parecen ser agradables y
deleitosas de momento, se provocan a sí mismos daño y muer-
te por su terquedad e intemperancia, y no les aprovechan para
su salud las verdaderas medicinas del experto, mientras les
engaña la contemplación dxüce del que les halaga.

Vosotros, pues, deliberando fiel y saludablemente, según 3
os he dicho en mi carta, no os apartéis de los consejos más
acertados. Leed, igualmente, esta carta a mis colegas, a los
que estén por ahí o vayan llegando, para que, unánimes y
acordes, mantengamos un plan provechoso para curar y sanar
las heridas de los lapsos, habiendo de tratar más plenamente
de todo cuando, por la misericordia del Señor, nos vayamos
reuniendo. Mientras tanto, si alguno, inmoderado y precipi- 2
tado, ya sea de nxiestros presbíteros o diáconos, ya sea de los
foráneos, se atreviere antes de nuestra sentencia a tener co-
municación con los lapsos, sea apartado de nuestra comunión,
debiendo dar e?q)licaciones ante todos nosotros de su temeri-
dad, cuando, permitiéndolo el Señor, nos hayamos reunido.

Habéis mostrado asimismo deseo de que os conteste a
ver qué me parece de los subdiáconos Filomeno y Fortuna-
to y del acólito Favorino, que durante la mitad de la perse-
cución desaparecieron y ahora han vuelto. Sobre este
asunto pienso que no debo emitir juicio yo solo, porque to-
davía muchos del clero están ausentes y no han considera-
do oportuno volver, aun siendo tarde, a su puesto, y el caso
de cada uno ha de ser tratado y regulado cuidadosamente,
no sólo con mis colegas, sino incluso con todo el pueblo.
En consecuencia, el asunto ha de ser examinado y sope-
sado con estudiada moderación para que en adelante cons-
tituya un ejemplo en relación a los ministros de la Iglesia.
Entretanto, que dejen sólo de recibir la retribución men-
sual, no como si pareciera que están separados del minis-
terio eclesiástico, sino dejándolo todo como está, aplazan-
do su caso hasta que estemos ahí presentes. Os deseo,
hermanos carísimos, que sigáis bien. Saludad a los herma-
nos. Adiós.



35

Cipriano a los presbíteros y diáconos de Roma

Otra vez el comportamiento temerario de un grupo de lapsos
es el centro de atención de una carta; Cipriano solicita del clero de Roma energía y unanimidad a la hora de actuar contra los que se muestren pertinaces y temerarios.

Cipriano saluda a sus hermanos presbíteros y diáconos
de Roma.

Tanto el amor mutuo como la razón exigen, carísimos
hermanos, no sustraer nada a vuestro conocimiento de los
asuntos que se llevan a cabo aquí, de modo que tengamos
una opinión unánime sobre lo que es útil al buen gobierno
de la Iglesia. Pues, una vez escrita la carta que os mandé por
medio de nuestros hermanos, el lector Sáturo y el subdiáco-
no Optato un grupo de lapsos osados, que rechazan hacer
penitencia y dar la debida satisfacción a Dios, me han diri-
gido una carta no para pedir que se les conceda la paz, sino
para reivindicarla, como si ya la tuvieran concedida; dicen
que Pablo concedió la paz a todos, según leeréis en su carta,
cuya copia os he transmitido A la vez os envío xma copia 2
de lo que yo brevemente les he contestado por ahora, y
también de la carta enviada a continuación al clero a fin
de que podáis conocerlas. Pero si en adelante su temeridad
no fuera reprimida ni con mi carta ni con la vuestra, si no
hiciesen caso de consejos saludables, actuaremos como
mandó obrar el Señor, según el evangelio. Os deseo, carísi-
mos hermanos, que sigáis bien. Adiós.



36

Los presbíteros y diáconos de Roma a Cipriano

Recibe Cipriano la unánime refutación que el clero de Roma
hace contra los lapsos temerarios; confían, no obstante, en que los lapsos cambien de actitud. Hacia el final de la carta encontramos una interesante nota histórica sobre el obispo Privato de Lambesa.

Los hermanos presbíteros y diáconos que viven en Roma saludan al papa Cipriano.

Después de leer, hermano, la carta que nos enviaste por
medio del subdiácono Fortunato nos sentimos afectados
por un doble sentimiento de pena y tristeza: porque no se te
permite ningún descanso en las muchas obligaciones que
te impone la persecución, y porque se denuncia el insolente
descaro de los hermanos lapsos, llevado hasta una peligrosa
temeridad en las palabras. Ahora bien, por más que nos ha
afligido profundamente lo que te hemos indicado, no obs-
tante, tu vigor y severidad, puestos en práctica según la dis-
ciplina evangélica, suavizan la grave carga de nuestra triste-
za, al reprimir con justicia la maldad de algunos y mostrar-
les mediante la exhortación a la penitencia el camino de la
auténtica salvación. Estamos realmente admirados de que
éstos hayan querido llegar, con tanto apremio y tanta ino-
portunidad, y en circunstancias tan amargas, con un crimen
tan grande y deleznable, hasta el extremo no solamente de
pedir para sí la paz, sino de exigirla, y, aún más, de decir
que ya la tienen ellos en el cielo. Si ya la poseen, ¿por qué
piden lo que tienen? Mas si, por el hecho mismo de pedirla,
queda probado que no la poseen ¿por qué no aguardan el
juicio de aquellos de quienes pensaron que debían solicitar
la paz, que ciertamente no poseen? Y si creen que poseen
por otro cauce la prerrogativa de que se les conceda la co-
mxmión, que piensen confrontarla con el evangelio para que
así prevalezca con fuerza de una vez si no desdice de la ley



(Hay quien cree que se refieren a la carta 27, en tanto que otros opinan que se trata de la 35. Nosotros pensamos que no es ni la una ni la otra, puesto que en ninguna de ellas alude Cipriano a Privato de Lambesa. Probablemente, pues, la carta aquí comentada sea una de las muchas que están perdidas.)




evangélica. Por lo demás, esa prerrogativa ¿cómo podrá
conceder la comunión evangéUca, si, como parece, ha sido
decretada contra la verdad del evangelio? Pues, ya que toda
prerrogativa tiene como fm el favor especial de una dispen-
sa sólo si no disiente de aquello a lo cual quiere ser asocia-
da, como en este caso disiente del evangelio con el que exi-
ge ser asociada, es inevitable que dicha prerrogativa se que-
de sin la dispensa y sin el derecho especial de la pretendida
asociación

Que adviertan, por consiguiente, qué intentan hacer en 2
esta cuestión. Pues si dicen que el evangelio ha establecido
una cosa y los mártires otra, batiendo en brecha el evange-
lio, los mártires se pondrán en doble peligro. Pues por una
parte la autoridad evangélica parecerá estar rota y por los
suelos desde el momento en que pudo ser superada por una
autoridad nueva, y por otra parte se habrá arrebatado la co-
rona gloriosa de la confesión de la cabeza de los mártires, si
no se reconoce que la consiguieron por permanecer fieles al
evangelio, que es lo que los hace mártires; de manera que a
nadie le conviene tanto no tomar ninguna determinación
contra el evangelio, como al que se esfuerza por recibir el
nombre de mártir al amparo del evangelio. Querríamos, 2
además, saber si los mártires llegan a ser mártires por otra
razón que no sea la de conservar, no sacrificando, la paz de
la Iglesia hasta la eñisión de su sangre, no sea que, vencidos
por el dolor del tormento, perdiendo la paz pierdan su sal-
vación, ¿cómo es que creen que la salvación, que juzgaron
no tendrían ellos mismos si hubiesen sacrificado, ha de ser
concedida a aquellos de quienes se afirma que han sacrifica-
do, cuando deben observar para con los demás la misma ley
que ellos mismos parecían haber establecido antes para sí?
En esta cuestión advertimos que lo mismo que consideraron
hacer en su favor, se ha vuelto contra ellos mismos. Pues si
los mártires juzgaron que se les debía conceder la paz, ¿por
qué no se la dieron ellos mismos? ¿Por qué consideraron que
debían ser enviados al obispo, como ellos mismos dicen? El
que manda que se haga algo, bien puede hacer lo que man-
da que se haga. Pero, como entendemos nosotros, más, co-
mo los mismos hechos lo dicen muy claro, los santísimos
mártires creyeron que se debía emplear a la vez la justa me-
dida de su propia modestia y la de la verdad. Pues, viéndose
abrumados por muchos, al enviarlos al obispo, consideraron
que debían hacerlo mirando por su propio honor, para no ser
molestados en adelante; y al no entrar a la parte ellos mis-
mos con los lapsos, manifestaron su voluntad de guardar ín-
tegra la pureza de la ley evangélica.

Sin embargo tú, hermano, no desistas nunca de cuidar
de las almas de los lapsos según tu caridad y de ofrecer el re-
medio de la verdad a los que viven en el error, aunque el
ánimo enfermo suele rechazar los cuidados del médico.
Fresca está todavía la herida de los lapsos y el golpe recibi-
do sigue hinchándose aún. Y por lo tanto estamos seguros
de que, calmándose este ímpetu, con el correr del tiempo, se
alegrarán de que se les haya hecho esperar hasta dar con una
medicina eficaz, con tal que no haya quienes los armen para
su propia perdición y, educándolos para lo perverso, exijan
para ellos el veneno funesto de una reconciliación precipi-
tada en lugar de la medicina salvadora de la dilación. Pues
no creemos que habrían osado todos exigir con tanta inso-
lencia la paz sin la instigación de algunos. Conocemos la fe
de la Iglesia de Cartago, conocemos su organización, cono-
cemos su humildad. Por eso nos hemos sorprendido al notar
que se han dirigido ciertas acusaciones bastante duras por
carta contra ti, cuando hemos comprobado frecuentemente
el amor mutuo que os tenéis y las muchas muestras de cari-
ño que os dais unos a otros. Es ya tiempo, pues, de que ha- 3
gan penitencia por su delito, de que den señales de dolor por
su caída, de que manifiesten su rubor, de que muestren su
humildad, de que exhiban su moderación, de que atraigan
con su sumisión la clemencia de Dios sobre sí y de que se
ganen la misericordia divina prestando el honor debido al
sacerdote de Dios; pues su carta hubiese sido mejor si su
humildad hubiera ayudado a las súplicas que por ellos diri-
gen los que se mantienen fíeles, porque incluso se logra más
fácilmente lo que se pide, cuando la persona por la cual se
pide es digna de que se obtenga lo que se pide.

Por lo que se refiere a Privato de Lambesa^^^, has actúa- 4
do según tu costumbre, puesto que has querido comunicar-
nos su caso como algo que merece atención. Pues conviene
que todos nosotros velemos por todo el cuerpo de la Iglesia,
cuyos miembros están diseminados por cada una de las di-
versas provincias. Pero el engaño de ese astuto individuo no 2
se nos pudo ocultar ni siquiera antes de recibir tu carta.
Pues, habiendo venido antes un tal Futuro, portaestandarte
de Privato, de su misma cohorte perversa, y procurando
conseguir de nosotros firaudulentamente una carta, ni se nos
ocultó quién era ni consiguió la carta que quería. Te desea-
mos que sigas bien.



(El obispo Privato de la colonia Lambesa pretendía arrancar al clero de Roma, por medio de un emisario, una carta favorable, pues había sido declarado hereje en un concilio anterior a san Cipriano. En la carta 59, 10, dice Cipriano que había sido condenado hacía bastantes años y por sentencia de noventa obispos, y en la misma carta lo relaciona con el pseudo-
obispo Fortunato.)




37

Cipriano a los presbíteros Moisés y Máximo
y restantes confesores

Esta carta refleja el gozo que siente Cipriano por los comenta-
rios que hace de Celerino acerca del afecto de estos dos ilustres confesores y demás compañeros de prisión para con él. Los mueve a la confesión de la fe con imágenes y símbolos y los exalta como testigos de Cristo, merecedores de premios celestiales.

Cipriano saluda a los presbíteros Moisés y Máximo y a
los otros hermanos confesores.

Celerino compañero de vuestra fe y valor y soldado
de Dios en los combates gloriosos, al venir ha reanimado
los afectos de mi corazón hacia todos y cada imo de voso-
tros, hermanos carísimos. A todos vosotros os hemos creído
contemplar en el que llegaba, y cuando me hablaba dulce y
reiteradamente de vuestro amor hacia mí, os escuchaba en
sus palabras. Me alegro muchísimo cuando me traen tales
noticias de vosotros por medio de tales mensajeros. En cier-
to modo también nosotros estamos allí en la cárcel a vuestro
lado, creemos sentir con vosotros los dones de la divina
gracia, estando así adheridos a vuestros corazones. El cariño
inseparable que sentimos hacia vosotros nos une a vuestro
honor, el espíritu no permite que los que se aman se sepa-
ren. A vosotros os tiene ahí encerrados vuestra confesión, a
mí el afecto que os profeso. Y, pensando en vosotros día y



(Se trata del Celerino de las cartas 21 y 22, de quien habla con tanto elogio san Cipriano en la 27 y en la 39.)


noche, así cuando elevamos en común súplicas en los mo-
mentos del sacrificio, como cuando en el retiro rezamos en
particular, suplicamos al Señor que os ayude con toda su
protección a conseguir vuestras gloriosas coronas. Pero mi 3
pequeñez es demasiada para devolveros lo que os debo.
Más dais vosotros cuando nos recordáis en la oración, voso-
tros que esperando ya sólo los bienes del cielo y meditando
exclusivamente las verdades divinas, subís a las cimas más
elevadas por el mismo retraso que sufre vuestro martirio,
vosotros que por mucho que se alargue el tiempo, no retra-
sáis vuestra gloria sino que la aumentáis. La primera y única
confesión sola ya hace a uno bienaventurado. Vosotros con-
fesáis tantas veces cuantas, invitados a abandonar la cárcel,
la preferís llenos de fe y valor. Los elogios que merecéis son
tantos cuantos los días; cuantos son los meses que transcu-
rren, tanto el incremento de vuestros méritos. El que sufre el
martirio al instante vence una sola vez. Pero el que perseve-
ra todos los días en sus penas luchando con el dolor, y no es
vencido, es coronado todos los días.

Que vengan ahora los magistrados, los cónsules o los 2
procónsules; que se gloríen de las insignias de su cargo
anual y de las doce fasces He aquí que la dignidad ce-
lestial ha quedado marcada en vosotros con el resplandor
propio de un cargo anual, pero, al prolongar su gloria victo-
riosa, ha sobrepasado ya el círculo variable del año en su re-
tomo. Alumbraba al mundo el sol naciente y la luna en su
carrera; pero para vosotros fue más luminoso en la prisión el
mismo que creó el sol y la lima, y la claridad de Cristo,
resplandeciendo en vuestros corazones y en vuestras almas,
irradió eterna y blanca luz sobre las tinieblas de aquel lugar



(Las fasces (haces de varas) eran insignia consular. Llevadas por los lictores, asistentes que precedían y abrían camino al magistrado cum imperio, eran símbolo de la autoridad y poder consular.)



de castigo tan horribles y fiinestas para los demás. Con el
transcxirso de los meses ha pasado el invierno; pero voso-
tros, encarcelados, equiparáis el período del invierno con el
invierno de la persecución. La alegre primavera con sus ro-
sas y su corona de flores ha sucedido al invierno; pero a vo-
sotros os rodeaban las rosas y las flores de los jardines del
paraíso, y coronaban vuestra cabeza las guirnaldas del cielo.
Mirad el estío cargado con la abundancia de sus mieses y la
era repleta de frutos. Mas vosotros, que sembrasteis semilla
de gloria, recogéis como fruto la gloria, y guardados en la
era del Señor contempláis cómo la paja se quema en el fiie-
go inextinguible, en tanto que vosotros, cribados como gra-
nos de trigo y probados como cereal precioso, consideráis el
alojamiento de la cárcel como granero. Tampoco al otoño le
falta la belleza del orden espiritual cuando cumple las fun-
ciones propias de la estación. Fuera hay prisa en la ven-
dimia y la uva que ha de escanciarse en las copas es pisada
en los lagares: vosotros, racimos pingües de la viña del Se-
ñor y uvas de granos ya maduros, pisadas por la violencia
de la persecución secular, sentís nuestro lagar en la tortura
de la cárcel, derramáis vuestra sangre en vez de vino, y,
fuertes para el padecimiento, apuráis con agrado el cáliz del
martirio. Así va transcurriendo el año para los siervos de
Dios; de este modo se celebra la sucesión de las estaciones,
con méritos espirituales y premios para el cielo.

Dichosos, y no poco, aquellos de entre vosotros que, si-
guiendo estas huellas de gloria, partieron ya de este mundo
y, recorrido el camino del valor y de la fe, han llegado al
abrazo y beso del Señor, gozoso de recibirlos. Pero no es
menor vuestra gloria, la de quienes empeñados aún en el
combate y habiendo de seguir las gestas gloriosas de vues-
tros compañeros, mantenéis largo tiempo la lucha, y firmes
en vuestra fe inmutable e inquebrantable ofrecéis cada día a
Dios el espectáculo de vuestras virtudes. Cuanto más se pro-
longa vuestra lucha, más sublime es vuestra corona: la prue-
ba es única, pero comprende gran número de ejercicios di-
versos. Superáis el hambre, menospreciáis la sed, holláis
con el vigor de vuestra fortaleza la inmundicia de la prisión
y el horror de ese lugar de castigo. Ahí el sufrimiento es do-
minado, la tortura aniquilada. Ni siquiera se teme la muerte
sino que se desea porque, en verdad, es superada por el pre-
mio de la inmortalidad, de modo que quien venciere será
honrado con la vida eterna. jQué elevado espíritu el vuestro
ahora, qué inmensidad la de vuestro corazón, en el que tales
y tan grandes aspiraciones se agitan, en el que no se piensa
sino en los mandamientos de Dios y en los premios prome-
tidos por Cristo! Ahí no hay más voluntad que la de Dios, y,
aunque todavía vivís en un cuerpo mortal, la vida que vivís
no es ya la de este mundo sino la vida venidera.

Ahora queda, mis afortunados hermanos, que os acor-
déis de mí, que en medio de vuestros elevados y divinos pen-
samientos dejéis también un lugar para nosotros en vuestro
corazón y en vuestra mente, que tenga yo parte en vuestras
súplicas y oraciones cuando vuestra voz, purificada por una
confesión gloriosa y digna de encomio por el tono honroso
en que se ha mantenido, penetre en los oídos de Dios y,
abierto el cielo, al pasar desde este mundo, que ha vencido,
a las alturas, obtenga de la bondad del Señor lo que solicita.
Porque ¿hay algo que pidáis a la misericordia del Señor y
no merezcáis alcanzarlo?; vosotros que habéis cumplido de
este modo los mandamientos del Señor, que defendisteis la
enseñanza del evangelio con el vigor de una fe sincera, que,
permaneciendo firmes con el inmarcesible honor de la vir-
tud, al lado de los preceptos del Señor y al lado de sus após-
toles, consolidasteis la fe vacilante de muchos en la vera-
cidad de vuestro martirio. Vosotros, testigos verdaderos del
evangelio, mártires auténticos de Cristo y en Cristo arrai-
gados, cimentados sobre la dura roca, entremezclasteis la
disciplina con el valor, llamasteis hacia el temor de Dios a
los demás, hicisteis un ejemplo de vuestro martirio. Os de-
seo, valerosísimos y muy dichosos hermanos, que sigáis
bien y que os acordéis de nosotros.



38

Cipriano a los presbíteros y diáconos
y a todo el pueblo

El joven Aurelio es elogiado como ejemplo de disciplina ecle-
siástica. Cipriano lo presenta al clero y pueblo de su Iglesia como lector, pues ha sido ordenado por él.

Cipriano saluda a los presbíteros y diáconos y a todo el
pueblo.

En las ordenaciones de clérigos, carísimos hermanos,
solemos consultaros con anticipación y examinar juntos la
vida y méritos de cada uno^^^ Pero no es necesario esperar
los testimonios humanos cuando ha precedido la aprobación
divina. Aurelio, nuestro hermano, es un adolescente ilustre,
probado ya por el Señor y caro a Dios, joven aún en años,
pero provecto en los méritos por su valor y su fe, pequeño
por su edad, pero maduro por el honor que merece su testi-
monio: ha intervenido aquí en doble prueba, ha confesado

(Para la ordenación de clérigos e incluso para la consagración de obispos era consultada la opinión no sólo de los presbíteros y diáconos, sino también la de los simples fíeles. Queda todavía una reminiscencia de esa antigua disciplina en las amonestaciones o publicatas que preceden a las ordenaciones.)



dos veces a Cristo, y las dos ha quedado triunfante por la
victoria de su confesión, no sólo venciendo en la carrera
cuando fue desterrado, sino también cuando de nuevo peleó
más rudamente y resultó claro vencedor en la prueba del
martirio. Cuantas veces el adversario desafió a los siervos
de Dios, otras tantas peleó y venció, como soldado muy
dispuesto y valerosísimo. Poco fue para él haber combatido
antes en presencia de pocos, cuando era desterrado: mereció
también batirse en el foro con valor más denodado de modo
que, después de vencer a los funcionarios venció al mismo
procónsul, después de superar el exilio superó también los
tormentos. Y no sé qué debo encomiar más en él, la gloria 3
de sus heridas o la honestidad de sus costumbres, el mérito
del valor en que destacó o la admiración a que induce su
comportamiento. Es tan elevada su dignidad, tan rendida su
humildad, que parece que lo reservó Dios con el fin de que
fuera para los demás en disciplina eclesiástica un ejemplo
de cómo los siervos de Dios, al confesar a Cristo, triunfaban
por su valor y después de la confesión brillaban por sus
virtudes.

Se merecía una persona así los grados superiores de la 2
ordenación clerical y unos ascensos mayores, a juzgar por
sus méritos y no por sus años. Pero, por ahora, me ha pare-
cido bien que comience por el oficio de lector, puesto que
nada cuadra mejor a una voz que ha proclamado a Dios con
gloriosa confesión, que resonar en la celebración de las di-
vinas lecturas; nada mejor que, después de las sublimes pa-
labras que fueron pronunciadas para dar testimonio de
Cristo, leer el Evangelio de Cristo, troquel en el que se ha-
cen los mártires; subir a la tribuna después de haber sufrido
el potro; ser contemplado aquí por los hermanos como lo
fue allí por la multitud de los gentiles; ser escuchado aquí
con gozo por los hermanos quien lo fue allí admirado por el
pueblo arremolinado. Sabed, pues, muy estimados herma-
nos, que este joven ha sido ordenado por mí y por los cole-
gas que se hallaban presentes. Sé que acogéis de buen grado
esta decisión y que deseáis que se ordene a muchos como
éste en nuestra Iglesia. Y, puesto que el gozo siempre tiene
prisa, y la alegría no puede demorarse, nos ha leído de mo-
mento en el día del Señor, es decir, nos ha augurado la paz
mientras inauguraba su oficio de lector. En cuanto a voso-
tros, insistid frecuentemente en la oración y apoyad nuestras
súplicas con las vuestras, para que la misericordia del Se-
ñor, otorgándonos su favor, le devuelva pronto a su pueblo
su obispo sano y salvo y con su obispo un lector mártir. Os
deseo, hermanos carísimos, que sigáis bien de salud.



39

Cipriano a los hermanos presbíteros y diáconos
y a todo el pueblo

Cipriano da noticia al clero y a su pueblo de que Celerino y
Aurelio han sido incorporados al clero como lectores y pondera la virtud y la humildad de ambos.

Cipriano saluda a los hermanos presbíteros y diáconos y
a todo el pueblo.

Han de ser reconocidos y aceptados, amadísimos herma-
nos, los beneficios divinos con los que el Señor se ha dig-
nado honrar y glorificar a su Iglesia en nuestro tiempo, al
conceder libertad a sus buenos confesores y a sus mártires
gloriosos, a fin de que los que noblemente habían confesado
a Cristo adornasen después al clero de Cristo en los minis-
terios eclesiásticos. Alegraos, pues, y regocijaos con noso-
tros una vez leída nuestra carta, en la que mis colegas que
estaban presentes y yo os referimos que Celerino nuestro
hermano, tan ilustre por su valor como por sus virtudes, ha
sido agregado a nuestro clero no por elección humana, sino
por la gracia de Dios. Como dudase él en consentir, fiie im-
pulsado por la advertencia y exhortación de la misma Igle-
sia en una visión durante la noche, para que no se negara a
nuestras instancias. A quien más posibilidades tenía la Igle-
sia lo obligó, porque ni habría sido justo ni convenía que
quedase sin el honor eclesiástico aquel a quien el Señor
honró así con el honor de una gloria celestial.

Éste fue el primero en salir al combate de nuestro tiem-
po, éste el abanderado entre los soldados de Cristo; éste, en
los primeros hervores de la persecución, peleando con el
mismo príncipe y autor del ataque, a la vez que vencía con
indomable firmeza al adversario de su lucha particular, se-
ñaló a los restantes el camino de la victoria: no como vence-
dor de sus heridas en un breve instante, sino como triunfador
milagroso, en prolongada lucha, de unos suplicios perma-
nentes y largo tiempo sufiidos. Encerrado durante diecinue-
ve días en la cárcel, estuvo sometido al cepo y a los grilletes.

Mas, sometido el cuerpo a las ataduras, su espíritu perma-
neció sin cadenas y libre. Su carne enflaqueció por la pro-
longación del hambre y de la sed, pero Dios nutrió con ali-
mentos espirituales el alma, que vive de la fe y del valor.
Yaciendo rodeado de tormentos, ha sido más fiierte que sus
sufiimientos; encerrado, ha sido más grande que sus carce-
leros; echado en el suelo, más alto que los que estaban de
pie; maniatado, más firme que los que le encadenaban; juz-
gado, más sublime que sus jueces, y, aunque sus pies habían
sido cogidos en el cepo, la serpiente, aun armada con el cas-



(Es el mismo de las cartas 21, 22, 27 y 37.)



3 co, ha sido aplastada y vencida. Brillan en su cuerpo glo-
rioso las señales claras de sus heridas, en sus nervios y en
sus miembros, consumidos a causa de la larga miseria, se
advierten y sobresalen marcadas huellas. Son cosas impor-
tantes y admirables las que la comunidad fraterna puede es-
cuchar respecto de sus virtudes y méritos, Y caso de que
existiere algún Tomás que no dé crédito a sus oídos, tampo-
co falta la fidelidad de los ojos a fin de que cualquiera pue-
da ver lo que oye. En este siervo de Dios fue la gloria de las
heridas la que concedió la victoria, la gloria la mantiene el
recuerdo de las cicatrices.

3 Y este título que canta las glorias de nuestro queridísimo
Celerino no es reciente y nuevo. Camma por entre las hue-
llas de su estirpe, se iguala a sus padres y parientes con pa-
recido honor gracias a la bondad divina. Su abuela Celerina
consiguió ya hace tiempo la corona del martirio. También
sus tíos paterno y matemo — Laurentino e Ignacio — , cier-
tamente militares de la milicia secular en otro tiempo, pero
en realidad y en espíritu soldados de Dios, merecieron la
palma y corona del Señor por su glorioso martirio, al tiempo
que confesando a Cristo abatían al diablo. Ofrecemos siem-
pre sacrificios por ellos, según recordáis, cada vez que cele-
bramos la pasión de los mártires y el día de la conme-2 moración de su aniversario. No podía, pues, desdecir de su
estirpe ni ser inferior aquel al que el honor de la familia y su nobleza generosa arrastraba tanto con ejemplos domésticos
de valor y de fidelidad. Pues si en la familia de este mundo
es título de honor y de prestigio la prosapia patricia, cuánto
mayor honor y gloria es convertirse en noble de nacimiento

3 en la proclamación celestial. No sabría decir quién es más
bienaventurado, si aquéllos en razón de su descendencia tan
esclarecida, o éste por su ascendencia gloriosa. Así es que la
bondad divina llega y se extiende por igual hasta ellos, de
modo que la gloria del descendiente abrillanta la corona de
aquéllos, y la excelencia de los ascendientes da mayor brillo
a la gloria de éste.

Viniendo éste hasta nosotros, dilectísimos hermanos, 4
con tan gran distinción del Señor, ilustrado por el testimo-
nio de admiración del mismo que lo había perseguido, ¿qué
otra cosa podía uno hacer que elevarlo sobre el estrado, esto
es, sobre el ambón de la Iglesia, a fm de que, subido a tan
alto lugar y visible a todo el pueblo, gracias al resplandor de
sus méritos, lea los preceptos y el evangelio del Señor, que
valerosa y fielmente practica? La voz que ha confesado al
Señor, óigase todos los días con las palabras que habló el
Señor. Él verá si hay otro grado al que pueda ser exaltado 2
en la Iglesia, pero no hay nada en un confesor de la fe que
aproveche tanto a los hermanos, como el que, mientras se
oye de su boca la lectura del evangelio, todo el que lo oiga
imite la fidelidad del lector. Hubo de ser asociado en el 3
lectorado a Aurelio, con quien también está mido mediante
el común honor que Dios les dispensa, con el que se ha
fundido en todas las manifestaciones de virtud y de gloria.
Parecidos y semejantes, ambos tan sublimes por su gloria
como humildes por su modestia; cuanto los ha ensalzado la
divina bondad, otro tanto su amor a la quietud y a la paz los
hace dóciles, dando a todos ejemplo igual de virtudes que
de buenas costumbres, dispuestos así tanto para el combate
como para la paz y dignos de elogio, por su coraje aquél,
por su modestia éste.

En tales siervos se deleita el Señor, se regocija en estos 5
confesores cuya vida y costumbres sirven para proclamar su
gloria de modo que constituyen una lección de disciplina
para los otros. Para esto ha querido Cristo que vivan largo
tiempo en su Iglesia, para esto los ha puesto a salvo sacán-
dolos de en medio de la muerte y llevando a cabo en ellos
una especie de resurrección, diría yo, para que, dándose
cuenta los hermanos de que no hay nada más sublime en
cuanto a honor, nada más sumiso en cuanto a humildad, los
siga y la comunidad fraterna camine con ellos. No obstante,
sabed que por ahora éstos han sido hechos lectores, porque
convenía que la luz fuese colocada sobre el candelero, desde
donde luzca para todos, y que sus rostros resplandecientes de
gloria estuviesen situados en lugar más destacado, en donde,
al ser vistos por cualquier circunstante, ofrezcan a cuantos
los observen un incentivo que los lleve a desear la gloria del
martirio. Sabed también que ya los hemos designado para el
honor del presbiterado, a fin de que reciban raciones iguales
a las de los presbíteros y participen de las distribuciones pe-
cuniarias mensuales por igual; se habrán de sentar con noso-
tros cuando sean de edad avanzada y firme, aunque no puede
considerarse inferior en nada, por r^zón de la edad, quien ha
coronado sus años con el mérito de la gloria. Os deseo, carí-
simos y muy añorados hermanos, que sigáis bien.



40

Cipriano a los presbíteros y diáconos
y a todo el pueblo

El objetivo de esta carta es anunciar que Numídico ha sido
inscrito en el número de los presbíteros de Cartago, dado su prestigio y sus méritos martiriales.

Cipriano saluda a los presbíteros y diáconos y al pueblo
todo, hermanos carísimos y muy añorados.

Era una obligación informaros, carísimos hermanos, so-
bre un hecho que concierne tanto al contento de todos como
a la gloria máxima de nuestra Iglesia. Sabed, por tanto, que
hemos sido advertidos y orientados por la bondad divina pa-
ra que el presbítero Numídico sea inscrito en el número de
los presbíteros de Cartago y se siente entre nuestro clero,
siendo como es ilustre por la luz brillantísima de su confe-
sión y sublime por el prestigio de su fe y de su arrojo. Él ha
enviado por delante con sus exhortaciones a una falange de
mártires gloriosos, que murieron apedreados y quemados; él
dirigió ima mirada de alegría hacia su esposa que, a su
mismo lado, quedaba enteramente abrasada con los demás,
aunque mejor diría yo, salvada. Él mismo, chamuscado y
medio enterrado por las piedras, y dejado por muerto, cuan-
do después su hija andaba buscando con solícita piedad fi-
lial el cadáver de su padre, fue encontrado casi muerto, sa-
cado de allí y reanimado, y contra su voluntad se separó de
sus compañeros, a quienes él mismo había enviado por de-
lante al cielo. Sin embargo, por lo que vemos, la causa por
la que quedó con vida fue que el Señor lo agregaba a nues-
tro clero y adornaba con sacerdotes prestigiosos nuestro
grupo, desolado por la caída de algunos presbíteros. Y to-
davía, si Dios lo permite, será promovido a un grado más
alto en lá dignidad religiosa, cuando, con la ayuda de Dios,
estemos ahí presentes. Mientras tanto cúmplase lo que se
indica; recibamos con acción de gracias este don de Dios,
esperando de la misericordia del Señor muchos favores co-
mo éste, para que, recuperado el vigor de su Iglesia, haga
que, entre la jerarquía de nuestra asamblea, florezcan hom-
bres tan moderados y humildes. Os deseo, hermanos carísi-
mos y muy añorados, que sigáis bien de salud.


(El celibato lo viven los sacerdotes (obispos y presbíteros de la Iglesia latina, y obispos y un gran número de presbíteros en las Iglesias orientales). El celibato no pertenece a la estructura constitucional del sa-cerdocio y, por tanto, no es exigido por él en virtud de su misma naturaleza. San Pablo, que considera el celibato como estado ideal del cristiano, y más del ministro sagrado (cf. J Cor 7), nos transmite el testimonio de la Iglesia primitiva, cuando en I Tim 3, 2-5 afirma: «Es preciso que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer» (cf. también TU 1, 6). Algunas hipótesis históricas sobre el origen del celibato sacerdotal han visto una influencia de doctrinas platónicas, dualistas y maniqueas que, a partir del siglo ni, habrían llevado a un menosprecio de la sexualidad y del estado matrimonial y a una exaltación de la virginidad. Pero es un hecho evidente que la Iglesia ha tenido siempre una alta consideración del matrimonio cristiano, sacramentum magnum (Eph 5, 32), y no parece que pueda afirmarse con suficiente fundamento que haya sido una infravaloración doctrinal del matrimonio como algo impuro la razón verdadera y principal del celibato sacerdotal, sino que hay unas razones de conveniencia que se pueden resumir en dos grandes líneas: consagración (el sacerdote es un hombre consagrado a Dios) y misión (el sacerdote es servidor de los hombres). Tales razones de conveniencia se fueron descubriendo progresivamente y valorando, primero en la vida carismática del Pueblo de Dios, que comenzó a intuir la honda dimensión espiritual y pastoral del vínculo celibato-sacerdocio, y después en sus instituciones: la jerarquía reguló un movimiento que se había abierto paso en la entraña carismática de la Iglesia, y encauzó socialmente esta manifestación de la vida misma del Espíri- tu (cf. A. Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid, 1970, págs. 82 ss.). La disciplina sobre el celibato obligatorio fije promulgada en el siglo IV. Un canon del concilio de Elvira, celebrado en los primeros años del siglo IV (¿300-306?) prohibió a los obispos, presbíteros y diáconos que ejerciesen el ministerio sagrado, el uso del matrimonio y la procreación de hijos, bajo pena para los transgresores de ser excluidos del clero. Aunque
este concilio fue particular de Hispania, es sorprendente la rapidez con que la disciphna de Elvira se extendió por otras comunidades cristianas y se impuso pronto en todo Occidente. La rápida difusión que tuvo en la Igle- sia latina la disciplina sobre la continencia clerical muestra la disposición
del ambiente cristiano a recibirla. Existía, sin duda, un considerable número de clérigos que observaban la continencia perfecta, desde mucho tiempo antes de que esa continencia fuese declarada obligatoria (cf. J. OrLANDis, Historia de la Iglesia, vol. I, Madrid, 1974, págs. 109 ss.). San Jerónimo dice contra Joviano: «Los obispos, los presbíteros y los diáconos
son elegidos o vírgenes o viudos; y, si están casados, guarden perpetua continencia después del sacerdocio». )




41

Cipriano a Caldonio, Herculano, Rogaciano y Numídico

Esta carta refleja el estado anímico de Cipriano en relación
con el cisma suscitado por Felicísimo en Cartago. El obispo se ha visto obligado a excomulgar a Felicísimo y a sus seguidores, en concreto a Augendo.

Cipriano saluda a sus colegas Caldonio y Herculano, a
la vez que a sus copresbíteros Rogaciano y Numídico.

Me he sentido profundamente contristado, carísimos her-
manos, al recibir vuestra carta ya que, siendo siempre mi
deseo y propósito que toda nuestra comunidad fraterna se
mantenga incólume y que nuestro rebaño se conserve intac-
to, conforme exige la caridad, me comunicáis ahora que Fe-
licísimo ha maquinado numerosas acciones reprobables e
insidiosas, de manera que, además de sus fraudes y rapiñas,
que ya conocía desde hace tiempo, ahora ha intentado tam-
bién enfrentar a una parte del pueblo con su obispo, es de-
cir, alejar a las ovejas de su pastor, apartar a los ihijos del
padre y dispersar a los miembros de Cristo. Y como yo os
había enviado representantes míos para que remediarais las
necesidades de nuestros hermanos con ese dinero y les ayu-
daseis con un sobresueldo suficiente conforme a sus aspira-
ciones, en caso de que algunos quisieran también ejercer sus
oficios, y a la vez consideraseis también sus edades, sus con-



(Esta carta está perdida.
San Cipriano vuelve a hablar de este agitador cismático en las cartas 42, 43, 45 y 59. )




diciones y méritos; del mismo modo que yo, a quien incum-
be esta ocupación, deseo también ahora conocer a todos y
así promover a los oficios de la administración eclesiástica a
los que sean dignos, humildes y dóciles; pero él se ha inter-
puesto para que ninguno pudiese ser socorrido, ni pudiese
ser examinado con diligencia por vosotros lo que yo había
deseado; conminó incluso, con autoridad abusiva y violenta
intimidación, a nuestros hermanos que se presentaron los
primeros para ser socorridos, con la amenaza de que ningu-
no de los que me obedecieran tendría parte con él en la
montaña

2 Y como después de todo esto, ni movido por la dignidad
de mi cargo, ni ablandado ante vuestra autoridad y presen-
cia, perturbando con sus incitaciones la tranquilidad de los
hermanos, se ha lanzado con muchos más, declarándose a sí
mismo jefe de facción y príncipe de sedición con insensato
furor; me congratulo de que muchos hermanos se hayan se-
parado de su audacia y de que hayan preferido estar con vos-
otros, a ñn de permanecer con la madre Iglesia y recibir sus
auxilios dispensados por el obispo; estoy seguro de que
también los otros harán lo mismo sin divisiones, y pronto se
apartarán de un error temerario; mientras tanto, como Feli-
císimo ha amenazado que no tendrían parte con él en la
montaña los que nos hubieren obedecido, es decir, los que
estuvieren en comunión con nosotros, que caiga sobre él la
sentencia que él mismo anteriormente dictó y sepa que está
separado de nuestra comunión, ya que a los fraudes y rapi-
ñas que conocemos con certeza comprobada, se añade el
crimen de adulterio, que unos hermanos nuestros, hombres



(Según parece, Felicísimo celebraba las reuniones con sus partidaríos en una montaña que podría muy bien ser la colina de Birsa, y amenazaba excluir de estas reuniones cismáticas a los que acatasen la autorídad del obispo de Cartago.)



graves, anunciaron haber averiguado ellos mismos, asegu-
rando que podían probarlo. Cuando, si así lo quiere el Se-
ñor, podamos reunimos todos juntos con muchos colegas,
trataremos de conocer todo esto. Mas también Augendo, i
que, sin ningún respeto al obispo ni a la Iglesia, se ha unido
con él en la misma conspiración, en caso de que persevere
en su compañía, debe cargar con la sentencia que él mismo
se atrae con su disidencia y temeridad. Y cualquiera que se
asocie a su conspiración y a su facción, sepa que no tendrá
comunión con nosotros en la Iglesia ya que ha preferido
escindirse voluntariamente de ésta. Leed esta carta mía a 3
nuestros hermanos y transmitidla al clero de Cartago, aña-
diendo los nombres de los que se hayan unido a Felicísimo.
Os deseo, carísimos hermanos, que sigáis bien.



42

Caldonio a Cipriano

Notifican en esta breve carta los destinatarios de la anterior
haber excomulgado a Felicísimo, Augendo y otros, siguiendo las
instrucciones de Cipriano.

Caldonio con sus colegas Herculano y Víctor, juntamen-
te con los presbíteros Rogaciano y Numídico, saludan a Ci-
príano.

Hemos apartado de nuestra comunión a Felicísimo y a
Augendo, así mismo a Reposto del grupo de los desterra-
dos, a Irene de Rutila y a Paula la costurera, lo que debiste
conocer por medio de mi indicación. Igualmente hemos ex-comulgado a Sofronio, y de entre los desterrados al propio
Soliaso, fabricante de esteras.



(Ni éste ni los restantes excomulgados nos son conocidos.)




43

Cipriano a todo el pueblo

Enérgica amonestación del obispo de Cartago al pueblo frente
a los engaños del cismático Felicísimo y sus seguidores; por si fuera poco haber organizado una discusión contra el episcopado, ahora revolvían a los lapsos contra la disciplina establecida por los obispos,

Cipriano saluda a todo su pueblo.

1 Aunque Vircio, carísimos hermanos, presbítero fidelísi-
mo e íntegro, y los presbíteros Rogaciano y Numídico, ilus-
tres confesores por la gracia de Dios, y también los diáco-
nos, personas recomendables y entregadas con todo su celo
al ministerio de la Iglesia, junto con las restantes funciones,
os prestan el continuo cuidado de su presencia; axmque no
cesan de animar a todos con sus continuas exhortaciones, ni
siquiera de dirigir y corregir con saludables consejos los
sentimientos de los lapsos; no obstante, yo os advierto cuan-
to puedo y os visito del modo que me es posible, por medio

2 de mis cartas. Cartas digo, carísimos hermanos. Pues la ma-
lignidad y perfidia de algunos presbíteros ha hecho que no
pudiese visitaros antes del día de la Pascua, ya que conser-
vando su espíritu de conspiración y continuando aquellos
odios venenosos de antaño contra mi episcopado, y aún
más, contra vuestro sufragio y la voluntad de Dios, vuelven
a su antigua acometida contra mí y renuevan las sacrilegas 3 maquinaciones por medio de las acostumbradas insidias. Y,
ciertamente, sin ninguna intervención ni de mi voluntad ni
de mi deseo, antes bien, con mi perdón y silencio, por obra
de la divina Providencia se han llevado el castigo que ha-
bían merecido, de modo que, sin que yo los echase, se fue-
ron espontáneamente ellos solos; ellos mismos se han dicta-
do la sentencia según su conciencia; los conspiradores y
malvados según vuestro voto, que es el de Dios, se expulsa-
ron a sí mismos de la Iglesia por su propia voluntad.

Ahora se ha demostrado la procedencia de la facción de 2
Felicísimo, sobre qué raíces se asentaba y con qué fuerzas
contaba. Éstos pinchaban en tiempos pasados con sus incita-
ciones a ciertos confesores para que no armonizasen con su
obispo, ni observasen la disciplina de la Iglesia con fideli-
dad y con sosiego, según los preceptos del Señor, ni mantu-
viesen la gloria de su confesión con una conducta intacta y
limpia. Y como si aún no fuese suficiente haber pervertido 2
el ánimo de algunos confesores y haber intentado organizar
una facción de la comunidad fratema escindida en contra
del sacerdocio de Dios, ahora se han dedicado a perder a los
lapsos con su ponzoñosa perfidia, de modo que apartan de
la curación de sus llagas a los enfermos y heridos y a los me-
nos idóneos y menos fuertes para tomar unas decisiones más
enérgicas por la desgracia de su caída, y previa la interrup-
ción de ruegos y oraciones, con las que deben aplacar al Se-
ñor mediante una satisfacción larga y constante, se los invi-
ta a una funesta temeridad con el señuelo de una falsa paz.

Pero yo os ruego, carísimos hermanos, que vigiléis contra 3
las insidias del diablo y que, solícitos de vuestra salud, estéis muy alerta contra ese mortífero engaño. Es ésta otra persecución y otro ejercicio de prueba, y esos cinco presbíteros^^^



(No consta quiénes eran estos cinco. Según Paméle fueron Félix,
Jovio, Máximo, Reposto y Fortunato; según Marand eran Novato, Fortunato, Donato, Gordio y Gayos de Dida; según Lombert son Félix, Jovio, Máximo, Novato y Fortunato. )



no son más que aquellos cinco personajes que hace poco,
nGiediante edicto, fueron asociados a los magistrados a fin de
subvertir nuestra fe y de desviar los espíritus frágiles de los
hermanos hacia las redes de la muerte, haciéndoles prevari-

2 car de la verdad^^l Es el mismo intento el de ahora, el mis-
mo trastorno se produce de nuevo por cinco presbíteros que
siguen a Felicísimo para ruina de la salvación eterna: que no
sea invocado Dios, que quien negó a Cristo no invoque al
mismo Cristo, al que había negado; que después del delito
se suprima la penitencia, y que no se satisfaga al Señor por
medio de los obispos y sacerdotes del Señor, sino que, deja-
dos de lado los sacerdotes del Señor, se ponga en práctica
contra la disciplina evangélica una tradición nueva de inspi-
ración sacrilega; y que, a pesar de haberse determinado ya,
tanto por nosotros como por los confesores y clérigos de la
ciudad, a la vez que por todos los obispos, bien por los que
tienen sede en nuestra provincia, bien por los que la tienen
en ultramar, que no se modifique nada en relación al asunto
de los lapsos hasta que nos hayamos reunido todos y, con-
trastados los pareceres, hayamos concretado un acuerdo
moderado por la disciplma a la vez que por la benevolencia,
se opone resistencia a esta decisión nuestra y se destruye
toda autoridad sacerdotal con unas conspiraciones sectarias.

4 ¡Qué pena experimento ahora, queridísimos hermanos,
por no poder ir de momento personalmente hasta vosotros,
atender a cada uno y animaros según el magisterio del Se-
ñor y de su evangelio! No era suficiente un destierro que




(Los intérpretes de este pasaje creen que alude a una visión que tuvo el santo obispo, y en la que se le aparecieron los cinco presbíteros cismáticos como cómplices de los enemigos de la Iglesia.)



CARTAS



185



duraba ya dos años^^'^ ni la triste separación de vuestra pre-
sencia y de vuestra vista, el dolor constante y el sollozo que
me atormenta continuamente por la soledad en que me deja
vuestra ausencia, las lágrimas que corren día y noche, por-
que al obispo, que elegisteis con tanto amor y tanto entu-
siasmo, aún no le es posible saludaros ni abrazaros. Un do-
lor más acerbo se ha simiado ahora a mi afligido corazón, el
de no poder llegarme a vosotros en medio de tan grande in-
quietud y necesidad; ya que por las amenazas e insidias de
gente pérfida tememos que, con nuestra llegada, se origine
allí un tumulto mayor, y, debiendo el obispo velar por la paz
y tranquilidad en todo, parezca haber dado ocasión él mis-
mo para la sedición y haber exacerbado de nuevo la perse-
cución. Pero desde aquí, amadísimos hermanos, desde aquí
os amonesto y a la vez os aconsejo que no creáis temera-
riamente rumores perniciosos ni fácilmente prestéis crédito
a palabras engañosas, no vayáis a tomar por luz las tinie-
blas, por día la noche, por comida el hambre, la sed por be-
bida, el veneno por medicina, la muerte por salud. Y no os
engañe la edad ni la autoridad de los que, imitando a la an-
tigua perversidad de los dos ancianos así como aquellos
intentaron violar a la casta Susana, se esfiierzan igualmente
por corromper la piireza de la Iglesia por medio de ense-
ñanzas adúheras y ultrajar la verdad evangélica.

Dios clama y dice: «No escuchéis los discursos de los
pseudoprofetas, porque les engañan las fantasías de su cora-



(Aquel exilio voluntario se prolongó a lo largo de quince meses, y, con toda seguridad, su propio deseo de salir lo hacía parecer más largo.
Alude a los viejos acusadores de Susana en el pasaje bíblico de
Dan 13, y los nombra presbyteri porque este término léxico tiene a la vez la significación de sacerdote y de anciano, y así incluye a los calumniadores de la esposa de Joaquín y a los enemigos personales propios.)



zón. Hablan, pero sus palabras no proceden de la boca del
Señor. Dicen a los que rechazan la palabra del Señor: 'La
paz será con vosotros'»^^^. Ofrecen ahora la paz quienes no
tienen la paz; prometen conducir de nuevo hasta la Iglesia a
los lapsos quienes se separaron de la Iglesia. Dios es uno
solo y uno solo Cristo, y una sola la Iglesia y una sola la
cátedra establecida por la palabra del Señor sobre Pedro. No
puede establecerse otro altar o constituirse un nuevo sacer-
docio fiiera del único altar y del único sacerdocio. Quien
cosecha en otra parte, desparrama. Es adúltero, es impío, es
sacrilego todo lo que, por delirio humano, se instituye para
violar la disposición divina. Apartaos lejos del contagio de
esta clase de hombres y, huyendo, evitad sus discursos co-
mo un cáncer^^*^, como una peste, según advierte y dice el
Señor: «Son guías ciegos para conducir ciegos. Pero si un
ciego guía a otro ciego, caerán a la vez en el hoyo»^^^.
Obstaculizan las plegarias que con nosotros eleváis a Dios
día y noche para aplacarlo con una justa satisfacción. Se
oponen a nuestras lágrimas, con las que borráis la culpa del
delito cometido. Ponen el veto a la paz que solicitáis verda-
dera y sinceramente de la misericordia del Señor. ¿Ignoran
que se ha escrito: «Aquel profeta o soñador es el que ha
hablado para hacerte apartar del Señor tu Dios»?^^^. Que
nadie, hermanos, os haga desviar de los caminos del Señor.
Que nadie os arranque a vosotros, cristianos, del evangelio
de Cristo; nadie aparte de la Iglesia a los hijos de la Iglesia.


(Deut 13,5. Nuevamente aquí el texto bíblico citado por Cipriano es muy diferente del de la Vulgata, que dice: «aquel profeta o soñador será condenado a muerte por haber aconsejado la rebelión contra vuestro Señor». Sobre las citas ciprianeas de la Biblia véase la Introducción, pág. 28.)



Que perezcan solos en su soledad los que quisieron perecer;
que se queden solos fuera de la Iglesia los que se alejaron
de la Iglesia; que no estén con sus obispos sólo quienes se
rebelaron contra los obispos; que paguen solos las penas de
su conjura quienes en otro tiempo según vuestro voto, ahora
según el juicio de Dios, han merecido sufrir la reprobación
de su conjura y malignidad.

El Señor nos amonesta en su evangelio diciendo: «Re-
chazáis el mandato de Dios por seguir vuestra tradición»
Los que rechazan el mandato de Dios y se obstinan en im-
plantar su propia tradición, han de ser rechazados enérgica-
mente por vosotros. Básteles una caída a los lapsos. Que
nadie hunda con sus engaños a los que quieren levantarse.
Nadie acabe de postrar y de abatir a los caídos, por los que
nosotros rogamos para que los levante la mano y el brazo de
Dios. Nadie prive de la esperanza de salvarse a quienes, casi
sin vida, claman por recobrar la salud de antes; nadie apa-
gue totalmente la luz que muestra el camino de salvación a
los que van a tientas en la oscuridad de su apostasía. El
Apóstol nos instruye diciendo: «Si alguien os enseña otra
doctrina y no asiente a las palabras saludables de nuestro
Señor Jesucristo y a su doctrina, engreído de orgullo, apárta-
te de él»^^^ Y en otro lugar dice él mismo: «Nadie os enga-
ñe con palabras vanas. Por eso cae la ira del Señor sobre los
rebeldes. No toméis, por tanto, parte con ellos» No hay
lugar para que, engañados por palabras huecas, os pongáis a
participar de su maldad. Alejaos de ellos, os lo ruego, y te-
ned confianza en nuestras palabras, pues cada día dirigimos
al Señor continuas plegarias por vosotros, y deseamos que
la clemencia del Señor os llame de nuevo a la Iglesia y pe-
dimos a Dios paz abundantísima primero para la madre y
después para sus hijos. Con las nuestras juntad vuestras ora-
ciones y plegarias, a nuestro llanto unid vuestras lágrimas.
Esquivad a los lobos que separan a las ovejas del pastor;
guardaos de la lengua envenenada del diablo, el cual desde
el comienzo del mundo, siempre falaz y mentiroso, miente
para engañar, halaga para dañar, promete lo bueno para dis-
tribuir el mal, promete la vida para ocasionar la muerte. In-
cluso ahora aparecen claras sus palabras, y es manifiesto su
veneno. Ofrece la paz para que no se pueda acceder a ella.
Promete la salvación para que el delincuente no alcance la
salvación. Promete la Iglesia, cuando procura que quien cree
en él desaparezca por entero de la Iglesia.

Ahora, carísimos hermanos, preciso es que, también los
que permanecéis valerosamente, perseveréis y guardéis con
firmeza permanente la estabilidad gloriosa que mantuvisteis
durante la persecución, y los que habéis caído engañados
por las estratagemas del adversario, ahora en esta segunda
prueba cuidéis con fidelidad de no haceros indignos de
vuestra esperanza, y, para que el Señor nos perdone, no os
apartéis de los sacerdotes del Señor, puesto que se ha escri-
to: «Cualquier hombre que obre con soberbia, de manera
que no escuche al sacerdote o bien al juez, el que fuera en
tales días, ese hombre morirá» Ésta es la última y supre-
ma prueba de esa persecución, que pasará pronto, con la
ayuda de Dios, de manera que además pueda reimirme con
vosotros y con mis colegas después del día de Pascua. En
presencia de éstos, en conformidad con vosotros y con el
común acuerdo de todos nosotros, como se determinó una
vez, podremos disponer y precisar a la vez lo que hay que


(Referencia clara a la madre Iglesia todavía perseguida)


ejecutar. Pero si alguien, eludiendo hacer penitencia y satis-
facer a Dios, se pasara al partido de Felicísimo y sus satéli-
tes, y se incorporara a la facción herética, sepa que después
no podrá volver a la Iglesia y tener comunión con los obis-
pos y el pueblo de Cristo. Os deseo, carisimos hermanos,
que sigáis bien, y que insistáis con nosotros con incesantes
preces para alcanzar la misericordia del Señor.



44

Cipriano a Cometió

El contenido de la correspondencia mantenida entre Cipriano y
Comelio es de mucha importancia para la historia de sus Iglesias respectivas, la de África y la de Roma. San Cipriano repudia el cisma de Novaciano que, habiéndose iniciado en Roma, ha intentado ganarse cómplices en África.


Cipriano saluda a su hermano Comelio^^^

Han venido hasta nosotros, carísimo hermano, enviados i
por Novaciano, el presbítero Máximo y el diácono Augen-
do, y unos tales Maqueo y Longino. Mas al averiguar por la
carta que traían consigo y por sus afirmaciones que Nova-
ciano había sido nombrado obispo indignados por la irre-
gularidad de esta consagración ilícita y en contra de la Igle-
sia católica, hemos opinado enseguida que han de ser apar-
tados de nuestra comunión. Y, rehusadas y reprimidas entre
tanto las alegaciones que trataban de presentar obstinada e
insistentemente, yo y muchos colegas que ya se habían reu-
nido coiimigo hemos esperado la llegada de nuestros colegas
Caldonio y Fortunato, a quienes habíamos delegado hace
poco ante ti y ante nuestros coepíscopos que estuvieron pre-
sentes en tu ordenación, para que, llegando ellos y aportan-
do la verdad de lo acontecido, la perfidia de la parte contra-
ria quedase confundida con una mayor autoridad y con la
clara demostración de ellos. Pero llegaron nuestros colegas
Pompeyo y Esteban, que también personalmente dieron aquí
indicios y testimonios evidentes para nuestra información,
de modo que no ha sido necesario escuchar más a los que
habían sido enviados por Novacianp.

Lanzándose ellos en la asamblea con griteríos malévolos
y clamores tumultuosos, y presionando insistentemente para
que las acusaciones, que alegaban presentar y probar, íue-
sen examinadas públicamente por nosotros y por la gente,
declaramos que no convenía a nuestra dignidad consentir
que el honor de un colega nuestro, ya elegido y ordenado y
aceptado por la opinión favorable de muchos, fuera atacado
más por la maledicencia de los envidiosos. Como es largo
condensar en una carta cómo han sido refutados y reprimi-
dos y cómo han sido descubiertos en sus injustos intentos de
promover un cisma, ya oiréis a Primitivo, nuestro colega en



(tras el martirio del papa Fabián estuvo vacante la sede de Roma catorce meses. Al frente de la iglesia romana está el presbiterio; Comelio y Novaciano eran los personajes más influyentes dentro del clero romano.
En el 251 es elegido Comelio. Novaciano, herido por esta designación, acusa a Comelio de laxista por su benignidad con los apóstatas. Comelio era, pues, el papa legítimo, contra el que se alzó Novaciano.
Novaciano se había hecho consagrar por tres obispos rurales de Italia a toda prisa y con engaños, después de haberlos embriagado (Eusebio,
Hist ecl 6, 43, 8-9. Desde ese momento, rodeado de un grupo de presbíteros, diáconos y admiradores, se declaró jefe frente a Comelio, consumándose así este cisma.)



el episcopado, cada cosa con detalle, cuando llegue hasta
vosotros.

Y para que su audacia violenta no cese, se esfuerzan
también aquí en arrastrar al cisma a los miembros de Cristo,
y separar y desgarrar el cuerpo de la Iglesia católica, yendo
de puerta en puerta por las casas de muchos, o de ciudad en
ciudad por algunas partes, buscándose cómplices de su obs-
tinación y error cismático. Yo les contesté una vez y no de-
sisto de recomendarles que, dejándose de perniciosas riñas y
disputas, comprendan que es impío abandonar a la madre,
y tengan bien entendido que, una vez elegido un obispo y
aceptado por el testimonio y juicio de los colegas y del pue-
blo, no puede en modo alguno nombrarse otro. Por lo tanto,
si proclaman que han mirado por su bien pacífica y fielmen-
te, y que son defensores del evangelio y de Cristo, que vuel-
van primero a la Iglesia. Deseo, carísimo hermano, que siem-
pre estés bien.



45

Cipriano a Comelio

Ante las invenciones acusatorias del partido de Novaciano, Ci-
priano requiere información que asegure con pruebas la legitimidad de Comelio, obispo de Roma. Pide a través de Pompeyo y Esteban confirmación escrita de los colegas que presenciaron su consagración.

Cipriano saluda a su hermano Comelio.

Tal como correspondía a unos siervos de Dios y espe-
cialmente a unos sacerdotes justos y pacíficos, hermano ca-
rísimo, enviamos hace poco a nuestros colegas Caldonio y
Fortunato para que hiciesen todo lo posible, valiéndose no
solamente de la persuasión de nuestra carta sino también
de su propia presencia y de los consejos de todos vosotros
por hacer volver a la imidad de la Iglesia católica los miem-
bros del cuerpo desgajado y por unir el vínculo de la caridad
cristiana. Pero, como la obstinación inflexible y pertinaz de
los adversarios no solamente ha rehusado volver al seno y a
los brazos de su raíz y madre, sino que, con creciente y re-
crudecida discordia, se han creado un obispo y, oponién-
dose al carácter sagrado que fue conferido una vez y es de
origen divino y signo de unidad católica, se han elegido una
cabeza adúltera y hostil fuera de la Iglesia, habiendo recibi-
do tu carta así como las de nuestros colegas y llegados
también esas excelentes personas y queridísimos colegas
nuestros, Pompeyo y Esteban, que, con el contento de todos,
nos han garantizado con firmeza y nos han probado todos
estos extremos, tal como lo exigían la santidad y la verdad
de la tradición divina y de la disciplina eclesiástica, te remitimos nuestra carta. Incluso al notificar estas nuevas a todos los colegas de nuestra provincia encargamos que cada
uno de ellos enviase también hermanos nuestros con cartas.

Nuestro pensamiento y propósito ya entonces se había
manifestado a los hermanos y a todo este pueblo, cuando,
recibidas recientemente cartas de uno y otro lado^^^ leímos
tu carta y notificamos a todos la noticia de tu ordenación
episcopal. Recordando igualmente el honor común y la
atención debida a la dignidad y santidad episcopal, rechacé
las doctrinas que del bando opuesto se habían reunido en un



(Está perdida.
El antipapa Novaciano,
Están todas perdidas.
Además de África proconsular eran también diócesis sufragáneas
de Cartago las de Numidia y Mauritania.
Están perdidas.)



libro enviado lleno de acusaciones envenenadas, conside-
rando a la vez que ponderando que no iba a leerse y escu-
charse en tan respetable y religiosa asamblea de hermanos,
estando presentes sacerdotes de Dios y preparado el altar.
Pues no han de ser reveladas fácilmente ni publicadas incau-
tamente y a la ligera las enseñanzas que por su estilo discor-
dante puedan producir escándalo a los que las oyen, y con-
fundir con la incertidumbre a los hermanos que habitan en
países lejanos y al otro lado del mar. AUá se las vean los es-
clavos de su furor o de su capricho, y los que, olvidándose
de la ley y santidad divinas, hasta se muestran de momento
impacientes por proferir públicamente lo que no pueden pro-
bar y, no pudiendo destruir y reducir la inocencia, se dan
por satisfechos con salpicarla de manchas mediante habla-
durías mendaces y falsos rumores: ciertamente, como co-
rresponde a los obispos y sacerdotes, hemos de procurar re-
chazar tales insinuaciones cuando son escritas por ciertas
personas. Si no, pues, dónde quedaría lo que sabemos y en-
señamos que ha sido escrito: «Guarda tu lengua del mal, y
que tus labios no hablen engañosamente»^^. Y en otro sitio:
«Tu boca estuvo llena de maldad, y tu lengua urdía enga-
ños. Sentado desacreditabas a tu hermano, y esparcías la
calimmia contra el hijo de tu madre» Y asimismo según
el Apóstol: «No salgan de vuestra boca malas palabras, sino
buenas para edificación de la fe, de modo que sean prove-
chosas a los que las oyen»^^"^. Ahora bien, damos a entender
que esto sucede si, al ser escritas tales cosas calumniosas
por algimos a la ligera, permitimos que se lean entre noso-
tros. Y por tanto, hermano carísimo, habiéndome llegado
escritos de esa índole contra ti, obra de un compañero pres-
bítero que se sienta contigo, he mandado que se lean al cle-
ro y al pueblo los que expresaban sencillez religiosa, sin
ruidosos ladridos de maldiciones e improperios.

En cuanto al hecho de haber deseado los escritos de
nuestros colegas que estuvieron presentes ahí en tu consa-
gración, no es que, olvidando las antiguas costumbres, bus-
cáramos novedades: pues era suficiente que tú, escritas unas
líneas, anunciases que eras obispo, si no existiera un partido
contrario discrepante, que con sus invenciones difamatorias
y calumniosas turbara los sentimientos e intranquilizara el
espíritu de muchos de los colegas y hermanos. Para acallar
el asunto hemos considerado necesario que quedara firme y
sólidamente manifiesta la autoridad de nuestros colegas que
nos escriben desde ahí. Ellos, dando en sus cartas el testi-
monio correspondiente a tu conducta de vida y a tu disciplina,
privaron a la vez a los émulos y a los que gustan de noveda-
des o maldades todo pretexto de discusión y discrepancia; y
conforme a nuestro deseo, racionalmente sopesado, las men-
tes de nuestros hermanos que fluctuaban entre dudas acep-
taron sincera y firmemente tu elección para el episcopado.
En esto sobre todo, hermano carísimo, trabajamos y debe-
mos trabajar a fin de obtener, en la medida de nuestras ftier-
zas, la unidad transmitida por el Señor y por medio de los
apóstoles a nosotros que somos sus sucesores, y de congre-
gar en la Iglesia, en cuanto de nosotros depende, a las ove-
jas que balan extraviadas, a las que la facción obstinada de
algunos y su tentación herética trata de separar de su madre,
quedándose sólo fiiera los que, empecinados en su obstina-
ción o en su furor, no quisieron volver a nuestro lado; ellos
habrán de dar cuenta al Señor de la separación y cisma que
han promovido y del abandono de la Iglesia.

Por lo que respecta aquí entre nosotros al presbiterio de
algimos y al asunto de Felicísimo, nuestros colegas te han
enviado una carta, suscrita de su puño y letra^^^, para que
puedas saber qué ha pasado aquí; por sus cartas conocerás
cuál es su opinión y qué han decidido una vez que los han
escuchado. Harás mejor, hermano, si mandas también que
sean leídas ahí por los hermanos copias de la carta que, por
el afecto que nos profesamos, te he enviado hace poco por
medio de nuestros colegas Caldonio y Fortunato para que la
leyeras, y que yo había dirigido al clero de aquí y al pueblo
en relación con el problema de Felicísimo y su presbiterio,
para que den cuenta del orden y del proceso de los hechos,
de forma que tanto aquí como ahí la comimidad íratema sea
informada acerca de todo por medio de nosotros. He hecho
llegar igualmente ahora copias de las mismas cartas por me-
dio del subdiácono Metió, enviado por mí, y por el acólito
Nicéforo. Te deseo, hermano carísimo, que sigas bien.




46

Cipriano a Máximo y Nicóstrato y demás confesores

Reprocha y condena a los ilustres destinatarios por su adhe-
sión al cisma de Novaciano.

Cipriano saluda a Máximo y Nicóstrato y demás confe-
sores^".

Ya que habéis sabido frecuentemente, carísimos, por el
contenido de mis cartas no sólo el honor que he prestado


(No se conserva.
La 41 y la 43.
Todos éstos estaban separados de la unidad de la Iglesia por las seducciones de Novaciano y de Novato. Nicóstrato, del que se ocupan como de un enemigo funesto Comelio la carta 50 y Cipriano en la carta 52, no se convirtió.
La 28 y la 37 y, probablemente, alguna otra perdida.)



en mis conversaciones a vuestra confesión sino también mi
afecto a toda la comunidad fraterna, os ruego también que
aceptéis con confianza esta carta que os escribo mirando
sencilla y lealmente por vosotros así como por vuestra ac-
tuación y reputación. Pues me molesta y entristece y me
deja el corazón oprimido y casi abatido una pesadumbre
intolerable, al saber que habéis consentido ahí, en contra de
lo dispuesto, contra la ley evangélica y contra la unidad de
la Iglesia católica, que se nombrase otro obispo, es decir,
algo que ni es lícito ni puede hacerse, que se instituya otra
Iglesia, que se descoyunten los miembros de Cristo, que el
ahna y cuerpo del único rebaño del Señor se escindiese por
culpa de la rivalidad. Os ruego que al menos entre vosotros
no continúe este cisma ilícito de nuestra comunidad frater-
na, sino que, acordándoos de vuestra confesión y de la tra-
dición divina, volváis a la madre de la cual nacisteis, de la
cual partisteis hacia la gloria de vuestra confesión para gozo
de esa misma madre.

Y no creáis que así os hacéis defensores del evangelio
de Cristo, separándoos a vosotros mismos del rebaño de
Cristo y de su paz y concordia, porque a unos soldados glo-
riosos y fieles les corresponde más quedarse dentro de su
campamento familiar y, manteniéndose en el interior, estu-
diar y ordenar los asuntos que han de ser tratados en común.
Ahora bien, como nuestra unanimidad y concordia no debe
en caso alguno escindirse, al no poder nosotros abandonar
la Iglesia y salimos de ella para juntamos a vosotros, os
pedimos y rogamos con el mayor encarecimiento que po-
demos que volváis más bien vosotros a la madre Iglesia y a
la comunidad con vuestros hermanos. Os deseo, carísimos
hermanos, que sigáis bien.



47

Cipriano a Cornelio

Breve carta que refleja la delicadeza de Cipriano para con el
obispo de Roma, Cornelio. Le notifica, tratando de evitar malos
entendidos, que ha amonestado a los de esa ciudad que, seducidos por Novaciano y Novato, se apartaron de la Iglesia.

Cipriano saluda a su hermano Comelio.

He creído un deber religioso para contigo, carísimo her-
mano, escribir una breve carta a los confesores que hay ahí^^^,
los cuales, seducidos por la obstinación y perversidad de No-
vaciano y Novato se han alejado de la Iglesia, a fm de apre-
miarles para que, por el mutuo afecto que nos tenemos, vuel-
van al regazo de su madre, es decir, a la Iglesia católica.
Mandé primero que te leyese esta carta el subdiácono Metió,
para que nadie supusiera que yo había escrito algo diferente de
lo que hay escrito en realidad. Pero encomendé al mismo Me-
tió, que va enviado hacia ti de mi parte, que actúe a tu arbitrio, y si crees que esta carta se ha de entregar a los confesores, que la entregue. Te deseo, carísmio hermano, que sigas bien.



48

Cipriano a Comelio

En esta carta, de gran interés para la historia del cisma de Novaciano, da Cipriano explicaciones al papa Comelio, el cual se ha quejado de que las cartas procedentes de la colonia de Hadrumeto, en África, vayan dirigidas al clero de Roma y no a él. Señala a la Iglesia de Roma como matrix et radix ecclesiae catholicae,


Cipriano saluda a su hermano Comelio.

1 He leído, carísimo hermano, la carta que me enviaste
por medio de nuestro compañero presbítero, Primitivo, en la
cual he advertido que estás molesto porque, siendo así que
antes las cartas procedentes de la colonia de Hadrumeto^
se te dirigían a ti en nombre de Policarpo^^ desde que fui-
mos a aquel lugar Liberal y yo, comenzaron a dirigirse las
cartas que iban allí a los presbíteros y a los diáconos.

2 Queremos que sepas y tengas por cierto que no hemos
obrado así por ligereza alguna ni menosprecio. Mas, como
muchos colegas, que nos habíamos reunido, decidimos que,
enviados a ti como delegados nuestros coepíscopos Caldo-
nio y Fortunato ^'^^j todo quedase entretanto como estaba has-
ta que regresasen dichos colegas nuestros, una vez restable-
cida ahí la paz o esclarecida la verdad, resulta que los
presbíteros y diáconos de Hadrumeto, al estar ausente nues-
tro coepíscopo Policarpo, ignoraban lo que nosotros en co-

2 mún habíamos decidido. Pero en cuanto nosotros nos hici-
mos presentes, conocida nuestra determinación, también
ellos comenzaron a practicar lo que los demás, para no dis-
crepar en nada del acuerdo de las Iglesias de aquí.

3 Sin embargo algunos perturban a veces con lo que dicen
las mentes y los ánimos, contando algunas noticias que no
se ajustan a la realidad. Pues nosotros, dando explicaciones

(Colonia del África proconsular, cerca del Mediterráneo, a unos 100 Km de Cartago.
Fue obispo de Hadrumeto, y tanto él como Liberal son dos de ios
que, con Cipriano, figuran como autores de las cartas 44, 57 y 70.
Ver la carta 45.)


a todos los que se embarcaban, para que hiciesen el viaje sin
ningún motivo de escándalo, podemos asegurar que füeron
exhortados para que reconociesen y acatasen a la que es
matriz y raíz de la Iglesia catóUca. Mas, como nuestra pro- 2
vincia es tan extensa — tiene también unidas a sí a Numidia
y Mauritania^"*^ — , para que el cisma consumado en Roma
no perturbase con opiniones inciertas los ánimos de los que
viven alejados, bien seguros ya de la verdad de los aconte-
cimientos, conseguida ima garantía mejor en orden a com-
probar tu consagración y, finalmente, disipada toda inquie-
tud de cada uno de sus corazones, los obispos determinaron
que se mandasen cartas absolutamente a todos los residentes
en esos países, como se está haciendo, para que todos nues-
tros colegas aceptasen firmemente y mantuviesen la fe en tu
persona y la participación contigo, es decir, la unidad de la
Iglesia católica a la vez que su caridad cristiana. Y nos ale-
gramos de que así se haya cumplido con la ayuda de Dios, y
de que providencialmente nuestro deseo haya prosperado.

Así pues quedan, ahora bien fundadas con absoluta cía- 4
ridad y con prueba evidente e irrefiitable, la legitimidad y
autoridad de tu episcopado, para que se reconozca por todos
a través de los escritos de nuestros colegas que nos escribie-
ron de ahí y por la relación y los testimonios de los coepís-
copos Pompeyo y Esteban, Caldonio y Fortunato, el origen
indudable y la razón legítima de tu consagración, y también
tu insigne inocencia. A fin de que distribuyamos constante y 2
firmemente esta doctrina al lado de los demás colegas nues-
tros y la mantengamos con estrecha unanimidad de la Igle-
sia católica, la gracia divina hará que el Señor, que se digna

(Numidia estaba entre Libia, Mauritania y el mar Mediterráneo; había dos Mauritanias: la CUesariensis, que tenía por capital la ciudad que hoy es Alger, y la Tingitana con capital en Tingi, hoy Tánger. Ambas Mauritanias y toda Numidia reconocían la primacía del obispo de Cartago.)



elegir y constituir a sus sacerdotes en su Iglesia, los proteja
también con su voluntad y su ayuda una vez elegidos y
constituidos, inspirándoles, como si los dirigiera, y dándoles
fuerza para frenar la contumacia de los malos, y clemencia
para fomentar el arrepentimiento de los caídos. Te deseo,
carísimo hermano, que sigas bien.



49

Cornelio a Cipriano

El obispo de Roma Cornelio en una carta que rezuma alegría
hace saber al de Cartago que un grupo de cismáticos representativos han vuelto con sincera voluntad a la Iglesia de Roma. Hacia el ñnal de la carta se manifiesta la praxis de la Iglesia de mitad del siglo III en cuestiones importantes y la manera de actuar con los que piden la reconciliación.

Cornelio saluda a su hermano Cipriano.

Cuanta fue la preocupación y angustia que tuvimos por
estos confesores que habían sido sorprendidos y casi enga-
ñados y alejados de la Iglesia, por el engaño y malicia de un
hombre astuto y artero otra tanta fue la alegría que ex-
perimentamos, — y por ello damos gracias a Dios todopode-
roso y a Cristo Señor nuestro — cuando, reconocido su error
y descubierta la astucia venenosa como de serpiente de im
hombre maligno, volvieron con voluntad sincera a la Igle-
sia, de donde se habían separado, como ellos confiesan de
todo corazón. En primer lugar, por cierto, hermanos nues-
tros de fe probada, amantes de la paz y deseosos de la uni-
dad, nos anunciaban que se había ablandado el orgullo de
ellos. Sin embargo la palabra que se nos daba no era sufi-
ciente para hacemos creer sin más que de repente ellos se
habían transformado. Después los confesores Urbano y Si- 3
donio vinieron a nuestros compañeros sacerdotes, diciendo
que el confesor y presbítero Máximo y Macario también de-
seaban volver a la Iglesia con ellos ^"^^ Pero como habían
precedido, dispuestos por éstos, muchos hechos, que tú co-
nociste también por medio de nuestros coepíscopos y por
medio de mi carta, para no darles crédito incautamente, pa-
reció conveniente oír de su propia boca^^^ y confesión lo
que habían dado a conocer a través de los enviados. Como 4
hubiesen venido y los presbíteros les exigieran cuenta de su
conducta, al fin, «como habían sido enviadas por todas las
Iglesias abundantes cartas llenas de calumnias e infamias en
su nombre, las cuales habían perturbado a casi todas las
Iglesias», afirmaron que habían sido engañados y que ni
sabían el contenido de tales cartas; que tan sólo las habían
firmado; que habían cometido esa falta engañados por la
astucia de aquéP"^^; así mismo «que habían sido promotores
de cisma y herejía al permitir que se le impusieran las ma-
nos como para el episcopado»; ellos, habiéndoseles echado
en cara estos y otros hechos de su conducta, supUcaron que
se aboliesen y se borrasen de la memoria.

Cuando se me hubo contado todo lo acontecido, creí i
oportuno reunir el presbiterio. Estuvieron presentes también
cinco obispos, que aquel día estaban allí, para que, reforza-
do el consejo, se decidiera con el consentimiento de todos



(Son los cuatro confesores que en la carta 53 comunican a san Cipriano su retomo del cisma. Este Máximo es distinto de aquel otro cismático mencionado en la carta 59)


qué se debía hacer respecto a la persona de ésos. Y para que
conozcas el pensamiento de todos y el parecer de cada uno,
hemos tenido a bien hacer llegar a tu conocimiento nuestras

2 propuestas: las leerás al pie de esta carta ^"^^ Hecho esto, se personaron ante el presbiterio Máximo, Urbano, Sidonio y
varios hermanos más que se les habían agregado, rogando
con las más fervientes súplicas que se olvidasen todos los
hechos anteriores; que no se hablase nunca más de ello, co-
mo si nada hubiese sido nunca dicho ni hecho; que, perdo-
nadas recíprocamente todas las ofensas, pudiesen presentar
a Dios un corazón limpio y puro, siguiendo la palabra evan-
gélica cuando dice: «Que son dichosos los limpios de cora-

3 zón porque ellos verán a Dios»^"^^. Como era natural, todo
esto debía notificarse al pueblo, para que viesen restableci-
dos en la Iglesia a los que durante tanto tiempo habían visto
con dolor errantes y vagabundos. Conocida su determina-
ción, hubo una gran concurrencia de hermanos. Todos a una
voz daban gracias a Dios, expresando la alegría del corazón
con lágrimas, abrazándolos como si hubiesen sido liberados

4 de la cárcel en este día. Y para decirlo con sus propias palabras, «Nosotros sabemos — afirmaban — que Comelio ha
sido elegido obispo de la santísima Iglesia católica por Dios
omnipotente y Cristo Señor nuestro; confesamos nuestro
error; hemos sido víctimas de una impostura; hemos sido
engañados por la perfidia y por la palabrería capciosa. Pues,
si bien parecía que teníamos cierta comunión con un hom-
bre cismático y hereje, nuestro corazón siempre estuvo en la
Iglesia. Y no ignoramos, por tanto, que hay un solo Dios y
que es un solo Cristo el Señor a quien reconocemos; que
hay un solo Espíritu Santo, que debe haber un solo obispo
Papa en la Iglesia católica» Ante esta profesión suya, 5
¿quién no se moveria a pensar que, una vez restablecidos en
la Iglesia, confirmarían lo que habían reconocido ante el po-
der secular? Por lo cual ordenamos que Máximo recuperase
su propio lugar. En relación con los demás, con el acuerdo
unánime del pueblo, hemos dejado todo lo que antes suce-
dió al juicio de Dios omnipotente, a cuyo poder está reser-
vado todo.

Por consiguiente, carísimo hermano, a la misma hora y 3
en el mismo momento te hemos transmitido a ti por carta to-
dos estos hechos, y he enviado al instante con destino a ésa
al acólito Nicéforo, que bajaba a toda prisa a embarcarse,
para que sin ninguna tardanza dieses gracias a Dios onmipo-
tente y a Cristo Señor nuestro junto con nosotros, como si
hubieses estado presente en esta asamblea del clero y del
pueblo. Creemos, más aún, tenemos la firme esperanza de i
que los demás que están en este error volverán pronto a la
Iglesia, al ver que sus jefes están con nosotros. Entiendo, 3
carisimo hermano, que debes enviar esta carta a las otras
Iglesias, para que todos se enteren de que el engaño y la
prevaricación de este cismático y hereje van perdiendo pro-
sélitos de día en día. Consérvate bien, hermano queridísimo.



50

Comelio a Cipriano

Son interesantes, tanto para el estudio del cisma como para la
historia de la Iglesia del siglo ra los datos que esta carta aporta en relación con los partidarios más significativos del hereje Novaciano.
Hemos traducido obispo Papa porque parece claro que se refiere al obispo de Roma, que excluye la coexistencia del cismático Novaciano.


Comelio saluda a su hermano Cipriano.

1 Para que no falte nada malo al castigo futuro de este
hombre malvado^^^ después de haber sido abatido por el
poder de Dios cuando Máximo, Longino y Maqueo fueron
desterrados de ahí, otra vez ha erguido su cabeza; y, tal co-
mo te indiqué en mi carta anterior enviada por medio del
confesor Augendo, pienso que Nicóstrato, Novato, Evaristo,
Primo y Dionisio ya han llegado hasta ahí. Cuídese, pues,
de que se sepa entre todos nuestros coepíscopos y herma-

2 nos: Que Nicóstrato, acusado de muchos crimenes, no sólo
defraudó y robó a su patrona de este mundo, cuyos negocios
gestionó, sino que también se apoderó de gran parte de los
depósitos de la Iglesia, lo cual le está reservado para su cas-
tigo futuro; que Evaristo, que fue el promotor del cisma, ha
sido nombrado obispo en el lugar de Zeto, convirtiéndose
en su sucesor entre la gente a la cual antes éste había gober-
nado. Novato se ha distinguido aquí por su perversidad e in-
saciable avaricia, tal cual siempre se comportó ahí entre vos-
otros: ¡para que conozcas qué guías y protectores lleva siem-
pre a su lado este cismático y hereje! Manténte bien, carísi-
mo hermano.

(Se refiere a Novaciano, )



51

Cipriano a Cometió

El obispo de Cartago se une al gozo de la Iglesia de Roma por-
que han vuelto al seno de la Iglesia católica esos personajes significativos, a los que alude Comelio en la carta 49.






Cipriano saluda a su hermano Comelio.

Declaramos, queridísimo hermano, que hemos dado y se-
guimos dando sin cesar muchísimas gracias a Dios Padre
omnipotente y a su Cristo, Señor y Dios, salvador nuestro,
porque su Iglesia se ve tan divinamente protegida que su uni-
dad y santidad no se ve violada ni continua ni totalmente por
la obstinación de la perfidia y perversidad de los herejes. Pues
leímos vuestra carta^^^ y con alegria hemos hecho nuestro el
gozo iimienso de todos porque el presbítero Máximo y los
confesores Urbano juntamente con Sidonio y Macario hayan
regresado a la Iglesia catóUca; es decir que, una vez rechaza-
do el error y abandonado su apasionamiento cismático, más
aún, herético, se han reincorporado con fiel cordura al hogar
de la unidad y de la verdad, para retomar gloriosos al lugar de
donde habían salido para conseguir la gloria de la confesión,
no fuera que quienes habían confesado a Cristo, abandonasen
después el campamento de Cristo, y sucxunbiesen en su fide-
Udad al amor y a la unidad quienes no habían sido vencidos
en fortaleza y constancia. He ahí incólume e inmaculada la
integridad de su gloria; he ahí incorrupta y firme la dignidad
de los confesores: haberse separado de los desertores y prófu-
gos, haber abandonado a los traidores de la fe e impugnadores
de la Iglesia católica. Con toda razón, al reincorporarse, los
han recibido con sumo gozo, como nos escribís, el clero, el
pueblo, la comunidad toda, porque cada uno se considera
compañero y participante de la gloria de los confesores que
conservan su gloria y que retoman a la unidad.

Podemos estimar el júbilo de este día por nuestros propios
sentimientos. Pues, si aquí se alegró todo el grupo de herma-
nos al recibir la carta que nos enviasteis sobre su confesión y
recibió con sumo gozo esta nueva por la que todos se feli-
citaban, ¿qué habrá sucedido ahí, donde ios mismos aconteci-
mientos y el alborozo que nos invade surgían a la vista de to-
dos? En efecto, si el Señor dice en su evangelio que hay gran
gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente ¿cuánto
mayor será la alegría, lo mismo en la tierra que en el cielo,
por los confesores que regresan a la Iglesia de Dios con su
gloria y sus méritos, y señalando a los demás el camino de
retomo con la seguridad y el testimonio de su buen ejemplo?
2 Pues aquí el error había inducido a algunos hermanos nues-
tros a imaginarse que seguían en la comunión de los confeso-
res. Subsanado su error, la luz se ha difiindido en los corazo-
nes de todos, y se ha demostrado que la Iglesia católica es una
y que no puede escindirse ni dividirse. Ni podrá ya nadie ser
fácilmente engañado por la locuacidad de un loco cismático,
cuando se ha probado que los buenos y gloriosos soldados de
Cristo no han podido ser retenidos largo tiempo fuera de la
Iglesia por medio de la mentira y perfidia ajena. Te deseo,
carísimo hermano, que sigas bien.



52

Cipriano a Cornelio

Comenta Cipriano las maldades y crímenes perpetrados por el
cismático Novato en África; persiste, pues, en la Iglesia la preocupación por el cisma.

Cipriano saluda a su hermano Cornelio.

Has actuado con diligencia y con amor, carísimo herma-
no, al enviamos enseguida al acólito Nicéforo a fin de que
nos comunicase la gloriosa alegría por el regreso de los con-
fesores y nos instruyese cumplidamente sobre las nuevas y
perniciosas estratagemas de Novaciano y de Novato en sus
ataques a la Iglesia de Cristo. En efecto, habiendo llegado
aquí la víspera la fimesta facción de la maldita herejía^^^,
perdida ya ella y dispuesta a perder a otros que se le adhirie-
ren, fue al día siguiente cuando se presentó Nicéforo con
vuestra carta, por la que hemos sabido y en vista de cuyo
contenido hemos comenzado a informar e instruir a todos
los demás: Evaristo, de obispo que era, ahora ya no se ha
quedado ni en laico; desterrado de su sede y de su pueblo, y
expulsado de la Iglesia de Cristo, vagabundea por otras
provincias lejanas; y, convertido él mismo en náufirago de la
verdad y de la fe, trata de llevar al mismo naufi*agio a otros
que son como él; tambiéniNicóstrato, dejado su santo oficio
de diácono, substraídos con fraude sacrilego los dineros de
la Iglesia y denegada su consignación a las viudas y huérfa-
nos, lo que quiso no fue tanto venir a África como huir de
ahí, de Roma, aguijoneado por la conciencia de sus rapiñas
y crímenes nefandos. Y ahora, desertor y prófugo de la Igle-
sia, como si cambiar de región significara haber cambiado
de personalidad, siguejactándose de ser confesor, y confe-
sor se proclama cuando no puede llamarse ni ser ya confe-
sor quien ha renegado de Cristo. Pues al afirmar el apóstol
Pablo: «Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y
serán dos en una sola carne; este misterio es grande, aunque
yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia» al afirmar esto — di-
go yo — el bienaventurado Apóstol, y atestiguar a la vez
con su santa palabra la unión que fusiona con lazos indiso-
lubles a Cristo y la Iglesia, ¿cómo puede estar con Cristo



(Eran Nicóstrato, Novato, Evaristo, Primo y Dionisio, nombractos en la carta 50. Del mensajero Nicéforo habla san Cornelio en la epístola 49. )



quien no está con la esposa de Cristo y en su Iglesia?, o
¿cómo se encarga de regir y gobernar la Iglesia quien robó y
despojó a la Iglesia de Cristo?

Respecto a Novato no se nos debía haber dado ningima
noticia desde ahí, cuando más bien debemos ser nosotros
quienes os demos a conocer a im Novato ávido siempre de
novedades, enloquecido por la rapacidad de una avaricia in-
saciable, mal conocido en su arrogancia y en los fines que
persigue, hinchado por la locura de una vana soberbia,
siempre condenado por la voz unánime de los sacerdotes
como un hereje y un pérfido; siempre curioso con tal de po-
der traicionar, adulador con miras a engañar, nimca fiel en
el afecto, tea y fuego para encender las llamas de la sedi-
ción, torbellino de tempestad para provocar naufragios en la
fe, enemigo de la paz, adversario de la tranquilidad, hostil a
todo reposo. En fin, al irse Novato de entre vosotros, es de-
cir, al desaparecer la tempestad y sus remolinos, volvió ahí
en parte la tranquilidad, y los confesores gloriosos y buenos,
que por su instigación se habían separado de la Iglesia,
volvieron a ella tan pronto como él salió de Roma^^. Es el
mismo Novato que sembró antes entre nosotros el incendio
de la discordia, el que separó aquí del obispo a algunos de
los hermanos, el que durante la misma persecución fiie para
nosotros como una segunda persecución para perturbar los
espíritus de los hermanos. Es el mismo que, por su afán de
intriga y su ambición hizo diácono a su satélite Felicísimo,
sin permitirlo ni saberlo yo, el mismo que, navegando con
todos sus secuaces para demoler también la Iglesia de Ro-
ma, urdió allí semejantes, idénticos proyectos, separando
del clero a una parte de los fieles y rompiendo la concordia



(Se refiere a Máximo y a los otros conversos mencionados en la
carta 44.)


de los hermanos que tan unidos vivían y tanto se amaban
entre sí. Está claro, como por su grandeza Roma ha de pre-
ceder a Cartago, también fueron mayores y más graves las
maldades que allí cometió. El que aquí había hecho un diá-
cono contra la Iglesia, ahí ha hecho un obispo. Y no hay que 4
sorprenderse de esto en tales personas. Los malos son arras-
trados siempre como enloquecidos por la propia locura y,
después de cometer los crimenes, se sienten atormentados
por la misma conciencia de su propia maldad. No es posible
que permanezcan en la Iglesia de Dios los que no se han
mantenido en la disciplina de Dios y de la Iglesia ni por su
proceder ni por sus costumbres pacíficas. Los huérfanos a 5
quienes despojó, las viudas a las que defraudó, hasta el di-
nero que negó a la Iglesia reclaman que sufra él los mismos
suplicios que vemos sufrir a otros por culpa de su loca he-
rejía. Los reclama también su padre muerto de hambre en el
campo y no sepultado por él después de muerto, el vientre
de su mujer golpeado de un puntapié que provocó el aborto
y convirtió el parto en parricidio. Y ahora se atreve a con-
denar las manos de los que sacrifican, siendo él más culpa-
ble por sus pies que mataron al hijo que iba a nacer.

Ya hace tiempo que le daba miedo esta conciencia de 3
sus crímenes. Por eso estaba seguro no sólo de que sería
desposeído del presbiterado sino incluso de que sería ex-
cluido de la comunión de los fieles, y estaba muy cerca el
día del proceso, que los hermanos reclamaban, en el cual se
fallaría en nuestro tribunal su causa, de no haber llegado
antes la persecución. Él, acogiéndola con el deseo de evadir
y ahorrarse la condena, enfrentó y trastocó todo este proce-
dimiento, de modo que, quien debía ser expulsado y exclui-
do de la Iglesia, con su separación voluntaria se adelantó al
juicio de los sacerdotes, como si el haber prevenido la sen-
tencia fiiera haberse escapado de la pena.
4 En cuanto a los otros hermanos, a la vez que lamen-
tamos que hayan sido engañados por él, intentamos que hu-
yan del trato pernicioso con este bribón, que escapen de las
trampas mortales del tentador, que vuelvan a la Iglesia de la
que él mereció ser expulsado por voluntad de Dios: tenemos
la confianza de que éstos, si el Señor en su misericordia les

2 ayuda, pueden volver. No puede sucumbir más que aquel de
quien consta que ha de sucumbir, pues dice el Señor en su
Evangelio: «Toda planta que no ha plantado mi Padre celes-
tial será arrancada» Sólo el que no ha sido plantado se-
gún los preceptos y enseñanzas de Dios Padre podrá apar-
tarse de la Iglesia, sólo él podrá permanecer en su locura
con los cismáticos y los herejes, abandonando a los obispos.
A los otros los reunirá con nosotros la misericordia de Dios
Padre, la indulgencia de Cristo nuestro Señor y nuestra pa-
ciencia. Deseo, hermano queridísimo, que te conserves siem-
pre en buena salud.



53

Máximo a Cipriano

Refleja esta breve carta las relaciones intereclesiales entre Roma y Cartago. Cuatro confesores cismáticos conversos notifican a Cipriano la reconciliación con su obispo Comelio de Roma.


Máximo, Urbano, Sidonio y Macario saludan a su
hermano Cipriano.

Estamos seguros, queridísimo hermano, de que te ale-
grarás tanto como nosotros porque, después de reflexionar


(Son los confesores mencionados en las cartas 49 y 51)


atendiendo por encima de todo al interés de la Iglesia y a la
paz, dejando aparte y al juicio de Dios todo lo demás, nos
hemos reconciliado con nuestro obispo Comelio y con todo
el clero. Pensamos que debías saber con toda certeza por
esta carta nuestra que esto se ha realizado con alegría de to-
da la Iglesia y con la buena acogida de todos. Rogamos,
hermano queridísimo, que goces de buena salud por muchos
años.



54

Cipriano a Máximo

Satisfacción y alegría sincera rezuma cada uno de los párrafos
de esta carta con la que trata de alentar a los cuatro remitentes de la carta anterior, recién retomados a la Iglesia. Les exhorta a la adhesión a la Iglesia mediante la lectura de su tratado sobre este tema.

Cipriano saluda al presbítero Máximo y a los hermanos
Urbano, Sidonio y Macario.

Os confieso, hermanos queridísimos, que al leer la car- 1
ta^^^ que me habéis escrito acerca de vuestro retomo a la
paz de la Iglesia y de vuestra reconciliación con los herma-
nos, he experimentado xm gozo tan intenso como el que ex-
perimenté cuando supe de vuestra gloriosa confesión y cuan-
do, congratulándome por ello, recibí noticias de vuestro
triunfo en la milicia celestial y espiritual. Porque ésta es una 2
nueva confesión de vuestra fe y de vuestros méritos: reco-
nocer que hay una sola Iglesia y renunciar a toda clase de
participación en el error, o mejor dicho, en la maldad de los

Otros, y volver al mismo campamento de donde habíais sa-
lido, desde el cual os habíais lanzado, llenos de valentía, a
dar la batalla y a batir al enemigo. Pues era necesario traer
del campo de batalla los trofeos al mismo sitio de donde se
habían sacado las armas para combatir, no viniera a suceder
que aquellos mismos a los que Cristo había preparado para
la gloria, la Iglesia de Cristo no los poseyese una vez glori-

3 ficados. Vosotros habéis conservado la línea de conducta
conveniente a vuestra fe y la ley de la caridad y la concordia
indisolubles según la paz que nos dio el Señor, y habéis en-
señado a los demás con vuestro ejemplo el camino del amor
y de la paz, de manera que la verdad de la Iglesia, y la uni-
dad del Evangelio y del sacramento, que nosotros profesá-
bamos, se han reforzado además con el lazo de vuestra ad-
hesión, y así los confesores de Cristo que fueron gloriosos
modelos de audacia y de dignidad no se han convertido en
maestros del error.

2 Los demás sabrán cuánto os felicitan y qué íntima satis-
facción experimentan; yo de mí sé deciros que os felicito
cumplidamente y que me alegro más que nadie por vuestro
retomo a la paz y por vuestra caridad. Os tengo que decir
con toda sencillez lo que pasaba en mi corazón. Sentía mi
vivo dolor, una grave angustia porque no podía comunicar

2 con los que había empezado a amar. Cuando al salir de la
prisión caísteis en el cisma y en la herejía, era como si vues-
tra gloria se hubiese quedado allí encarcelada. Parecía que
vuestro glorioso renombre se había quedado allí, puesto que
no volvían a la Iglesia los soldados de Cristo desde la pri-
sión, en donde antes habían entrado acompañados por los
elogios y felicitación de la Iglesia.

3 Si bien parece que en la Iglesia hay cizaña, no por eso
nuestra fe y nuestra caridad han de verse obstaculizadas, de
modo que, porque vemos que hay cizaña en la Iglesia, nos
separemos de ella. Nosotros solamente hemos de procurar
ser buen grano, para que al ser recogido el grano en los gra-
neros del Señor, consigamos el fruto de nuestras obras y tra-
bajos. Dice el Apóstol en su epístola: «En una casa grande
no hay sólo vasos de oro y de plata, sino también de madera
y de barro, y irnos son para usos honoríficos y otros para
usos vulgares» Procuremos nosotros e intentemos, en la
medida de lo posible, ser vasos de oro o de plata. Por lo de-
más, sólo al Señor le corresponde romper los vasos de barro,
porque solamente a Él se le ba dado la vara de hierro El i
esclavo no puede ser más que su señor ni tiene nadie de-
recho a atribuirse lo que el Padre sólo concedió a su Hijo
creyéndose que ya puede manejar la pala en la era para aven-
tar y limpiar el grano, o para separar toda la cizaña del gra-
no por simple criterio humano. Eso es una pretensión sober-
bia, una presunción sacrilega propia sólo de una desaforada
locura. Y siempre aquellos que se arrogan más facultades 3
que las que señala ima justicia moderada, perecen saliendo
de la Iglesia y en tanto que se ensoberbecen insolentemente,
cegados por su propia soberbia pierden la luz dé la verdad.
Por eso nosotros, manteniendo la moderación y mirando la
balanza justiciera del Señor, pensando en la bondad y mise-
ricordia de Dios, después de un estudio largo y concienzudo
en común, hemos determinado con un justo equilibrio lo
que hay que hacer. Todo esto lo podéis conocer con detalle 4
después de leer los opúsculos que yo antes leí aquí y que os
envié en prueba de amor mutuo para que también los leye-
rais. En ellos no faltan para los lapsos ni advertencias de re-
proche ni medicinas eficaces También me he ocupado,
según me ha permitido mi modesto talento, de la unidad de
la Iglesia católica^. Confío en que esta obrita os gustará
cada vez más, ahora que ya la leéis aprobándola y amándo-
la, pues vosotros confirmáis con vuestros hechos las pala-
bras que yo escribí, al volver a la unidad de amor y de paz
de la Iglesia. Os deseo, hermanos carísimos, que sigáis bien
de salud.



55

Cipriano a Antoniano

Larguísima carta en la que san Cipriano sale al paso de las va-
cilaciones de Antoniano, obispo de una región de la Numidia, ante el cisma de Novaciano; le expone detalladamente la elección legítima de Comelio y confronta las virtudes de éste con las maldades de Novaciano.

Cipriano saluda a su hermano Antoniano.

He recibido tu primera carta, hermano queridísimo, fir-
memente concorde con el colegio episcopal y en coherencia
con la Iglesia católica; en ella nos informas de que no estás
en comunión con Novaciano sino que sigues nuestros con-
sejos y te mantienes en total acuerdo con nuestro hermano
de episcopado Comelio. Así mismo escribías que enviara
copia de tu carta a nuestro colega Comelio para que, libre
de toda inquietud, supiera ya que tú estás en comunión con
él, es decir, con la Iglesia católica.

Pero posteriormente llegó otra carta tuya, enviada por
medio de nuestro colega en el sacerdocio Quinto, en la que



(Es el tratado De Catholicae Ecclesiae Unitate.)



he notado que tu espíritu, agitado por las cartas de Novacia-
no, ha comenzado a vacilar. Pues, a pesar de haber fijado
firmemente tu resolución y tu adhesión antes, en esta carta
me pediste que te escribiera qué clase de herejía ha introdu-
cido Novaciano y por qué motivo tiene Comelio comunión
con Trófimo y los thurificati^^\ Si este anhelante deseo te 2
lo inspira tu preocupación por las cosas de la fe y buscas
solícito la solución de una duda, no hay por qué recriminar
la ansiedad de un espíritu preocupado por el temor divino.

Pero como veo que después de la opinión expresada en 3
tu primera carta, has sido perturbado por los escritos de No-
vaciano, te digo en primer lugar, hermano carísimo: que los
hombres graves, una vez fimdamentados sólidamente sobre
piedra firme, no se doblegan, no digo ya por un soplo suave,
sino ni por un vendaval o un ciclón; no sea que su espíritu
se vea agitado a todas horas con dudas e incertidumbres, tanto
por opiniones diversas como por soplos de vientos súbitos,
y cambie de parecer mereciendo cierta reprensión de ligere-
za. Para que ni a ti ni a nadie le produzcan tales efectos las
cartas de Novaciano, te voy a exponer brevemente, herma-
no, tal como me lo has pedido, la relación del hecho. Y en 2
primer lugar, como — según se ve — te sientes desorientado
también por mi manera de actuar, deben justificarse ante ti
mi carácter y mi caso, para evitar que alguien piense que me
he apartado ligeramente de mi propósito, y parezca que,
habiendo propugnado primero en mis comienzos el rigor
evangélico, después me he desviado en mi ánimo de aquella
disciplina y severidad primera hasta creer que se ha de con-
ceder la reconciliación a los que han manchado su concien-
cia con los libelos o han hecho nefandos sacrificios. Ambas



(Los thurificatí eran los que habían apostatado ofineciendo incienso a los ídolos. )


cosas las he hecho no sin haber pesado y sopesado los moti-
vos largo tiempo.

En efecto, estando aún con las armas en las manos, y ha-
llándonos en lo más encendido de la lucha en la prueba glo-
riosa de la persecución, había que excitar las energías de los
combatientes con toda clase de exhortaciones y con la ma-
yor vehemencia y, sobre todo, había que animar el espíritu
de los lapsos algo así como con el toque de trompeta de nues-
tra voz, no sólo para que siguieran el camino de la peniten-
cia entre ruegos y lamentos sino para que, presentándose la
ocasión de reanudar el combate y de recuperar la salud del
ahna, se sintieran espoleados por nuestros gritos al deseo
ardiente de la confesión y a la gloria del martirio. Y cuando
me escribieron los presbíteros y diáconos que había algunos
inmoderados que no hacían más que instar para que se les
admitiera inmediatamente en nuestra comunión, les contesté
con una carta, que aún se conserva en la que añadía: «Si
tanta prisa les corre, tienen en su poder lo que piden, pues el
mismo tiempo les da más de lo que solicitan. La lucha sigue
todavía y todos los días se celebra el combate. Si quienes
fueron culpables están real y decididamente arrepentidos y
tanto puede el calor de su fe, sepan que el que no puede es-
perarse, puede ser coronado». Respecto a lo que se debía re-
solver en el asunto de los lapsos, lo dejé para más adelante,
para cuando, recuperadas la paz y la tranquilidad, permita la
misericordia divina que nos reunamos los obispos: entonces,
comunicándonos y comparando de común acuerdo unos con
otros nuestras opiniones, decidiríamos qué conviene hacer;
y si alguien quisiera temerariamente conceder la comunión
a los lapsos antes de nuestra asamblea y antes de que se es-
tablezca un acuerdo común, seria excomulgado.



(Es la carta 19.)



Todo eso se lo comuniqué con detalle por escrito al cle-
ro de Rom&^^\ que entonces se hallaba aún sin obispo, y a
los confesores, el presbítero Máximo y los demás que esta-
ban en la cárcel y ahora están todos reunidos en la Iglesia
con Comelio^^^ Por su respuesta puedes comprender lo que
yo les decía, pues me contestaron en estos términos ^*^:
«Aunque en un asunto de tanta importancia nos satisface lo
que también tú mismo has determinado: que antes ha de es-
perarse a que haya paz en la Iglesia, y que luego se trate el
problema de los lapsos, previa consulta sobre el parecer de
los obispos, presbíteros, diáconos, confesores y también lai-
cos que se hayan mantenido fieles». Se añadía además — y
esto lo escribía Novaciano, leyendo en voz alta lo que es-
cribía, y lo suscribía el presbítero Moisés, entonces aún sólo
confesor y ahora ya mártir — que se concediese la reconci-
liación a los lapsos enfermos y en peUgro de muerte Es-
tas cartas fueron enviadas por todo el mundo y se divulga-
ron por todas las Iglesias y entre todos los hermanos.

Tal como habíamos decidido antes, cuando, calmada la
persecución, fue posible celebrar reuniones, nos congrega-
mos gran número de obispos a quienes su propia fe y la
protección del Señor habían guardado salvos e incólumes y,
después de examinar largamente las Escrituras en uno y otro
sentido, equilibramos las divergencias con saludable mode-
ración, de modo que ni se negase totalmente a los lapsos la
esperanza de la unión y de la paz, para que no desfallecie-



(Carta 27.
No se sabe bien a qué carta se refiere y, por tanto, dudamos si quie- re decir que estos confesores han vuelto a Roma porque han salido de la cárcel o han regresado a la fe abandonando la herejía o la apostasía.
En la carta 30, 5, 3.
^'^^ En la ya mencionada carta 30.
Alude aquí al concilio de la primavera del 251)



sen aún más por la desesperación y, al cerrárseles la vuelta a
la Iglesia, se diesen a una vida de paganos siguiendo el es-
píritu del siglo; ni por otra parte se faltase a la severidad
evangélica concediéndoles temerariamente una rápida co-
munión, sino que se alargase la penitencia y se invocase con
dolor el perdón del Padre y se considerasen las causas, las
intenciones y las circunstancias de cada uno de ellos, como
consta en el opúsculo que confío habrás recibido, donde
están escritos todos los puntos capitales de las resoluciones.
Y por si parecía que no bastaba con el número de obispos
que hay en África, escribimos también sobre eso a Roma, a
nuestro colega Comelio ^^\ y él, asimismo, después de reu-
nir un concilio con muchos obispos, con la misma seriedad
y cuidado, vino a concordar con nuestra manera de pensar.

Era necesario ahora que te escribiese sobre esto, para
que te conste que no he hecho nada, a la ligera, sino que, tal
como decía en mis cartas anteriores, lo he aplazado todo
hasta saber la decisión común de nuestro concilio y que con
anterioridad no he participado con ninguno de ios lapsos,
puesto que éstos todavía tenían la ocasión de obtener no
sólo el perdón sino incluso la corona del martirio. Pero des-
pués, tal como exigía la concordia entre los miembros de la
asamblea y la necesidad de reunir a los hermanos y de curar
sus heridas, me rendí a las circunstancias y creí que se debía
atender a la salvación de muchos, y ahora no me aparto de
aquello en lo que habíamos convenido de común acuerdo en
nuestro concilio, a pesar de los gritos de muchos y de las
mentiras que se lanzan por todas partes, salidas de la boca
del diablo, contra los obispos para romper la concordia de la


(Puede referirse al tratado De lapsis; si no es así, el opúsculo en cuestión se ha perdido.
Esta carta la menciona Eusebio de Cesárea en su Historia Ecle-
siástica (6, 43, 3). )



unidad católica. Pero, en cuanto a ti, es necesario que, como 3
buen hermano y como obispo unido a tus colegas, no escu-
ches con facilidad lo que dicen los malignos y los apóstatas,
sino que, partiendo del examen de nuestra conducta y nues-
tras enseñanzas, te pongas a considerar qué es lo que hacen
tus colegas, hombres moderados y serios.

Ahora paso ya, queridísimo hermano, a tratar de la per- 8
sona de nuestro colega Comelio, para que a nuestro lado lo
conozcas mejor, no por las mentiras de los malignos y difa-
madores sino por el juicio de Dios, que le ha hecho obispo, y
por el testimonio de los hermanos de episcopado, todos los
cuales en todo el mundo concuerdan con absoluta imanimi-
dad. Pues la mejor recomendación de nuestro carísimo her- i
mano Comelio delante de Dios, de Cristo, de su Iglesia, así
como delante de todos los hermanos de sacerdocio, es que no
ha ascendido súbitamente al episcopado, sino que, después
de haber sido promovido a todos los oficios eclesiásticos y
de haberse hecho muchas veces digno de Dios en la adminis-
tración de las cosas divinas, llegó a la sublime cima del sa-
cerdocio por todos los grados de la jerarquía religiosa. Ade- 3
más él, ni pretendió el episcopado, ni lo quiso, ni lo asaltó
como hicieron otros hinchados por su arrogancia y soberbia,
sino que, al contrario, pacífico y modesto — como suelen ser
siempre aquellos a los que Dios elige para esta dignidad — ,
llevado de su moderación pudorosa como de virgen, de su
humildad ingénita y de la modestia que siempre ha guarda-
do, no hizo fiierza, como algunos otros, para ser obispo, sino
que se la tuvieron que hacer a él para que a la fiierza reci-
biera el episcopado. Y fiie elegido obispo por un gran núme- 4
ro de colegas nuestros que entonces estaban en Roma^^"* y



(^'^^ Estos obispos fueron dieciséis, y cuatro de ellos africanos: Pompeyo, Esteban, Caldonio y Fortunato.)



que nos han escrito acerca de su ordenación cartas en su ho-
nor y alabanza y notables por el testimonio elogioso que
dan de él. Ha sido elegido Comelio por voluntad de Dios y
de su Cristo, por el parecer de casi todos los clérigos, por el
voto del pueblo entonces presente y por la asamblea de los
obispos venerables y de los hombres de bien, no habiendo
sido nadie elegido antes que él, cuando la sede de Fabián,
esto es, la sede de Pedro y la cátedra episcopal estaba va-
cante Una vez ocupada ésta y confirmada la elección por
la voluntad de Dios y por el consentimiento de todos noso-
tros, cualquiera que después quiera ser hecho obispo ha de
quedar necesariamente fuera de la Iglesia y no puede recibir
la ordenación eclesiástica quien no guarda la unidad de la
Iglesia. Sea quien sea, por mucho que se vanaglorie y por
buenas cualidades que se atribuya, es un profano, xm extra-
ño, está fuera. Y como después del primero no puede haber
un segundo, cualquiera que fiiese nombrado después del
único que puede haber, ése ya no es segundo sino que no es
nadie.

9 Y después, recibido el episcopado, no como consecuen-
cia de su ambición o de la violencia sino como venido de la
voluntad de Dios, que es quien hace a los sacerdotes, ¡qué
virtud en el mismo cargo que ha aceptado, qué fortaleza de
ánimo, qué firmeza de fe!, porque nosotros con sencillez de
corazón hemos de reconocer muy bien y hemos de elogiar
que ya se ha sentado intrépidamente en la cátedra episcopal
de Roma en un tiempo en que el tirano enemigo lanzó co-
mo amenaza contra los sacerdotes de Dios cuanto se puede
y no se puede decir, cuando le era más llevadero y tolerable
oír que se alzaba contra él un príncipe competidor que saber



(Fabián había muerto en enero y Comelio fue elegido en marzo.
Alusión al emperador Decio.)


que en Roma se constituía un sacerdote de Dios. ¿No mere- 2
ce, hermano carísimo, que en su alabanza demos el más alto
testimonio de su virtud y de su fe? ¿No ha de ser contado
entre los gloriosos confesores y mártires quien durante tanto
tiempo ocupó la sede episcopal esperando a los torturadores
de su cuerpo, los verdugos del enfurecido tirano, los cuales
o bien se lanzarían contra Comelio espada en mano porque
no obedecía a sus feroces edictos y pisoteaba con el vigor
de su fe las amenazas, las torturas y los instrumentos de
tortura, o bien lo crucificarían o lo quemarían o despedaza-
rían sus entrañas y miembros con cualquier clase de supli-
cios nunca vistos? Aunque el poder y la bondad protectora
del Señor, al que quiso que fiiera obispo, lo protegió tam-
bién una vez que fue elegido, no obstante Comelio, en lo
que se refiere a espíritu de sacrificio y a temor de Dios, pa-
deció todo lo que pudo padecer y venció primero con sü sa-
cerdocio al tirano que después fue vencido por las armas en
la guerra

Y no te extrañes de que se difundan de él acusaciones 10
deshonrosas y maUgnas, pues ya sabes que ésa es la obra
constante del diablo, denigrar a los siervos de Dios con
mentiras, e infamar su nombre glorioso con insinuaciones
falsas, para que los que brillan con el testimonio luminoso
de la conciencia propia sean manchados por las habladurías
de los otros. Al contrario, debes saber que nuestros colegas 2
han mvestigado y han averiguado con toda certeza que no
hay en él la menor mancha de libelo como algunos hacen



(Decio murió en el año 251 en guerra contra los bárbaros a orillas del Danubio.
Traducimos a la letra la labes libellu Los libellU como se ha explicado ya — cf. Introducción, pág. 19 — , eran certificados de haber sacrificado a los dioses; muchas veces un libelo, obtenido mediante soborno, servía para eludir la orden imperial de sacrificar.)



correr, ni siquiera ha tenido comunicación sacrilega con los
obispos que sacrificaron, sino que a lo más ha unido con
nosotros a aquellos cuyo proceso se ha examinado y cuya
inocencia ha sido reconocida.

Respecto a Trófímo^^^, sobre el que me pides que te es-
criba, no es verdad lo que el rumor y la menthra de la gente
maligna ha hecho llegar a tus oídos. Pues, como hicieron
muchas veces nuestros antecesores, nuestro hermano queri-
dísimo se ha plegado por la necesidad al deber de reunir a
los hermanos. Y como la mayor parte del pueblo se había
ido con Trófimo, al volver ahora él a la Iglesia, al dar una
satisfacción y confesar con la penitencia de sus ruegos el
error pasado, al hacer volver con toda humildad y dada una
satisfacción a los hermanos que había alejado, sus súplicas
fueron escuchadas; y no fue sólo Trófimo el admitido en la
Iglesia del Señor, sino la mayor parte de los hermanos que
estaban con él, los cuales en general no habrían vuelto a la
Iglesia si no hubiesen venido en compañía de Trófimo. Des-
pués de una reunión tenida allí con numerosos colegas, fue
admitido Trófimo, por el cual daban satisfacción la vuelta
de los hermanos y la salud del alma que muchos habían re-
cobrado. Pero Trófimo fue admitido a participar como sim-
ple laico, no con los honores episcopales, como te han escri-
to los malintencionados.

También eso que se te dijo aquí y allá de que Comelio
tenía parte con los que habían sacrificado, proviene de las
habladurías de los apóstatas. Pues no nos van a alabar los
que se separan de nosotros, ni vamos a esperar ser gratos a
los que, disgustándonos a nosotros y rebelándose contra la
Iglesia, no paran de solicitar violentamente a los hennanos



(No está claro quién es este Trófimo. Algunos sospechan que se
trata de uno de los obispos que consagraron al antípq>a Novaciano.)


para arrancarlos de ella. No escuches, pues, fácilmente ni te
creas, carísimo hermano, todo lo que se divulga acerca de
Comelio y acerca de mí.

Tal como se acordó, se acude en socorro de los que caen 13
enfermos. Pero después que se ha socorrido y se ha dado la
paz a los que estaban en peligro, no podemos ahogarlos ni
oprimirlos, ni poner sobre ellos violentamente las manos pa-
ra que mueran pronto, como si se creyese necesaria la muer-
te de los que han recibido la paz estando moribundos, cuan-
do más bien se ve una señál de la piedad divina y de su
bondad paternal en eso, en que son conservados en la exis-
tencia terrena ima vez recibida la reconciliación. Y por eso
si, después de concedida la paz, Dios les alarga la vida, na-
die tiene por qué reprochárselo a los obispos, ya que se
acordó socorrer a los hermanos que estuviesen gravemente
enfermos. Y no creas tú como algunos, carísimo hermano, 2
que se han de equiparar los libeláticos^*** con los que han
sacrificado, ya que incluso entre los que sacrificaron se dan
diversas circunstancias y motivos. Pues no se pueden equi-
parar el que espontáneamente corrió al abominable sacrifi-
cio y el que perpetró esa acción funesta por necesidad, des-
pués de haber resistido y luchado mucho tiempo; quien se
presentó junto con todos los suyos y quien, marchando solo
por todos a la prueba, preservó a la esposa, a los hijos y a
toda la familia mediante un pacto que sólo a él le dejaba en
peligro; quien empujó al crimen a los de su casa o a sus
amigos y quien tuvo piedad de ellos, y además acogió en su
casa como huéspedes a muchos hermanos que iban des-
terrados y prófugos, presentando y ofreciendo así al Señor



(Eran los que habían conseguido un certificado falso — libellus
de haber sacrificado en el altar de los dioses.)



vivas y sanas muchas almas para que intercedan por una
sola malherida.

Si, pues, hay gran diferencia entre los mismos que sa-
crificaron, qué inclemencia y qué acerba crueldad es mez-
clar a los libeláticos con los que sacrificaron, cuando el que
ha recibido un libelo puede decir: «Yo había leído de ante-
mano y sabía por la predicación del obispo que no podía sa-
crificar a los ídolos y que un siervo de Dios no debía adorar
las estatuas, y por eso precisamente, para no hacer lo que no
era lícito, cuando se ofreció la ocasión del libelo, un libelo
que yo no habría aceptado sin esta oportunidad, o me pre-
senté al magistrado, o encargué a otro que iba allí que se
presentara para comunicarle que soy cristiano, que no me
está permitido ofrecer sacrificios, que no puedo acercarme a
los altares del diablo y que por eso ofrezco una recompensa
para no hacer lo que no puedo». Pero ahora este mismo que
se manchó recibiendo el libelo, ima vez que por nuestras
advertencias ha aprendido que ni eso debía haber hecho,
que — aun teniendo las manos puras y no habiendo man-
chado su boca por el contacto del fimesto manjar — tiene
manchada la conciencia, llora y se lamenta al oímos, y aho-
ra se da cuenta de que ha pecado y, seducido más por error
que por malicia, da pruebas de que ya está instruido y pre-
parado para lo sucesivo.

Si no admitimos la penitencia de éstos que tienen algu-
na esperanza de ser benignamente excusados, pronto serán
arrastrados a la herejía o al cisma, por instigación del dia-
blo, con su mujer e hijos, a los que habían guardado incó-
lumes. Y en el día del juicio se nos reprochará que no he-
mos curado a la oveja enferma, y que por una enferma
hemos perdido muchas sanas, y que mientras el Señor buscó
la oveja perdida y cansada dejando las noventa y nueve que
estaban sanas, y la llevó sobre sus hombros al encontrar-
la^^^ nosotros no sólo no buscamos a los fatigados, sino que
los expulsamos cuando se acercan, y que mientras los falsos
profetas no paran de devastar y maltratar el rebaño de Cris-
to, nosotros damos ocasión a los perros y a los lobos de mo-
do que, a los que no hizo caer la perniciosa persecución, los
arruinemos nosotros con nuestra dureza de corazón e inhu-
manidad. ¿Y dónde quedará, hermano carísimo, lo que dice
el Apóstol: «Trato de agradar a todos en todo, sin buscar mi
utilidad sino la de muchos, para que se salven. Imitadme a
mí como yo imito a Cristo» y otra vez: «Me he hecho
débil con los débiles para ganar a los débiles» y aquello:
«Si un miembro sufre, los demás miembros sufren con él, y
si un miembro se alegra, se alegran también los demás con
él» 2^'?

Otra es la doctrina de los filósofos y los estoicos, her-
mano queridísimo, que dicen que todos los pecados son
iguales y que no conviene que el hombre serio ceda fácil-
mente. Pero hay mucha diferencia entre cristianos y filóso-
fos. Y puesto que el Apóstol dice «Tened cuidado de que
nadie os saquee por la filosofía y vanos engaños» se de-
be evitar todo lo que no proviene de la clemencia de Dios
sino de la audacia de una filosofía demasiado dura. De Moi-
sés leemos que se dice en las Escrituras: «Fue Moisés un
hombre muy benévolo» Y el Señor dice en su Evangelio:
«Sed misericordiosos como también vuestro Padre ha sido
misericordioso con vosotros» Y otra vez: «No necesitan
médico los sanos sino los enfermos» ¿Qué medicina
puede ejercitar el que dice: «Yo sólo curo a los sanos, que
no necesitan médico»? Nuestra ayuda, nuestros remedios
hemos de prestarlos a los que están heridos. Y no creamos
que están muertos sino que están a punto de morir aquellos
a quienes vemos heridos por la terrible persecución; si hu-
biesen muerto del todo, nunca después podrían salir de ellos
confesores y mártires.

Pero como hay en ellos algo que mediante la penitencia
puede volver a la fe, también la fortaleza se arma para la
virtud con la penitencia. Y no podrá armarse el que desfa-
llezca en la desesperación; el que, desterrado dura y cruel-
mente de la Iglesia, se vaya al camino de los gentiles y a las
obras propias de un mundano; o, viéndose rechazado por la
Iglesia, se pase a los herejes y cismáticos, en donde, aunque
después muriera por el nombre de Cristo, no podría ser co-
ronado al estar fuera de la Iglesia, separado de la unidad y la
caridad. Por eso se acordó, queridísimo hermano, admitir
provisionalmente a los libeláticos y socorrer en la hora de la
muerte a los que sacrificaron, después de haber examinado
la causa de cada uno, porque en el infierno no hay exomo-
lógesis ni podemos obligar a nadie a la penitencia si se le
quita el fiuto de la penitencia. Si el combate llega antes que
la muerte, fortalecido por nosotros, se hallará armado para
combatir; y si antes del combate apremia la enfermedad,
morirá con el consuelo de la paz y de la comunión.

Y con eso no prejuzgamos que, siendo el Señor el que
juzga, si encuentra cumplida y justa la penitencia del peca-
dor, dé por válido lo que nosotros resolvimos aquí. Pero sí
alguien nos engañase con una penitencia simulada, Dios, de
quien nadie se burla y que penetra el corazón del hombre
con su mirada juzgue sobre aquello que nosotros no vi-
mos bien y enmiende como Señor la sentencia de sus sier-
vos; pero mientras tanto nosotros, hermano carísimo, debe-
mos acordamos de que está escrito: «El hermano que ayuda
a su hermano será ensalzado» y que también dijo el
Apóstol: «Cada uno que se examine a sí mismo, para que no
seáis tentados también vosotros; llevaos las cargas mutua-
mente y así cumpliréis la ley de Cristo» y que dice en
una epístola rebatiendo» a los soberbios y reprimiendo su
arrogancia: «El que cree que se mantiene en pie, que tenga
cuidado de no caeD>^^\ Y en otro lugar dice: «¿Quién eres
tú para juzgar a im esclavo ajeno? Si se mantiene en pie o
cae, es cosa de su amo; pero se mantendrá firme: Dios tiene
poder para sostenerlo» También Juan prueba que Jesu-
cristo nuestro Señor es abogado e intercesor por nuestros
pecados, diciendo: «Mijitos míos, os escribo estas cosas pa-
ra que no pequéis; y si alguien pecare, tenemos por abogado
ante el Padre a Jesucristo, el justo, y él es intercesión por
nuestros delitos» Y el apóstol Pablo escribió también en
su carta: «Si, a pesar^de ser aún pecadores, Cristo murió por
nosotros, mucho más ahora que estamos justificados por su
sangre seremos liberados de la ira por él»^^.

Considerando esta piedad y clemencia de Cristo, no de-
bemos ser tan acerbos ni duros ni inhumanos a la hora de
animar a los hermanos, sino que hemos de sufrir con los que
sufren y llorar con los que lloran, y alentarlos cuanto poda-
mos con la ayuda y el consuelo de nuestro amor; sin ser
demasiado crueles y tercos en rehusar su penitencia, ni tam-
poco blandos y prontos en prodigar temerariamente la re-

2 conciliación. Ved abatido en el suelo a un hermano herido
por el adversario en el combate. Por un lado el diablo se es-
fuerza en rematar al que hirió, por otro Cristo nos incita a
no dejar perecer definitivamente al que Él redimió. ¿Con
cuál de los dos estamos, de qué partido somos? ¿Ayudare-
mos al diablo para que destruya y pasaremos de largo ante
el hermano moribundo, como leemos en el Evangelio del
sacerdote y del levita? ¿O bien, imitando como sacerdotes
de Dios y de Cristo lo que Cristo enseñó e hizo, libertare-
mos al herido de las fauces del adversario y lo reservaremos,
curado ya, para el juez divino?

20 Y no creas, carísimo hermano^ que mengua el valor de
los hermanos o que disminuyen los martirios porque se ha
facilitado el arrepentimiento a los lapsos y se ha ofrecido la
esperanza de paz a los arrepentidos. Queda inconmovible la
fortaleza de los verdaderos creyentes, persevera estable y
firme la integridad de los que temen y aman a Dios de todo

2 corazón. Pues también a los adúlteros les concedemos tiem-
po de penitencia y les damos la reconciliación. Y no por eso
se acaba la virginidad en la Iglesia, ni por los pecados aje-
nos flaquea el glorioso propósito de continencia. Resplan-
dece la Iglesia coronada por un gran número de vírgenes y
la castidad y la pureza conservan su grado de gloria, y no se
quebranta el vigor de la continencia porque se facilite al

3 adúltero el arrepentimiento y el perdón. Una cosa es estar a
la espera del perdón y otra conseguir la gloria; una cosa es
haber sido metido en prisión sin poder salir de ella hasta pa-
gar la última moneda ^^"^j y otra recibir enseguida el premio
de la fe y de la fortaleza; una cosa es ser atormentado con
prolongadas penas por los pecados y purificarse largo tiem-
po con el fiiego, y otra ver absueltos todos los pecados con
el martirio; en fin, una cosa es estar pendiente hasta el día
del juicio de la sentencia del Señor y otra ser coronado in-
mediatamente por el Señor^^^

Por cierto que algunos obispos antecesores nuestros aquí 21
en nuestra provincia creyeron que no se debía conceder la
paz a los adúlteros y se negaron totalmente a aceptar la
penitencia del adulterio. Pero no por eso se separaron del
colegio de sus colegas obispos ni rompieron la unidad de la
Iglesia católica por la obstinación de su dureza o severidad
hasta el punto de quedar separado de la Iglesia el que no
concediese la paz a los adúlteros porque los otros se la con-
cedieran. Con tal que no se rompa el vínculo de la concor- 2
dia y se mantenga indisoluble la unidad de la Iglesia católi-
ca, cada obispo dispone y dirige su actuación, habiendo de
dar cuenta de su conducta al Señor.

Me sorprende que algunos estén obstinados en creer 22
que no se ha de conceder la penitencia a los lapsos o que se
ha de negar el perdón a los arrepentidos, estando escrito:
«Acuérdate de dónde caíste y haz penitencia y practica las
obras de antes» Esto se le dice al que consta que ha caí-
do y a aquel a quien el Señor exhorta a levantarse de nuevo
por medio de sus obras, ya que está escrito: «La limosna
salva de la muerte» y no, ciertamente, de aquella muerte
que ya destruyó una vez la sangre de Cristo y de la que nos
liberó la gracia saludable del bautismo y de nuestro reden-
tor, sino de la que con el tiempo se nos va introduciendo a
causa de nuestros pecados. También en otro lugar se da 2

(En este pasaje se advierte la clara alusión de Cipriano al purgatorio.)


tiempo para la penitencia y el Señor amenaza a quien no la
hace: «Tengo — dice — muchas quejas contra ti, porque
consientes que Jezabel, tu mujer, que se dice profetisa, pre-
dique y seduzca a mis siervos, enseñándoles a fornicar y
comer de los sacrificios; y le di tiempo para hacer peniten-
cia y no quiere arrepentirse de su fomicación. Ahora la voy
a arrojar a un lecho, a una grandísima tribulación, a ella y a
los que fornicaron con ella, si no se arrepienten de sus
obras» No exhortaría, ciertamente, el Señor así a la peni-
tencia si no fuera porque promete el perdón a los penitentes.
Y en el Evangelio: «Os digo — afirma — que habrá así más
gozo en el cielo por un pecador que haga penitencia que por

3 noventa y nueve justos que no necesitan hacerla» Pues
habiéndose escrito: «Dios no hizo la muerte ni se complace
en la perdición de los vivos» ciertamente el que no quie-
re que nadie se pierda desea que los pecadores se arrepien-
tan y que por la penitencia vuelvan a la vida. Por este moti-
vo clama también por boca de Joel y dice: «Y ahora el
Señor Dios vuestro dice: Convertios a mí de todo corazón,
con ayuno, llanto y gemidos, y rasgad vuestros corazones y
no vuestros vestidos, y volved al Señor Dios vuestro, por-
que es misericordioso y piadoso y paciente, lleno de com-
pasión, y es flexible en su sentencia respecto a los males
4 hechos» También en los Salmos leemos la severidad así
como la clemencia de Dios, que conmina y perdona a la
vez, que castiga para corregir y salva cuando ha corregido:
«Visitaré — dice — con la vara sus iniquidades, y con azo-
tes sus delitos; pero no retiraré de ellos mi misericordia.

También el Señor, al mostrar en el Evangelio la bondad
de Dios Padre, dice: «¿Qué hombre hay entre vosotros que
si su hijo le pide pan le dé una piedra, o que si le pide un
pescado le dé una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos,
sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro
Padre celestial dará cosas buenas a los que le piden»
Aquí compara el Señor al padre corporal con la bondad eter-
na y generosa de Dios Pa(h*e. Porque, si este mal padre de la
tierra, ofendido gravemente por el hijo malo y pecador, ve
después a este hijo reformado y que, alejado de los vicios de
la vida pasada, ha vuelto a las costumbres buenas y a las
prácticas virtuosas mediante el dolor del arrepentimiento, se
alegra y se congratula y, acogiendo al que antes había re-
chazado, lo abraza con transportes de júbilo paterno, ¡cuán-
to más aquel único y verdadero Padre bueno, misericordioso
y piadoso — más aún, el que es la misma bondad, piedad y
misericordia — se alegra por el arrepentimiento de sus hijos
y no sólo deja de amenazar con su ira a los que hacen peni-
tencia o con el castigo a los que gimen y se lamentan, sino
que más bien les ofrece su indulgente perdón! Por eso el
Señor en el Evangelio llama bienaventurados a los que llo-
ran porque quien llora atrae la compasión, pero quien es
obstinado y soberbio acumula sobre sí la ira y los castigos
del juicio ftituro. Y por este motivo, hermano carísimo, creí-
mos que se había de negar absolutamente toda esperanza de
comunión y de paz a los que no hacen penitencia y no dan
pruebas de dolor sincero ni señales de pesar manifiesto, ca-
so de que empiecen a suplicar en la enfermedad y en peligro
de muerte, puesto que no es el arrepentimiento del delito si-
no el aviso de la muerte inminente lo que les impele a rogar.
y no es digno de recibir la ayuda en la muerte el que no pen-
só que moriría.

24 En cuanto a la persona de Novaciano, queridísimo her-
mano, del que deseas que te escriba qué clase de herejía ha
introducido, debes saber que, en primer lugar, nosotros no
debemos tener ningún deseo de saber qué es lo que enseña,
ya que lo enseña fuera de la Iglesia. Sean cualesquiera él y
sus cualidades, no es cristiano puesto que no está en la Igle-
sia de Cristo. Aunque se jacte y haga soberbias manifesta-
ciones de su filosofía o elocuencia, como no ha guardado la
caridad fraterna ni la unidad de la Iglesia, ha perdido inclu-
1 so lo que antes poseía. A no ser que creas que es obispo el
que, habiéndose consagrado en la Iglesia un obispo por die-
ciséis colegas de episcopado, se empeña por intrigas en ser
hecho obispo, adulterino y extraño, por unos desertores. Y
habiendo sido distribuida por Cristo una sola Iglesia con mu-
chos miembros por todo el mundo, así como hay un solo
episcopado, extendido por la unánime multiplicidad de un
gran número de obispos, él, cuando está ya establecida la
tradición divina, y está bien trabada y ensamblada en todas
partes la unidad de la Iglesia católica, procura hacer una
iglesia hmnana y os envía por diversas ciudades a sus nue-
vos apóstoles para ver de establecer algunos fundamentos
recientes de su institución; y a pesar de que ya desde anti-
guo se han establecido por todas las provincias y en cada
una de las ciudades obispos de edad avanzada, de fe íntegra,
probados en las tribulaciones y proscritos en la persecución,

3 él tiene la osadía de crear otros falsos sobre éstos. Como si
pudiera recorrer todo el mundo con la obstinación de su no-
vel intento o romper la contextura del cuerpo de la Iglesia
con la difusión de su rebeldía, ignorando que los cismáticos
siempre se muestran ardorosos en los comienzos, pero luego
aquello que comenzaron ilícitamente no puede te^ner buen
crecimiento ni desarrollo, sino que decae muy pronto con
toda la hostilidad que abrigaban. Pero tampoco podría man-
tener su episcopado si, aunque realmente hubiera sido hecho
obispo, se separase del cuerpo de sus hermanos de episcopa-
do y de la unidad de la Iglesia, ya que el Apóstol nos advier-
te que nos soportemos mutuamente para no romper la uni-
dad que Dios estableció, diciendo: «Soportaos unos a otros
con amor, haciendo todo lo posible para guardar la unidad
del espíritu con el vínculo de la paz»^^^. Quien no guarda,
pues, ni la unidad del espíritu ni el vínculo de la paz y se
separa de la unión de la Iglesia y del colegio de los obispos,
no puede tener ni la potestad ni el honor de obispo, pues no
ha querido conservar ni la imidad ni la paz del episcopado.

Además, qué hinchazón de arrogancia, qué olvido más
grande de la humildad y de la mansedumbre, qué loca jac-
tancia la de atreverse alguien a hacer o creer que puede ha-
cer lo que el Señor no concedió ni a los Apóstoles, la de
pensar que puede discernir la cizaña del trigo, o, como si se
le hubiese dado el privilegio de llevar la pala y purgar la
era, la de separar la paja del trigo; y como dice el Apóstol:
«En una casa grande hay no sólo vasos de oro y plata sino
también de madera y de barro» él parece elegir los de
plata y oro y desdeñar, rehusar y condenar los de madera y
barro, cuando hasta el día del juicio no serán quemados los
vasos de madera por las llamas del fuego divino, ni los de
barro serán rotos por aquel a quien se le dio la vara de hierro,

O, si se nombra a sí mismo escrutador y juez del cora-
zón y de las entrañas, que juzgue en todo con equidad; y
sabiendo que está escrito: «Ahora que estás sano no vuelvas
a pecar, para que no te ocurra algo peor»^^^, que aleje de su
lado y compañía a los defraudadores y adúlteros, pues es
mucho más grave y peor la condición del fornicador que la
del libelático, pues éste pecó obligado y aquél por su propia
voluntad; éste, pensando que ya cumplía con sólo abstener-
se de sacrificar, se equivocó; aquél, asaltando el matrimonio
de otro o metiéndose en un burdel, manchó con abomina-
bles suciedades en una cloaca, en un cenagal de gente vil su
cuerpo santificado, templo de Dios, como dice el Apóstol:
«Cualquier pecado que cometa el hombre está fuera de su
cuerpo, pero el que fornica, peca contra el propio cuerpo»
Sin embargo hasta a éstos se les concede la penitencia y se
les deja la esperanza de redimirse con sus lamentos, según
el mismo Apóstol dice: «Tengo miedo de que cuando vaya
a vosotros tenga que llorar por muchos de los que antes pe-
caron y no hicieron penitencia de sus impurezas, fornica-
ciones y lujuria»

Y que no se vanaglorien de esto los nuevos herejes di-
ciendo que ellos no tienen parte con los idólatras, pues entre
ellos hay adúlteros y defraudadores, todos los cuales son reos
de la idolatría, según lo que dice el Apóstol: «Sabed esto y
comprended que ningún fornicador, impúdico o defrauda-
dor, que es como idólatra, heredará el reino de Cristo Dios»^^^
Y en otro lugar: «Mortificad, pues, vuestros miembros te-
rrenales, dejando la fornicación, la inmundicia y la codicia,
que son servidumbre de los ídolos, por los que vino la ira de
Dios»^^"^. Pues siendo nuestros cuerpos miembros de Cristo
y cada uno de nosotros templo de Dios, todo el que viola el
teniplo de Dios por el adulterio, profana al mismo Dios; y
quien al cometer pecados hace la voluntad del diablo, es
siervo de los demonios y de los ídolos. Ya que las malas
obras no proceden del Espíritu Santo, sino que provienen de
la instigación del adversario y las concupiscencias nacidas
del espíritu inmundo empujan a obrar contra Dios y servir al
diablo. Por tanto, si dicen que uno se queda manchado con
el pecado de otro y que la idolatría del pecador pasa al ino-
cente, no pueden — según sus propias afirmaciones — ex-
cusarse del crimen de idolatría, ya que consta por la ense-
ñanza apostólica que los fornicadores y defraudadores, con
los que están en comunión, son idólatras. Pero a nosotros 3
nos compete, según nuestra fe y las normas que nos ha dado
la enseñanza divina, creer lo que es la verdad: que cada uno
es responsable de su propio pecado y no puede uno hacerse
reo por otro, pues ya nos amonesta el Señor diciendo: «La
justicia del justo recaerá sobre él y la maldad del malvado
recaerá sobre él»^*^; y en otro lugar: «No morirán los padres
por los hijos ni los hijos por los padres. Cada uno morirá
por su pecado» Leyendo, pues, esto y ateniéndonos a
ello, pensamos que nadie debe ser alejado del fruto de la
satisfacción y de la esperanza de la paz, sabiendo como sa-
bemos por el testimonio de las Escrituras divinas y por los
hechos y enseñanzas del mismo Dios, que a los pecadores
se los llama a hacer penitencia y a los que se arrepienten no se les niegan la indulgencia y el perdón.

¡Oh ironía de una fraternidad mentirosa! ¡Oh engaño 28
mortal para los desgraciados que se lamentan! ¡Oh enseñan-
za inútil y vana de una doctrina herética! Exhortar a la peni-
tencia para que se dé satisfacción y quitarle a la satisfacción
el remedio que contiene; decir a nuestros hermanos: «Llora,
deshazte en lágrimas, gime noche y día, haz frecuentes y
abundantes obras buenas para limpiarte y purificarte de tus
pecados; pero después de todo eso morirás fuera de la Igle-
sia. Harás todo lo que conduce a la paz, pero nunca recibirás
la paz que buscas». ¿Quién no se dará por perdido ensegui-
da, quién no desfallecerá desesperado, quién no retractará
2 su propósito de hacer penitencia? ¿Crees que trabajaría un
campesino si le dijeran: «Trabaja tú el campo con toda la
habilidad del arte agrícola, no ceses en el cultivo; pero no
recogerás nada de mies, no pisarás un solo racimo, no coge-
rás fruto alguno de tu olivar, no cosecharás ningún fruto de
3 los árboles»? Como si aconsejaras a alguien que se hiciese
armador de naves diciéndole: «Compra madera de unos bue-
nos bosques, hermano; haz la quilla de robles fuertes y es-
cogidos; trabaja en construir y armar la nave proveyéndola
de timón, de cordajes, de velas; pero cuando lo hayas hecho
todo, no verás el fruto de sus moviipientos y viajes».

29 Eso es cerrar la puerta de antemano y cortar el camino
del dolor y la vía del arrepentimiento, de manera que, por
culpa de nuestra dureza y crueldad, al perderse el fruto de la
penitencia se suprime la misma penitencia, siendo así que
en las Escrituras el Señor Dios acoge benevolente a los que
vuelven a él arrepentidos. Si, pues, vemos que a nadie se le
debe impedir que haga penitencia y que los obispos del Se-
ñor pueden conceder la reconciliación a los que ruegan y
suplican su misericordia porque Él es compasivo y piadoso,
se han de admitir los gemidos de los que se lamentan y no
2 se ha de negar el fruto de la penitencia a los arrepentidos. Y ya que en el infierno no hay confesión, ni es posible allí la
exomológesis, los que se han arrepentido de todo corazón y
han hecho oración a Dios han de ser recibidos provisio-
nalmente en la Iglesia y guardados en ella para el Señor, el
cual, habiendo de venir a su Iglesia, juzgará ciertamente a
3 todos los que encuentre dentro de ella. En cambio los após-
tatas y desertores, los adversarios y enemigos, los que des-
truyen la Iglesia de Cristo, aunque fuesen matados por el
sagrado nombre fuera de ella, no pueden, según el Apóstol,
ser admitidos a la paz de la Iglesia, ya que no guardaron ni
la unidad del espíritu ni la del cuerpo de la Iglesia.

He recorrido por ahora, hermano queridísimo, de la ma- 30
ñera más breve que he podido, estos pocos puntos de los
muchos que había, con el fin de satisfacer tus deseos y de
xmirte más y más a nuestro colegio y grupo. Pero, si se te 2
ofreciera oportxmidad y tiempo libre para venir, podremos
hablar en común más cosas y tratar más amplia y plenamen-
te de todo cuanto ataña a una concordia saludable. Te deseo,
hermano queridísimo, que sigas bien de salud.



56

Cipriano a Fortunato

Plantea esta carta la situación de unos lapsos que, según el parecer de nuestro obispo, debe resolverse de manera favorable. Carta didáctico-práctica rica en vivencias de casos resueltos por los obispos de la Iglesia incipiente.


Cipriano a los hermanos Fortunato, Ahinuno, Optato,
Privaciano, Donátulo y Félix^^^, salud.

Me habéis escrito, hermanos queridísimos, que, cuando 1
estábais en la ciudad de Capsa^^* con motivo de la consa-
gración del obispo, nuestro hermano y colega Superio os



(De los cinco primeros consta la firma en las actas del concilio de Cartago celebrado el año 256.
Ciudad de la provincia Bizacena, al norte del lago Tritón.)



llevó la noticia de que Niño, Clemenciano y Floro, que pri-
mero habían sido encarcelados durante la persecución y,
habiendo confesado el nombre del Señor, habían vencido la
viólencia del magistrado y el asalto de un pueblo alborota-
do, después, torturados delante del procónsul con terribles
suplicios, sucumbieron a la violencia de los tormentos y, a
causa de los prolongados martirios, cayeron de aquel grado
de gloria que buscaban con toda la valentía de la fe; pero
que después de esta grave caída, hija no de la voluntad sino
de la necesidad, no han dejado de hacer penitencia durante
estos tres últimos años. Y habéis considerado conveniente
consultarme si ya podían ser admitidos en la comunión de la
Iglesia.

Por lo que se refiere a mi opinión, pienso que la indul-
gencia del Señor no faltará a estos hombres de los que se sa-
be, que resistieron en la lucha, que confesaron el nombre del
Señor, que vencieron, fmnes en la perseverancia de su incon-
movible fe, la violencia de los magistrados y el ataque del
pueblo enfurecido, que sufrieron cárcel, que resistieron por
largo tiempo y en medio de las amenazas del procónsul y
del rugido del pueblo que los rodeaba, los tormentos que los
desgarraban y torturaban una y otra vez; que aquello que
parece haberse perdido finalmente por debilidad de la carne
sea reparado en virtud de los méritos precedentes, sea sufi-
ciente pena para tales cristianos haber perdido su gloria; no
debemos, además, nosotros cerrarles la puerta del perdón ni
privarlos de la misericordia del Padre y de tener comunión
con nosotros; creo que puede series suficiente para implorar
ila clemencia del Señor el hecho de haber llorado durante tres
e&os de manera constante y dolorosa, según vosotros escri-
bís, con grandes lamentaciones de arrepentimiento. Cierta-
mente, yo no veo que sea ninguna imprudencia ni ninguna
temeridad conceder la paz a estos hombres, a quienes vemos
que por su firmeza como soldados de Cristo antes no des-
merecieron en la batalla y que podrían rehabilitar su gloria
en otra que se oft'eciera. Pues, si en el concilio se acordó
que los arrepentidos que enfermasen gravemente fuesen so-
corridos y se les concediese la paz, con .más razón han de
recibir esta paz aquellos que vemos que no cayeron por de-
bilidad de espíritu, sino que, después de haber combatido y
de haber sido heridos, no llegaron a conseguir la corona de
su confesión por culpa de la debilidad de la carne; sobre to-
do cuando, deseando ellos morir, no se permitía que fuesen
rematados, antes bien se dejaba que, ya agotados, los tor-
mentos fueran despedazándolos hasta que llegasen, no a ven-
cer a la fe, que es invencible, sino a hacer desfallecer a la
carne, que es débil Con todo, como me habéis escrito pi- 3
diéndome que trate detalladamente de este asunto con algu-
nos de mis colegas y, como im asunto tan importante exige
una deliberación muy cuidadosa y seria, finto de discusión
entre muchos, como ahora con motivo de las primeras so-
lemnidades de la Pascua casi todos están en sus Iglesias con
sus fieles, cuando, \ma vez cumplido el deber de celebrar
estas fiestas con los suyos, vuelvan aquí, trataré más deteni-
damente de eso con cada uno de ellos, y así podremos tomar
y enviaros ima resolución definitiva sobre lo que consultáis,
sopesada en un consejo de muchos obispos. Deseo, herma-
nos queridísimos, que sigáis con buena salud.




57

Cipriano a Cornelio



Carta de interesante contenido doctrinal e histórico, pues la
Iglesia africana jugó un papel trascendental en la persecución de Decio. En vista de la inminente persecución, los obispos africanos con Cipriano a la cabeza disponen conceder la paz a los lapsos que han hecho penitencia.


Cipriano, Liberal, Caldonio, Nicomedes, Cecilio, Junio,
Marrucio, Félix, Suceso, Faustino, Fortunato Víctor, Satur-
nino, otro Saturnino, Rogaciano, Tértulo, Luciano, Satio,
Secundino, otro Saturnino, Eutiques, Ampio, otro Saturni-
no, Aurelio, Prisco, Herculáneo, Victórico, Quinto, Honora-
to, Mantaneo, Hortensiano, Veriano, Yambo, Donato, Pom-
ponio, Policarpo, Demetrio, otro Donato, Privaciano,
Fortunato, Rogato y Mónnulo saludan a su hermano Come-
lio^^^

1 Habíamos decidido tiempo atrás queridísimo herma-
no, después de haber deliberado entre nosotros, que los que
en los ataques de la persecución hubiesen sido vencidos por
el enemigo, hubiesen caído en la apostasía y se hubiesen
manchado con sacrificios ilícitos, hiciesen una larga y plena
penitencia y que, si enfermaban gravemente, recibiesen la
paz a la hora de la muerte. Pues no era lícito, ni lo permitía
la bondad paternal y la clemencia divina, que se cerrase el
paso a la Iglesia a los que llamasen a su puerta y se negase
el socorro de la esperanza de salvación a los arrepentidos y
suplicantes, de manera que al abandonar el mundo se les
dejase partir hacia el Señor sin comunión con la Iglesia y
sin paz, a pesar de haber Él mismo prometido y decretado
que lo que fiiese atado en la tierra lo fuese también en el
cielo y que allí podría ser desatado lo que antes lo fue aquí
2 en la Iglesia Pero, como vemos que se acerca el día de


(Está dirigida al papa Comelio por los obispos reunidos en el concilio de Cartago del año 252.
En el concilio de la primavera del 251. )



CARTAS



241



una nueva persecución y que se nos advierte con conti-
nuas señales que estemos armados y preparados para la lu-
cha que nos prepara el enemigo, aprestemos también con
nuestras exhortaciones al pueblo que Dios se ha dignado
confiamos y reunamos dentro del campamento del Señor a
todos, absolutamente todos, los soldados de Cristo que de-
sean las armas y piden la lucha: obligados por esta necesi-
dad, hemos creído que debe concederse la paz a los que no
se alejaron de la Iglesia del Señor y no dejaron de hacer
penitencia ni de llorar ni de rogar al Señor desde el primer
día de su caída, y armarlos y prepararlos para el combate
que se acerca.

Pues hay que obedecer, en efecto, las señales y las ad-
vertencias justas de que las ovejas no sean abandonadas por
los pastores en el peligro, sino que todo el rebaño se reúna y
el ejército del Señor se arme para la lucha de la milicia ce-
lestial. Con razón, pues, se prolongaba por más tiempo la
penitencia de los arrepentidos, de manera que sólo se soco-
rría a los enfermos a la hora de la muerte cuando había paz
y tranquilidad, lo que permitía alargar las lágrimas de los
que lloraban y acudir con tardanza en auxilio de los enfer-
mos moribundos. Pero ahora es necesaria la paz no a los en-
fermos sino a los sanos, no hemos de conceder la comunión
con la Iglesia a los moribundos sino a los vivos, de modo
que no dejemos inermes y desnudos a los que movemos y
exhortamos a combatir, sino que los fortifiquemos con la
protección de la sangre y del cuerpo de Cristo; y ya que la Eu-
caristía se realiza para que sirva de defensa a los que la reciben, demos las armas defensivas del alimento del Señor a
los que queremos que estén sin peligro en frente del adver-



(Fue la de Galo, continuada después con mayor violencia por Valeriano.)



sario. Porque ¿cómo les enseñamos y animamos a derramar
su sangre por la confesión del sagrado nombre si les nega-
mos la sangre de Cristo cuando van a entrar en la batalla?, o
¿cómo los vamos a hacer aptos para beber el cáliz del marti-
rio si primero no los admitimos a beber en la Iglesia por de-
recho de comunión el cáliz del Señor?

Se debe distinguir, hermano carísimo, entre aquellos que
o bien apostataron y, vueltos al mundo al que habían re-
nunciado, viven como geaitiles, o bien, habiéndose pasado a
los herejes, toman cada día las armas parricidas contra la
Iglesia, y aquellos que, sin separarse del umbral de la Igle-
sia y sin dejar de implorar con constancia y dolor la ayuda
paternal de Dios, ahora, frente a la lucha, se declaran dis-
puestos a mantenerse firmes por el nombre de su Señor y
por su propia salvación, y a luchar. En este momento no
concedemos la paz a los que duermen, sino a los que velan;
no para los placeres smo para el ejercicio de las armas; no
para descansar sino para combatir. Si, según les oímos decir
y nosotros deseamos y creemos, ellos se mantienen fuertes y
abaten en el combate junto con nosotros al enemigo, no nos
arrepentimos de haber concedido la paz a unas personas va-
lientes: es más, es un gran honor y gloria de nuestro episco-
pado haber dado la paz a unos mártires, de modo que los
obispos que diariamente celebramos los sacrificios de Dios
le preparamos ofrendas y víctimas. Pero si — ¡el Señor lo
aleje de nuestros hermanos! — alguno de los lapsos nos en-
gañase pidiéndonos la paz hipócritamente y recibiese la
comunión con la Iglesia por la situación de lucha inminente,
sin estar dispuesto a luchar, se engaña y se burla a sí mismo
porque tiene escondida en el corazón una cosa diferente de
la que manifiesta con su voz. Nosotros, en cuanto nos es
concedido ver y juzgar, vemos el exterior de cada uno, no
podemos escrutar el corazón ni ver el abna. Sobre esto juz-
ga el escrutador y conocedor de todas las cosas ocultas, que
pronto vendrá y juzgará los secretos más escondidos del co-
razón. Pero los malos no han de servir de obstáculo a los
buenos, sino que han de ser ayudados por los buenos. Y por
eso no se debe negar la paz a los que van a dar el testimonio
del martirio porque haya quienes van a apostatar, pues la
paz se debe conceder a todos los combatientes, para que por
nuestra ignorancia no se deje de lado al que haya de ganar
la corona en el combate.

Y que nadie diga: El que sufre el martirio es bautizado
con su propia sangre y no le es necesaria la paz de parte del
obispo a quien va a obtener la paz de su gloria y va a recibir
una recompensa mayor de la misericordia del Señor. En
primer lugar, no puede ser apto para sufrir el martirio quien
no es armado por la Iglesia para luchar, y desfallece el alma
que no se yergue y enciende con la recepción de la Eucaris-
tía Pues el Señor dice en su evangelio: «Cuando os en-
treguen no penséis qué debéis decir; pues en aquel monaento
se os inspirará lo que debéis decir; porque nó sois vosotros
quienes habláis, sino que es el espíritu de vuestro Padre
quien habla en vosotros» Si dice que es el espíritu del
Padre quien habla en los que han sido entregados y en los
que confiesan su nombre, ¿cómo puede estar preparado y
ser apto para confesar quien, no habiendo recibido antes la
paz no ha recibido el Espíritu del Padre que es quien, forta-
leciendo a sus siervos, habla y confiesa por nuestra boca?
En segundo lugar, si abandonando todas sus cosas, uno hu-
ye y, establecido en los escondrijos de la soledad, cae en



(No hay que entender estas añrmaciones como contrapuestas a la
validez del bautismo de sangre, validez leafírmada por el propio Cipriano en la earta 73, 22; parece más bien resaltar la ayuda de los sacramentos para resistir el mártir las torturas.)


manos de ladrones o muere víctima de la fiebre o de la ina-
nición, ¿no se nos echará a nosotros la culpa de que haya
muerto sin la paz y sin la comunión de la Iglesia un soldado
tan excelente que dejó todo lo que tenía y, abandonando ca-
sa, padres o hijos, prefirió seguir a su Señor? El día del jui-
cio ¿no seremos acusados de negligentes o de crueles por-
que, siendo pastores, no hemos querido en tiempo de paz
cuidar las ovejas confiadas y encomendadas a nosotros, ni

4 armarlas en tiempo de guerra? ¿No nos aplicará el Señor
aquello que exclama y dice por boca de su profeta?:
«Vosotros consumís la leche y os vestís con la lana, matáis
las más gordas de mis ovejas y no las apacentáis, no habéis
fortalecido a las débiles ni habéis curado a las enfermas, ni
habéis consolidado lo roto ni vuelto al buen camino lo que
se extraviaba, ni buscado lo perdido; y a las que eran ñiertes
las fatigasteis, y se dispersaron mis ovejas porque no hay
pastores y llegaron a ser presa de todos los animales del
campo y no había quien las buscase y recogiese. Por este
motivo dice el Señor: He aquí que iré a los pastores y les
quitaré mis ovejas de sus manos para que ya no las apacien-
ten, y no las apacentarán más; sacaré mis ovejas de su boca
y las apacentaré con justicia»

5 Así pues, para que las ovejas que nos encomendó el Se-
ñor no las exija de nuestra boca, con la que negamos la paz,
con la que manifestamos más la dureza de la crueldad hu-
mana que la de la misericordia divina del Padre, nos ha pa-
recido bien — por inspiración del Espíritu Santo y después
de habernos advertido el Señor en varias y claras visiones,
que se nos anuncia y se nos manifiesta que el enemigo está
inminente — reunir a los soldados de Cristo dentro del czm-
pamento y conceder a los lapsos, una vez examinada la cau-
sa de cada imo, la paz, o más bien procurar armas a los fiitu-
ros combatientes. Y estamos seguros de que esta conducta
nuestra os ha de ser grata también a vosotros en considera-
ción a la misericordia del Padre. Si hay alguno de nuestros 2
colegas que piense que, a pesar de amenazamos la batalla
tan de cerca, no se debe conceder la paz a los hermanos y
hermanas, él dará cuenta al Señor el día del juicio de su in-
tempestiva severidad o de su rigorismo inhumano. Noso-
tros, como correspondía a nuestra fe, a nuestra caridad y a
las obligaciones de nuestro ministerio, os hemos dicho las
cosas como estaban en nuestra conciencia: que se acerca el
día de la lucha, que muy pronto se alzará contra nosotros el
enemigo violento, que viene una batalla, no como la pasada
sino mucho más grave y violenta, que así nos lo ha dado a
conocer Dios diversas veces y que hemos recibido sobre eso
frecuentes advertencias de la providencia y misericordia del
Señor. Los que confiamos en él podemos estar seguros de
que no nos faltará ni su ayuda ni su misericordia porque, así
como ahora en la paz anuncia el combate futuro a sus sol-
dados, a la hora de la lucha dará la victoria a los que comba-
ten. Deseamos, hermano queridísimo, que tengas siempre
buena salud.



58

• Cipriano a los fieles de Tibarís

Siendo inminente la llegada de la persecución, exhorta Cipria-
no a los cristianos de Tibaris a que todos ellos, como soldados de Cristo, se dispongan al combate con fe y valor y con la esperanza en el cielo como recompensa del martirio.


Cipriano saluda a los fieles de Tibaris^^^.

1 Había pensado, hennanos queridísimos, y quería hacer-
lo, si las ocupaciones y las circunstancias me lo hubiesen
permitido, según vuestro deseo manifestado a menudo, ir yo
mismo a visitaros y animar como pudiese personalmente
con mis pobres exhortaciones a esa comunidad de herma-
nos. Pero, ya que me detienen aquí ocupaciones tan urgen-
tes que no puedo alejarme ni estar mucho tiempo separado

2 del pueblo que Dios se dignó poner bajo mi cuidado, entre-
tanto os envío esta carta que hace mis veces. Como el Señor
para instruimos se digna a menudo animamos y advertimos,
tenemos la obligación de comunicaros la desazón que sen-
timos por estas advertencias. Debéis, pues, saber y creer y
tener por cierto que tenemos encima el día de la persecución
y que se acerca el fm del mundo y los tiempos del anticristo,
para que estemos todos preparados para la lucha y no pen-
semos más que en la gloria de la vida etema y en la corona
que hemos de alcanzar con la confesión del Señor; y no
creamos que lo que ahora viene es lo mismo que lo pasado:
se acerca un combate más fuerte y más cruel, para el que los
soldados de Cristo se han de armar de una fe incorrupta y de
un valor vigoroso, pensando que para eso beben cada día el
cáliz de la sangre de Cristo, para que también ellos puedan

3 verter por Cristo su sangre. Pues querer encontrarse con
Cristo es imitar lo que él enseñó e hizo, como dice el após-
tol san Juan: «Quien dice que está con Cristo debe caminar
como él caminó» también el apóstol Pablo nos exhorta e
instruye diciendo: «Somos hijos de Dios y si somos hijos,
también herederos de Dios, coherederos con Cristo, con tal



(Tibaris, hoy Thibar, en Tunisia, era diócesis sufragánea de Cartago.)


que suframos con Él para ser también glorificados con
Él»^2«.

Conviene que ahora consideremos todo eso, para que na- 2
die ponga su afecto en nada de un mundo ya próximo a des-
aparecer, sino que todos sigamos a Cristo que vive etema-
mente y vivifica a sus siervos que tienen fe en su nombre.
Se acerca el tiempo, hermanos queridísimos, que el Señor
ya predijo y nos anunció que llegaría al decir: «Llegará un
tiempo en que todo el que os mate creerá que cumple un de-
ber con Dios. Pero obrarán así porque no han conocido al
Padre ni a mí. Os he dicho esto para que cuando llegue la
hora de estos sucesos os acordéis de que os lo he dicho»
Nadie se admire de que nos veamos agobiados por continuas 2
persecuciones y acongojados a cada paso por angustias in-
quietantes, porque el Señor ya predijo que había de suceder
así en los últimos tiempos y ya nos preparó para el cum-
plimiento de nuestros deberes de buenos soldados con el
magisterio de su palabra y con sus exhortaciones. También
su apóstol Pedro nos enseñó que hay persecuciones para que
seamos probados y para que, siguiendo el buen ejemplo de
los justos que nos precedieron, nosotros también nos una-
mos en el amor de Dios por la muerte y los padecimientos.
Escribió, en efecto, en su epístola lo siguiente: «Carísimos,
no os admiréis del fiiego que os viene, que es para probaros,
y no os desalentéis como si os ocurriese algo insospechado,
sino que, siempre que participéis de los padecimientos de
Cristo, alegraos para que en la manifestación de su gloria
vuestro gozo sea resplandeciente. Si os insultan por el nom-
bre de Cristo, felices vosotros, porque el nombre de la ma-
jestad y de la fuerza del Señor descansa en vosotros, que.
cierto, ellos blasfeman y nosotros honramos» Y es que
los apóstoles nos enseñaron lo que ellos mismos aprendie-
ron de la doctrina del Señor y de los preceptos celestiales; el
mismo Señor nos confortó diciendo: «No hay nadie que
abandone su casa o su campo o padres o hermanos o mujer
o hijos por el reino de Dios y no reciba siete veces más en
este mundo, y la vida eterna en el siglo venidero» Y otra
vez dice: «Seréis bienaventurados cuando os odien los hom-
bres y os separen y os echen y maldigan vuestro nombre
como malvado por causa del Hijo del hombre. Gozad y ale-
graos aquel día porque vuestra recompensa en los cielos se-
rá grande»

El Señor quiso que gozásemos y nos alegrásemos en las
persecuciones, porque cuando hay persecuciones es cuando
se dan las coronas de la fe, cuando los soldados de Dios son
probados y cuando los cielos se abt:en a los mártires. Pues
no nos inscribimos como soldados para pensar sólo en la
paz y eludir y rehusar las luchas, cuando el Señor, nuestro
maestro de humildad, de paciencia y de sufrimientos, fiie el
primero en servir en esta misma milicia, de modo que aque-
llo que nos enseñó que se debía hacer, fiie él el primero en
hacerlo, y el que nos exhortó a sufrir fiie el primero en sufrir por nosotros. No perdáis de vista, hermanos queridísimos, que el que recibió él solo del Padre la misión de juzgarlo todo y que ha de venir a juzgamos, ya dio por adelantado la sentencia de su juicio y de la causa fritura cuando predijo y aseguró que él confesaría delante de su Padre a los que le confesasen y que negaría a los que le negasen. Si pudiéramos escapamos de la muerte, habría razón para temerla. Pero, ya que es necesario que todo mortal muera, aproveche-
mos la ocasión que nos ofrecen la promesa y la bondad di-
vinas y muramos recibiendo el premio de la inmortalidad.
No temamos ser matados, pues nos consta que cuando nos
matan nos coronan.

Y que nadie se turbe, hermanos amadísimos, al pre- 4
senciar que nuestra comunidad fratema huye y se dispersa
por el miedo de la persecución, de no ver a nuestros herma-
nos congregados y de no oír a los obispos enseñar. No pue-
den permanecer entonces juntos los que no tienen derecho
de matar, al contrario, les sería inevitable el morir. En aque-
llos días, dondequiera que esté cualquiera de nuestros her-
manos, separado temporal y circunstancialmente del rebaño,
sólo corporalmente y no en espíritu, que no se azore ante el
horror propio de aquella huida o, si se ha retirado y escon-
dido, que no tema la soledad del desierto. No está solo
quien tiene a Cristo por compañero en su huida. No está
solo quien, conservando el templo de Dios, dondequiera que
esté no está sin Dios. Y si algún ladrón matase al fiigitivo 2
por los desiertos o por las montañas, si le devorase una fie-
ra, si se viera angustiado por el hambre, la sed o el frío, o si
mientras se escapa a toda prisa por el mar, la tempestad o la
borrasca lo sumergiese. Cristo contempla a su soldado en
todas partes en donde luche y concede el premio que pro-
metió que daría en la resurrección a quien muere por causa
de la persecución y por glorificar su santo nombre. Y no es
menos la gloria del martirio por no haber muerto en pre-
sencia de un público numeroso, siendo la razón de morir
morir por Cristo. Basta para dar testimonio del martirio
aquel testigo que prueba a los mártires y los corona.

Imitemos al justo Abel, hermanos amadísimos, que fue 5
el primer mártir al ser matado antes que ningún otro hombre
por causa de la justicia. Imitemos a Abraham, el amigo de
Dios, que no dudó en sacrificar a su hijo con sus propias
manos obedeciendo a Dios con fe y devoción. Imitemos a
los tres jóvenes Ananías, Azarías y Misael que, ni asustados
por su edad ni doblegados por la cautividad, después de
subyugada Judea y tomada Jerusalén, vencieron al rey en su
propio reino por la fuerza que da la fe; que, cuando se les
mandó que adorasen la estatua que había hecho el rey Na-
bucodonosor, se manifestaron más fuertes que las amena-
zas del rey y que las llamas, clamando en alta voz y dando
testimonio de su fe con estas palabras: «Rey Nabucodono-
sor, no necesitamos responderte sobre eso. El Dios al que
servimos tiene poder para sacamos del homo encendido y
nos liberará de tus manos. Y si no, has de saber que no ser-
vimos a tus dioses y que no adoramos la imagen de oro que
has levantado» Ellos creían según su fe que podían li-
brarse, pero añadieron «y si no» para que el rey supiese que
estaban dispuestos incluso a morir, por el Dios que adora-
2 ban. En eso consiste la fuerza del valor y la fe: en creer y
saber que Dios puede librar de la muerte presente y, a pesar
de ello, no temer a la muerte ni ceder, de manera que se
pueda dar una mayor prueba de fe. Salió de su boca el vigor
incormptible e invicto del Espíritu Santo para que quede
patente que es verdad lo que el Señor manifestó en su evan-
gelio cuando dijo: «Cuando estéis presos, no penséis qué
debéis decir. Pues en aquella hora ya os será inspirado lo
que tenéis que decir. Ya que no sois vosotros los que ha-
bláis, sino que es el espíritu de vuestro Padre quien habla
por vosotros» Dijo que nos será dado e inspirado por
Dios en aquella hora lo que deberemos decir y responder, y
que entonces no somos nosotos quienes hablamos, sino que
es el Espíritu de Dios Padre. Gomo este Espíritu no se aleja
ni se separa de los que lo confiesan, es Él mismo quien ha-
bla y es coronado en nosotros. Así Daniel, cuando le obli-
gaban a adorar al ídolo Bel, al que en aquellos tiempos hon-
raban el pueblo y el rey, con confianza plena y libertad
prormmpió, para rendir adoración a su Dios, en estas pala-
bras: «Yo no adoro nada más que a mi Señor que creó el
cielo y la tierra»

Y en el libro de los Mácateos, los grandes tormentos de
los bienaventurados mártires y los diversos suplicios de los
siete hermanos y aquella madre que conforta a sus hijos en
los tormentos y muere también con ellos, ¿no nos dan ejem-
plos de gran coraje y de fe? ¿No nos excitan sus sufrimien-
tos a la victoria del martirio? ¿Y los profetas favorecidos
por el Espíritu Santo con el conocimiento del futuro? ¿Y los
apóstoles a los que eligió el Señor? Cuando los justos mue-
ren por una causa justa ¿no nos han enseñado a morir tam-
bién a nosotros? Enseguida de nacer Cristo ya acaeció el
martirio de los niños, cuando los que tenían dos años o me-
nos fueron matados por su nombre. Una edad aún no apro-
piada para la lucha ya fue apta para el premio. Para manifes-
tar la inocencia de los que son matados por Cristo, los
inocentes niños fueron matados por su nombre. Quedó de-
mostrado que nadie está libre del peligro de la persecución,
ya que unos niños como aquéllos fueron martirizados. ¡Qué
cosa tan grave es que un esclavo que lleva el nombre de
cristiano se niegue a padecer cuando su Señor padeció pri-
mero, y que nosotros no queramos padecer por nuestros pe-
cados cuando él, que no los tenía propios, padeció por noso-
tros! ¡El Hijo de Dios padeció para hacemos hijos de Dios y
el hijo del hombre no quiere padecer para continuar siendo
hijo de Dios! Si sufrimos el oáio del mundo, primero lo su-
frió Cristo; si en este mundo padecemos injurias, exilios y
tormentos, penas mayores sufrió el creador y Señor del
mundo, que también nos advierte con estas palabras: «Si
el mundo os odia», dice, «recordad que primero me odió a
mí. Si fiiéseis del mundo, el mundo amaria lo que era suyo;
pero como no sois del mundo y yo os he elegido y os he sa-
cado del mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de lo
que os he dicho. El siervo no es más que su Señor. Si a mí
me han perseguido, también os perseguirán a vosotros»
Dios nuestro Señor hizo todo cuanto enseñó a fin de que el
discípulo que aprende las lecciones y no las practica no pue-
da alegar ninguna excusa.

7 Que ninguno de vosotros, hermanos amadísimos, se es-
pante por el miedo de la próxima persecución ni por la in-
minente llegada del Anticristo de tal manera que no se halle
armado contra todos los acontecimientos con las exhorta-
ciones del evangelio y con los preceptos y consejos celestia-
les. Viene el anticristo, es verdad, pero detrás viene Cristo.
Avanza y se ensaña el enemigo, pero tras él viene el Señor
que vengará nuestros padecimientos y heridas. El enemigo
se enftirece y amenaza, pero no falta quien puede librar de
2 sus manos. El que debe ser temido es aquel de cuya ira na-
die puede escapar, según lo advierte él mismo cuando dice:
«No tengáis miedo a los que matan el cuerpo y no pueden
matar el alma. Temed más a quien puede matar el cuerpo y
el alma arrojándolos al infiemo»^^^ Y también: «El que



(lo 15, 18-20. Hemos traducido en este párrafo el término saeculum, que aparece repetidas veces, por «mundo»; pero no queremos dar a entender que el mundo, en sí y como criatura de Dios, no sea bueno (cf. Gen 1, 7 ss.): son los pecados de los hombres los que lo afean y, en ese sentido, tradicionalmente se habla en la Iglesia del mundo como uno de los enemigos del alma. Se reñere, pues, a la humanidad apartada de Dios. 3" M/ 10, 28.)


ama su vida la perderá y el que odia su vida en este mundo
la conservará para la vida eterna» Y el Apocalipsis nos 3
enseña y amonesta diciendo: «Si alguien adora la bestia y su
imagen y recibe una señal en la frente y en la mano, beberá
el vino de la ira de Dios preparado en el vaso de su ira y re-
cibirá castigo de fuego y de azufre en presencia de los san-
tos ángeles y en presencia del Cordero, y el humo de sus
tormentos subirá por los siglos de los siglos, y nadie que
adore la bestia y su imagen tendrá reposo ni de día ni de no-
che»

Los hombres se ejercitan y se preparan para las luchas 8
de la tierra, y tienen a mucho honor verse coronados a la
vista del pueblo y en presencia del emperador. He aquí una
lucha sublime y grandiosa y, por el premio de la corona ce-
lestial, gloriosa, en la que nos contempla Dios mientras
combatimos y, mirando a los que se dignó hacer hijos su-
yos, disfruta con el espectáculo de nuestra lucha. Cuando
luchamos, cuando combatimos en las batallas de la fe nos
contempla Dios, nos contemplan los ángeles, nos contempla
también Cristo. ¡Qué dignidad tan grande y tan gloriosa,
qué felicidad es combatir teniendo a Dios por presidente del
espectáculo, y recibir la corona conquistada teniendo por
juez a Cristo! Armémonos, hermanos amadísimos, con to- 2
das nuestras fuerzas y preparémonos a la lucha con un alma
pura, con una fe entera y con un valor ferviente. ¡Adelante
los ejércitos de Dios hacia la batalla que se nos declara!
Ármense los que se han mantenido fieles, para que el fiel no
pierda lo que hasta ahora ha mantenido. Que se armen tam-
bién los lapsos, para que también el lapso recupere lo que
perdió. A los fieles anímeles al combate el honor y a los
lapsos el dolor. El santo Apóstol nos enseña a armamos y a
preparamos diciendo: «Nuestra lucha no es contra la came y
la sangre, sino contra las potestades y contra los príncipes
de este mundo y de las tinieblas, contra los espíritus de mal-
dad que hay por el aire. Revestios, pues, de todas las armas
para que podáis resistir en el peor de los días, y habiendo
acabado toda vuestra obra, alzaos ceñidos los lomos con la
verdad, con la justicia por coraza, calzados los pies para
anunciar el evangelio de la paz, llevando el escudo de la fe
para poder apagar en él todos los dardos encendidos del
enemigo maligno, el yehno de salvación y la espada del es-
píritu que es la palabra de 0108»^"^°.

Tomemos estas armas, resguardémonos con estas defen-
sas espirituales y celestiales, para que el peor de los días
podamos resistir las amenazas del diablo y rechazarlas. Cu-
brámonos con la coraza de la justicia para que el pecho esté
protegido y seguro contra los dardos del enemigo. Estén
calzados nuestros pies y armados con el magisterio evangé-
lico, para que cuando la serpiente sea pisoteada y aplastada
por nosotros, no nos pueda morder ni derribar. Llevemos
con coraje el escudo de la fe, con cuya protección sean re-
pelidos todos los dardos del enemigo. Tomemos también el
yelmo espiritual para cubrimos la cabeza, para defendemos
las orejas, a fin de que no oigamos los edictos de muerte;
defiéndanse los ojos, a fm de que no vean los ídolos abomi-
nables; defiéndase la frente, para que se conserve intacta la
señal de Dios; defiéndase la boca, para que la lengua victo-
riosa confiese a Cristo su Señor. Armemos la mano derecha
con la espada del espíritu, para que rechace con valentía los
sacrificios funestos, se acuerde de la eucaristía y abrace al
Señor con la misma mano que recibe su cuerpo y que des-
pués ha de recibir el premio de las coronas celestiales.

¡Oh, qué día tan bello y tan grande será, amadísimos her-
manos, cuando el Señor pase revista a su pueblo y con su
ciencia divina juzgue los méritos de cada uno y lance a los
malvados al infierno y condene a nuestros perseguidores al
castigo eterno de las llamas, y a nosotros nos conceda el pre-
mio a nuestra fe y a nuestra entrega! ¡Qué gloria y qué ale-
gría tan grande ser admitidos para ver a Dios, ser honrados
con el gozo de la salvación y de la luz eterna en compañía
de Cristo, tu Dios y tu Señor! ¡Encontrarse con Abraham,
Isaac y Jacob, con todos los patriarcas, apóstoles, profetas y
mártires, gozar con los justos y con los amigos de Dios de
los placeres de la inmortalidad conseguida, y poseer allí
aquello «que ni ojo vio, ni oído oyó, ni hombre alguno pudo
pensar»! El Apóstol proclama que recibiremos más de lo
que merecemos aquí por nuestras obras y sufrimientos, di-
ciendo: «Los padecimientos de esta vida no son compara-
bles con la gloria venidera que se manifestará en nosotros»
Cuando llegue aquella manifestación, cuando el resplandor
de Dios brille en nosotros, estaremos tan felices y contentos
por el honor recibido de la bondad del Señor, como serán
humillados y desgraciados los que desertaron de sus filas o
se rebelaron contra él y acataron las leyes del diablo, de
modo que han de ser atormentados con el fuego que no se
apaga en compañía del mismo diablo.

Que estas verdades se graben bien en vuestros corazo-
nes. Que sea ésta nuestra preparación de armas, ésta nuestra
meditación día y noche: tener siempre ante los ojos, consi-
derar en la mente y en nuestros sentidos los suplicios de los
malos y los premios y méritos de los justos, con qué penas
amenaza el Señor a los que le niegan y, en cambio, qué
gloria promete a los que le confiesan. Si nos coge el día de
la persecución pensando y meditando eso, el soldado de
Cristo, instruido en sus mandatos y enseñanzas, no se asusta
del combate, está preparado para recibir la corona. Deseo,
amadísimos hermanos, que tengáis siempre buena salud.



59

Cipriano a Cornelio

Cipriano previene a Cornelio de Roma respecto a los cismáti-
cos de Cartago encabezados por Fortunato y Felicísimo que, re-
chazados por los obispos de África, recurrieron a Cornelio para
ganarse voluntades y autoridad. Nos aporta un valioso testimonio para el conocimiento interno de la Iglesia en África a mitades del siglo III.

Cipriano saluda a su hermano Comelio.

He leído, amadísimo hermano, la carta que me has en-
viado por medio de nuestro hermano el acólito Sáturo, llena
de amor fraternal, de disciplina eclesiástica y de gravedad
episcopal, en la que me decías que Felicísimo enemigo
de Cristo, no de ahora sino excomulgado ya tiempo atrás
por sus muchos y gravísimos delitos, y condenado no sólo
por mi sentencia sino por la de muchos colegas, ha sido re-
chazado ahí por ti; y que, habiendo llegado rodeado de una
caterva de partidarios desesperados, con toda la energía con
que han de obrar los obispos lo has expulsado de la Iglesia
de la que ya había sido echado tiempo atrás con todos sus
semejantes por la Majestad divina y por el rigor de Cristo,
Señor y juez nuestro, para que el causante del cisma y de la
discordia, el malversador del dinero que le fue confiado, el
seductor de vírgenes, el destructor y corruptor de muchos
matrimonios, no siga ultrajando con la vergüenza de su pre-
sencia y con su contacto impúdico y sacrilego a la esposa de
Cristo incorrupta, santa y pura.

Pero habiendo leído, hermano, la segunda carta que aña- 2
diste a la primera^, me ha admirado mucho ver que te ha-
bías dejado impresionar un poco por las amenazas de inti-
midación de los recién llegados cuando, según escribes, te
acometieron amenazándote todos fuera de sí con que, si no
admitías la carta que habían traído, la leerían públicamente
y proferirían muchas infamias e ignominias dignas de su
boca. Si las cosas van así, queridísimo hermano, de forma 2
tal que son temidas las audacias de los malvados, y que los
perversos consiguen a fuerza de temeridad y de amenazas
desesperadas lo que no pueden conseguir mediante el dere-
cho y la justicia, se acabó la fuerza episcopal y la sublime y
divina potestad de gobernar la Iglesia, y los cristianos no
podremos ya seguir existiendo por más tiempo si hemos lle-
gado al extremo de tener que temer las amenazas y las insi-
dias de hombres perdidos. Porque también nos amenazan 3
los gentiles, los judíos y los herejes, y todos aquellos cuyo
corazón y cuya mente están poseídos por el demonio mani-
fiestan todos los días su rabia venenosa con gritos furiosos.
Pero no porque amenacen hay que ceder, ni el adversario ni
el enemigo es mayor que Cristo por el hecho de atribuirse y
tomarse tanta potestad en el mimdo. Hemos de mantener,
queridísimo hermano, la fortaleza inconmovible de la fe, y



(Estas cartas están, ambas, perdidas.)


hemos de oponer un valor continuo e inalterable como un
peñón resistente y sólido frente a todos los ataques y cho-

4 ques de las olas desatadas. Y no importa de dónde le viene a
un obispo la amenaza o el peligro, porque vive siempre ex-
puesto a amenazas y peligros, y de estas amenazas y peli-
gros proviene su gloria. Tampoco hemos de esperar y pen-
sar que las amenazas sólo nos pueden venir de parte de los
gentiles o de los judíos, cuando vemos que el mismo Señor
nuestro ñie abandonado por sus hermanos y traicionado por
aquel que él mismo había elegido entre sus apóstoles; asi-
mismo, al principio del mundo, fue su propio hermano el
que mató al justo Abel, y fue su hermano quien, como un
enemigo, persiguió a Jacob cuando huía, y sus hermanos
quienes vendieron a José, y leemos también en el evangelio
la predicción de que los mayores enemigos serán los de casa
y que los que más unidos estuvieron por el sagrado vínculo
de la unidad de sentimientos se entregarán después unos a
otros. No importa que sea éste o el otro quien nos entregue
o nos trate de forma inhumana cuando es Dios quien permi-
te que seamos entregados y coronados. No es una ignominia
para nosotros padecer de parte de nuestros hermanos lo que
Cristo padeció, ni es una gloria para ellos hacer lo que hizo

5 Judas. Pero ¡qué soberbia, qué jactancia más hinchada, or-
guUosa y vana la de estos pregoneros de amenazas, que las
profieren ahí contra un ausente, teniéndome aquí en persona

6 a su disposición! No tememos sus injurias, con las que se
despedazan diariamente a ellos mismos y a sus vidas; no
nos asustan las varas ni las piedras ni las espadas que lanzan
con palabras de parricidas. Por lo que a ellos corresponde,
éstos ya son homicidas delante de Dios. Pero no pueden
matar si el Señor no se lo permite. Y aunque hemos de mo-
rir una sola vez, ellos nos matan a diario con su odio, con
sus palabras y sus delitos.

Pero, hermano amadísimo, porque se nos ataque con in- 3
sultos o se nos perturbe con intimidaciones, no por eso he-
mos de abandonar la disciplina eclesiástica o relajar la seve-
ridad episcopal, pues la divina Escritura ya viene en nuestro
socorro y nos avisa diciendo: «Pero el hombre presuntuoso,
contumaz y jactancioso no hará nada, él que ensanchó su
alma tanto como el infiemo»^'^^ Y también: «Y no temáis
las palabras del pecador, pues su gloria se volverá estiércol
y gusanos. Hoy será ensalzado y mañana no se le encontra-
rá, pues se ha convertido en su tierra y su pensamiento se
perderá» Y en otro sitio: «Vi al impío ensalzado que se
elevaba más que los cedros del Líbano; y pasé y ya no esta-
ba; lo busqué y no encontré su lugar» El orgullo, el en- 2
vanecimiento, la jactancia arrogante y altiva no nacen de la
enseñanza de Cristo, el cual enseña la humildad, sino del
espíritu del anticristo que el Señor reprende por medio del
Profeta diciendo: «Tú has dicho en tu corazón: 'subiré al
cielo, pondré mi asiento sobre las estrellas de Dios; me sen-
taré en una montaña más alta que las montañas altas, hacia
el Norte, subiré más que las nubes, seré semejante al Altí-
simo'». Y añade: «Pero tú bajarás a los infiernos, hasta los
cimientos de la tierra; y los que te vean se te quedarán mi-
rando»

Por eso la Escritura divina, en otro lugar, amena-
za con ima pena semejante a los que son así, diciendo:
«Vendrá el día del Señor de los ejércitos sobre todo el que
injuria y sobre el soberbio, y sobre todo el engreído y alta-
nero» Cada uno, pues, se manifiesta enseguida por su 3
boca, por sus palabras, y al hablar descubre si lleva en el co-
razón a Cristo o al anticristo, como dice el Señor en su
evangelio: «Raza de víboras, ¿cómo podéis decir cosas bue-
nas si sois malos?, pues de la abundancia del corazón habla
la boca. El hombre bueno saca cosas buenas de su buen te-
soro, y el hombre malo de su mal tesoro saca cosas ma-
las» Por eso aquel rico pecador, que implora el socorro
de Lázaro que está en el seno de Abraham, en el lugar de la
felicidad, cuando se abrasa entre llamas ardientes presa de
tormentos, paga sobre todo el castigo en la boca y en la len-
gua más que en todas las demás partes del cuerpo, porque
había pecado más con la lengua y con la boca.

En efecto, cuando está escrito: «Tampoco los que inju-
rian conseguirán el reino de Dios»^^^; y cuando el Señor dice
también en su evangelio: «Quien diga insensato a su herma-
no, quien lo llame loco, será condenado a la gehenna del
fuego» ¿cómo pueden escapar al rigor de la venganza del
Señor los que profieren tales ultrajes no sólo contra sus her-
manos, sino también contra los obispos, a los que la gracia
de Dios concede un honor tan grande que quienquiera que
desobedecía a su sacerdote y al juez que había a la sazón era
inmediatamente condenado a muerte? En el Deuteronomio
habla el Señor Dios así: «Y cualquier hombre que en su so-
berbia no escuche al sacerdote y al juez que haya en aque-
llos días, morirá; y todo el pueblo al saberlo tendrá miedo, y
ya no obrarán impíamente nunca más»^^l También dice
Dios a Samuel cuando los judíos lo despreciaban: «No es a
ti al que han despreciado, sino a mí»^^"*. Y el Señor también
dice en el Evangelio: «El que os escucha a vosotros me escucha a mí y al que me envió; y el que os rechaza a vosotros
me rechaza a mí y al que me envió» Y después de sanar
al leproso le dijo: «Ve y preséntate d sacerdote»

Y después, cuando en el tiempo de la pasión recibió una bofetada del criado del sacerdote y éste le dijo: ¿así contestas al pontífice?, el Señor no dijo nada injurioso contra el pontífice ni le rebajó en nada el honor sacerdotal, sino que defendiendo y probando más bien su inocencia, dijo: «Si he hablado mal,repréndeme por lo que hay de malo; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» También después, según los
Hechos de los Apóstoles, el apóstol san Pablo, cuando le
dijeron: «¿Así atacas con malas palabras al sacerdote de
Dios?», a pesar de que después de la crucifixión del Señor
ellos eran sacrilegos, impíos y sanguinarios y de que ya no
tenían nada del honor y de la autoridad sacerdotales, sin
embargo considerando Pablo el solo nombre — aunque va-
cío — y una como sombra sacerdotal que aún tenía, res-
pondió: «No sabía, hermanos, que fiiese pontífice, pues está
escrito: 'no maldecirás al príncipe de tu pueblo'»

Precediéndonos unos ejemplos tan significativos y mu-
chos otros como éstos mediante los cuales se confirman por
querer de Dios la autoridad y potestad sacerdotales, ¿qué
piensas de aquellos que, enemigos de los sacerdotes y re-
beldes contra la Iglesia católica, no se asustan ni ante las
amenazadoras amonestaciones del Señor ni ante el castigo
del futuro juicio? No de otra fuente salen las herejías y na-
cen los cismas sino de no obedecer al sacerdote de Dios y
de no pensar que en la Iglesia no hay más que una cabeza,
sacerdote o juez según se precise, el cual tiene la represen-


(Áct 23, 4-5. La alusión a lo que «está escrito» se refiere a Ex 22; 27.)



tación de Cristo. Si, según las enseñanzas divinas, todos los
fieles obedecieran a este sacerdote, nadie revolvería nada
contra el colegio sacerdotal, nadie, después del juicio divi-
no, del sufragio del pueblo y del consentimiento de los otros
obispos, osaría hacerse juez no ya sólo de los obispos sino
del mismo Dios, nadie dividiría la Iglesia de Cristo con la
desunión, nadie, creyéndose algo y lleno de soberbia, crea-
ría fuera de la Iglesia una herejía nueva, si no es un hombre
de una temeridad tan sacrilega y de un alma tan ruin que
piense que puede llegar a ser obispo sin el juicio de Dios,
cuando el Señor dice en su evangelio: «¿No se venden dos
pajaritos por un as, y ni uno cae al suelo sin el consenti-
miento del Padre?» Cuando dice que ni las cosas más pe-
queñas suceden sin la voluntad de Dios, ¿hay quien pueda
pensar que las cosas grandes y más altas se hacen en la
Iglesia de Dios sin su conocimiento o su consentimiento?
¿Y los sacerdotes, esto es, sus administradores, van a ser
ordenados sin que Él lo mande? Eso es no tener la fe gracias
a la cual vivimos; eso es no honrar a Dios, por cuya volun-
tad y disposición sabemos y creemos que se gobiema y rige
todo. Es cierto que hay obispos que no son hechos por la
voluntad de Dios; pero éstos son los obispos hechos fuera
de la Iglesia, son los obispos hechos contra la disposición y
la tradición del evangelio, como dice el mismo Señor en los
doce profetas: «Ellos mismos se hicieron un rey, pero no
por medio de mí»^^^; y en otro lugar: «Sus sacrificios son
como pan de duelo; todos los que lo coman se contamina-
rán» Y por medio de Isaías también clama el Espíritu
Santo diciendo: «¡Ay de vosotros, hijos desertores, esto dice
el Señor: tuvisteis consejo sin mí e hicisteis asamblea sin
contar con mi espíritu, para añadir pecados sobre pecados»

Además — y lo digo porque se me provoca, lo digo con 6
dolor, lo digo porque me veo obligado — un obispo que es
puesto en lugar de uno muerto, que es elegido pacíficamen-
te por votación de todo el pueblo, que es protegido por Dios
en la persecución, que está fielmente unido a todos sus co-
legas, que cuenta con la estima de sus fieles durante cuatro
años de episcopado, que en tiempo de calma está al servicio
de la disciplina, que en tiempo de tempestad, consignado y
añadido el nombre de su dignidad de obispo ha sido proscri-
to que tantas veces ha sido reclamado para los leones del
circo, que ha sido honrado en el anfiteatro por el testimonio
de la bondad del Señor y que ha sido reclamado a gritos otra
vez por el pueblo en el circo — precisamente los mismos
días en que os escribía esta carta — para ser echado a los
leones, con ocasión de unos sacrificios que con la promul-
gación de un edicto se mandaba celebrar al pueblo; cuando 2
un obispo así, queridísimo hermano, aparece atacado por
algunos desesperados y perdidos, separados además de la
Iglesia, ya se ve quién es el que ataca: no es, ciertamente,
Cristo, que elige y protege a sus sacerdotes, sino aquel que,
adversario de Cristo y enemigo de su Iglesia, persigue al
prelado de la Iglesia con hostilidad para atacar más fiera-
mente y con más violencia y provocar el naufiragio de la
Iglesia después de haber quitado al timonel.

A ningún fiel que recuerde el evangelio y que conserve 7
en la memoria los preceptos y advertencias del apóstol, ha
de impresionar, hermano queridísimo, que en los últimos
tiempos algunos hombres soberbios y contumaces y enemi-


(Alude a la orden de la proscripción, que se transmite en la carta 66)


gos de los sacerdotes de Dios se separen de la Iglesia o ac-
túen contra ella, pues el Señor y sus apóstoles ya predijeron

2 de antemano que ahora habría hombres así. Y nadie se sor-
prende tampoco de que el siervo puesto al frente sea aban-
donado por algunos, cuando su mismo Señor, que hacía cosas
grandes y admirables y confirmaba el poder de Dios Padre
con el testimonio de sus obras, fue abandonado por sus dis-
cípulos; y, sin embargo, no reprendió a los que lo dejaban ni
los amenazó con severidad, sino que, vuelto a los apóstoles,
les dijo: «¿También vosotros queréis marcharos?», respe-
tando así la ley por la que el hombre, dejado dueño de su li-
bertad y de su propio arbitrio, se gana ya la muerte, ya la

3 vida. Pero Pedro, sobre el que el Señor había construido
la Iglesia, hablando por todos y respondiendo en nombre de la
Iglesia, dijo: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de
vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que eres el Hijo
de Dios vivo» significando y mostrando con eso que los
que se alejan de Cristo se pierden por su culpa, pero que la
Iglesia, que cree en Cristo y guarda las verdades que una
vez ha aprendido, nunca se aparta para nada de él, y que la
Iglesia la forman aquellos que permanecen en la casa de
Dios; pero que no son plantío hecho por Dios Padre aque-
llos a quienes no vemos posarse, con la estabilidad del gra-
no, sino revolotear como pajas al soplo del enemigo que les
dispersa; de ellos dice también Jxian en su epístola: «De nos-
otros salieron, pero no fiieron de los nuestros; pues si hubie-
sen sido de los nuestros, habrían perseverado con nosotros»^^^. También Pablo nos aconseja no inmutamos cuando
los malos se separan de la Iglesia, y que no mengüe nuestra
fe por la deserción de los malvados: «¿Qué importa», dice,
«si algunos de ellos han perdido la fe?; ¿es que su infideli-
dad ha hecho inútil la fe de Dios? De ningún modo: pues
Dios es veraz, pero todo hombre es mentiroso»

En cuanto a nosotros, hermano, es un deber de concien- s
cia procurar que nadie por culpa nuestra se separe de la
Iglesia; pero si alguien se separase voluntariamente de ella y
por sus pecados, y se negase a hacer penitencia y a volver a
la Iglesia, nosotros, el día del juicio estaremos libres de cul-
pa porque velamos por su salvación, y ellos solos serán cas-
tigados, porque no quisieron ser curados con nuestros con-
sejos saludables. Ni nos han de inmutar las injxmas de los 2
hombres perversos para descaminamos del camino recto y
de la regla segura, cuando ya el Apóstol nos instruye di-
ciendo: «Si totara de agradar a los hombres, no sería siervo
de Cristo» Interesa averiguar si se quiere hacer méritos
ante los hombres o ante Dios. Si se agrada a los hombres se
ofende al Señor. Pero si nos esforzamos y ponemos nuestro
empeño en complacer a Dios, hemos de menospreciar las
injurias y la maledicencia de los hombres.

En cuanto a que no te he escrito enseguida, queridísimo 9
hermano, sobre Fortunato, ese pseudo-obispo consagrado por
unos cuantos herejes ya antiguos, es que no se trataba de al-
go tan grande y temible que fiiese preciso informarte de ello
inmediatamente, sobre todo porque ya te sonaba bastante el
nombre de Fortunato, que es uno de aquellos cinco presbíte-
ros que hace tiempo se separaron de la Iglesia y fueron
excomulgados recientemente por sentencia de muchos y
muy respetables colegas nuestros en el episcopado, quienes
ya te escribieron sobre eso el año pasado y conocías tam-


(Sobre estos cinco presbíteros habla la carta 43.
Esta carta sinodal se ha perdido. )



bién a Felicísimo el abanderado de la sedición, del que
hablan también nuestros colegas obispos en la carta que te
enviamos hace tiempo, y que no sólo fue excomulgado aquí
por ellos, sino que también ha sido expulsado de la Iglesia
ahí por ti mismo recientemente. Porque confiaba en que es-
tabas al corriente de todo eso y porque estaba seguro de que
lo tenías presente en la memoria y en tu gobierno, he creído
que no era necesario comunicarte las locuras de los herejes
con tanta prisa y urgencia. Pues no conviene a la majestad
ni a la dignidad de la Iglesia católica ocuparse de las auda-
cias que los herejes puedan maquinar entre ellos. También
dicen que los partidarios de Novaciano han elegido ahora
aquí por pseudo-obispo al presbítero Máximo a quien
hace poco nos había enviado Novaciano como legado y al
que rechazamos de nuestra comunión. Pero no te escribí so-
bre el caso porque todo eso lo menospreciamos, y ya te envié
hace poco los nombres de los obispos de aquí que, íntegros
y sanos, gobiernan a los fíeles dentro de la Iglesia católica.
A todos los nuestros les ha parecido oportuno hacerte esa
relación de nombres por escrito con el fin de tener un
medio breve de disipar el error y de conocer perfectamente
la verdad, y para que supieseis tú y nuestros colegas a quién
podéis dirigir y de quién debéis recibir mutuamente cartas.
Y si alguien, aparte de los que hemos mcluido en nuestra
carta, osara escribiros, debierais saber o bien que es uno de
los que se han mancillado con el sacrificio o con el libelo, o
bien un hereje, es decir, un perverso y un profano. Sin em-
bargo, teniendo la oportunidad de un clérigo de mi confian-



("° Véase la carta 41.
En la carta 50 habla el papa Comelío de este presbítero desterrado con Longino y Maqueo.
Esta relación de obispos no se conserva; en opinión de algunos son los cuarenta y dos que constan en la carta 57. )



za como el acólito Feliciano, al que me enviaste con nuestro
colega Perseo, te escribí también sobre este Fortunato junto
con las otras noticias que te tenía que dar de aquí. Pero,
mientras aquí nuestro hermano Feliciano se retrasaba por el
viento contrario o porque lo deteníamos para que se llevara
otras cartas, se le adelantó Felicísimo, que iba a toda prisa
hacia ahí. Así pues, siempre la maldad se da más prisa, co-
mo si apresurándose pudiera prevalecer sobre la inocencia.

Por medio de Feliciano te hice saber, hermano, que ha- lo
bía venido a Cartago Privato^^^ antiguo hereje de la colonia
de Lambesa, condenado por noventa obispos hace muchos
años por numerosos y graves delitos, y también, como voso-
tros no ignoráis, severísimamente censurado en unas cartas
de nuestros antecesores Fabián y Donato Éste, habiendo
dicho que quería defenderse ante nosotros en el concilio que
celebramos en los últimos idus de mayo^^^ y no habiendo
sido admitido, hizo pseudo-obispo a este Fortunato, digno
colega suyo. Había venido también con él un tal Félix, a i
quien él mismo había hecho pseudo-obispo tiempo atrás
fuera de la Iglesia, en la herejía. Y también estuvieron con
el hereje Privato sus compañeros Jovino y Máximo, conde-
nados por la sentencia de nueve colegas nuestros por -los
abominables sacrificios y crímenes que les íueron probados,
y después excomulgados de nuevo por nosotros en mayor
número, en el concilio del año pasado. A estos cuatro se 3
unió también Reposto de Sutunurca^^^, que no se contentó
con apostatar él solo en la persecución, sino que hizo caer
con su persuasión sacrilega a la mayor parte de su pueblo.



("3 Habla de éUa carta 36, 4,1.
^"^^ Se refiere al papa Fabián, antecesor de Comelio, y a Donato, antecesor de Cipriano.
El día 15 de mayo del 252.
Es el Reposto citado en la carta 42.)


Estos cinco hombres, con otros pocos que habían sacrifica-
do o que tenían mala conciencia, fueron los que eligieron a
Fortunato para pseudo-obispo de modo que, reunidos en
uno solo los crímenes de todos, el que los mandaba era tal
cuales eran los subordinados.

Ahora ya puedes deducir de eso, hermano amadísimo,
las otras mentiras que han divulgado esos hombres desespe-
rados y perdidos. Por ejemplo, si entre sacrificatP'^'^ y here-
jes no eran más de cinco los pseudo-obispos que vinieron a
Cartago y eligieron a Fortunato compañero de su demencia,
ellos, no obstante, como hijos del diablo y llenos de menti-
ra, osaron, según nos escribes, propagar que habían asistido
veinticinco obispos. Estas mentiras ya las hacían correr an-
tes por aquí entre nuestros hermanos, diciendo que iban a
venir veinticinco obispos de la Numidia para elegirse un
obispo. En su impostura fueron descubiertos y avergonza-
dos después, cuando se reunieron sólo cinco náufragos ex-
comulgados por nosotros, y entonces navegaron hacia Ro-
ma con la mercancía de sus falsedades, como si no pudiese
navegar detrás de ellos la verdad para desmentir con prue-
bas de hechos ciertos sus lenguas embusteras. Es una verda-
dera locura, hermano, no reflexionar, no saber que la menti-
ra no puede engañar mucho tiempo, que sólo es de noche
mientras no se hace de día, pero que cuando el día amanece
y sale el sol, las tinieblas y la oscuridad huyen de la luz y
cesan las maldades que campaban por la noche. En fin, si
les pidieras los nombres, no los tendrían ni inventándolos:
tan grande es la penuria que tienen incluso de gente mala,
que no pueden reunir con ellos ni a veinticinco sacriflcati o
herejes. Y, sin embargo, hinchan mentirosamente el número



(Los sacriflcati eran los lapsi que en la persecución habían apostatado ofreciendo sacrificio. )


para engañar a la gente sencilla y a los ausentes como si,
aunque este número fuese verdad, quedase ya vencida la
Iglesia por los herejes o la justicia por los injustos.

No conviene, hermano amadísimo, que yo obre ahora
como ellos y vaya siguiendo con mis palabras sus delitos
pasados y actuales, pues hemos de considerar qué es lo que
han de decir y escribir los sacerdotes de Dios, y entre noso-
tros no ha de hablar tanto el resentimiento como la mode-
ración, no parezca que, sintiéndome provocado, acumulo yo
aquí contra ellos insultos más que crímenes y pecados. Na-
da digo, pues, de los fraudes cometidos contra la Iglesia;
paso por alto sus conspiraciones, adulterios y diversos tipos
de delitos solamente creo que no se debe callar uno de
sus crímenes, que no es cosa que me afecte a mí ni a ningún
otro hombre sino a Dios: que desde el primer día de la per-
secución, cuando eran aún recientes los pecados de los que
caían y no sólo los altares del diablo sino incluso las manos
y bocas de los lapsos humeaban con abominables sacrifi-
cios, ellos no dejaron de estar en comunión con ellos y de
oponerse a que hicieran penitencia. Dios clama: «El que
ofrezca sacrificios a los dioses y no a Dios sólo será arran-
cado de raíz»^^^. Y en el evangelio dice el Señor: «al que
me niegue Yo lo negaré» Y en otro pasaje la indigna-
ción, la ira divina no calla y dice: «A ellos hicisteis libaciones y ofrecisteis sacrificios. ¿Y no me voy a indignar de esto?, dice el Señor» ¡Y se oponen a que se haga oración a
Dios, cuando Él mismo atestigua su indignación! ¡Y se opo-
nen a que se niegue con súplicas y satisfacciones a Cristo,
que declara que negará a quien lo niegue!



(Véanse las cartas 41 y 43.)


Nosotros ya en el tiempo de la persecución escribimos
cartas sobre lo mismo y no fuimos escuchados Después,
en un concilio con numerosos asistentes, decretamos, no
sólo de común acuerdo, sino incluso con conminaciones, que
los hermanos hiciesen penitencia y que nadie concediese la
paz temerariamente a quienes no la hiciesen. Y ellos, sacri-
legos contra Dios, temerarios de impía locura contra los obis-
pos de Dios, separados de la Iglesia y alzados en armas pa-
rricidas contra ella, procuran que la diabólica malicia acabe
su obra y la clemencia divina no cure a los heridos dentro
de su Iglesia. Impiden con el engaño de sus mentiras la pe-
nitencia de los desgraciados para que no se satisfaga a la in-
dignación de Dios, para que el que antes tuvo vergüenza o
tuvo miedo de ser cristiano, no busque después a Cristo su
Señor, para que no vuelva a la Iglesia el que se había aleja-
do de ella. Se esfuerzan para que los delitos no sean redi-
midos con justas satisfacciones y lamentaciones ni las heri-
das lavadas con lágrimas. La verdadera paz es robada con el
engaño de una falsa paz, el seno de salvación de la madre es
cerrado por obra de la madrastra, para que no se oigan los
llantos y gemidos que salen del corazón y de la boca de los
lapsos. Los lapsos incluso se ven impelidos a insultar a los
obispos con las mismas lenguas y bocas que les sirvieron
para pecar en el Capitolio Llenan de injurias y maldicio-
nes a los confesores, a las vírgenes y a todos los justos que
más sobresalieron en la fe y son la gloria de la Iglesia, Éstos
no hacen tanto mal a la modestia, la humildad y la honesti-
dad de los nuestros como a su propia esperanza y a su pro-



(Se refiere, entre otras, a la mencionada carta 43 y a la 16, 17, 19 y 26.
El de la primavera del 251.
Se llamaba el Capitolio al lugar de Cartago donde, a imitación de Roma, estaba el templo de Júpiter, Juno y Minerva, delante del cual se obligaba a sacrificar durante la persecución de Decio.)


pia vida, pues no es digno de compasión quien oye los in-
sultos sino quien los profiere, ni falta a la ley quien es herido por un hermano sino quien lo hiere; y cuando los malva-
dos injurian a los inocentes, los que reciben la injuria son
quienes creen hacerla. Aún más, de eso les proviene una 4
conmoción del entendimiento, un embotamiento del espíritu
y una enajenación de sentimientos: es un efecto de la ira de
Dios no conocer los propios delitos de modo que imo no se
arrepienta de ellos, como está escrito: «Y Dios les dio un
espíritu de letargo» es decir, para que no vuelvan y se
curen y sanen después de pecar, mediante justas súplicas y
satisfacciones. El apóstol Pablo escribe en su epístola: «No
tuvieron amor a la verdad, que los hubiera salvado; y por
eso les enviará Dios un poder engañoso para que crean a la
mentira y sean juzgados todos los que no creyeron en la
verdad sino que se complacen en la injusticia»

El más alto grado de felicidad es no pecar, el segundo es reconocer los pecados cometidos. Allí reina la inocencia íntegra e incorrupta que conservará la salud, aquí la medicina que curará; ambos grados han perdido éstos con la ofensa a Dios: han perdido la gracia que se recibe por la santificación bautismal y no se ha asumido la penitencia por la que se cura la culpa. ¿Piensas quizá, hermano, que son pecados leves con-
tra Dios, que son delitos pequeños y sin importancia: que,
por culpa de ellos, no se suplique a la majestad de Dios
enojado, que no se teman la ira, el fuego y el día del Señor,
y que, próximo ya el anticristo, se desarme la fe del pueblo
combatiente desposeyéndolo de la audacia y del temor de
Cristo? Que los laicos vean cómo remedian esto; a los sa- 5
cerdotes nos corresponde principalmente el cuidado de defender y procurar la gloria de Dios, no vayamos a aparecer
algo negligentes en este pxinto, ya que el Señor nos amones-
ta diciendo: «Y ahora este mandato es para vosofros, ¡oh sa-
cerdotes!: si no ofs y si no ponéis interés en honrar mi nom-
bre, dice el Señor, lanzaré contra vosotros la maldición y
maldeciré vuestra bendición» ¿Se honra, pues, a Dios al
menospreciar su majestad y su juicio de manera que, cuan-
do él dice que se indigna y se enoja contra los sacrificado-
res, y les amenaza con penas eternas y supUcios inacaba-
bles, los sacrilegos enseñan y dicen que no se piense en la
ira de Dios, que no se tema el juicio del Señor, que no se
llame a la puerta de la Iglesia de Cristo sino que, dejando a
un lado la penitencia y sin hacer ninguna confesión del cri-
men, menospreciando y pisoteando a los obispos, unos pres-
bíteros aconsejen dar la paz con palabras engañosas, y, para
evitar que los lapsos se levanten o que vuelvan a la Iglesia
los que están fuera de ella, unos excomulgados ofrezcan la
comunión con la Iglesia?

A éstos no les fue suficiente separarse del Evangeho;
quitar a los lapsos la esperanza- de satisfacción y de arre-
pentimiento; alejar todo pensamiento y ñuto de penitencia
de los implicados en fraudes o de los manchados con adul-
terios o con el funesto contagio de los sacrificios, para evi-
tar que rogasen a Dios e hiciesen confesión de sus crímenes
en la Iglesia; haber establecido fuera de la Iglesia y contra
ella un conventículo de la facción perversa, donde reunir
una caterva de pecadores que no quieren rogar a Dios ni ha-
cer penitencia. Además de eso, después de haberse elegido
\m pseudo-obispo hecho por herejes, todavía osan navegar y
llevar cartas de cismáticos y de profanos a la cátedra de Pedro e Iglesia principal de donde proviene la unidad del sa-
cerdocio, sin pensar que aquéllos son los mismos romanos
cuya fe alaba el Apóstol, inaccesibles a la perfidia. ¿Cuál 2
fue la causa que les movió a ir y anunciar la creación de un
pseudo-obispo contra los obispos? Pues, o les parece bien lo
que hicieron y no se retractan de su delito o, si lo desaprue-
ban y se alejan de ello, ya saben a dónde han de volver.

En efecto, habiendo sido resuelto por todos nosotros — y es,
por otro lado, equitativo y justo — que todos los procesos se
diluciden allí mismo donde se cometió el delito, y teniendo
cada pastor adscrita una parte de su rebaño para regirla y
gobernarla, con la obligación de dar cuenta de sus actos al
Señor, es preciso que estos súbditos nuestros no vayan de
aquí para allá ni rompan con su astucia y su engañosa te-
meridad la concordia que une entre sí a los obispos, sino
que defiendan su causa allí donde pueden tener acusadores
y testigos de su crimen: a no ser que a unos pocos desespe-
rados y perdidos les parezca de poco valor la autoridad de
los legítimos obispos de África, los cuales ya los jxizgaron,
y hace poco condenaron, con la severidad de su dictamen,
su conciencia amarrada por los lazos de sus numerosos deli-
tos. Ya está examinada su causa, ya se ha pronunciado la
sentencia contra ellos, y no es congruente con la autoridad
de los obispos ser reprochados de ligereza y de inconstan-
cia, cuando el Señor nos instruye diciendo: «Sea vuestra
manera de hablar sí, sí; no, no»^^^

Si contamos el número de los que los juzgaron el año 15
pasado, incluidos presbíteros y diáconos, son más los que
entonces tomaron parte en el proceso y en el juicio que los
que ahora parecen partidarios de Fortunato. Porque has de
saber, hennano carísimo, que, después de que los herejes lo
hicieron pseudo-obispo, ya lo han abandonado casi todos.
Ya que aquellos que antes eran engañados con apariencias y
con mentiras al decírseles que volverían todos juntos a la
Iglesia, cuando vieron que allí se había nombrado un pseu-
do-obispo, se dieron cuenta de que habían sido burlados y
engañados, y todos los días vuelven y llaman a las puertas
de la Iglesia, si bien nosotros, que hemos de dar cuenta a
Dios, no dejamos de sopesar escrupulosamente y de exami-
nar con todo cuidado quiénes son los que han de ser recibidos

2 y admitidos a la Iglesia. Pues algunos de tal manera tienen
en su contra sus delitos, o son tan obstinada y firmemente
rechazados por los hermanos, que no pueden ser admitidos
de ninguna manera sin escándalo y peligro de muchos. Ya
que no se debe recoger algo que está podrido si va a sufrir
daño lo que está intacto y sano, ni es un pastor bueno y pru-
dente el que incorpora al rebaño ovejas enfermas y conta-
giadas de forma que contaminen al rebaño entero al ponerlo

3 en contacto con su mal ¡Oh, si pudieras, hermano queridí-
simo, estar aquí con nosotros cuando estos malos hombres,
estos perversos, vuelven del cisma! Verías cuánto me cuesta
persuadir a nuestros hermanos a que tengan paciencia, a que
calmen su indignación y consientan en que sean recibidos y
curados los malos. Pues, igual que se alegran y gozan de la
vuelta de los tolerables y menos culpables, se indignan y re-
sisten cuando los incorregibles y violentos, los contamina-
dos con adulteríos o con sacrificios, y encima de eso orgu-
llosos, vuelven a la Iglesia, para corromper las almas buenas.
Apenas llego a convencer al pueblo; más bien, tengo que 4 obligarle a consentir la admisión de éstos. Y la indignación
de los hermanos ha resultado más justa por cuanto que al-
gunos que habían sido admitidos por mi benignidad a pesar
de la resistencia y de la oposición del pueblo, se hicieron
peores de lo que antes eran y no pudieron mantenerse fieles
a la penitencia porque no habían venido con verdadero arre-
pentimiento.

¿Y qué diré de estos que ahora han navegado hasta ésa i6
en compañía de Felicísimo, el culpable de todos los críme-
nes, como legados enviados por el pseudo-obispo Fortunato,
llevándote una carta tan falsa como su mismo autor, como
su conciencia cargada de crímenes, como su vida execrable
y vergonzosa, tanto que, si estuviesen todavía en la Iglesia
unos hombres así, habrían de ser expulsados de ella? Como i
ya conocen su culpabilidad, no se atreven a venir, no osan
acercarse al umbral de la Iglesia; sino que van errando por
fiaera, por la provincia, mirando de engañar y expoliar a los
hermanos, y, como son ya demasiado conocidos por todos,
y han sido expulsados de todas partes por sus crímenes,
ahora navegan hacia vosotros. No pueden tener la osadía de
venir aquí, de estar entre nosotros, pues son muy vergonzo-
sos y muy graves los crímenes que los hermanos les impu-
tan. Que vengan si quieren conocer nuestra sentencia. En 3
fin, si pueden tener alguna excusa y defensa, veamos qué
piensan respecto a su satisfacción, qué fiiito de penitencia
nos muestran: ya que aquí la Iglesia no se cierra a nadie, ni
a nadie rehúsa el obispo; nuestra tolerancia, benignidad y
afabilidad siempre están a punto para todos los que se nos
acercan. Mi deseo es que todos vuelvan a la Iglesia, que to-
dos nuestros compañeros de armas entren en el campamento
de Cristo y en la casa de Dios Padre. Todo lo paso por alto,
disimulo muchas cosas por el afán y deseo de ver reunidos a
todos los hermanos. Ni los pecados cometidos contra Dios
examino con todo el escrúpulo que pide la religión. Casi pe-
co por perdonar los delitos más fácilmente de lo que con-
viene. Abrazo con amor pronto y cabal a los que confiesan
su pecado con humilde y sincera satisfacción.

17 Pero si hay algunos que creen poder volver a la Iglesia
con amenazas y no con ruegos, o que piensan que se abren
el camino no con lamentos y satisfacciones sino con imposi-
ciones, que tengan por seguro que seguirá cerrada para ellos
la Iglesia del Señor y que los campamentos de Cristo, invencibles y inertes, protegidos por la defensa del Señor, no
se rinden a las amenazas. Un obispo de Dios que observa el
evangelio y guarda los preceptos de Cristo puede caer muer-
to, pero no ser vencido. Nos sugiere y suministra ejemplos
de virtud y de fe Zacarías, aquel pontífice de Dios que, no
habiendo podido ser aterrorizado con amenazas ni con pie-
dras, fue rematado en el templo del Señor cuando gritaba lo
mismo que nosotros gritamos contra los herejes diciendo:
«Esto es lo que dice el Señor: habéis abandonado los cami-
2 nos del Señor y el Señor os abandonará a vosotros» Pues
porque unos cuantos temerarios y malvados dejen los cami-
nos celestiales y de salvación del Señor, y por no obrar
santamente sean abandonados por el Espíritu Santo, no por
eso también nosotros hemos de olvidamos de la tradición
divina creyendo que los delitos de los furiosos son más po-
derosos que las disposiciones de los obispos o considerando
que los esfuerzos humanos tienen más poder para atacar que
la ayuda de Dios para proteger.

18 ¿Hasta ese punto, amadísimo hermano, se han de rebajar
la dignidad de la Iglesia católica, la majestad de los fíeles
que moran en ella leales e incorruptos y hasta la autoridad y
el poder episcopal, hasta decir que quieren juzgar al que
está al frente de la Iglesia los herejes que están fuera de la
Iglesia, los enfermos al sano, los heridos al incólume, los
caídos al que está en pie, los reos al juez y los sacrilegos al
sacerdote? ¿Qué queda ya sino que la Iglesia ceda el lugar
al Capitolio y, yéndose los sacerdotes y llevándose el altar
del Señor, vengan los simulacros y los ídolos con sus aras a
ocupar el lugar sagrado y venerable en donde se reúne nues-
tro clero, y se dé a Novacianó un tema más largo y más va-
riado para gritar contra nosotros y para insultamos, si aque-
llos que sacrificaron y negaron públicamente a Cristo ya no
sólo son buscados y admitidos sin hacer penitencia, sino
que incluso llegan a imponerse por el terror? Si piden la paz,
que depongan las armas. Si vienen a satisfacer, ¿por qué ame-
nazan? O bien, si amenazan, deben saber que los obispos de
Dios no los temen. Porque ni el anticristo, cuando venga,
entrará en la Iglesia por sus amenazas; ni se cede a sus ar-
mas y a su violencia porque diga que acabará con los que se
le oponen.

Cuando los herejes creen aterrorizamos con sus
amenazas, nos arman, y no nos hacen caer de bruces, sino
que nos levantan y nos encienden más cuando ofrecen a los
hermanos una paz que es peor que la misma persecución.
Deseamos que no pongan criminalmente en práctica lo que
dicen en su locura, no sea que quienes ahora pecan de pala-
bra pérfida y cruelmente, pequen también de obra. Pedimos
y rogamos a Dios, a quien ellos no paran de provocar e irri-
tar, que se amansen sus corazones, que, depuesto su furor,
vuelvan a la salud espiritual, que sus corazones cubiertos
por las tinieblas de los pecados reconozcan la luz de la peni-
tencia, y que supliquen más bien que sea el prelado quien
eleve súplicas y oraciones por ellos que ellos quienes vier-
tan la sangre del obispo Pero si siguiesen en su locura, si
perseverasen cruelmente en estas insidias y amenazas pa-
rricidas, no hay ningún obispo de Dios tan débil, tan abati-
do, tan abyecto, tan impotente a causa de la debilidad hu-

(El juego que hace san Cipriano con la pareja fundere preces I fundere sanguinem no es traducible al español; por eso hemos empleado el modismo «elevar súplicas y oraciones».)


mana, que no se alce con la ayuda divina contra los enemi-
gos que atacan a Dios, que no sienta su hiunildad y debili-
dad animadas por el vigor y la fuerza de la protección del
Señor. Nosotros no nos preocupamos por saber a manos de
quién ni cuándo hemos de morir, preparados como estamos
a recibir del Señor el premio de la muerte y del martirio.
Quienes están en una condición digna de llorarse y de la-
mentarse son aquellos a quienes de tal modo ha cegado el
diablo que, sin parar mientes en los etemos suplicios del in-
fierno, se esfuerzan en imitar lo que será la venida del anti-
cristo que ya se acerca

Y aunque sé, hermano amadísimo, que por el mutuo
amor que nos debemos y tenemos lees siempre ahí mis car-
tas a ese ilustre clero que se sienta contigo y al pueblo santo
y numeroso, con todo ahora te sugiero y te pido que hagas
en atención a mi ruego lo que otras veces haces espontá-
neamente y como un honor, para que, si ahí se ha introduci-
do algún contagio de esa venenosa doctrina y siembra pestí-
fera, tras la lectura de esta carta desaparezca por entero de
los oídos y corazones de los hermanos, y el amor perfecto y
sincero de los buenos quede limpio de toda la sordidez de la
herética maledicencia.

Por lo demás, que nuestros hermanos queridísimos se
aparten valientemente y huyan de toda palabra y conversación
con aquellos cuyo lenguaje se introduce como el cáncer
Como dice el Apóstol, «Las malas conversaciones corrom-
pen los espíritus buenos» y también: «Huye del hombre



(En aquella época, igual que en otras anteriores y posteriores, estaba generalizada la creencia de que el fín del mundo estaba próximo: no como afirmación de una verdad revelada, sino como deseo y esperanza de ver a Cristo triunfante)


hereje después de una corrección, sabiendo que un hombre
así es perverso y peca y se condena a sí mismo» Y por
Salomón dice el Espíritu Santo: «El perverso lleva la perdi-
ción en su boca, y en sus labios esconde fuego» y aún
vuelve a advertimos así: «Cierra tus oídos con cercado de
espinas y no escuches la lengua malvada» y otra vez: «El
malo escucha lo que dice la lengua de los inicuos, pero el
justo no pone su atención en los labios mentirosos» Y 2
aunque bien sé que nuestros hermanos de ahí, fortificados
por vuestra solicitud y cautos por su vigilancia, no pueden
ser sorprendidos ni engañados por el veneno de los herejes
y que en ellos prevalecen las enseñanzas y los mandamien-
tos divinos tanto cuanto es también grande su temor de Dios;
sin embargo, por un exceso de celo o por un exceso de amor
me he sentido inducido a escribiros, para que no haya con
esta clase de gente ningún comercio, no se tengan con estos
malvados ni convites ni conversaciones, y vivamos tan ale-
jados de ellos como ellos lo están de la Iglesia, pues está es-
crito: «Si también menosprecia a la Iglesia, tenlo por gentil
y publicano»^^^; y el santo Apóstol no sólo aconseja sino
que manda separarse de ellos: «Os mandamos», dice, «en el
nombre del Señor Jesucristo que os separéis de todos los
hermanos que caminan desordenadamente y no conforme a
las enseñanzas que recibieron de nosotros» No puede
haber ninguna alianza entre la fe y la perfidia. El que no
está con Cristo, el que es adversario de Cristo, el que es
enemigo de la unidad y la paz de Cristo, no puede estar unido a nosotros. Si vienen con ruegos y con propósitos de sa-
tisfacción, que se los escuche. Si profieren maldiciones y
amenazas, que se los rechace. Te deseo, hermano queridísi-
mo, que sigas bien de salud.


60

Cipriano a Cornelio

Es ésta una de tantas cartas en las que el obispo de Cartago
testimonia la adhesión de su Iglesia a la de Roma y a Cornelio, así como la concordia, la unidad y la fe de toda la Iglesia. Se manifiesta su preocupación por las actividades del cismático Novaciano.

Cipriano saluda a su hermano Cornelio.

1 Hemos conocido, hermano amadísimo, los gloriosos tes-
timonios de fe y de valor que habéis dado'*****. Y nos hemos
enterado del honor de vuestra confesión con tanta alegría
que nos consideramos compañeros vuestros y partícipes de
vuestros méritos y elogios. En efecto, teniendo nosotros una
sola Iglesia, un alma unida y un único corazón, ¿qué obispo
no se felicitaría por las glorias de un colega como si fuesen
propias, qué hermanos no se alegrarían en todas partes con

2 el gozo de sus hermanos? No se puede expresar bastante to-
da la alegría, todo el regocijo que hubo aquí cuando nos
enteramos de vuestras buenas noticias y de vuestros actos
de valor y de cómo tú fiiiste el caudillo de los hermanos en
la confesión, y cómo la confesión del jefe se ha realzado
con la unanimidad de sentimientos de los hermanos, y cómo



(^ Estaba entonces el papa san Cornelio exiliado en Centumcellae, cerca de Roma, donde dio la vida por la fe.)


yendo por delante atrajiste a muchos compañeros de gloria,
y cómo les moviste a convertirse en todo un pueblo de con-
fesores cuando estuviste preparado el primero para confesar
la fe por todos: tanto que no sabemos qué hemos de elogiar
más en vosotros, si la pronta y firme fe que mostraste o la
inseparable caridad de los hermanos. Se comprobó allí pú-
blicamente el valor del obispo que iba delante y se manifes-
tó la unión de los hermanos que lo seguían. Teniendo todos
vosotros una sola alma y una sola voz, toda la Iglesia roma-
na confesó.

Ahora ha resplandecido, hermano queridísimo, la fe que
elogió en vosotros el santo Apóstol. Ya preveía entonces en
espíritu este glorioso valor y esta firme resistencia, y al proclamar proféticamente vuestros méritos, animaba a los hijos
alabando a los padres. Con vuestra xmanimidad, con vuestra
fortaleza habéis dado grandes ejemplos de unidad y de valor
a los otros hermanos. Habéis enseñado en gran manera a te-
mer a Dios, a establecer una firme unión con Cristo, a unir-
se estrechamente el pueblo con sus obispos en el peligro, a
no separarse los hermanos de los hermanos en la persecu-
ción: a entender que los que tienen unido el corazón no
pueden ser vencidos, y que el Dios de la paz concede a los
pacíficos todo lo que le piden unánimemente. El enemigo
había asaltado los campamentos de Cristo para perturbarlos
con el terror y la violencia; pero fue rechazado con la mis-
ma fiierza con que él había venido y encontró tanta fortaleza
y vigor como miedo y terror traía. Creía que podría doble-
gar otra vez a los siervos de Dios y que los aturdiría, según
su costumbre, como si fiiesen novatos e inexpertos, sin pre-
paración ni cautela. Después de atacar primero a imo solo,
había intentado, como un lobo, separar la oveja del rebaño;
como un gavilán, segregar la paloma de la bandada. Pues el
que no tiene suficientes fiierzas contra todos juntos intenta
3 sorprenderlos de xino en uno. Pero, rechazado por la fe y por
el valor de un ejército bien unido, cayó en la cuenta de que
los soldados de Cristo permanecían en vela, que ya estaban
atentos y armados para la lucha, que no podían ser vencidos
aunque podían morir, y que precisamente por eso eran in-
vencibles, porque no tienen miedo a la muerte, y que no se
defienden contra quienes los atacan, pues no está permitido
a los inocentes matar ni siquiera a los dañinos, sino que ofre-
cen prontos la propia vida y la propia sangre para verse más
rápidamente libres de malvados y de crueles cuando hay en

4 el mundo tanta maldad y crueldad. ¡Qué glorioso espectácu-
lo fue aquél a los ojos de Dios, qué gozo en la presencia de
Cristo el de su Iglesia: presentarse a la lucha que había pro-
vocado el enemigo, no los soldados de uno en uno, sino todo
el ejército en pleno! Pues es seguro que, si lo hubiesen po-
dido saber, habrían acudido todos allí, ya que todos los que

5 lo supieron corrieron a toda prisa. ¡Cuántos lapsos se reha-
bilitaron allí con una confesión gloriosa! Resistieron valien-
tes, hechos más valientes aún para el combate por el mismo
dolor de su arrepentimiento: para que se vea que antes fue-
ron sorprendidos y atemorizados por el miedo de una cosa
nueva y extraordinaria, pero que, confortados después, ha-
bían recuperado sus fuerzas en el temor de Dios, se habían
robustecido para sufrirlo todo con constancia y firmeza, y
ahora se hallaban en disposición de recibir no el perdón de
los pecados sino la corona del martirio.

3 ¿Qué dice a todo esto Novaciano, hermano queridísimo?
¿Desiste ya de su error, o tal vez, como suele suceder a to-
dos los locos, se siente aún más enloquecido por nuestra
fortuna y prosperidad, y, cuanto más aumenta aquí la gloria
del amor y la fe, tanto más se recrudece allí la demencia de
la discusión y la envidia? Y el desgraciado de él no cura sus
heridas sino que abre otras más graves en sí mismo y en los suyos, gritando con su lengua en perjuicio de los hermanos
y disparando los dardos de su venenosa palabra; más bien
rígido con la maldad de la filosofía mundana que afable con
la suavidad de la sabiduría del Señor, desertor de la Iglesia,
contrario a la misericordia, asesino de la penitencia, maestro
de la soberbia, corruptor de la verdad y destructor de la ca-
ridad. ¿Reconoce ya quién es el obispo de Dios, cuál es la
Iglesia y la casa de Cristo, quiénes son los siervos de Dios
perseguidos por el diablo, quiénes los cristianos atacados
por el anticristo? Él no busca a los que ya tiene bajo su do-
minio ni desea abatir a los que ya ha hecho suyos. El ene-
migo y rival de la Iglesia menosprecia y deja de lado como
vencidos y cautivos a los que alejó y sacó fuera de ella, y va
a atacar a aquellos en los que ve que Cristo habita.

A pesar de eso, si fuese apresado alguno de estos extra-
viados, no se debe sentir satisfecho como si fuera un confe-
sor de la fe, pues es sabido que si son matados así, fuera de
la Iglesia, no reciben la corona de la fe sino el castigo de su
maldad; y no pueden habitar en la casa de Dios entre los
hermanos bien unidos los que vemos que huyeron de la casa
de la paz y de Dios movidos del furor de la discordia.

Te exhortamos, hermano queridísimo, cuanto nos es po-
sible, por el amor mutuo que nos une, ya que nos advierte y
previene la providencia del Señor y nos recuerdan los salu-
dables consejos de la divina misericordia que se acerca ya el
día d€ nuestra lucha y de nuestra prueba, a perseverar a una
con los fieles en ayunos, vigilias y oraciones. Sean asiduos
nuestros lamentos y reiteradas nuestras súplicas. Pues éstas
son para nosotros las armas celestiales que nos hacen ser
firmes y perseverar con fortaleza: éstas son las defensas es-
pirituales y las armas divinas que nos protegen. Concordes
y unánimes, acordémonos unos de otros, roguemos siempre
de un lado y de otro por nosotros, aliviémonos en las penas y angustias con recíproca caridad. Y si alguno de los que
estamos aquí precede a los demás por la gracia de Dios, que
nuestro amor persevere en presencia del Señor, que no cese
la oración a la misericordia del Padre por nuestras hermanas
y hermanos. Deseo, hermano queridísimo, que tengas siem-
pre buena salud.





61

Cipriano a Lucio

Muerto Comelio en el destierro tras tres años de episcopado,
su sucesor en la sede de Roma, Lucio, que había sido también des- terrado inmediatamente por Galo, ha vuelto de nuevo a los suyos. Cipriano y sus colegas lo felicitan jubilosamente.

Cipriano y sus colegas saludan a su hermano Lucio "^^^

No hace mucho, hermano queridísimo, te felicitamos "^^^
por haberte otorgado la divina gracia, dentro de la adminis-
tración de su Iglesia, el doble honor de confesor y obispo
Ahora volvemos a felicitaros tanto a ti como a tus compañe-
ros y a toda la comxmidad fraterna porque la bondad del Se-
ñor y su continua protección os ha hecho volver de nuevo a
los suyos con la misma gloria y honor, haciendo que el
pastor volviese a apacentar el rebaño, el timonel a gobernar
la nave y el jefe a regir al pueblo, y se viese claramente que
vuestro destierro fue consentido por Dios no para que le

(San Lucio, mártir, fue sucesor de Comelio en la sede romana. Su pontificado duró sólo unos meses, algo menos de ocho.
Si la felicitación fue por carta, no se conserva ésta.
En el texto dice sacerdotem, palabra que como ya se ha dicho, muchas veces es empleada con el significado de obispo.)




faltase a la Iglesia su obispo desterrado y exiliado sino para
que volviese más glorioso a ella.

No fiie menor el mérito del martirio de los tres jóvenes
porque salieron sanos y salvos del homo de fuego, burlada
la muerte; ni Daniel al no ser devorado dejó de ser digno de
alabanza porque, habiendo sido lanzado como presa a los leo-
nes, vivió por la protección del Señor para ser glorificado.
En los confesores de Cristo, el aplazamiento del martirio no
mengua el mérito de la confesión, sino que es una manifes-
tación de las maravillas de la protección divina. Nosotros ve-
mos reproducido en vosotros lo que aquellos jóvenes fuertes
e ilustres proclamaron en presencia del rey: que ellos esta-
ban dispuestos a ser abrasados por las llamas por no servir a
los dioses de él ni adorar la imagen que él había hecho; pero
que el Dios al que ellos adoraban, que es el que nosotros
también adoramos, era capaz de sacarlos del homo y de li-
brarlos de las manos del rey y de los tormentos que les
amenazaban. Todo esto lo vemos repetido ahora en vuestra
fiel confesión y en la protección que habéis recibido del Se-
ñor: cuando estabais preparados y prontos para sufrir cual-
quier suplicio, el Señor os ha querido salvar del tormento y
guardaros para la Iglesia. Con vuestro retomo no se ha he-
cho menor en el obispo la gloria de la confesión, sino que
ha aumentado la dignidad episcopal con la asistencia al altar
de un pontífice que induce a los fieles a tomar las armas de
la confesión y a sufrir el martirio, no con palabras sino con
obras, y cuando se acerca el Anticristo prepara a los solda-
dos para la lucha no sólo con las incitaciones de sus pala-
bras y de sus discursos, sino también con el ejemplo de su
fe y de su arrojo.

Comprendemos, hermano queridísimo, y vemos con to-
da la claridad de nuestro corazón los planes santos de sal-
vación de la divina majestad; por qué estalló de repente ahí
hace poco la persecución ^^"^j por qué tan de repente se desa-
tó el poder secular contra la Iglesia de Cristo y el obispo
Comelio, bienaventurado mártir, y contra todos vosotros:
fiie para que el Señor mostrase — a fin de confiindir y reba-
tir a los herejes — cuál es la Iglesia, quién su único obispo
elegido por disposición divina, quiénes eran los presbíteros
revestidos de la dignidad sacerdotal unidos al obispo, quién
es el verdadero y unido pueblo de Cristo, ligado por la cari-
dad propia del rebaño del Señor; quiénes eran los que el
enemigo atacaba y quiénes, en cambio, los que dejaba a un
lado como suyos. Pues el adversario de Cristo no persigue
ni ataca sino al campamento y a los soldados de Cristo. Me-
nosprecia y abandona a los herejes que ya tiene dominados
y hechos suyos, y trata de hacer caer a los que ve en pie.

¡Y ojalá, queridísimo hermano, hubiese posibilidad de
estar ahí ahora en vuestro regreso, pues os amamos con ca-
riño recíproco, para participar también con los otros de la
grandísima alegría de vuestra llegada! ¡Qué alegría la de los
fieles ahí! ¡Qué gentío, qué abrazos de todos los que os sa-
len a recibir! Apenas se puede corresponder a los besos de
los que se acercan, los rostros y los ojos del pueblo no pue-
den casi saciarse de miraros por la alegría de vuestro retor-
no. Los hermanos que están ahí pueden hacerse una idea de
la alegría que producirá la venida de Cristo, de la cual, co-
mo ya se acerca, sois vosotros una prefiguración: de modo
que, así como la venida de Juan, el precursor y delantero,
anunció que Cristo había venido, así ahora la vueha del
obispo confesor y sacerdote del Señor hace comprender que
el Señor ya vuelve. Os enyiamos, hermano carísimo, en re-
presentación nuestra, tanto yo como los colegas y todos los



(Se refiere a la persecución de Gayo y Volusiano del año 252, apaciguada al año siguiente con la muerte de aquéllos. )


hermanos, esta carta con la que os hacemos patente nuestro
gozo y nuestros sinceros afectos de amistad, dando sin cesar
gracias a Dios Padre y a su Hijo Cristo nuestro Señor en
nuestros sacrificios y oraciones, pidiendo y rogando al mis-
mo tiempo, que Él, que es perfecto y perfecciona, conserve
y lleve a término en vosotros la gloriosa corona de vuestra
confesión. Quizá Él os ha hecho volver con el intento de
que no quedara oculta vuestra gloria, como quedaría si se
hubiera consumado vuestro martirio fiiera de la patria. Pues la
víctima que da ejemplo de valor y fe a los hermanos, debe
ser inmolada en presencia de los hermanos'^^^. Deseamos,
hermano carísimo, que tengas siempre buena salud.





62

Cipriano a Jenaro

Cipriano, preocupado por los cautivos caídos en poder de los
bárbaros, no se contenta con dolerse sino que, previa cuestación en su Iglesia, encomienda los ingresos reunidos a los obispos de Numidia para que se empleen en rescatar a los cautivos,

Cipriano saluda a sus hermanos Jenaro, Próculo, Máxi-
mo, Víctor, Modiano, Nemesiano, Námpulo y Honorato

Con el más intenso dolor de corazón y con lágrimas leí- i
mos la carta que nos escribisteis, queridísimos hermanos,
dictada por la solicitud de vuestro amor, sobre la cautividad



(En la última carta, la 81, 1, 1, san Cipriano resalta este hermoso pensamiento con el deseo de su propia inmolación.
"^^^ Son los mismos destinatarios, obispos de Numidia, de la carta 70, sobre el bautismo de los herejes. )


de nuestros hermanos y hermanas Pues quién no se afli-
girá por las desgracias tan graves y quién no tomará como
suyo el dolor de su hermano, cuando nos dice el apóstol
Pablo: «Si un miembro padece, todos los otros miembros
padecen; si im miembro se alegra, se alegran también todos
los otros miembros» '^^l Y en otro lugar: «¿Quién enferma
que no enferme yo?»^^. Por eso ahora hemos de considerar
como nuestra la cautividad de nuestros hermanos y tomar
como propia la pena de los que son probados así, pues so-
mos efectivamente un solo cuerpo por nuestra unión y nos
debe mover no sólo nuestro afecto sino también la religión
para redimir a los miembros que son nuestros hermanos.

En efecto, puesto que el Apóstol añade: «¿No sabéis que
sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vos-
otros?» "^^^5 incluso si la caridad no nos impulsara a prestar
ayuda a nuestros hermanos, habríam,os de considerar que son
templos de Dios los que han sido hechos cautivos y que nos-
otros no hemos de consentir con nuestra prolongada negli-
gencia y con nuestra indiferencia que estén cautivos mucho
tiempo los templos de Dios, sino que hemos de trabajar con
todas las fuerzas que podamos y actuar rápidamente si nos
queremos hacer dignos con nuestros servicios de Cristo juez,
Señor y Dios nuestro. Pues cuando dice el apóstol Pablo:
«Todos los que fuisteis bautizados en Cristo os habéis re-
vestido de Cristo»'*^ ^ hemos de contemplar a Cristo en nues-



(Se refiere, probablemente, a númidas cristianos hechos cautivos por bárbaros de más allá de la Numidia interior, que aprovecharon para la incursión la oportunidad de la licencia de la 3 * Legión Augusta que había en Lambesis en tiempos de Galo.)


tros hermanos cautivos, y redimir de la cautividad al que
nos redimió de la muerte, para que el que nos sacó de las
fauces del diablo, ahora el mismo que permanece y habita
en vosotros, sea liberado de las manos de los bárbaros, y sea
redimido con dinero el que nos redimió con la cruz y la
sangre. Él permite que sucedan estas cosas para probar
nuestra fe, para ver si cada uno de nosotros hace por los
otros lo que quisiera que los otros hiciesen por él, en el caso
de verse él mismo cautivo entre los bárbaros. ¿Quién habrá
que, si tiene sentmiientos humanitarios y el amor al prójimo
lo anima, si es padre, no piense que están allí sus hijos; si es casado, no considere con dolor y a la vez con amor conyu-
gal que allí está cautiva su mujer? Y ¡qué aflicción, qué tor-
mento supone para todos nosotros el peligro que corren las
vírgenes allí detenidas, en las cuales no hemos de lamentar
sólo la pérdida de la libertad, sino también la de la honra, ni
hemos de llorar tanto las cadenas de los bárbaros como las
violencias de los libertinos en los lugares de corrupción, por
temor de que se manchen al contacto con el desenfreno de
los violadores unos miembros dedicados a Cristo y entrega-
dos por la virtud de la virginidad al honor de la continencia
perpetua!

Meditando y considerando con dolor todo esto nuestros
hennanos de aquí al leer vuestra carta, ofrecieron enseguida,
gustosa y generosamente ayudas en dinero para sus herma-
nos, si siempre dispuestos con la firmeza de su fe a trabajar
por Dios, ahora más animados a estas acciones de salvación
al contemplar un dolor tan grande. Pues, si dice el Señor en
el Evangelio: «Estuve enfermo y me visitasteis» ¡con
cuánta mayor recompensa por nuestra obra ha de decir: «Es-
tuve cautivo y me rescata^S)^! Y si dice también: «Estuve
encarcelado y vinisteis a verme», ¡cuánto más ha de decir:
«Estuve en la cárcel del cautiverio, encerrado entre cadenas
me vi tendido en poder de los bárbaros, y me librasteis de
aquella cárcel de esclavitud», cuando llegue el día del juicio
en que recibiréis el premio del Señor! En fin, os damos mu-
chísimas gracias porque habéis querido damos participación
en vuestro celo y en una obra tan buena y necesaria, ofre-
ciéndonos unos campos fecundos en los que sembrar la si-
miente de nuestra esperanza con la mirada en la cosecha
abundantísima que procede de esta acción celestial y salu-
dable. Os hemos enviado cien mil sestercios"^^^ que se han
recogido entre nosotros de la colecta del clero y de los fie-
les^ en esta Iglesia que presidimos por la misericordia del
Señor, y que vosotros distribuiréis ahí según vuestra dis-
creción.

Deseamos vivamente que nunca más suceda algo pareci-
do y que nuestros hermanos, protegidos por el poder del Se-
ñor, estén a salvo de peligros de esta clase. Pero si alguna
vez sucediese una cosa como ésta para prueba de nuestro
espíritu de caridad y para saber hasta dónde llega la fe de
nuestro corazón, no dudéis en comunicárnoslo en vuestras
cartas, teniendo por seguro que nuestra Iglesia y todos los
hermanos de aquí ruegan para que eso no suceda más y que,
si sucediese, os prestarían su ayuda con agrado y genero-
samente. Y para que tengáis presentes en vuestras oraciones
a nuestros hermanos y hermanas que rápida y gustosamente
contribuyeron a tan necesaria empresa, y a fin de que con-
tribuyan siempre y les agradezcáis la buena acción en vues-
tros sacrificios y plegarias, he añadido los nombres de todos
ellos y también los de nuestros colegas y obispos que, ha-
llándose presentes, contribuyeron según sus posibilidades
en nombre suyo y en el de sus fieles; y, además de nuestra
propia aportación, detallo y remito también estas pequeñas
cantidades de ellos; de todos ellos debéis acordaros en vues-
tras oraciones y súplicas, como lo exige la fe y la caridad.
Os deseamos, hermanos queridísimos, que tengáis siempre
buena salud en el Señor y os acordéis de nosotros.



63

Cipriano a Cecilio

Basándose en la sagrada Escritura, Cipriano enseña en esta
carta, eminentemente didáctico-práctica, que en el sacrificio del cáliz ha de ofrecerse vino mezclado con agua. Afirma claramente lai presencia real del cuerpo y sangre de Cristo en el pan y en el cáliz del sacrificio.

Cipriano saluda a su hermano Cecilio^*'*.

Aunque sé, hermano carísimo, que muchos obispos a los i
que Dios se dignó encomendar las Iglesias del Señor en to-
do el mundo se mantienen en las verdades evangélicas y en
las enseñanzas del Señor y no se apartan con ninguna inno-
vación humana de las doctrinas y ejemplos de nuestro
maestro Jesucristo, no obstante, ya que algunos, o por igno-
rancia o por inadvertencia, al consagrar el cáliz del Señor y
al administrarlo al pueblo no hacen lo que hizo y enseñó a
hacer Jesucristo nuestro Dios y Señor, autor y maestro de
este sacrificio, he creído que era cosa piadosa y necesaria



(Era obispo de Bilta y es el mismo que escribió con Cipriano al papa Comelío sobre la reconciliación de los lapsos la carta 57» y la carta 4 a Pomponio sobre las vírgenes. )



dirigiros una carta sobre esto, para que si alguien se encuen-
tra aún en este error, tan pronto como se le descubra la luz
de la verdad vuelva a la raíz y origen de las enseñanzas del
Señor. Y no creas, hermano carísimo, que escribimos opi-
niones nuestras y humanas, o que, atrevidos, asumimos este
trabajo espontáneamente, pues mantenemos nuestra peque-
ñez dentro de una humilde y respetuosa moderación. Pero
cuando Dios inspira y manda algo, no tiene el servidor fiel
más remedio que obedecer al Señor, quedando libre ante to-
dos de la sospecha de atribuirse algún poder por arrogancia,
puesto que se ve obligado a temer ofender al Señor si no
cumple lo que se le manda.

Debes saber que se nos ha advertido que se guarde la
tradición del Señor en la ofrenda del cáliz y no se haga otra
cosa que lo que hizo primero Él por nosotros: que el cáliz
que se ofrece en conmemoración suya sea un cáliz con vi-
no^^^ Pues al decir Cristo: «Yo soy la vid verdadera» la
sangre de Cristo evidentemente no es agua sino vino. Y no
se puede creer que en el cáliz está la sangre que nos redimió
y dio vida, si en el cáliz falta el vino con que se hace presen-
te la sangre de Cristo, la cual está anunciada en la doctrina y
el testimonio de todas las Escrituras.

Pues encontramos por una parte en el Génesis respecto a
este sacramento que Noé fue un precursor y, por otra, que
allí hubo una figura de la pasión del Señor en que bebió vi-
no, en que se embriagó, en que se desnudó en su casa y en



(El texto latino es: ut calix... mixtus vino offeratur, cuya traducción literal sería «cáliz mezclado con vino». Los antiguos bebían el vino mezclado con agua. Tal vez Cipriano no nombra el agua no sólo porque calix mixtus vino era la expresión normal, sino como cautela para no vender ar-
mas a los «acuarios», cuyo error trata de refutar, que pretendían que la consagración del cáliz era válida sólo con agua. )


que se quedó echado dejando descubiertos los muslos, en que
el hijo mediano se percató de aquella desnudez y la anunció
fuera, pero que el hijo mayor y el pequeño la taparon, y lo
demás de la historia que no es necesario continuar, pues
basta con decir en resumen que Noé, representando la figura
de la Altura verdad, no bebió agua sino vino, y así expresó
la imagen de la pasión del Señor.

También vemos prefigurado el misterio del sacrificio 4
del Señor en el sacerdote Melquisedec, tal como la divina
Escritiira atestigua diciendo: «Y Melquisedec, rey de Salem,
ofi*eció pan y vino, fiie sacerdote del Altísimo y bendijo a
Abraham»"^^^. Y que Melquisedec era una figura de Cristo
lo declara el Espíritu Santo en los Salmos por boca del Pa-
dre que dice al Hijo: «Te engendré antes de la estrella de la
mañana. Tú eres sacerdote para siempre según el orden de
Melquisedec» Este orden es naturalmente el que procede
de aquel sacrificio y por tanto desciende del hecho de que
Melquisedec fue sacerdote de Dios altísimo, y ofi-eció pan y
vino y bendijo a Abraham. Porque, ¿qué sacerdote del Altí-
simo lo es más que nuestro Señor Jesucristo, que ofireció el
sacrificio a Dios Padre y ofireció lo mismo que Melquisedec,
pan y vino, es decir, su cueipo y su sangre? Y aquella pri- 2
mera bendición dada a Abraham se extendía a nuestro pue-
blo. Pues si Abraham se fió de Dios y eso se le imputó co-
mo justicia, también todos los que creen en Dios y viven en
la fe son tenidos por justos y ya mucho tiempo antes apare-
cen bendecidos y justificados en el fiel Abraham, como lo
prueba el apóstol san Pablo cuando dice: «Creyó Abraham
en Dios y se le imputó a justicia. Sabéis por tanto que los
que vienen de la fe son hijos de Abraham. Y la Escritura,
previendo que Dios justifica a los pueblos por la fe, ya
anunció a Abraham que en él serían benditos todos los pue-
blos de la tierra. Los que son, pues, de la fe, han sido ben-
decidos con el fiel Abraham» Y por eso encontramos en
el Evangelio que de las piedras — esto es, de los gentiles —
brotan hijos de Abraham'*^^. Y en la alabanza que el Señor
dirigió a Zaqueo le dijo: «Hoy ha entrado la salvación a esta
3 casa, pues también éste es hijo de Abraham» "^^^ Para que en
el Génesis, pues, pudiera celebrarse debidamente la bendi-
ción de Abraham por medio del sacerdote Melquisedec, pre-
cedió la imagen del sacrificio, esto es, la ofrenda de pan y
vino. Realizando y cumpliendo eso, el Señor ofireció el pan
y el cáliz preparado con vino, y el que es la plenitud realizó
la verdad de la imagen prefigurada.

5 También representa el Espíritu Santo por medio de Sa-
lomón el tipo de sacrificio del Señor cuando hace mención
de la víctima inmolada, del pan y del vino e incluso del altar
y de los apóstoles. «La sabiduría — dice — se construyó una
casa y puso debajo siete columnas. Sacrificó a sus víctimas,

2 mezcló su vino en el vaso y puso su mesa». Y envió a sus
criados a invitar a gritos a participar de la copa diciendo:
«El que sea ignorante que venga a mí. Y a los faltos de jui-
cio les dijo: venid, comed de mis panes y bebed del vino
que os he mezclado» Habla de vino mezclado, es decir
anuncia proféticamente el cáliz del Señor, mezclado de agua
y vino, y así se ve cómo se realizó en la Pasión del Señor lo
que había sido predicho.

6 También en la bendición de Judá se significa esto mis-
mo y se expresa allí la figura de Cristo, porque había de ser
alabado y adorado por sus hermanos, porque había de opri-
mir la espalda de sus enemigos vencidos y fugitivos con las
manos con las que llevó la cruz y triunfó de la muerte, y por-
que él es el león de la tribu de Judá que se acuesta y duerme
en su pasión, y se levanta y es la esperanza de las naciones.
A todo esto la divina Escritura añade: «Lavará con vino su 2
vestido y su ropa con sangre de uvas»'^^^ ¿Qué otra cosa
significa, cuando se dice sangre de uva, sino el vino, sangre
del cáliz del Señor?

Asimismo en Isaías el Espíritu Santo testimonia la pa- 7
sión del Señor diciendo: «¿Por qué está roja tu ropa y llevas
los vestidos como si hubieras pisado en un lagar Heno de
uva aplastada?» ¿Puede acaso el agua volver rojos los
vestidos, o es el agua la que se pisa en el lagar con los pies
o se aplasta con la prensa? Se hace, ciertamente, mención
del vino para que por el vino se entienda la sangre del Señor
y para anunciar por la predicación de los profetas lo que
después se realizó en el cáliz del Señor "^^^ Se habla también 2
del pisado y prensado del lagar porque, igual que no se pue-
de beber el vino si antes no se estruja la uva con los pies y
con la prensa, tampoco nosotros podríamos beber la sangre
de Cristo si Cristo no hubiese sido primero pisoteado y pren-
sado y no hubiese bebido antes el cáliz que ofrecería después
a los creyentes.

Por otro lado, siempre que en la sagrada Escritura se 8
nombra el agua sola, se habla del bautismo, como lo vemos
en Isaías que dice: «No os acordéis de lo que ya pasó y no
penséis en las cosas viejas: he aquí que hago nuevas las co-
sas que enseguida aparecerán, las conoceréis, y haré camino



(Cipriano aquí sigue de cerca en la argumentación a su maestro
Tertuliano, en el libro IV contra Marcos. )


en el desierto y ríos en los lugares secos para abrevar a mis
hijos escogidos, mi pueblo que me adquirí, para que prego-
ne mis maravillas» Allí Dios anunció por medio del pro-
feta que en tiempos venideros saldrían de madre los ríos en-
tre los gentiles, allí donde antes era todo seco, y que la raza
elegida de Dios, esto es, los que se han hecho hijos de Dios
por la regeneración del bautismo, beberían en ellos. Tam-
bién, más adelante, se profetiza y anuncia que los judíos be-
berán con nosotros, esto es, conseguirán la gracia del bautis-
mo, si tienen sed y ansias de Cristo: «Si tienen sed — dice —
yendo por los desiertos les hará llegar el agua, se la hará
brotar de las rocas, se partirá el peñasco, y fluirá agua y be-
berá mi pueblo» Esto se cumple en el Evangelio cuando
Cristo, que es la piedra, es abierto por la lanza en la pasión.
Y Él, advirtiéndonos lo que había predicho antes el profeta,
clama diciendo: «Si alguno tiene sed, que venga y beba.
Quien cree en mí, como dice la Escritura, nacerán de su se-
no ríos de agua viva»"*^^. Y para que quedara más claro que
el Señor no se refiere allí al cáliz sino al bautismo, la Escri-
tura añadió: «Dijo esto refuiéndose al Espíritu que habían
de recibir los que creían en él». Pues por el bautismo se re-
cibe al Espíritu Santo, y después de ser bautizado y de reci-



"^26 /y 43, 18-21.
^27/5 48,21.

(lc 7, 37-39. El anacoluto (quien cree en mí... nacerán) existente en griego lo traducen las versiones latinas, incluida la Vulgata, En el texto latino de la Neovulgatá se suprime el anacoluto con una nueva puntuación: punto detrás de «en mi».
La Nueva Biblia Vulgata o Neovulgatá fue promulgada el 25 de abril de 1979 por Juan Pablo II, por medio de la Constitución Apostólica Scripturarum thesaurus, después de años de estudios, promovidos desde la Santa Sede, para revisar la Vulgata de san Jerónimo y acomodarla con más exactitud a los textos originales hebreo y griego, de acuerdo con las investigaciones actuales de la crítica textual.)


bir al Espíritu Santo se bebe el cáliz del Señor. Y que nadie 4
se extrañe de que al hablar del Espíritu Santo la divina Es-
critura diga que estamos sedientos y que bebemos, cuando
el mismo Señor dice en el Evangelio: «Bienaventurados los
que tienen hambre y sed de justicia» "^^^j ya que todo lo que
se recibe con ansia ávida y sedienta se toma con más pleni-
tud y abundancia. Asimismo en otro lugar dice el Señor a la
samaritana: «Todo el que beba de esta agua volverá a estar
sediento, pero el que beba del agua que yo le daré nunca
más tendrá sed»^^**. Con estas palabras se significa también
el bautismo del agua de salvación que sólo se recibe una vez
y no se repite; en cambio del cáliz del Señor en la Iglesia
siempre se tiene sed y se vuelve a beber

No se necesitan muchos argumentos, hermano queridí- 9
simo, para probar que al hablar de agua siempre se significa
el bautismo y que así hemos de entenderlo nosotros, ya que
el Señor en su venida al mundo manifestó la realidad del
bautismo y del cáliz al mandar que se diese a los creyentes
en el bautismo aquella agua de la fe, aquella agua de la vida
eterna, y al enseñar con el ejemplo de su magisterio a mez-
clar el vino y el agua en el cáliz. Pues, habiendo tomado un 2
cáliz el día antes de la pasión, lo bendijo y lo dio a sus dis-
cípulos diciendo: «Bebed todos de él: pues ésta es la sangre
del testamento que será derramada en bien de muchos para
el perdón de los pecados. Os digo que no beberé más de este
fruto de la vid hasta aquel día en que beba con vosotros el
vino nuevo en el reino de mi Padre» "^^^ En este pasaje en-
contramos que fue im cáliz mezclado el que ofreció el Señor
y que era vino aquello que dijo que era sangre suya. De don- 3
de se deduce que no se ofrece la sangre de Cristo si en el cá-
liz falta vino, ni se celebra el sacrificio del Señor con la le-
gítima consagración si nuestra ofrenda y sacrificio no corres-
ponden a la pasión. Además, ¿cómo beberemos con Cristo
en el reino del Padre el producto de la vid, el vino nuevo, si
en el sacrificio de Dios Padre y de Cristo no ofrecemos vino
y no mezclamos el cáliz del Señor siguiendo la tradición del
Señor?

También el apóstol san Pablo, elegido y enviado por el
Señor y hecho predicador de la verdad evangélica, dice esto
mismo en su epístola: «El Señor Jesús aquella noche en que
era entregado tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: Esto es
mi cuerpo, que es para vosotros. Haced esto en memoria mía.
De modo semejante tomó también el cáliz, terminada la ce-
na, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre.
Haced esto, siempre que bebáis, en memoria mía. Pues cada
vez que comáis de este pan y bebáis de este cáliz anuncia-
réis la muerte del Señor hasta que venga» "^^l Pues si el Se-
ñor nos manda y su Apóstol nos confirma y enseña esto
mismo, que siempre que bebamos hagamos en memoria del
Señor lo que el Señor hizo, nos parece que no observamos
lo mandado si no hacemos lo que el Señor hizo y no mez-
clamos el cáliz del Señor de una manera semejante, sin apar-
tamos de las enseñanzas divinas. De ninguna manera hay
que apartarse de los preceptos evangélicos, y el Apóstol en-
seña que los discípulos han de observar y hacer también
aquello que el maestro enseñó e hizo, diciendo: «Me sorpren-
de que tan de repente variéis apartándoos de quien os ha lla-
mado a la gracia para ir a otro evangelio, que no es otro, sino
que son unos cuantos hombres que os perturban y quieren
cambiar el evangelio de Cristo. Pero, aunque fuese yo o un
ángel del cielo el que os anunciase cosas diferentes de lo
que habéis aprendido, sea anatema»

Si, pues, ni el mismo Apóstol, ni un ángel del cielo pue- ii
de anunciar ni enseñar de manera diferente a como enseñó
una vez Cristo y anunciaron sus apóstoles, me extraña mu-
cho de dónde se ha podido tomar esa costumbre, contra la
disciplina evangélica y apostólica, de ofrecer en algunos lu-
gares en el cáliz del Señor agua que, por sí sola, no puede
representar la sangre de Cristo. El Espíritu Santo no calla i
este misterio en los Salmos, cuando dice refiriéndose al cá-
liz del Señor: «Tu cáliz embriagador es excelente» Pero
un cáliz que embriaga ha de contener vino, ya que el agua
no puede embriagar a nadie. El cáliz del Señor embriaga 3
como se embriagó Noé, en el Génesis, bebiendo vino. Pe-
ro, como la embriaguez del cáliz y de la sangre del Señor no es
como la embriaguez del vino del mundo, después de decir el
Espíritu Santo en el salmo: «Vuestro cáliz embriagador», aña-
dió «es excelente», porque el cáliz del Señor embriaga a los
que lo beben de tal manera que les hace sobrios, conduce
sus mentes hacia la sabiduría espiritual, hace que se pase de
este sabor de lo profano al conocimiento de Dios, e igual
que con este vino común se desata el entendimiento y el es-
píritu se ensancha y se aleja toda clase de tristeza, también,
cuando se ha bebido la sangre de Cristo y el cáliz de salva-
ción, se pierde todo recuerdo del hombre viejo y se olvida la
pasada vida mundana, y el corazón triste y afligido, que se
sentía antes oprimido por el peso de los pecados, se siente
liberado con el gozo de la bondad divina. Pero este gozo
sólo lo consigue aquel que bebe en la Iglesia del Señor, si lo
que se bebe tiene la verdad del Señor.
Qué diferente y qué contrario resulta que, habiendo he-
cho el Señor vino del agua en las bodas '^^^ nosotros haga-
mos del vino agua, cuando también el simbolismo de aquel
hecho nos debe animar y enseñar a ofrecer vino en los sa-
crificios del Señor. Pues, como entre los judíos había falta
de gracia espiritual, faltó también el vino, ya que la viña del
Señor de los ejércitos era el pueblo de Israel '^^^ Pero Cristo,
enseñando y manifestando que el pueblo gentil sería el su-
cesor de los judíos y que nosotros vendríamos por la fe a
ocupar el lugar que ellos habían perdido, hizo vino del agua,
esto es, dio a entender que en las bodas de Cristo y de la
Iglesia, al retirarse los judíos, el pueblo gentil acudiría y se
reuniría. Pues la divina Escritura declara en el Apocalipsis
que las aguas significan los pueblos, diciendo: «Las aguas
que has visto, sobre las que se sienta aquella meretriz, son
los pueblos y multitudes y razas y lenguas» "^^l Esto lo ve-
mos realizarse en el misterio del cáliz.

Como Cristo nos llevaba a todos y llevaba también
nuestros pecados, vemos que en el agua se figura el pueblo
y en el vino se representa la sangre de Cristo. Cuando en el
cáliz se mezcla, pues, el agua con el vino, el pueblo se une
con Cristo, y la multitud creyente se adhiere y se une a
aquel en el que creyó. Esta estrecha unión del agua y del vi-
no hace en el cáliz del Señor una mezcla que ya no se puede
deshacer. De manera que la Iglesia, esto es, el pueblo que
está dentro de la Iglesia y que persevera fiel y fiimemente
en las verdades que cree, por nada podrá ser separada de
Cristo de modo que no le esté siempre unida con un amor
inseparable. Por eso en la consagración del cáliz del Señor
no se puede ofrecer ni agua sola ni vino solo. Porque si se
ofrece sólo vino estaría la sangre de Cristo sin nosotros, y si
se ofrece sólo agua está el pueblo sin Cristo. Pero cuando
ambos se mezclan y fusionándose se hacen una misma cosa,
entonces es cuando se completa el misterio espiritual y ce-
lestial. El cáliz del Señor no es, pues, agua sola ni vino solo 4
sino mezcla de ambas cosas, como tampoco el cuerpo del
Señor puede ser ni harina sola ni agua sola, sino que es ne-
cesario que ambas estén unidas y ligadas, mezcladas en la
fusión de un solo pan. En este mismo misterio está represen- s
tada la unión de nuestro pueblo, ya que, así como muchos
granos reimidos y molidos juntos hacen un solo pan, así sa-
bemos que en Cristo, que es el pan celestial, sólo hay un
cuerpo con el que nosotros estamos imidos y fundidos.

No hay, pues, hermano queridísimo, motivo para que u
nadie crea que hemos de seguir la costumbre de algunos que
creyeron en tiempos pasados que en el cáliz del Señor sólo
se había de ofrecer agua; habría que considerar a quién imi-
taron ellos. Pues si en el sacrificio que ofreció Cristo se ha
de imitar sólo a Cristo, nosotros debemos obedecer y hacer
lo que Cristo hizo y mandó que hiciésemos, puesto que dice
en el Evangelio: «Si hacéis lo que os mando ya no os llama-
ré siervos sino amigos» Y que sólo hay que oír a Cristo
lo declara también el Padre desde el cielo diciendo: «Éste es
mi hijo amadísimo en quien me he complacido, oídle» Si i
sólo Cristo, pues, ha de ser oído, no hemos de hacer caso de
lo que cualquiera antes de nosotros haya creído que se debía
hacer, sino lo que hizo antes Cristo, que es antes que todos.
Pues no conviene seguir las costumbres humanas sino la ver-
dad divina, ya que Dios habla por el profeta Isaías y dice:
«En vano me veneran cuando enseñan mandamientos y doc-
trinas humanas» y eso mismo repite el Señor en el Evan-
gelio cuando dice: «Rechazáis el mandato de Dios para es-
tablecer vuestra tradición» "^^^ También en otro pasaje dice
lo siguiente: «El que quebrante el más pequeño de estos pre-
ceptos y lo enseñe así a los hombres, será tenido por muy

3 pequeño en el reino de los cielos» "^"^l Y si no se pueden quebrantar ni los mandamientos más pequeños del Señor, ¿cuán-
to menos será lícito quebrantar unos mandatos tan grandes,
tan importantes, que tocan tan de cerca el mismo misterio
de la pasión del Señor y de nuestra redención, o cambiar por

4 una institución humana lo que fue instituido por Dios? Ya
que si el mismo Jesucristo, Señor y Dios nuestro, es el gran
sacerdote de Dios Padre, y él mismo se ofreció el primero
en sacrificio al Padre y mandó que se hiciese eso en conme-
moración suya, ciertamente es un verdadero representante
de Cristo el sacerdote que imita lo que hizo Cristo, y ofrece
a Dios Padre im sacrificio verdadero y pleno en la Iglesia
cuando lo ofrece como ve que lo ofreció el mismo Cristo.

15 Además, toda verdadera disciplina religiosa se trastorna
cuando no se guarda fielmente lo que ha sido divinamente
mandado, a no ser que haya alguien que en los sacrificios de
la mañana tema oler a sangre de Cristo por el olor del vino.
Así es como empiezan los hermanos a huir de los padeci-
mientos de Cristo en las persecuciones: avergonzándose, en

2 los sacrificios, de la sangre de Cristo. Pero el Señor dice en
el Evangelio: «De quien se avergüence de mí, el Hijo del
hombre se avergonzará de él»^^ Y el Apóstol habla tam-
bién así: «Si yo quisiera agradar a los hombres, no sería
siervo de Cristo» ¿Y cómo podemos verter la sangre por
Cristo si nos da vergüenza beber la sangre de Cristo?

¿Quizás es que alguien intenta engañarse a sí mismo con i6
la consideración de que, a pesar de ofi-ecer por la mañana
agua sola, cuando celebramos la cena ofrecemos el cáliz con
vino? Pero cuando cenamos no podemos convocar al pueblo
a nuestra comida para celebrar la verdad del sacramento en
presencia de todos los hermanos. Pero el Señor no ofreció el i
cáliz con vino por la mañana sino después de la cena.
¿Acaso, por tanto, debemos celebrar el sacrificio del Señor
después de la cena y ofrecer entonces el cáliz a los que
asisten al sacrificio del Señor? Era preciso que Cristo hicie-
se el ofrecimiento hacia el anochecer para que la hora mis-
ma del sacrificio significase el ocaso y anochecer del mim-
do, como está escrito en el Éxodo: «Y todo el conjunto del
pueblo de los hijos de Israel lo sacrificará hacia el anoche-
cer» '^'^^ Y también en los Salmos: «la elevación de mis ma-
nos es sacrificio vespertino» Pero nosotros celebramos
por la mañana la resurrección del Señor'*'^^.

Y ya que hacemos mención de su pasión en todos los n
sacrificios, pues el sacrificio que ofrecemos es la pasión del
Señor, no debemos hacer otra cosa que lo que Él hizo. Dice
la Escritura que cada vez que ofrecemos el cáliz en memoria
del Señor y de su pasión, hagamos lo que sabemos que Él
hizo. Si alguno de nuestros predecesores, hermano carísimo, 2


(La costumbre de ofrecer el sacrificio por la tarde perdurara hasta bastante después de Cipriano; el concilio de Cartago del 397 deroga esta costumbre dejando como única excepción la tarde del Jueves Santo, en memoria de la institución del sacramento.)




por ignorancia o por ingenuidad no guardó ni cumplió lo
que el Señor nos enseñó con obras y palabras, él verá; su
simplicidad puede perdonársele por la misericordia del Se-
ñor, pero no se nos podría perdonar a nosotros porque ahora
estamos avisados e instruidos por el Señor para que ofrez-
camos el cáliz con vino, como lo ofreció el Señor, y para
que enviemos cartas a nuestros colegas sobre esta cuestión,
a fin de que en todas partes se guarde la ley evangélica y la
tradición del Señor y nadie se separe de lo que enseñó e hi-
zo Cristo.

Desdeñar de ahora en adelante eso y perseverar en el
error antiguo seria incurrir en la reprensión del Señor, que
increpa en el Salmo y dice: «¿Por qué enseñas mis precep-
tos y pones en tu boca mi alianza? Tú odias mis enseñanzas
y echaste a la espalda mis palabras. Si veías un ladrón, te
ibas corriendo con él y te ponías entre los adúlteros» '^'^^ Enseñar los preceptos y la alianza del Señor y no hacer lo que hizo el Señor, ¿qué es sino rehusar sus enseñanzas y me-
nospreciar la disciplina del Señor y cometer hurtos y adul-
terios no terrenos sino espirituales? Si alguien despoja las
palabras y los hechos de nuestro Señor de su verdad evan-
gélica, corrompe y adultera al mismo tiempo los preceptos
divinos. Como está escrito en Jeremías: «¿Qué hay entre la
paja y el trigo? Por eso aquí estoy contra los profetas, dice
el Señor, que hurtan mis palabras, cada uno del que tiene
más cerca, y seducen a mi pueblo con sus mentiras y erro-
res» '^^^ También en otro lugar del mismo: «Cometió adul-
terio» — dice — «con el madero y con la piedra, y con todo
eso no ha vueho a mí» Debemos procurar solícitamente
y con temor y religiosamente que este hurto y adulterio no
se nos impute también a nosotros. Pues si somos sacerdotes 3
de Dios y de Cristo, no sé a quién debemos seguir antes que
a Dios y a Cristo, principalmente habiendo dicho Él en el
Evangelio: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no
andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida»'^^^ Pa-
ra no andar, pues, en tinieblas, es preciso seguir a Cristo y
guardar sus preceptos, porque también Él fue quien dijo en
otro lugar cuando enviaba a los Apóstoles: «Se me ha dado
todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a to-
dos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo
que os he mandado» Si queremos, pues, caminar en la luz 4
de Cristo, no nos apartemos de sus preceptos y advertencias,
dándole gracias porque mientras nos enseña qué hemos de
hacer en el futuro, nos perdona los yerros que cometimos
sin malicia en el pasado. Y, como ya se nos acerca su se-
gunda venida, su gracia bondadosa y generosa ilumina más
y más nuestros corazones con la luz de la verdad.

Corresponde, pues, a nuestra piedad y a nuestro temor e i9
incluso al mismo cargo y obligaciones de nuestro sacerdo-
cio, hermano queridísimo, guardar la verdad de la enseñanza
del Señor al mezclar y ofrecer el cáliz del Señor, y corregir,
según la advertencia del Señor, aquello en lo que antes al-
gunos erraron para que cuando venga con su gloria y majes-
tad celestial encuentre que cumplimos lo que nos mandó,
guardamos lo que nos enseñó y hacemos lo que Él hizo. De-
seo, hermano carísimo, que tengas siempre buena salud.





64

Cipriano a Fido

Respecto a un lapso manifiesta que no se debe anular la paz
concedida por un obispo, y que hay que advertir al obispo para que siga lo decidido en el concilio de otoño de 251. En otro orden de cosas enseña en esta carta cuestiones prácticas del sacramento: afirma la conveniencia de bautizar enseguida a los recién nacidos.

Cipriano y los restantes colegas que asistieron al conci-
lio en número de sesenta y seis saludan a su hermano Fi-

He leído tu carta, hermano queridísimo, en la que me ha-
blabas de Víctor, antes presbítero al cual, cuando todavía
no había hecho plena penitencia ni había dado satisfacción
al Señor Dios al que había ofendido, nuestro colega Tera-
pio'^^^ le había concedido la paz antes de tiempo, demasiado
precipitadamente. Nos ha impresionado mucho este hecho
por el que se aleja de la autoridad de nuestro decreto, dando
la paz antes del tiempo legítimo y completo de satisfacción,
sin petición ni siquiera conocimiento del pueblo y sin ur-
gencia de enfermedad ni otra necesidad que obligase a ello.
Pero, después de haber sopesado largo tienq>o las razones en-



("^^^ Bayard opina que esta carta está colocada aquí ñiera del orden cronológico. El destinatario sería obispo de un lugar aiiora desconocido pero que se supone cercano a Bulla.
Los sacerdotes y obispos apóstatas en la disciplina antigua eran degradados.
Era obispo de Bulla y ñie uno de los que firmaron las actas del
concilio del año 256.



tre nosotros, hemos creído que era suficiente reprender a
nuestro colega Terapio por su temeraria manera de obrar y
darle las instrucciones necesarias para que no lo vuelva a
hacer; pero no creímos prudente anular la concesión de la
paz dada del modo que sea por un obispo de Dios, y por eso
permitimos a Víctor usar la comunión con la Iglesia que se
le había concedido.

En cuanto al asunto de los niños, que, según dices, no i
conviene bautizar al segundo o tercer día de haber nacido,
sino que se ha de atender a la ley de la antigua circuncisión,
de manera que no crees que han de ser bautizados y santifi-
cados hasta después de ocho días, en nuestro concilio se ha
opinado por todos algo muy distinto. Pues nadie ha estado
de acuerdo con lo que tú considerabas que debía hacerse,
sino que todos hemos juzgado que no se puede negar a nin-
gún nacido la misericordia y la gracia de Dios. Porque al 2
decir el Señor en su Evangelio: «El Hijo del hombre no ha
venido a perder las almas de los hombres sino a salvar-
las» "^^^ en lo que dependa de nosotros, si es posible, ningu-
na alma se ha de perder. Porque, ¿qué le falta a quien ya ha
sido formado en el seno matemo por las manos de Dios?
Para nosotros, a nuestros ojos, parece que el recién nacido
va creciendo según el curso de los días; pero todo lo que es
hecho por Dios es perfecto por la majestad y obra del Dios
creador.

Que hay ima igualdad de dones de Dios para todos, tan- 3
to niños como mayores, nos lo declara la fe de la divina Es-
critura, cuando Elíseo se tendió sobre el niño muerto hijo de
una viuda, mientras rogaba a Dios, de tal manera que puso
cabeza sobre cabeza, cara con cara, y se jimtaron los miem-
bros de Elíseo sobre cada uno de los miembros del niño, y
los pies sobre sus pies'*^^. Si se considera este hecho según
nuestro nacimiento y las condiciones del cuerpo, claro que
un niño no puede igualarse a un adulto de edad avanzada, ni
los miembros pequeños se pueden ajustar exactamente a los
mayores. Pero lo que allí se expresa es una igualdad divina
y espiritual, porque todos los hombres son semejantes e igua-
les desde el momento en que Dios los creó, y si hay dife-
rencia de edad en cuanto al crecimiento del cuerpo delante
del mundo, delante de Dios no hay ninguna; a no ser que la
propia gracia que se da a los bautizados se reciba mayor o
menor según la edad, por más que el Espíritu Santo se da
igualmente a todos, no según medida preestablecida sino
según la bondad y la generosidad del Padre. Ya que Dios,
igual que no hace distinción de personas, tampoco la hace
de edades, sino que se da a todos como padre con una dis-
tribución equitativa para que todos consigan la gracia celes-
tial.

Dices que el cuerpo de un niño los primeros días de su
vida es inmundo y que cada uno de nosotros tiene aprensión
a besarlo, pero tampoco eso creemos que sea ningún impe-
dimento para que se le dé la gracia. Pues está escrito: «Para
los limpios todo es limpio» A ninguno de nosotros ha de
darle aprensión lo que Dios se ha dignado hacer. Aunque el
niño sea recién nacido, no es éste ningún motivo para sentir
aprensión a besarlo al darle la gracia y la paz, pues cuando
besamos al niño, cada uno según su fe ha de pensar en las
manos del mismo Dios que lo acaban de hacer, manos que
en cierta manera besamos en ese hombre recién formado y
recién nacido, puesto que abrazamos lo que Dios ha hecho.
Ahora bien, en cuanto a que en la circuncisión camal de los
judíos se esperaba al día octavo, eso es un símbolo que pre-
cedió en sombra y en figura, pero que con la venida de
Cristo quedó cumplido en la realidad. Pues como el día oc-
tavo, esto es, el primero después del sábado, había de ser el
día en que resucitaría el Señor y nos daría la vida y la cir-
cuncisión espiritual: por eso este día octavo, esto es, el si-
guiente al sábado, el día del Señor, precedió como una figu-
ra. Cesó la figura cuando vino la realidad y se nos dio la
circuncisión espiritual.

Por eso creemos que a nadie se deben poner dificultades
para recibir la gracia según la ley que ya está establecida, y
que no se ha de impedir la circuncisión espiritual por la cir-
cuncisión camal, sino que absolutamente todo el mxmdo ha
de ser admitido a la gracia de Cristo, ya que Pedro en los
Hechos de los apóstoles habla así: «El Señor me dijo que
ningún hombre había de ser llamado despreciable ni inmun-
do» Más aún, si algo pudiera impedir a los hombres con-
seguir la gracia, serían los adultos, los provectos, los de más
edad los que hallarían los impedimentos más ñiertes en sus
pecados más graves. Así mismo, si aun a los más grandes
pecadores, a los que han pecado mucho contra Dios, si des-
pués creyeren se les perdonan los pecados y nadie es priva-
do del bautismo y de la gracia, mucho menos se ha de privar
al niño que, como recién nacido, en nada ha pecado sino
que, como hijo de Adán según la carne, se ha contaminado
desde su primer instante de vida con el contagio antiguo de
la muerte, y que por eso mismo recibe más fácilmente el
perdón de los pecados» porque no son propios de él sino
ajenos.

Y por este motivo, hermano carísimo, nuestra decisión
en el concilio ha sido que, en cuanto de nosotros depende.
no se debe impedir a nadie el bautismo y la gracia de Dios,
2 que para todos es misericordioso, benigno y amoroso. Y si
esto se ha de observar y practicar con todos, creemos que
mucho más se debe guardar respecto a los niños recién naci-
dos, los cuales merecen más nuestro auxilio y la misericor-
dia de Dios, porque desde el primer instante de su vida no
hacen otra cosa, con sus quejas y lloros, que suplicar. Desea-
mos, hermano carísimo, que goces siempre de buena salud.



65

Cipriano a Epicteto

En esta carta aflora la tristeza de san Cipriano al enseñar a los fieles de una diócesis cercana, cuyo obispo ha apostatado y pretende seguir con sus funciones episcopales, que no se debe seguir a los rebeldes que se apartan de la Iglesia.

Cipriano saluda a su hermano Epicteto y al pueblo de
Assuras.

1 Me ha causado grave y profundo dolor, queridísimos
hermanos, la noticia de que Fortunaciano, vuestro antiguo
obispo después de su grave caída, pretende actuar como

2 antes y reclama para sí el episcopado. Esto me ha entristeci-
do primero por él mismo, puesto que el desgraciado de él, o
cegado totalmente por las tinieblas del diablo o engañado por
los consejos sacrilegos de alguien, cuando habria de ocupar-


(^ Era una diócesis sufragánea de Cartago. En el año 256 ya había otro obispo de Assuras, que asistió al concilio de Cartago, pero no sabemos en qué año estamos porque la carta no lleva fecha.
Ya se ha comentado — carta 64 — que los sacerdotes y obispos
que apostataban eran degradados automáticamente.)





se de satisfacer por su pecado e invocar al Señor día y no-
che con lágrimas, oraciones y plegarias, tiene aún la osadía
de reclamar el sacerdocio que traicionó, como si, después de
haber tocado el altar del diablo, fuera lícito acercarse al altar de Dios, o como si no estuviese acumulando mayor enojo e
indignación del Señor contra sí para el día del juicio el que,
no habiendo podido ser guía de sus hermanos en la fe y en
el valor, se convierte en maestro de perfidia, de audacia y de
temeridad, y el que, no habiéndoles enseñado a permanecer
firmes én la lucha, enseña a los vencidos y abatidos a no ro-
gar, cuando el Señor dice: «Les hicisteis libaciones y les ofrecisteis sacrificios, ¿no me voy a indignar por eso? dice el Señor» y en otro lugar: «El que sacrifica a los dioses y no
al Señor sólo, será arrancado de raíz»'^^^ y asimismo el Se-
ñor habla de nuevo y dice: «Adoraron a los que sus dedos
habían hecho, y el hombre se abajó y se humilló, y no se lo
perdonaré»'**^. También en el Apocalipsis leemos la ira del
Señor que amenaza y dice: «Si alguien adora a la bestia y a su
imagen y recibe su signo en la íirente y en la mano, beberá
el vino de la ira de Dios preparado en el vaso de su cólera y
será castigado con fuego y azufire en presencia de los santos
ángeles y del Cordero. Y el humo de los tormentos se levan-
tará por los siglos de los siglos, y no tendrán descanso ni de
día ni de noche los que adoren a la bestia y a su imagen» "^^^

Pues si el Señor amenaza con estos tormentos, con estos 2
suplicios para el día del juicio a los que obedecen al diablo
y oírecen sacrificios a los ídolos, ¿cómo cree que puede
ejercer las funciones de sacerdote de Dios el que ha obede-
cido y servido a los sacerdotes del diablo?, o ¿cómo puede
creer que su mano, que se sometió a la comisión del sacri-
legio y del crimen, puede pasar a ofrecer sacrificios a Dios y
elevarse al Señor en actitud de plegaria, cuando en las Escri-
turas divinas prohibe Dios acercarse al sacrificio a los sa-
cerdotes que están con faltas más leves? En el Levítico dice:
«El hombre que tenga algún defecto, alguna mancha, no se
acercará a ofrecer dones al Señor» Y en el Éxodo: «Los
sacerdotes que se acercan al Señor Dios, que se santifiquen,
no vaya a abandonados el SeñoD>'^^l Y también: «Los que
se acercan a servir al altar del santuario no traerán ningún
pecado, no vayan a morir» "^^^ Por eso, quienes han cometi-
do graves delitos — es decir, quienes han ofrecido sacri-
ficios sacrilegos a los ídolos — no pueden reclamar para sí
el sacerdocio de Dios ni hacer en su presencia ninguna ple-
garia por sus hermanos, ya que está escrito en el Evangelio:
«Dios no escucha al pecador, sino al que adora a Dios y ha-
ce su voluntad» "^^^^ Aunque la oscuridad profunda y abru-
madora de las tinieblas ha cegado los corazones de algunos
de tal manera que en ellos no penetra nada de luz de los
preceptos de salvación, antes bien, una vez apartados de la
línea recta del camino verdadero, son arrastrados por la
pendiente abrupta de sus crímenes envueltos en las sombras
de la noche y del error.

Y no es extraño que rehúsen ahora nuestros consejos y
los mandatos del Señor los que antes le negaron a ÉL Lo
que ellos codician es el dinero, las ofrendas, las ganancias, que es lo que buscaban antes con avaricia; aún anhelan por aquellas cenas y banquetes, cuya embriaguez, hasta hace poco de
moda, vomitaban indigestamente un día tras otro. Ahora ma-
nifiestan claramente que antes no servían a la religión sino a
su vientre y ganancias, con profana codicia. Por eso cree-
mos y vemos que ha venido, por el juicio de Dios, el casti-
go, para que no continuasen más junto al altar ni pudiesen
mancillar la honestidad los impuros, la fidelidad los pérfi-
dos, la religión los profanos, las cosas divinas los mundanos
y las cosas santas los sacrilegos. Y se debe procurar con to-
das las fuerzas que irnos hombres así no vuelvan a traer su
impiedad a los altares y a pervertir a los hermanos; se ha de
intentar con todo vigor combatir cuanto podamos su crimi-
nal audacia, no sea que aún pretendan volver a ejercer el
ministerio sacerdotal los que, caídos hasta el último grado
de la muerte, se hundieron con la fuerza de una caída más
honda que la de los laicos.

Pero si la locura e insensatez continuara en estos locos
y, al retirarse el Espíritu Santo, la ceguera que en ellos em-
pezó se mantuviera en las tinieblas, nuestra opinión es la de
alejar a cada uno de los hermanos de sus engaños y apartar-
los de su contagio para que nadie caiga en las trampas del
error, ya que ni puede santificarse una ofrenda donde el
Espíritu Santo no está presente, ni el Señor atiende en sus
oraciones y súplicas a nadie que le ha ultrajado. Y si Fortu-
naciano — ya sea olvidado de su delito por ceguera diabóli-
ca, o bien convertido en instrumento y siervo del diablo pa-
ra engañar a los hermanos — permanece en esta locura suya,
haced todo lo que podáis y, en medio de estas tinieblas de
un diablo enfurecido, apartad del error las mentes de los
hermanos, para que no participen fácilmente de la locura de
los otros ni se hagan cómplices de los delitos de los perdi-
dos, sino que mantengan firmes su disposición saludable y
el vigor constante de la integridad que han conservado y
guardado hasta ahora. 5 Los lapsos, por su parte, reconozcan la gravedad de su delito, no cesen de rogar al Señor y no abandonen nunca la Iglesia católica que es una sola y la única fundada por el Señor; antes bien — siempre ocupados en dar la satisfacción debida y en invocar la misericordia del Señor — llamen a las puertas de la Iglesia para poder ser recibidos allí en donde estuvieron antes, y volver a Cristo del que se separaron, y no hagan caso de quienes los engañan con seducciones mentirosas y mortales, ya que está escrito: «Nadie os engañe con palabras vanas, pues por este motivo vino la ira de Dios sobre los hijos rebeldes. No seáis, pues, sus cómpli-
ces»'*™. Así, que nadie se vaya con los rebeldes que no temen a Dios y se separan completamente de la Iglesia. Y si
algxmo no tiene suficiente paciencia para rogar al Señor al
que ofendió y no quiere obedecemos, sino que sigue a los
desesperados y perdidos, a él se le tpmará en cuenta cuando
llegue el día del juicio. ¿Cómo podrá pedir misericordia en
aquel día al Señor el que primero negó a Cristo y ahora nie-
ga también a la Iglesia de Cristo y, al no querer obedecer a
los obispos fieles, íntegros y vivos en la fe, se ha hecho
compañero y cómplice de los que están muriendo? Deseo,
hermanos carísimos, que sigáis bien de salud.



66

Cipriano a Florencio

Duro a la vez que irónico se muestra Cipriano al dirigirse, en
defensa propia, al obispo Florencio Pupiano, para quien han tenido más valor los criterios de algunos enemigos, lapsos y extraños a la Iglesia, que los del Obispo de Cartago.


Cipriano, que también se llama Tascio, saluda a su her-
mano Florencio, llamado Pupiano.

Yo creía, hermano, que al fin te habías arrepentido de
haber escuchado a la ligera o creído de mí en el pasado co-
sas tan abominables, tan vergonzosas, tan execrables inclu-
so para los gentiles. Pero ahora veo en tus cartas que eres
aún el mismo que eras antes, que crees de mí lo mismo que
creías y que perseveras en tu opinión; y que, sin duda para
no manchar la dignidad de tu renombre y de tu martirio "^^^
comunicándote conmigo, indagas con toda diligencia mis
costumbres, y quieres juzgar, después de que ya ha juzgado
Dios, que es quien hace a los sacerdotes, no diré que acerca
de mí — pues ¿quién soy yo? — sino acerca del juicio de
Dios y de Cristo. Eso es no creer en Dios, eso es ser rebelde
contra Cristo y contra su Evangelio, pues diciendo él: «¿No
se venden dos pajarillos por un as?, y ni uno de ellos cae al
suelo sin el consentimiento del Padre» y probando su
autoridad y su verdad que ni las cosas más insignificantes se
hacen sin conocimiento y permiso de Dios, tú crees que los
sacerdotes de Dios son ordenados en la Iglesia sin su cono-
cimiento; pues creer indignos e impuros a los que son orde-
nados, ¿qué es sino pretender que Dios no interviene para
nada en la constitución de sus sacerdotes en la Iglesia?

¿Crees que sobre mí mismo vale más mi testimonio que
el de Dios? El mismo Señor nos enseña que no es verdadero
testimonio el que da uno de sí mismo, porque uno mismo
tiende a favorecerse y a no decir en su contra nada malo o
perjudicial, pero que es garantía sincera de verdad que cuando



("^'^ No parece que Florencio Pupiano haya sido un confesor especialmente atormentado; más bien resalta el tono irónico de estas palabras laudatorias.)



se habla de nosotros sea distinto el que alaba del que testifi-
ca: «Si yo doy testimonio de mí mismo — dice — , mi testi-
monio no es verdadero; ahora bien, es otro el que es testigo

2 mío»'*'^^ Si, pues, el mismo Señor que un día ha de juzgarlo
todo, no quiso que se creyera su testimonio sobre sí mismo,
sino que prefirió recibir la aprobación por el juicio y testi-
monio de Dios Padre, ¡cuánto más deben observar esta me-
dida sus servidores, que no sólo son justificados por el tes-
timonio de Dios sino también glorificados! Pero para ti han
prevalecido, contra la sentencia divina y contra mi con-
ciencia fiindamentada en la fiierza de la fe, las falsedades de
los enemigos y de los malignos, como si entre los apóstatas,
profanos y excomulgados, de cuyo corazón se ha marchado
el Espíritu Santo, pudiera encontrarse otra cosa que malas
intenciones y lengua mentirosa y odios envenenados y fal-
sedades sacrilegas; el que les crees, necesariamente ha de
estar en su compañía en el día del juicio.

3 Respecto a lo que has dicho, que los obispos es preciso
que sean humildes porque el Señor y los apóstoles ñieron
humildes, no sólo todos los hermanos sino incluso los genti-
les conocen bien y aprecian mi humildad, como la conocías
y apreciabas tú cuando todavía estabas dentro de la Iglesia y

2 en comunión conmigo. Sin embargo, ¿quién de nosotros
está lejos de la humildad, yo, que sirvo diariamente a mis
hermanos y recibo bondadosamente y con placer y gozo a
todos los que vienen a la Iglesia, o tú, que te eriges en obis-
po del obispo y juez del juez que se te ha dado por Dios pa-
ra un tiempo, cuando dice el Señor en el Deuteronomio:
«Todo hombre que en su soberbia no haga caso del sacerdo-
te o del juez que esté en fimciones en aquellos días, morirá,
y al oírlo todo el pueblo tendrá miedo, y no obrarán impíamente nxmca más»"^^"^? Y también habla a Samuel diciendo:
«No te han despreciado a ti sino a mí»"*^^. Y además el Se-
ñor en el Evangelio, cuando se le dijo «¿Así respondes al
pontífice?», respetando el honor sacerdotal y enseñando que
debía respetarse, no dijo nada contra el pontífice, sino que,
justificando sólo su inocencia, respondió diciendo: «Si he
hablado mal, reprende lo malo; pero si he hablado bien,
¿por qué me pegas?» También el santo Apóstol cuando 3
le fue dicho: «¿Así atacas al sacerdote y lo maldices?», no
dijo nada injurioso contra el sacerdote, cuando habría podi-
do levantarse con firmeza contra los que habían crucificado
a Dios y ya habían perdido al Señor y a Cristo y el templo y
el sacerdocio; sino que, reconociendo en los sacerdotes fal-
sos y despojados una sombra, aunque vana, de la dignidad
sacerdotal, dijo: «No sabía, hermanos, que es el pontífice;
pues está escrito: no maldecirás al principe de tu pueblo»

A no ser que yo haya sido para ti obispo antes de la per- 4
secución, cuando estabas en comunión conmigo, y después
de ella haya dejado de serlo. Pues cuando vino la persecu-
ción, a ti te ensalzó a la más alta sublimidad del martirio,
pero a mí me deprimió con el peso de la proscripción, al
leerse públicamente: «Si alguien tiene y posee los bienes de
Cecilio Cipriano, obispo de los cristianos...», de modo que
incluso el que no creía en Dios que me constituyó obispo,
creía por lo menos en el diablo que como obispo me pros-
cribía. Y no es que me jacte de eso, sino que lo declaro con 2
dolor porque tú te constituyes juez de Dios y de Cristo que
dice a los apóstoles y, por eso, a todos los obispos que por
la ordenación son sus sucesores: «El que os escucha a vosotros, a mí me escucha, y quien me escucha a mí, escucha al
que me envió. Y el que os rechaza, me rechaza a mí y al que
me envió»

De aquí han brotado y provienen los cismas y herejías
de que el obispo, que es uno solo y preside la Iglesia, es
menospreciado por la soberbia presunción de algunos, y de
que el hombre al que Dios se ha dignado honrar es juzgado
indigno por los hombres. ¡Qué hinchazón de soberbia es
ésta, qué arrogancia de espíritu, qué engreimiento de la ra-
zón llamar a juicio a obispos y sacerdotes! Y, si no queda-
mos justificados ante ti y absueltos en tu sentencia, he aquí
que hará ya seis años que la comunidad de hemanos no ha
tenido obispo, ni el pueblo prelado, ni el rebaño pastor, ni la
Iglesia timonel, ni Cristo sacerdote, ni Dios pontífice. ¡Que
venga Pupiano en ayuda y dicte sentencia: que ratifique el
juicio de Dios y de Cristo! Que np parezca que tan gran
número de fieles como han sido llamados bajo nuestro pon-
tificado han muerto sin esperanza de salvación y de paz, ni
se sospeche que el nuevo pueblo de creyentes no ha obteni-
do ninguna gracia del bautismo y del Espíritu Santo por
nuestro ministerio, que la paz que dimos a tantos lapsos y
penitentes, y la comunión con nosotros que les concedimos,
previo nuestro examen, no sea anulada por la autoridad de
tu juicio. ¡Di que sí de una vez y dígnate pronunciar senten-
cia sobre nuestro caso y robustecer nuestro episcopado con
la fuerza de tu reconocimiento, para que Dios y su Cristo
puedan darte las gracias por haber sido restituido por ti el
obispo y jefe a su altar y a su pueblo!

Las abejas tienen un rey y los ganados un guía, y les son
fieles; los bandoleros obedecen con humilde sumisión las
órdenes de su cabecilla. ¡Cuánto más sinceros y mejores que
vosotros son los irracionales, los animales mudos y los sal-
teadores sanguinarios y violentos que viven entre espadas y
armas! Allí es reconocido y temido el jefe, que no ha sido
establecido por Dios sino por el acuerdo de una banda de
gente perdida, de un grupo de malhechores.

Has dicho que debías quitarte de la conciencia un escrú-
pulo en el que has caído. Ciertamente caíste, pero por tu cre-
dulidad irreligiosa. Caíste, pero por culpa de tu entendi-
miento y voluntad sacrilegos. Cuando prestas oídos fáciles a
infamias, a acusaciones impías y abominables contra un her-
mano, contra un sacerdote, y les das crédito con agrado, en-
tonces defiendes las mentiras de otros como propias y par-
ticulares, y no recuerdas que está escrito: «Pon una cerca de
espinas a tus orejas y no escuches la mala lengua» y en
otro lugar: «El malo presta atención a la lengua de los ini-
cuos, pero el justo no hace caso de los labios mentiro-
sos» ¿Por qué no cayeron en este escrúpulo los mártires
llenos del Espíritu Santo y próximos ya por su pasión a la
presencia de Dios y de su Cristo, que desde la cárcel escri-
bieron al obispo Cipriano reconociéndole pontífice de Dios
y dándole testimonio? ¿Por qué no cayeron en este escrú-
pulo tantos obispos colegas míos que, o bien, habiéndose
ocultado, fiieron proscritos o, apresados, estuvieron encade-
nados, o los que, relegados al exilio, fueron hacía el Señor
por un camino glorioso, o los que, ejecutados en diversos si-
tios, lograron las coronas del cielo por su glorificación del
Señor? ¿Por qué no cayeron en este escrúpulo, de entre nues-
tros fieles aquí presentes conmigo y encomendados a mí por
la bondad divina, tantos confesores llevados al tribunal, tor-
turados y hechos gloriosos por el recuerdo de sus heridas y
cicatrices, tantas vírgenes intactas, tantas viudas loables y
en fin, todas las Iglesias del mundo, que están unidas con

3 nosotros por el vinculo de la unidad? A no ser que, como
has escrito tu, todos estos que han comunicado conmigo, ha-
yan sido manchados por mi manchada boca y hayan perdido
toda esperanza de la vida etema por el contagio de nuestra
comunión. ¡Pupiano, el único íntegro, inviolado, santo, pu-
ro, que no quiso contaminarse conmigo, habitará él solo en
el paraíso y en el reino de los cielos!

8 Has escrito también que la Iglesia tiene ahora una parte
de sus miembros dispersos por mi culpa, cuando todo el
pueblo de la Iglesia está junto, \mido, ligado con concordia
indisoluble, y no quedan fuera sino los que, si estuviesen
dentro, tendrían que ser despedidos; y no consienta el Se-
ñor, protector y guardián de su pueblo, que se robe el trigo
de su era, sino que sólo puedan separarse las pajas, pues di-

2 ce el Apóstol: «¿Y qué, si algunos de ellos perdieron la fe?
¿Es que la infidelidad de ellos anula la fidelidad de Dios?
De ninguna manera. Porque Dios es veraz, y todo hombre es
mentiroso» Y también el Señor en el Evangelio, cuando
le abandonaban los discípulos mientras hablaba» dirigiéndo-
se a los doce les dijo: «¿También vosotros os queréis mar-
char?. Le respondió Pedro diciendo: ¿A quién iremos. Se-
ñor? Tú tienes palabras de vida etema, y nosotros creemos y

3 reconocemos que eres el Hijo de Dios vivo»"^^^. Allí habla
Pedro, sobre el cual había sido edificada la Iglesia, ense-
ñando y mostrando en nombre de ella que, aunque se separe
la multitud rebelde y soberbia de los que no quieren obede-
cer, la Iglesia no se aparta de Cristo, y por él la Iglesia es el pueblo imido al sacerdote y el rebaño unido al pastor. Por lo que debes saber que el obispo está dentro de la Iglesia y la Iglesia con el obispo, y que si alguien no está con el obispo, no está dentro de la Iglesia; y que se engañan a sí mismos sin ningún provecho los que, no teniendo paz con los sacerdotes de Dios, se acercan furtivamente y a escondidas creen estar en comunión con algunos, pues la Iglesia católica, que es una, no está desgarrada ni despedazada, sino que está conexa y ligada con el vínculo de la unión de los obispos entre sí.

Por eso, hermano, si pensases en la majestad de Dios que 9
ordena a los sacerdotes de Cristo, si mirases alguna vez a
Cristo que gobierna a su arbitrio y voluntad y con su pre-
sencia no sólo a los mismos obispos sino a toda la Iglesia
con sus obispos; si, en lo que se refiere a la inocencia de los
sacerdotes, te fiases no del odio humano sino del juicio di-
vino, si te decidieses a hacer penitencia, aunque tardía, de tu
temeridad, soberbia e insolencia, si dieses plena satisfacción
al Señor y a su Cristo, a los que yo sirvo y a los que ofirezco, con boca pura e inmaculada, sacrificios continuamente, tanto en tiempo de persecución como de paz, podríamos teneren cuenta tu comunión con nosotros sin prescindir, no obstante, por nuestra parte del respeto y temor al juicio divino; pero antes consultaré a mi Señor para que me muestre y avi- 2 se si consiente que se te dé la paz y se te admita a la comunión de su Iglesia.

Pues recuerdo lo que ya se me ha manifestado, mejor 10
aún, lo que la autoridad del Señor Dios mandó a su siervo
dócil y temeroso. Entre otras cosas que se dignó mostrar y
revelar el Señor, añadió también esto: «El que no cree, pues,
en Cristo, que es quien hace al sacerdote, tendrá que creer
después cuando vengue al sacerdote». Aunque ya sé que a 2
algunos — precisamente a aquellos que prefieren creer con-
tra el sacerdote antes que creer al sacerdote — los sueños les
parecen ridículos y las visiones necedades. Pero no es nada extraño, pues también de José dijeron sus hermanos: «Mirad
que viene el soñador; venid, pues, ahora y matémoslo» "^^^ ^ y
el soñador alcanzó después lo que había soñado, y sus ma-
tadores y vendedores fueron avergonzados, y los que no
habían creído antes a las palabras creyeron después a los
3 hechos. En cuanto a lo que tú has hecho en la persecución o
en la paz, sería necio quererte juzgar, pues más bien tú te
has hecho juez nuestro. Yo he escrito no sólo en defensa de
la limpieza de mi conciencia sino también por la confianza
en mi Señor y Dios. Tú tienes mi carta y yo la tuya. ¡El día
del juicio, ante el tribunal de Cristo, se leerán las dos!

67

Cipriano a Félix y a los fieles
de León, Astorga y Mérída

La información histórica que aporta esta carta es sumamente
interesante para conocer la historia de la Iglesia de España. Basílides y Marcial, obispos hispanos, han apostatado; Cipriano apmeba junto con los otros obispos la actitud de los destinatarios, y lamenta el hecho de que, por hallarse tan lejos, el papa Esteban no esté informado de la verdad de los hechos.

Cipriano, Cecilio, Primo, Policarpo, Nicomedes, Lucia-
no, Suceso, Sedato, Fortunato, Jenaro, Secundino, Pompo-
nio, Honorato, Víctor, Aurelio, Satio, Pedro, otro Jenaro,
Saturnino, otro Aurelio, Venancio, Quieto, Rogaciano, Té-
nax, Félix, Fausto, Quinto, otro Saturnino, Lucio, Vicente,
Liboso, Geminio, Marcelo, Yambo, Adelfio, Victórico y Pablo"^^"^ al presbítero Félix y a los fieles de León y Astorga, y también al diácono Elio y al pueblo de Mérida, salud en el
Señor.

Hallándonos reunidos, queridísimos hermanos, hemos i
leído vuestra carta, que, animados por la integridad de vues-
tra fe y el temor de Dios, nos enviasteis por medio de nues-
tros colegas de episcopado Félix y Sabino. En ella nos ma-
nifestáis que Basílides y Marcial, que se han manchado re-
cibiendo los billetes de la idolatría "^^^ y que son culpables de
crímenes nefandos, no deben ejercer el episcopado y los
ministerios del sacerdocio divino"*^*. Así mismo deseáis que
os escribamos sobre eso, para que nuestra opinión aligere
con su consuelo o con su ayuda vuestra justa e inevitable
inquietud. Pero a este deseo vuestro, mejor que nuestros i
acuerdos, responden los preceptos divinos, según los cuales
ya desde antiguo se manda por voz del cielo y se prescribe
por ley de Dios quiénes y cómo han de ser los ministros del
altar y los que ofirecen sacrificios a Dios. En efecto, en el
Éxodo, Dios habla a Moisés y lo instruye diciendo: «Los
sacerdotes que se acercan al Señor Dios, santífíquense, no
vaya a abandonarlos el Señor» Y también: «Cuando se
acerquen a servir al altar del Santuario, que no lleven consi-



(Eran obispos africanos, reunidos en Cartago en el concilio del otoño del año 254.
Referencia a uno de los modos de apostatar, consiguiendo un certificado — libelo o billete — de haber ofrecido sacrificio a algún Idolo. Los que actuaban así son llamados libellatici.
Esta carta no se conserva. No consta cuáles eran las diócesis de los obispos Basílides y Marcial» aunque el hecho de que la carta esté dirigida a los fieles de León, Astorga y Mérida lleve a conjeturar que fueran ésas las iglesias españolas regidas por los obispos apóstatas. En este caso, León y Astorga formarían entonces un solo obispado.)




go pecado, no sea que mueran» "^^^ También en el Levíti-
co el Señor manda y dice: «El hombre que tenga algún de-
fecto, alguna mancha, que no se acerque a ofrecer dones a
Dios»^^^

Habiéndosenos enseñado y manifestado estas normas,
debemos acatar sumisamente los mandatos del Señor; y no
se puede hacer acepción de personas en cosas tan importan-
tes; ni tener con nadie ninguna condescendencia humana
cuando se oponen a ella los preceptos divinos constituyendo
además ley. Porque no debemos olvidar cómo increpó a los
judíos por medio de Isaías el Señor indignado porque des-
preciaban los preceptos divinos y seguían doctrinas huma-
nas. «Esta gente — dice — me honra con la boca, pero su
corazón está muy lejos de mí. Vanamente me adoran mien-
tras enseñan los preceptos y doctrinas de los hombres»
Eso repite el Señor en el Evangelio y dice: «Rechazáis el
mandamiento del Señor para establecer vuestra tradicióm>*^^
Teniendo eso presente y considerándolo con todo cuidado y
con espíritu religioso, en las ordenaciones de los obispos no
hemos de elegir sino prelados puros y perfectos, que cuando
ofrezcan santa y dignamente sacrificios a Dios puedan ser
oídos en las plegarias que hagan por la salvación del pueblo
del Señor, ya que está escrito: «Dios no escucha al pecador;
escucha al que venera a Dios y hace su voluntad» Por
eso conviene elegir para el sacerdocio divino, con todo cui-
dado y un examen sincero, a los que sepamos que serán es-
cuchados por Dios.

Y que el pueblo no se haga la ilusión de poderse librar
del contagio de pecado si comunica con un obispo pecador
y reconoce la injusta e ilícita autoridad de su prelado, ya
que la justicia divina amenaza y dice por boca del profeta
Oseas: «Sus sacrificios son como pan de duelo; todos los
que lo coman se contaminarán» "^^^j con lo cual nos enseña y
demuestra que absolutamente todos los que se contaminan
con la participación del sacrificio de un obispo profano e
ilegítimo son reos de pecado. Esto mismo lo encontramos
manifestado en los Números, cuando Coré, Datán y Abirón
reclamaron para sí contra los derechos del sacerdote Aarón
la facultad de sacrificar. También allí manda el Señor por
Moisés que el pueblo se separe de ellos no fuera que, al jun-
tarse con los delincuentes, se hicieran delincuentes como
ellos. «Separaos — les dice — de las tiendas de estos hom-
bres injustos y crueles, y no toquéis nada de lo suyo, no va-
yáis a perecer con ellos participando de su pecado» El
pueblo, pues, obediente a los mandatos del Señor y temero-
so de Dios, se ha de separar del prelado prevaricador y no
ha de tomar parte alguna en los sacrificios de un sacerdote
sacrilego, sobre todo teniendo como tiene poder de elegir
sacerdotes dignos y de rechazar los indignos.

También vemos que viene de la autoridad divina que la
elección del obispo se haga en presencia del pueblo, a la
vista de todos, para que sea aprobado como digno y apto
por juicio y testimonio públicos, como lo manda en los
Números el Señor a Moisés diciendo: «Toma a tu hermano
Aarón y a su hijo Eleazar y llévalos al monte, delante de to-
do el pueblo; quita a Aarón su vestido y pónselo a su hijo
Eleazar, y Aarón que muera allí»'^^^ Dios manda que el sacerdote sea elegido en presencia de todo el pueblo, esto es,
enseña, manifiesta que las consagraciones episcopales no se
han de hacer sino con conocimiento del pueblo y en presen-
cia de él, para que en presencia del pueblo se descubran los
delitos de los malos o se publiquen los méritos de los bue-
nos y así, con el sufragio y el examen de todos, la ordena-
ción sea justa y legítima. Y esto lo vemos luego observado,
de acuerdo con los mandatos divinos, en los Hechos de los
Apóstoles, cuando, tratando de elegir un obispo en lugar de
Judas, Pedro se dirige al pueblo. «Se levantó Pedro — di-
ce — en medio de los discípulos. Estaba el pueblo reuni-
do.. .»'^^^. Y vemos que los apóstoles observaron siempre es-
ta norma no sólo cuando las ordenaciones eran de obispos o
sacerdotes, sino también en la de diáconos, según lo que en
sus Hechos está escrito: «Y convocaron — dice — a todo el
pueblo de los discípulos y les dijeron...» Se obraba así
convocando a todo el pueblo con tanta diligencia y cautela,
para que nadie indigno se introdujera furtivamente en el mi-
nisterio del altar o usurpase la dignidad sacerdotal. A veces
hay hombres indignos que son ordenados no según la volun-
tad de Dios sino por temeridad humana, y eso desagrada a
Dios, porque no provienen de una legítima y justa ordena-
ción; el mismo Dios lo manifiesta por el profeta Oseas cuan-
do dice: «Ellos mismos se eligieron un rey sin contar con-
migo»

Se debe, pues, conservar y guardar con toda diligencia
la observancia de la tradición divina y apostólica, que se
conserva también aquí y en casi todas las provincias: que
para celebrar una ordenación se reúnan los obispos próxi-
mos de la misma provincia con el pueblo para el que se or-



(San Cipriano no cita todo el texto de Áct 1, 15. )


dena el obispo, y que se haga la elección en presencia del
pueblo, que sabe bien la vida de cada uno y conoce por la
convivencia su conducta. Y así vemos que lo habéis hecho
vosotros en la ordenación de nuestro colega Sabino, al que
fue conferido el episcopado e impuesta la mano para que
sustituyese a Basílides, después de haber recibido los votos
de todos los hermanos y la aprobación de los obispos que
estuvieron presentes y de otros que os la enviaron por escri-
to. Y no se puede invalidar la elección, que está verificada
con todo derecho, porque Basílides, yéndose a Roma des-
pués de descubiertos sus crímenes y aun confesados por él
mismo, haya engañado a nuestro colega Esteban, que está
lejos y no conoce los hechos y la verdad, para pedirle ima
injusta reposición en el episcopado del que había sido de-
puesto justamente. Con esto no solamente no se han borra-
do, sino que han crecido los delitos de Basílides, ya que ha
añadido a los pecados anteriores los de falacia y engaño.
Pues no se ha de culpar tanto a quien se dejó sorprender por
negligencia, como se ha de reprobar al que le sorprendió
con engaños. Pero si pudo Basílides sorprender a los hom-
bres, no puede sorprender a Dios, pues está escrito: «De
Dios nadie se ríe»"^^^. Y a Marcial tampoco puede valerle el
engaño y, culpable como es de grandes delitos, tampoco
puede conservar el episcopado, ya que el Apóstol nos amo-
nesta diciendo: «Conviene que el obispo no tenga ningún
delito, como ministro de Dios»^^^.

Por lo cual, como escribís, queridísimos hermanos, y
como afirman nuestros colegas Félix y Sabino y nos lo par-
ticipa otro Félix, de Cesaraugusta, varón de fe y defensor de
la verdad, que Basílides y Marcial se contaminaron con los
nefandos certificados de idolatría, que Basíiides, además del
pecado del certificado, tiene el de haber blasfemado contra
Dios cuando se hallaba enfermo en cama, y él mismo confe-
só que lo había hecho y por eso, por el remordimiento de
conciencia, renunció espontáneamente al episcopado y se
entregó a hacer penitencia, rogando a Dios y dándose por
satisfecho con poder estar en comunión con nosotros como
simple laico; que Marcial, además de haber asistido a menu-
do a convites impuros y vergonzosos de los gentiles en una
asociación y de haber enterrado a sus hijos en la misma
asociación con rito gentil en sepulcros profanos y entre los
paganos, ha confesado que en sesión pública ante el procu-
rador ducenario^**^ obedeció a las órdenes de la idolatría y
renegó de Cristo; como hay otros muchos y graves delitos
cometidos por Basíiides y por Marcial, por todo esto es
inútil que intenten usurpar la dignidad episcopal, pues es
manifiesto que unos hombres como ellos ni pueden gober-
nar la Iglesia de Cristo ni han de ofrecer sacrificios a Dios,
sobre todo desde que nuestro colega Comelio, obispo pací-
fico y justo y al que el Señor se dignó glorificar con el mar-
tirio determinó, de acuerdo con nosotros y con todos los
otros obispos del mundo, que esta clase de hombres podían
ser admitidos entre los penitentes, pero que quedaban apar-
tados del orden clerical y de la dignidad episcopal

Ni os habéis de sorprender, hermanos dilectísimos, si en
estos últimos tiempos la débil fe de algunos se tambalea y el
temor de Dios vacila sin fundamento religioso o la concor-



(Los procuradores ducenarii eran funcionarios no magistrados del orden ecuestre, con derecho a una retribución de 200.000 sestercios. Entre ellos estaban los procuradores de las provincias imperiales consulares como Hispania, y los de las pretorianas como Asturias y Galicia, en España.
Es el papa Comelio, con el que Cipriano mantiene una estrecha
relación que el epistolario refleja en las cartas 44 a 60.



dia de la paz no dura. Ya está vaticinado que al fin del
mundo han de suceder estas cosas; el Señor predijo, y lo
confirmaron los apóstoles, que al terminar el mundo y acer-
carse el Anticristo, todo lo bueno menguaría y se incremen-
taría lo malo, lo adverso.

Aunque estemos en los últimos tiempos, sin embargo no s
ha decaído en la Iglesia de Dios el gran vigor evangélico ni
se ha debilitado la energía del valor cristiano y de la fe tanto que no quede una parte de los obispos que no sucumbirá a
estas caídas ni a los naufragios de la fe, sino que defenderá
con fortaleza y constancia el honor de la majestad divina y
la dignidad sacerdotal, cumpliendo sus deberes con temor
de Dios. Recordamos y sabemos que, a pesar de la defec- 2
ción y la prevaricación de los demás, Matatías salió audaz-
mente en defensa de la ley de Dios^^^; Elias, mientras los
judíos faltaban a sus deberes y se apartaban de la religión
divina, se mantuvo fiel y luchó heroicamente^**"^; Daniel, sin
asustarse por la soledad de una tierra extranjera ni por las
continuas persecuciones de que era objeto, dio a menudo
gloriosos y valientes testimonios de su fe^°^; asimismo los
tres jóvenes, sin dejarse acobardar ni por sus pocos años ni
por las amenazas, desafiaron con fe viva el fiiego de Babi-
lonia y triunfaron ante el rey vencedor, ellos, sus cauti-
vos Que lo sepa la turba de prevaricadores y de traidores 3
que ahora se han levantado contra la Iglesia dentro de la
Iglesia misma, y han hecho tambalear a la vez la fe y la ver-
dad: hay muchos que conservan un corazón sincero, una re-
ligión incontaminada y un alma consagrada enteramente al
Señor su Dios, y su fe cristiana no es llevada a la ruina por
la perfidia de los otros, sino que se levanta y se eleva más
para mayor gloria. Como exhorta el Apóstol cuando dice:
«¿Y qué, si algunos perdieron la fe? ¿Es que su infidelidad
ha inutilizado la fidelidad de Dios? De ninguna manera.
Pues Dios es veraz y todo hombre es mentiroso» Pues si
todo hombre es mentiroso y sólo Dios es veraz, ¿qué hemos
de hacer los siervos, y de una manera especial los obispos
de Dios sino abandonar los errores y las mentiras de los
hombres y permanecer en la verdad de Dios mediante el
cumplimiento de los preceptos del Señor?

Por consiguiente, pese a haber habido algunos colegas
nuestros, hermanos carísimos, que creen que se puede aflo-
jar la disciplina divina y que comunican temerariamente con
Basílides y Marcial, ello no ha de perturbar nuestra fe, ya
que el Espíritu Santo en los Salmos amenaza a los que se
comportan así diciendo: «Tú odias la disciplina y has hecho
menosprecio de mis palabras. Si veías un ladrón te rexmías
con él y tenías participación con los adúlteros» Declara
que son participantes y cómplices de los delitos de los otros
los que se unen con los delincuentes. Y esto mismo escribe
el apóstol Pablo, diciendo: <dos murmuradores, los calum-
niadores, los enemigos de Dios, los injuriadores, los sober-
bios, los jactanciosos, los inventores del mal, los que, a pe-
sar de conocer el juicio de Dios, no comprendieron que los
que hacen eso son dignos de muerte, no sólo obran mal si-
no que dan incluso su consentimiento a los que obran así. Por-
que los que obran tales maldades — dice — son dignos de
muerte» Manifiesta y prueba que soii dignos de muerte,
que merecen la pena no sólo los que hacen el mal, sino tam-
bién los que lo consienten, los cuales al mezclarse con los
malos, con los pecadores, con los que se niegan a hacer pe-
nitencia, cuando comunican ilícitamente con ellos, se con-
taminan con el contacto de los malvados y así como se les
unen en la culpa, tampoco se separan de ellos en la pena.
Alabamos, pues, y aprobamos vuestra religiosa inquietud 3
por la integridad de la fe, amadísimos hermanos, y os enca-
recemos todo lo que podemos con nuestra carta que no os
unáis con sacrilega comunión a los obispos profanos y man-
chados, sino que guardéis con religioso temor la firmeza ín-
tegra y sincera de vuestra fe. Os deseamos, hermanos queri-
dísimos, que sigáis bien de salud.


68

Cipriano a Esteban

Conociendo Cipriano que el obispo de Arlés, Marciano, se ha
adherido al cisma de Novaciano, apela a la autoridad del papa Esteban para que sea depuesto y se nombre a otro en su lugar; pero es necesario acoger a los que, tras seguir a Marciano, vuelvan a la Iglesia.

Cipriano saluda a su hermano Esteban^'''.

Nuestro colega Faustino de Lyón^^^ me ha escrito más i
de una vez, hermano queridísimo, informándome de lo que
sé que también a vosotros se os ha comunicado tanto por él
como por los demás colegas nuestros en el episcopado de
esa provincia ^^^: que Marciano de Arlés se ha unido a No-



(Es el papa san Esteban.
Pat^ que fue el quinto de esta diócesis fundada por san Ireneo.
Es la de Naibona. )





vaciano y se ha separado de la verdad de la Iglesia católica
y de la unidad de nuestro cuerpo y de nuestro episcopado,
adhiriéndose a la cruel maldad de los herejes presuntuosos
que niegan los consuelos y auxilios de la piedad divina y su
paternal clemencia a los servidores de Dios arrepentidos y
dolidos que llaman a la puerta de la Iglesia con lágrimas,
gemidos y dolor, y quieren que no sean admitidos los heri-
dos a la curación de sus heridas, sino que dejándolos sin es-
peranza de paz ni de comunión sean arrojados a las garras
de los lobos y a la rapacidad del diablo. Tomar precauciones
por este asunto y remediarlo nos corresponde, queridísimo
hermano, a nosotros, que pensando en la clemencia divina y
poseyendo la balanza del gobierno de la Iglesia, mostramos
a los pecadores el rigor de la severidad sin negar por ello la
medicina de la bondad y misericordia divinas para endere-
zar a los lapsos y para curar a los heridos.

Conviene, por tanto, que escribas una carta muy explí-
cita a nuestros colegas los obispos de la Galia para que no
consientan más a Marciano, obstinado y soberbio, enemigo
de la piedad divina y de la salud fraterna, atacar a nuestro
colegio episcopal porque todavía no consta como excomul-
gado por nosotros, él que ya hace tiempo que se jacta pre-
gonando que se ha separado de nuestra comunión por seguir
a Novaciano y su rebeldía, cuando el propio Novaciano, al
que sigue, ha sido ya excomulgado y declarado enemigo de
la Iglesia; y cuando, habiéndonos enviado mensajeros a Áfri-
ca pidiendo ser readmitido a nuestra comunión, recibió aquí
del concilio en el que estábamos presentes diversos obispos
esta respuesta: que él estaba fuera de la Iglesia y que ningu-
no de los nuestros podía estar en comunicación con él, por-
que, después de ordenado el obispo Comelio en la Iglesia
católica por el juicio de Dios y la votación del pueblo y del
clero, había intentado erigir un altar profano y establecer una
cátedra adúltera y ofrecer sacrificios sacrilegos frente al le-
gítimo obispo por lo cual, que si quería enmendarse y
volver a una sana manera de pensar, hiciese penitencia y vol-
viera a la Iglesia con actitud suplicante. ¡Qué necedad seria,
hermano carísimo, que habiendo sido hace poco Novaciano
rechazado y refutado y excomulgado por los sacerdotes de
Dios por todo el mundo, consintiéramos aún hoy que se bur-
len de nosotros sus secuaces y que se pongan a juzgar sobre
la autoridad y dignidad de la Iglesia!

Escribe, dentro de la provincia, al pueblo de Arlés para
que se sustituya al excomulgado Marciano por otro obispo
en su lugar, y se reúna así el rebaño de Cristo, que hasta
ahora ha sido menospreciado por él, dispersado y herido.
Baste con que muchos de nuestros hermanos han muerto allí
sin la paz en estos últimos años; que por lo menos se ayude
a los demás supervivientes que gimen día y noche y que,
suplicando la misericordia paternal de Dios, imploran el
consuelo de nuestra ayuda. Por eso precisamente, queridísi-
mo hermano, está unido el numeroso colegio de los obispos
con el lazo de la concordia mutua y con el vínculo de la uni-
dad, para que, si alguno de nuestro colegio intentase suscitar
\ma herejía y despedazar y destruir el rebaño de Cristo, los
demás acudan y, como pastores útiles y compasivos, reúnan
las ovejas del Señor en el redil ¿Qué ocurre cuando en el
mar un puerto se vuelve peligroso y perjudicial para las na-
ves por haberse roto sus diques?; ¿no dirigen los navegantes
sus naves a otros próximos, en donde haya acceso seguro,
entrada fácil y estancia tranquila? O, si en un camino una
posada es sitiada y ocupada por ladrones, de manera que el
que entra cae en una emboscada de salteadores, ¿no busca-
rán los viajeros, si saben esto, otros hostales en el camino más seguros, donde encuentren hospedaje de confianza y
4 sin riesgo? Esto es lo que nos corresponde hacer ahora a nos-
otros: acoger con afabilidad diligente y benigna a nuestros
hermanos que, habiendo huido de los escollos de Marciano,
buscan el puerto de salvación de la Iglesia; ofrecer a estos
viajeros un refugio como aquel del que habla el Evangelio,
en donde los maltratados y heridos por los ladrones puedan
ser acogidos, confortados y defendidos por el hostelero
4 ¿Cuál es el mayor y mejor cuidado que pueden dispen-
sar los prelados, sino procurar con solicitud y con remedios
saludables curar y conservar sus ovejas?, ya que el Señor
dice: «No fortalecisteis lo débil ni sanasteis lo enfermo, ni
reparasteis lo roto, ni reunisteis lo errante ni buscasteis lo
perdido. Y mis ovejas andan perdidas por falta de pastor
siendo presa de todas las fieras del campo, sin que haya
quien las busque y las reúna. Por e$o dice el Señor: Yo me
pongo delante de los pastores y reclamaré mis ovejas de sus
manos y los despediré para que no las apacienten; y ya no
las pastorearán más, y las sacaré de su boca y yo las apacen-
2 taré con justicia» Si, pues, el Señor conmina así a los
pastores que descuidan las ovejas del Señor, perdiéndose
éstas, ¿qué más tendremos que hacer, queridísimo hermano,
que poner un interés sumo en reunir y animar a las ovejas
de Cristo y aplicar la medicina de la piedad paternal para
curar las llagas de los caídos, ya que el Señor también nos
amonesta en el Evangelio diciendo: «No necesitan médico
los sanos sino los enfermos» Pues, aunque somos mu-
chos los pastores, sin embargo, apacentamos un solo rebaño,
y debemos congregar y confortar a todas las ovejas que Cristo
adquirió con su sangre y su pasión, sin consentir que nuestros hermanos que suplican y se arrepienten sean cruelmente
desdeñados y pisoteados por la soberbia osadía de algunos,
puesto que está escrito: «El que es contumaz y se jacta de sí,
no logrará ningún provecho, él que hinchó su alma como el
infierno» Y el Señor en el Evangelio acusa y condena a
todos éstos diciendo: «Vosotros sois los que os hacéis pasar
por justos a los ojos de los hombres. Pero Dios conoce vues-
tro corazón, porque lo que es ensalzado por los hombres, es
despreciable delante de Dios»^^^ Dice que son desprecia-
bles y detestables los que se complacen en sí mismos, los
que, hinchados y orgullosos, se atribuyen algo con altanería.
Siendo Marciano de éstos y adversario de la misericordia y
de la piedad al unirse a Novaciano, que no pronuncie sen-
tencia sino que la reciba, y que no actúe como juzgando al
colegio sacerdotal, puesto que es él el juzgado por todos los
sacerdotes.

Pues hay que guardar la gloriosa memoria de nuestros
santos antecesores los mártires Comelio y Lucio. Y si noso-
tros la honramos, mucho más debes guardarla y enaltecerla
tú, queridísimo hermano, por la seriedad y autoridad; de tu
cargo, pues has sido constituido vicario y sucesor suyo.
Ellos, en efecto, llenos del espíritu del Señor y habiendo su-
frido un glorioso martirio, juzgaron que se debía conceder
la paz a los lapsos y dejaron escrito en sus cartas que, una
vez que hubieran hecho penitencia, no se les podía negar el
fruto de su participación en la Iglesia y de la paz. Esto fue
lo que pensamos absolutamente todos nosotros y en todas
partes Pues no podía haber diversas opiniones entre nos-
otros, teniendo como tenemos un solo espíritu; y por eso que-
da claro que no tiene la verdad del Espíritu Santo en unión con los demás el que vemos que piensa de modo distinto.
Dinos claramente quién ha sustituido en Arlés a Marciano
para que sepamos a quién hemos de dirigir nuestros herma-
nos y escribir nuestras cartas. Deseo, hermano queridísimo,
que tengas siempre buena salud.





Cipriano a Magno

En su tratado De Unitate Ecclesiae ya había expresado Cipriano la invalidez del bautismo administrado por los herejes, cuestión en la que insiste ahora en la carta a Magno con la misma firmeza. La llamada cuestión de los rebautizantes se trata, a partir de esta carta, en varias de este epistolario. La opinión de nuestro obispo, hoy rechazada por la Iglesia, deja a salvo la praxis de cada obispo en su diócesis.

Cipriano saluda a su hijo Magno

1 Movido por tu celo religioso, hijo queridísimo, has con-
sultado mi modesta opinión sobre si, entre los otros herejes,
también los que vienen de la secta de Novaciano, después
de su bautismo profano, han de ser bautizados y justificados
en la Iglesia católica con el legítimo, verdadero y único bau-
tismo de la Iglesia. Sobre este asunto, según la capacidad de
nuestra fe y según nos dan a conocer las Escrituras divinas,
afirmo que absolutamente ninguno de los herejes y cismáti-
cos tiene derecho ni jurisdicción alguna; por lo que Nova-
ciano ni puede ni debe ser excepción, para que, al estar fue-

(Parece que es un laico, a pesar de que el asunto de la carta parece más apropiado para un eclesiástico; tal vez por eso algunos piensan que se trata de un clérigo. )




ra de la Iglesia y obrar contra la paz y la caridad de Cristo,
no sea contado también él entre los adversarios y anticris-
tos. Pues, cuando nuestro Señor Jesucristo dijo en su Evan-
gelio que los que no estaban con él eran enemigos suyos, no
señaló ninguna clase especial de herejes, sino que declaró
adversarios suyos a todos los que no estuviesen con él y
que, al no recoger con él, dispersasen su rebaño; dijo: «El que
no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo
desparrama» Tampoco el apóstol san Juan hizo ninguna
distinción de herejías ni de cismas, ni puso aparte a nadie en
particular, sino que a todos los que salían de la Iglesia y ac-
tuaban contra la Iglesia los llamó anticristos diciendo: «Ha-
béis oído que viene el anticristo, pero ahora hay muchos que
se han vuelto anticristos. Por eso sabemos que es el fin de
los tiempos. Salieron de nosotros, pero no eran de los nues-
tros; pues si lo hubieran sido, habrían permanecido con nos-
otros» Eso demuestra que todos aquellos de quienes
consta que se han separado de la caridad y de la unidad de
la Iglesia católica son enemigos del Señor y anticristos. Di-
ce también el Señor en el Evangelio: «Si menosprecia inclu-
so a la Iglesia, tenlo por gentil y publicano»^^^ Si los que
menosprecian a la Iglesia son tenidos por gentiles y publica-
nos, con mucha mayor razón a los rebeldes y enemigos que
crean altares falsos, sacerdocios ilícitos, sacrificios sacrilegos y nombres adulterados, es preciso considerarlos gentiles y publícanos, ya que otros que hacen pecados menos graves y sólo menosprecian a la Iglesia merecen esta sentencia del Señor.

El Espíritu Santo declara en el Cantar de los Cantares
que la Iglesia es una sola, al decir sobre la persona de Cristo: «Una sola es mi paloma, mi perfección, es la única para
su madre, la preferida de quien la engendró» ^^"^^ y de ella
reitera: «Eres huerto cerrado, hermana mía, esposa; fuente
sellada, pozo de agua viva» Si la esposa de Cristo, que
es la Iglesia, es un huerto cerrado, una cosa cerrada no pue-
de abrirse a los forasteros y profanos. Si es fuente sellada,
no puede beber de ella ni recibir su sello quien, por estar
fuera, no tiene acceso a la misma Si sólo hay un pozo de
agua viva y éste está cerrado dentro, el que está fuera no
puede santificarse ni vivificarse con aquella agua de la que
2 sólo pueden usar y beber los que están dentro. Explicando
esto de que sólo hay una Iglesia y sólo los que están en ella
pueden ser bautizados escribió Pedro y dijo: «En el arca de
Noé pocos hombres, sólo ocho, se salvaron por el agua; a
vosotros del mismo modo os salvará el bautismo» Con
ello probaba y testificaba que el arca de Noé, que era una
sola, fue figura de la única Iglesia. Si pudo entonces, en
aquel bautismo de un mundo ya purificado con la expiación


(Acerca de esta equivocada opinión de san Cipriano, hoy rechazada por la Iglesia, hay que tener en cuenta el grado de desarrollo de la teología en el siglo ni. El núcleo de su error es que no distingue entre validez y licitud del sacramento. Los herejes, por estar fiiera de la Iglesia, si eran conscientes no tenían al Espíritu Santo y no podían dario (no era lícito el bautismo administrado en la herejía o el cisma). Pero podía ser válido si el beneficiario o sujeto quería recibirlo y el ministro quería hacerlo como lo hace la Iglesia y realizaba correctamente el rito. Agustín de Hipona trata este tema (De Bapt. 5, 26 ss.) y excusa a Cipriano diciendo que nondum
erat sufficienter pertracta quaestio de baptismo («todavía no estaba suficientemente estudiado este asunto»). San Cipriano se aferra a la práctica equivocada de la Iglesia africana, y no sigue las indicaciones del Papa Esteban de Roma, donde sí se tenia claro este tema. )



de los pecados, salvarse por el agua alguien que no estuvie-
se dentro del arca de Noé, también ahora podrá ser vivifica-
do por el bautismo quien no esté dentro de la Iglesia, única
a la que se ha concedido el bautismo. Pero aún expresa esto 3
mismo más abiertamente y con más claridad Pablo cuando
escribe a los efesios y dice: «Cristo amó a la Iglesia y se en-
tregó por ella para santificarla, purificándola con el baño del
agua»^^l Pues si la Iglesia amada por Cristo es única y sólo
ella es purificada por su baño, ¿cómo puede ser amado por
Cristo o lavado y purificado por su baño el que no está en la
Iglesia?

Por tanto, ya que sólo la Iglesia tiene el agua de vida y 3
el poder de bautizar y de purificar al hombre, quien dice que
uno puede ser bautizado y santificado estando con Novacia-
no, que demuestre primero que Novaciano está dentro de la
Iglesia o al frente de ella. La Iglesia es una y, siendo una, no puede estar al mismo tiempo dentro y fuera. Si, pues, está con Novaciano, no estuvo con Comelio. Y si estuvo con Cor-
nelio, que sucedió al obispo Fabián por legítima ordenación
y al que el Señor además de concederle la dignidad sacerdo-
tal, glorificó con el martirio, Novaciano no está en la Iglesia
ni puede ser considerado obispo porque, despreciando la
tradición evangélica y apostólica, y sin suceder a nadie, ha
nacido de sí mismo. Y no puede de ningún modo represen-
tar a la Iglesia quien no ha sido ordenado dentro de ella.

Ahora bien, que fuera no hay Iglesia y que ésta no se 4
puede partir contra sí misma o dividir, sino que conserva la
unidad de una casa inseparable e indivisible, lo manifiesta
la palabra fiel de la Escritura divina cuando acerca del mis-
terio de la Pascua y del cordero, que representaba a Cristo,
está escrito: «Se comerá en una sola casa y no sacaréis su
carne fuera de la casa»^^^. Vemos también expresado lo
mismo en Rajab, que era asimismo imagen de la Iglesia, a
quien se le manda y dice: «Reunirás contigo en tu casa a tu
padre, tu madre, tus hermanos y toda la familia de tu padre,
y el que salga fixera de la puerta de tu casa tendrá él la culpa de lo que le pase»^^°. Con esta representación se declara que se deben reunir en una sola casa, esto es, en la Iglesia, los que han de vivir y han de salvarse de la destrucción del
mundo, y que el que salga fuera de la reunión, esto es, el
que, después de alcanzar la gracia en la Iglesia, se separe y
salga de la Iglesia, él será el culpable, esto es, él será el responsable de su perdición. Esto lo explica el apóstol Pablo
cuando enseña y manda que se evite al hereje «como per-
verso y pecador y condenado por sí mismo» Éste es el
que se hará reo de su propia desgracia, no despedido por el
obispo sino huido voluntariamente de la Iglesia, condenado
por sí mismo en su presunción herética.

Por eso el Señor, tratando de hacemos comprender la
unidad que procede de la misma autoridad de Dios, dice:
«Yo y el Padre somos una sola cosa»^^^, y haciendo entrar a
su Iglesia dentro de esta unidad insiste diciendo: «Habrá un
solo rebaño y un solo pastor» Si, pues, el rebaño es uno so-
lo, ¿cómo puede incluirse en el rebaño quien no forma parte
del mismo, y cómo puede ser considerado pastor quien, ha-
biendo un verdadero pastor en la Iglesia de Dios que la pre-
side por ordenación de legítima sucesión y no siendo él su-
cesor de nadie sino que parte de sí mismo, resulta ser un
forastero, un profano, im enemigo de la paz del Señor y de
la unidad divina, que no habita en la casa de Dios, esto es,
en la Iglesia de Dios, en la cual sólo habitan los que están
concordes y unánimes, según lo que dice el Espíritu Santo
en los Salmos: «Dios que hace habitar en su casa a los uná-
nimes» ^^"^7 La unanimidad cristiana, en fin, unida a Él por
una caridad firme e inseparable, la manifiestan también los
mismos sacrificios del Señor. Pues cuando el Señor llama a
su cuerpo pan, formado por la unión de muchos granos, in-
dica la unión de nuestro pueblo que él representaba, y cuan-
do llama a su sangre vino, exprimido y reunido de muchos
racimos y de muchos granos de uva, significa nuestro reba-
ño formado por la agrupación de una multitud unida. Si No-
vaciano está unido a este pan del Señor, si está derramado
en la copa de Cristo, se podrá creer que también tiene la
gracia del único bautismo de la Iglesia, siempre que conste
que mantiene la unidad de la Iglesia.

Finalmente la Escritura divina declara qué indisoluble
fuera el misterio sagrado de la unidad y cómo están sin es-
peranza y se ganan la perdición por la ira de Dios los que
provocan xm cisma y, dejando a su obispo legítimo, se crean
un pseudo-obispo fuera: en los libros de los Reyes, cuando
las diez tribus se separaron de la de Judá y Benjamín y, de-
jando a su rey, se hicieron otro fuera: «Se indignó el Señor»,
dice, «contra toda la raza de Israel y los rechazó y los entre-
gó al saqueo hasta quitarlos de su presencia, porque Israel
se separó de la casa de David e hicieron rey a Jeroboán, hijo
de Nabat»^^^. Dice que se mdignó el Señor y los entregó a
la perdición porque se habían separado de la unidad y ha-
bían nombrado otro rey. Y fue tanta la indignación del Se-
ñor contra los que habían promovido aquel cisma que, cuando fue enviado el hombre de Dios a Jeroboán para repren-
derle por sus pecados y vaticinarle el castigo futuro, se le
prohibió incluso comer pan y beber agua con ellos. Y no ha-
biendo cumplido esto, habiendo comido en contra del man-
dato de Dios, fue inmediatamente castigado por la justicia
divina, y en el camino de vuelta murió atacado y mordido
por un león^^^. ¿Y alguno de vosotros se atreve a decir que
el agua saludable del bautismo y la gracia celestial nos pue-
den ser comunes con los cismáticos, con los que no nos de-

3 be ser común ni la bebida terrenal y profana? El Señor insis-
te aún en su Evangelio y nos manifiesta más claramente que
los que se habían separado entonces de la tribu de Judá y de
Benjamín y, habiendo abandonado Jerusalén, se habían ido
a Samaría eran contados entre los profanos y gentiles. Pues
al enviar por primera vez a sus discípulos a su ministerio de
salvación les encargó: «No vayáis por el camino de los gen-
tiles y no entréis en la ciudad de los samaritanos»^^^. Al en-
viarlos primero a los judíos manda de momento dejar aparte
a los gentiles; pero al añadir que habían de evitar la ciudad
de los samaritanos, donde estaban los cismáticos, manifiesta
que los cismáticos se equiparan a los gentiles.

7 Y si alguien replica que Novaciano sigue la misma ley
que la Iglesia católica, que bautiza con el mismo símbolo
que nosotros y reconoce al mismo Dios Padre, al mismo
Hijo Cristo, al mismo Espíritu Santo, y que por eso puede
ejercitar el poder de bautizar, ya que parece no discrepar en
nada en las interrogaciones que se hacen en el bautismo; se-
pa el que así replique, primero, que no tenemos el mismo
símbolo los cismáticos y nosotros, ni el mismo interrogatorio. Pues cuando dicen «¿crees en el perdón de los pecados y en la vida eterna por la santa Iglesia?» mienten en su pregunta, ya que no tienen Iglesia. Además, ellos mismos confiesan entonces con sus palabras que no se puede dar el perdón de los pecados si no es por la Iglesia santa y, como ellos no la tienen, demuestran que allí donde están ellos no se pueden perdonar los pecados.

Respecto a que se dice que reconocen al mismo Dios 8
Padre que nosotros, al mismo Hijo Cristo, al mismo Espíritu
Santo, tampoco esto puede servirles de nada. Pues también
Coré, Datán y Abirón reconocían al mismo Dios que el sa-
cerdote Aarón y que Moisés: viviendo en la misma obser-
vancia legal y reUgiosa que ellos, invocaban con ellos al
único y verdadero Dios que había de ser venerado e invocado;
pero, porque se arrogaron el poder de sacrificar, excedién-
dose en sus facultades ministeriales contra el derecho de
Aarón, que había recibido del favor y la elección de Dios el
legítimo sacerdocio, recibieron mmediatamente de Dios el cas-
tigo de sus intentos ilícitos, y los sacrificios que ofrecieron
ilícita e irreligiosamente contra las prescripciones divinas
no pudieron tener valor ni servir para nada. Incluso los mis- 2
mos incensarios en que se había ofrecido incienso ilícita-
mente, con el fin de que no pudiesen servir nunca más a los
sacerdotes sino que conservaran el recuerdo de la indigna-
ción y el castigo de Dios, para escarmiento de los venideros,
por orden del Señor se fundieron y, purificados por el fuego
y reducidos a finas láminas, se colgaron del altar, según lo
que cuenta la Escritura divina: «Recuerdo para los hijos de
Israel», dice, «para que no se acerque ningún extraño que
no sea de la estirpe de Aarón a ofrecer incienso delante del
Señor, para no ser como Coré»^^^ Y eso que aquéllos no 3
habían producido un cisma ni habían salido fuera para rebelarse descarada y hostilmente contra los sacerdotes de Dios,
como lo intentan ahora estos que dividen la Iglesia, se rebe-
lan contra la paz y contra la unidad de Cristo y se proponen
establecer una cátedra, asumir la primacía y el derecho de
bautizar y ofrecer sacrificios. ¿Cómo pueden terminar su obra
o conseguir algo de Dios con sus intentos ilícitos quienes
intentan contra Dios aquello que no les es lícito? Por tanto,
los que favorecen a Novaciano y a otros cismáticos como él,
pretenden inútilmente que se pueda bautizar y santificar a
nadie con el bautismo de salvación allí donde consta que el
que bautiza no tiene facultad de bautizar.

Y para que se pueda entender mejor cuál es el rigor de
la justicia divina contra semejante osadía, vemos que en una
fechoría tal no sólo se consideran dignos de castigo los jefes
y causantes, sino también los participantes, a no ser que se
separen de la comunión de los malvados, como manda el
Señor por boca de Moisés: «Separaos de las tiendas de esos
hombres tan duros y no toquéis nada de lo que les pertenece,
no vayáis a perecer con ellos en su pecado» Y el Señor
cumplió la amenaza emitida por boca de Moisés, de modo
que quien no se separó de Coré, Datán y Abirón pagó in-
mediatamente la pena de su impía comunión con ellos. Con
este ejemplo se muestra y se prueba que todos los que se
han mezclado impía y temerariamente con los cismáticos
frente a los prelados y sacerdotes quedarán sometidos a cul-
pa y a pena. Así lo testimonia el Espíritu Santo por medio
del profeta Oseas diciendo: «Sus sacrificios son como pan
de duelo; todos los que lo comen se contaminarám>^^; en-
señando y avisando que se unen en el suplicio a los autores
todos los que se contaminen con su pecado.

¿Qué méritos podrán, pues, tener ante Dios aquellos a lo
quienes se castiga por orden de Dios?, ¿o cómo pueden jus-
tificar y santificar a sus bautizados los que, como enemigos
de los obispos, intentan usurpar unas fiinciones ajenas, ilíci-
tas, que no les corresponden por ningún derecho? Pero no
nos extrañamos de que insistan de acuerdo con su maldad.
Cada uno ha de defender lo que hace, y los vencidos no se
resignan fácilmente a sucumbir, aunque sepan que lo que
hacen no es lícito. Lo que es sorprendente, antes bien indig- 2
nante y lastimoso, es que los cristianos favorezcan a los an-
ticristos y que dentro de la misma Iglesia y contra ella se al-
cen los prevaricadores de la fe y los traidores a la Iglesia. Y
como éstos, pertinaces e indóciles en otros puntos, sin em-
bargo al menos confiesan que ni los herejes ni los cismáticos
tienen el Espíritu Santo y que, por eso, aunque pueden bau-
tizar, no pueden conferir el Espíritu Santo, en estas mismas
palabras los cogemos para demostrar que de ninguna mane-
ra pueden bautizar puesto que no tienen el Espíritu Santo.

En efecto, como en el bautismo se perdonan los pecados 11
a cada uno, el Señor prueba y declara en su Evangelio que
sólo se pueden perdonar por quienes tienen el Espíritu San-
to. Pues al enviar, después de la resurrección, a sus discípu-
los, les habla con estas palabras: «Como mi Padre me envió,
así os envío Yo. Y después de decir esto, sopló sobre ellos y
les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonéis los pe-
cados, le serán perdonados, y a quien se los retengáis, le se-
rán retenidos»^"**. En este pasaje demuestra que sólo puede
bautizar y perdonar los pecados quien tenga al Espíritu San-
to. Y Juan, que iba a bautizar al mismo Cristo nuestro Se- 2
ñor, recibió el Espíritu Santo antes, estando aún en el seno
materno, para que quedase claro y manifiesto que no pueden bautizar más que quienes tengan al Espíritu Santo. Por
eso los que favorecen a herejes y cismáticos, que nos digan
3 si tienen o no al Espíritu Santo. Si lo tienen, ¿por qué a los bautizados por ellos, cuando vienen a nosotros, se les imponen las manos para que reciban el Espíritu Santo cuando ya
lo recibieron allí en donde, si estaba, se les podía dar? Si
fuera de la Iglesia los herejes y cismáticos no dan el Espíritu
Santo y por eso se les imponen las manos entre nosotros pa-
ra que reciban aquí lo que allí ni está ni se les puede dar,
está claro que no pueden conceder el perdón de los pecados
los que consta que no tienen al Espíritu Santo. Y por eso,
según la disposición de Dios y la verdad del Evangelio, para
conseguir el perdón de los pecados, santificarse y ser tem-
plos de Dios deben ser bautizados con el bautismo de la
Iglesia absolutamente todos los que vienen a la Iglesia de
Cristo desde las sectas de los adversarios y anticristos.
12 También me has preguntado, hijo queridísimo, qué pien-
so de aquellos que obtienen la gracia de Dios estando enfer-
mos, si han de ser considerados cristianos auténticos, ya que
no fueron lavados sino sólo rociados con el agua de salva-
ción Sobre esto no puede nuestra humildad y modestia
anticipar a nadie una opinión que impida que cada uno piense

2 lo que le parezca y haga lo que piense. Según nuestro mo-
desto entender, pensamos que los beneficios de Dios no pue-
den ser mutilados ni debilitados en nada y, siempre que hay
plena y perfecta fe por parte de quien da y por parte de quien
recibe, no puede haber una mengua de los dones divinos.
Pues en el sacramento de salvación no se lavan las manchas
de los delitos como se limpia en el baño ordinario corporal
la suciedad de la piel y del cuerpo, ni se necesita espuma de

(A los que, por estar enfermos, eran bautizados en cama se les llamaba clínicos en vez de cristianos, y no se les consideraba aptos para la ordenación sacerdotal.)




nitrato ni otros elementos, ni la bañera o la piscina para que
el cuerpo pueda lavarse y limpiarse. De otra manera se lava
el corazón del fiel, de otra manera se purifica el alma huma-
na por los méritos de la fe. En los sacramentos de salvación,
cuando obliga la necesidad y por la generosidad de Dios, se
confieren totahnente los dones divinos a los creyentes. Y no
debe extrañar a nadie que los enfermos sólo sean aspergidos
o rociados cuando reciben la gracia del Señor, puesto que la
Sagrada Escritura habla así por el profeta Ezequiel: «Os ro-
ciaré con agua pura y quedaréis purificados de todas vues-
tras inmundicias y de todas vuestras idolatrías. Y os purifi-
caré y os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un
espíritu nuevo» También en el libro de los Números: «El
hombre que esté inmundo hasta la tarde, será purificado al
día tercero y al séptimo, y quedará limpio. Pero si no es pu-
rificado al tercero y séptimo día no quedará limpio y será
exterminado de Israel, porque no se ha hecho sobre él as-
persión de agua»^"^"^. Y también: «Habló el Señor a Moisés
así: Toma a los levitas de entre los hijos de Israel y purifíca-
los; y los purificarás así: haz sobre ellos una aspersión con
agua expiatoria» y también: «El agua de aspersión es
purificadora»^"^. De donde se ve claro que la aspersión del
agua vale también a semejanza del baño de salvación y que,
si esto se hace en la Iglesia, siendo íntegra la fe del que lo
recibe y del que lo da, todo puede tener valor, realizarse y
llevarse a término con el poder de Dios y una fe verdadera.

Si bien es verdad que algunos llaman clínicos y no cris-
tianos a los que han recibido así la gracia de Cristo con el
agua saludable y la auténtica fe, no sé de dónde han sacado
este nombre, si no es tal vez que quienes han leído muchas
obras eruditas han tomado este nombre de clínicos de Hipó-

2 crates o de Sorano. Pues yo, que conozco un clínico por el
Evangelio, sé que a aquel paralítico, debilitado por el largo
curso de los años y postrado en su lecho, no le impidió su
enfermedad obtener del cielo una ciuración total, y que no
sólo recibió de la misericordia divina ser levantado de su le-
cho, sino que recuperadas y acrecidas sus fuerzas, se cargó a

3 cuestas su propio lecho ^'^^ Por eso, en cuanto nos es posible entender y sentir por la fe, mi opinión es que debe ser considerado como cristiano legítimo todo el que haya recibido
la gracia divina dentro de la Iglesia según la ley y los dere-
chos de la fe. Y si alguien piensa que no han recibido nada
porque sólo fueron rociados con el agua de la salud, si están
vacíos de gracia, que no se les deje engañados de modo que,
si salen de la enfermedad y se ponen buenos, se les bautice.
Pero, si no pueden ser bautizados porque ya están santi-
ficados por el bautismo de la Iglesia, ¿por qué se les ha de
perturbar en su fe y en su confianza en la bondad de Dios?
¿Acaso han recibido la gracia del Señor pero en una medida
más corta y menor del don divino y del Espíritu Santo, de
manera que, aunque se les tenga por cristianos, no han de
ser considerados iguales a los demás?

14 No, porque el Espíritu Santo no se da por medidas, sino
que se infunde todo entero en el creyente. Pues si el día na-
ce para todos por igual y si el sol se difimde sobre todos con
igual luz, cuánto más Cristo, que es el sol y el día verdade-
ro, difimde la luz de la vida eterna en su Iglesia con toda
igualdad. En el Éxodo vemos que se prefigura este misterio
de la igualdad en aquel maná que caía del cielo y era una ima-
gen del pan celestial, del alimento que sería Cristo cuando
viniera. Pues allí se recogía para cada uno, sin distinción de
sexos ni de edad, al igual un gomor^"^^. Con esto se manifes- i
taba que la indulgencia de Cristo y la gracia del cielo, que
vendria después, se distribuiría a todos por igual sin distin-
ción de sexos ni de edad, sin acepción de personas, que el
don de la gracia espiritual descendería sobre todo el pueblo
de Dios. Está claro que la misma gracia espiritual que los
creyentes reciben por igual en el bautismo, después mengua
o crece con el modo de vida y con nuestros actos, igual que
en el Evangelio la semilla del Señor se siembra por igual,
pero, según la diversidad de la tierra, una se pierde, otra se
multiplica hasta producir el treinta, o el sesenta, o el ciento
por uno^*^. Y en ese otro pasaje, cuando cada uno es llama-
do para recibir un denario^^^ ¿qué razón hay para que lo que
Dios reparte de manera igual se rebaje por la interpretación
de los hombres?

Y si alguien se sorprende de que algunos de los que fiie- is
ron bautizados estando enfemios eran tentados hasta ese mo-
mento precisamente por los malos espíritus, sepa que la obs-
tinada malicia del diablo sólo llega hasta el agua de la salud,
pero que con el bautismo pierde todo el veneno de su mal-
dad. Un ejemplo de esto lo vemos en el caso del rey Faraón,
que resistió y se mantuvo en su perfidia por mucho tiempo y
pudo resistir y dominar hasta que llegó al agua; pero así que
llegó a ella fiie vencido y aniquilado, Y el apóstol san Pablo
declara que aquel mar era el símbolo del bautismo diciendo:
«No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres es-
tuvieron todos bajo la nube y todos cruzaron el mar y bajo
el mando de Moisés todos fueron bautizados en la nube y en el
mar». Y después añade: «todas estas cosas fiieron figura pa-



(^ Cf. £x 16, 15 ss. El gomor equivalía a algo más de tres litros,)



2 ra nosotros» Esto también sucede hoy: por los exorcistas
el diablo es flagelado, quemado y torturado con voz humana
y poder divino; y aunque diga con frecuencia que sale y de-
ja a los hombres de Dios, miente en lo que dice y hace lo
mismo que hizo antes el Faraón, obstinado en las mismas
mentiras y fraudes. Pero al llegar al agua de salud, a la san-
tificación del bautismo, debemos saber y esperar que allí es
abatido el diablo y que el hombre consagrado a Dios queda
liberado por la misericordia divina. Ahora bien, si los escor-
piones y las serpientes, que son muy fijertes en lugar seco,
echados al agua pueden conservar sus fuerzas y venenos,
también los malos espíritus que se llaman escorpiones y ser-
pientes y, sin embargo, son aplastados por nuestros pies por
el poder que Dios nos ha dado, pueden seguir en el cuerpo
del hombre, en el que, una vez bautizado y santificado, ya
empieza a habitar el Espíritu Santo. .
16 Experimentamos esto, finalmente, por los mismos he-
chos: los que han sido bautizados y han adquirido la gracia
por el apremio de la necesidad en su enfermedad, se ven li-
bres del mal espíritu que antes los agitaba, llevan dentro de
la Iglesia una vida loable y ejemplar y crecen de día en día
en la gracia del cielo por el aumento de su fe; y, al contra-
rio, otros de los que reciben sanos el bautismo, si después
empiezan a pecar, son sacudidos de nuevo por el mal espíri-
tu: prueba evidente de que en el bautismo el diablo es apar-
tado por la fe del creyente, pero que si ésta falta después, él
vuelve. A no ser que a algunos les parezca justo que los que
son manchados por agua profana fuera de la Iglesia, entre
los adversarios y anticristos, sean tenidos por bautizados, y
que, en cambio, los bautizados en la Iglesia sean considera-
dos como si hubiesen recibido una parte menor de perdón y
de gracia, y se dé tanto honor a los herejes que no haga falta
preguntar a los que vienen de allí si han sido lavados o ro-
ciados, si son clínicos o peripatéticos ^^^; sin embargo para
nosotros se rebaja la verdad íntegra de la fe, y se niega al
bautismo de la Iglesia su grandeza y santidad.

He contestado a tu carta, hijo queridísimo, tal como lo
ha permitido mi insignificancia y te he manifestado mi opi-
nión en la medida de mis posibilidades, sin mandar nada a
nadie para que cada obispo determine lo que le parezca; él
dará cuenta de su conducta al Señor, según lo que escribe el
apóstol san Pablo en su Epístola a los Romanos: «Cada uno
de nosotros dará cuenta de sí mismo. No nos juzguemos,
pues, unos a otros» Deseo, hijo queridísimo, que sigas
bien de salud.





Cipriano a Jenaro

La carta va dirigida a varios obispos y en ella ratifica Cipriano lo afirmado en la anterior en relación con los «rebautizantes». Apoya su doctrina en lo acordado en el concilio de Cartago, celebrado en tomo al 220, en tiempos del obispo Agripino.

Cipriano, Liberal, Caldonio, Junio, Primo, Cecilio, Poli-
carpo, Nicomedes, Félix, Marrucio, Suceso, Luciano, Hono-
rato, Fortunato, Víctor, Donato, Lucio, Herculano, Pomponio,
Demetrio, Quinto, Satumino, Marco, otro Satumino, otro Do-



(Emplea el término peripatéticos — que se pasean — en contraposición a los clínicos, que están en cama.)



nato, Rogaciano, Sedato, Tértulo, Hortensiano, otro Satur-
nino más, Satio, saludan a sus hermanos Jenaro, Saturnino,
Máximo, Víctor, otro Víctor, Casio, Próculo, Modiano, Citi-
no, Gargilio, Eutiquiano, otro Gargilio, otro Saturnino, Ne-
mesiano, Námpulo, Antoniano, Rogaciano, Honorato

Estando reunidos en concilio, hermanos queridísimos,
hemos leído la carta que nos dirigisteis sobre los bautizados
entre los herejes y cismáticos, preguntando si, en el caso de
que vengan a la Iglesia católica, que es única, deben ser
bautizados. Aunque sobre este asunto ya observáis vosotros
ahí la verdadera y firme ley católica, sm embargo, como
habéis creído conveniente pedir nuestro parecer en razón de
nuestro mutuo afecto, manifestamos nuestra opinión que no
es nueva sino que fue fijada hace tiempo por nuestros ante-
cesores y observada por nosotros de común acuerdo con vo-
sotros creemos y tenemos por cierto que nadie puede ser
bautizado íuera de la Iglesia, ya que existe un solo bautismo
en la santa Iglesia y está escrito según la palabra del Señor:
«Me abandonaron a mí, fiiente de agua viva, y se cavaron
cisternas agrietadas que no pueden contener agua»^^^; y asi-
mismo la escritura divina advierte diciendo: «abstente del
agua ajena y no bebas de íuente ajena» Sin embargo, es
preciso que el agua sea purificada y santificada antes por el
sacerdote para que con su acción purificadora pueda lavar



(Los destinatarios eran obispos de Numidia y los remitentes los
obispos africanos reunidos en concilio en otoño del 255,
Los obispos de África y Numidia habían tomado un acuerdo en
concilio en el año 220.
Es traducción literal de Prov 9, 18 c en la versión griega de los Setenta. Cf A. Rahlfs, Septuaginta, II, pág. 199, Probablemente corresponde a Prov 5, 15 de la Vulgata: «bebe agua de tu cisterna y del chorro de tu pozo». )




los pecados del hombre que es bautizado, porque el Señor
dice por medio de Ezequiel: «Os rociaré con agua pura y
quedaréis limpios de todas vuestras inmundicias y de todas
vuestras idolatrías. Y os limpiaré y os daré un corazón nue-
vo y un espíritu nuevo» Y ¿cómo puede comunicar pure-
za y santidad al agua quien es inmundo él mismo y quien no
tiene consigo al Espíritu Santo? Pues el Señor dice en el li-
bro de los Números: «Todo lo que toque el inmundo queda-
rá inmundo» O ¿cómo el que bautiza puede dar a otro el
perdón de los pecados si él mismo, fuera de la Iglesia, no
puede liberarse de los suyos?

Pero la misma pregunta que se hace en el bautismo es i
un testimonio de la verdad. Pues cuando decimos: «¿Crees
en la vida eterna y en el perdón de los pecados por la santa
Iglesia?» ya entendemos que el perdón de los pecados sólo
se da en la Iglesia, y que entre los herejes, en donde no está
la Iglesia, no se pueden perdonar los pecados. Así pues, los
que defienden a los herejes, que o bien cambien la pregunta
o que sostengan la verdad, a no ser que concedan que están
también en la Iglesia esos mismos sobre quienes defienden
que tienen el poder de bautizar^^^ También es necesario un- 2
gir al bautizado para que, recibido el crisma, esto es, con la
unción, pueda ser un ungido de Dios y poseer en sí la gracia
de Cristo. Ahora bien, es la oración de acción de gracias don-
de los bautizados son ungidos con el óleo consagrado én el al-
tar. Pero no ha podido santificar la sustancia del aceite quien
no tuvo ni altar ni iglesia. Por eso no es posible la unción


(^ Este pasaje tiene mucho interés por damos a conocer con detalle el rito del sacramento del bautismo.
El texto latino resulta poco claro y difícil de traducir. )



espiritual entre los herejes, pues consta que entre ellos no
puede de ninguna manera ni consagrarse el óleo ni realizar-
se la oración de acción de gracias Debemos saber y re-
cordar que está escrito: «Que el aceite del pecador no unja
mi cabeza» Y ya antes el Espíritu Santo nos dio este avi-
so en los Salmos para que nadie recibiese esta unción entre
los herejes y adversarios de Cristo, apartándose del camino
de la verdad. Más aún, ¿qué súplica puede hacer por el bau-
tizado un sacerdote sacrilego y pecador si está escrito:
«Dios no escucha al pecador, pero al que venera a Dios y
hace su voluntad, a él sí le escucha Dios»?^^. ¿Y quién
puede dar lo que no tiene, o cómo puede administrar las co-
sas espirituales quien ha perdido al Espíritu Santo? Por ello
ha de ser bautizado y transformado el que sin pulir viene a
la Iglesia para que, dentro de ella, sea santificado por los
santos, ya que está escrito: «Sed santos porque yo también
soy santo, dice el Señor» de modo que el que fue seduci-
do por el error y bautizado fuera de la Iglesia, con el ver-
dadero bautismo de la Iglesia se libere aun de haber topado
por engaño con un sacrilego cuando iba hacia Dios y en
busca de un sacerdote.

Además, es aprobar el bautismo de los herejes y cismá-
ticos el convenir en que han bautizado. Pues no es posible
que xma parte de lo que ellos hacen sea inválida y otra váli-
da. Si ha podido bautizar, también ha podido dar al Espíritu
Santo, y si no puede dar al Espíritu Santo porque, al estar



(La palabra eucharistia, tomada del griego, antes de significar el «pan y vino eucarísticos» se introdujo en el léxico cristiano con el valor originario de «acción de gracias».)




fuera de la Iglesia no tiene al Espíritu Santo, tampoco puede
bautizar al que va a él, porque hay un solo bautismo y un
solo Espíritu Santo y una sola Iglesia fundada por Cristo
nuestro Señor sobre Pedro y que tiene por origen y por ra-
zón de ser la unidad. De manera que, como todas sus obras 2
son vanas y falsas, nada de lo que ellos hacen debemos
aprobar. ¿Qué podría, de lo que hacen ellos, ser ratificado y
válido ante el Señor cuando Él en su evangelio los llama
enemigos y adversarios, diciendo: «El que no está conmigo
está contra mí y el que no recoge conmigo, desparrama»
También el apóstol san Juan, observando los encargos y
mandatos del Señor, dijo en una epístola: «Habéis oído de-
cir que viene el Anticristo. Pero ahora muchos se han hecho
Anticristos, por lo cual conocemos que ha llegado el fin de
los tiempos. Han salido de nosotros pero no eran de los
nuestros. Si hubieran sido de los nuestros, se habrían que-
dado con nosotros» De aquí debemos deducir y con- 3
siderar si los que son adversarios del Señor y han sido lla-
mados Anticristos pueden dar la gracia de Cristo. Por eso
los que estamos con el Señor y mantenemos su imidad y
somos ministros de su sacerdocio en la Iglesia por su bon-
dad, tenemos el deber de repudiar, rechazar y tener por pro-
fano todo lo que hacen sus adversarios y Anticristos, y de
dar mediante todos los sacramentos de la divina gracia la
verdad de la unidad y de la fe a los que vienen del error y de
la depravación y reconocen la fe verdadera de la única Igle-
sia. Deseamos, hermanos queridísimos, que sigáis con bue-
na salud.





Cipriano a Quinto

En el contenido de esta carta Cipriano insiste y se ratifica en lo ya expuesto en las cartas anteriores sobre la cuestión tan debatida de rebautizar a los procedentes de la herejía novaciana. Aporta información histórica y teológica en contraposición a los puntos de vista de sus colegas.

Cipriano saluda a su hermano Quinto

Luciano nuestro colega en el presbiterado, me ha di-
cho que deseabas te hiciera saber nuestra opinión sobre los
que parecen haber sido bautizados entre los herejes y cis-
máticos. Para que sepas lo que recientemente acordamos
sobre esto muchos obispos y presbíteros reunidos en conci-
lio, te he mandado una copia de aquella carta Yo no sé
qué idea les guía a algunos de nuestros colegas para pen-
sar que no conviene bautizar a los que han sido bautizados por
los herejes cuando vienen a nosotros, porque dicen que sólo
hay un bautismo; efectivamente hay un solo bautismo en la
Iglesia católica, porque la Iglesia es una y no puede haber
bautismo fuera de ella. Pues al no poder existir dos bautis-
mos, si los herejes bautizan de verdad, ellos tienen verdade-
ro bautismo. Y quien con el prestigio de su autoridad les
apoya en eso, les concede, de conformidad con ellos, que un
enemigo, un adversario de Cristo al parecer tiene el poder
de limpiar, de purificar y de santificar a los hombres. Pero

(Era obispo de Mauritania. Cf la carta siguiente.
Podría ser el mismo Luciano autor de las cartas 22 y 23.
Se refiere a la carta sinodal 70.)


nosotros decimos que los que vienen de allí no son rebauti-
zados por nosotros sino bautizados. Ya que, como allí no
hay nada, nada reciben, y vienen a nosotros para recibirlo
aquí, donde está toda la gracia y toda la verdad, porque la
gracia, la verdad, es una sola. Pero algunos colegas nuestros
prefieren hacer honor a los herejes antes que estar de acuer-
do con nosotros, y así, cuando no quieren bautizar a los que
vienen, alegando que no hay más que un bautismo, o bien
admiten dos bautismos al afirmar que es también bautismo
el de los herejes, o al menos — y eso es peor — pretenden
anteponer y preferir ese sucio y profano baño al verdadero,
legítimo y único bautismo de la Iglesia católica, sin con-
siderar lo que está escrito: «Al que es bautizado por un
muerto ¿de qué le sirve el lavado?» ^"^^ Es evidente, pues,
que los que no están en la Iglesia de Cristo se cuentan entre
los muertos, y que no puede ser vivificado nadie por quien
no tiene vida, ya que hay una sola Iglesia que, por haber
conseguido la gracia de la vida eterna, vive etemamente y
da vida al pueblo de Dios.

Y dicen que ellos siguen en eso la antigua costumbre, de 2
cuando, entre los primitivos cristianos, se dieron las prime-
ras herejías y cismas, y era que estaban entre ellos quienes
se apartaban de la Iglesia y habían sido antes bautizados en
ella: a éstos entonces, al volver a la Iglesia y hacer peniten-
cia, no era necesario bautizarlos. Eso también lo cumplimos 2
hoy nosotros, de modo que, si aquellos de quienes consta
que han sido bautizados en la Iglesia y se han pasado de nos-



(Eccli 34, 30. Cipriano omite en esta cita — no sabemos si intencionadamente — la frase et itemm tangit eum «y vuelve a tocarlo». El texto de la Escritura, tanto en los Setenta como en la Vulgata hace clara alusión a los lavatorios legales y no se considera en absoluto al muerto como ministro del sacramento. El sentido del texto sagrado es: «A quien se lava por haber tocado a un muerto y luego vuelve a tocarlo ¿de qué le sirve el lavado?». )




Otros a los herejes, después reconocen su pecado y abando-
nan su error y vuelven a la verdad y al seno materno, a éstos
es suficiente imponerles la mano en penitencia para que,
como ya había sido oveja, el pastor reciba en su redil a esta
oveja descarriada y errante. Pero, si el que viene de los here-
jes no había sido antes bautizado en la Iglesia sino que vie-
ne del todo foráneo y profano, ha de ser bautizado para que
se haga oveja, porque es única el agua que hace ovejas en la
santa Iglesia. Y por eso, como no puede haber nada que sea
común a la mentira y la verdad, a las tinieblas y la luz, a la
muerte y la inmortaHdad, al anticristo y a Cristo, debemos
i mantener en todo la unidad de la Iglesia católica y no ceder
en nada a los enemigos de la fe y de la verdad.

Además, no hay que mandar siguiendo la costumbre, si-
no que se debe vencer a base de razón. Pues ni siquiera Pe-
dro, el primero a quien eligió el Señor y sobre el que edificó
su Iglesia, cuando Pablo después discutió con él sobre la cir-
cimcisión, se arrogó nada con insolencia ni altivez diciendo
que él tenía la primacía y que debían obedecerle los venidos
después de él, ni menospreció a Pablo porque había sido
antes perseguidor de la Iglesia, sino que admitió el consejo
de la verdad y se avino dócilmente a las razones justas que
Pablo exponía, dándonos un ejemplo de concordia y de pa-
ciencia para que no nos aferremos a nuestras opiniones sino
que tomemos como nuestras las sugerencias útiles y saluda-
bles que recibimos a veces de nuestros hermanos y colegas,
siempre que sean verdaderas y justas. Con la mirada puesta
en esto y movidb por el buen deseo de concordia, escribió
Pablo en su carta y dijo: «Que hablen dos o tres profetas y
los demás examinen lo que dicen; si otro de la asamblea re-
cibiera una revelación, calle el primero» En esto nos enseñó claramente que muchas verdades pueden ser reveladas
mejor a cada uno y que cada uno no debe defender obstina-
damente su primera idea y convicción, sino que se ha de
aceptar gustosamente lo que se halle mejor y de más utili-
dad. Pues no somos vencidos cuando se nos proponen ideas
mejores, sino instruidos, sobre todo en lo que se refiere a la
unidad de la Iglesia y a la verdad de nuestra esperanza y de
nuestra fe: para que los sacerdotes de Dios, los que Él se ha
dignado hacer prelados de su Iglesia, sepamos que el perdón
de los pecados no se puede dar más que dentro de la Iglesia
y que los adversarios de Cristo no pueden reclamar nada de
las cosas pertenecientes a su gracia.

Esto mismo dejó establecido Agripino, varón de santa
memoria, de acuerdo con sus restantes colegas en el episco-
pado que en aquel tiempo gobemaban la Iglesia del Señor
en la provincia de África y de Numidia, después de un cui-
dadoso estudio con el consejo de todos. Y esta decisión pia-
dosa, justa, saludable para la fe y conveniente a la Iglesia
católica, es la que nosotros hemos seguido. Y para que co-
nozcas la carta que escribimos sobre este asunto, te hemos
enviado una copia de ella para conocimiento tuyo y de nues-
tros colegas de episcopado que hay ahí, movidos por el afec-
to mutuo. Te deseo, hermano carísimo, que goces siempre
de buena salud.





Cipriano a Esteban

Gira el contenido de esta carta en tomo al problema de los que,
bautizados entre los herejes y cismáticos, vienen a la Iglesia católica. Cipriano recuerda a Esteban de Roma cómo sobre esta cuestión había decidido Agripino, varón de santa memoria, en común deliberación con sus colegas.

Cipriano y los demás saludan a su hermano Esteban.

Para reglamentar y aclarar algunos asuntos en delibera-
ción común nos fue necesario, hermano queridísimo, cele-
brar un concilio ^'^^ convocando a muchos obispos; en él se
han propuesto y dilucidado muchas cuestiones. Pero sobre
todo hemos tenido que escribirte y consuhar con tu pruden-
cia y sabiduría acerca de lo que más interesa a la autoridad
episcopal y a la unidad y dignidad concedida por Dios a la
Iglesia católica: que aquellos que fueron bautizados fuera de
la Iglesia y manchados con agua profana entre los herejes y
cismáticos, cuando vengan a nosotros y a la Iglesia, que es
una sola, deben ser bautizados porque no basta imponerles
las manos para que reciban el Espíritu Santo si no reciben
también el bautismo de la Iglesia. Pues sólo pueden ser ple-
namente santificados y ser hijos de Dios si nacen por la re-
cepción de los dos sacramentos, según está escrito: «Si uno
no renaciere por el agua y el espíritu no puede entrar en el
reino de Dios»^'''*. En los Hechos^'^^ encontramos que los
apóstoles observaron esto y lo guardaron con la verdadera
fe que salva; así, habiendo descendido el Espíritu Santo so-
bre los gentiles que estaban en la casa del centurión Come-
lio encendidos con el fuego de la fe y creyendo de todo co-
razón en el Señor y que, llenos de Él, bendecían al Señor en
diferentes lenguas, sin embargo el apóstol san Pedro, recor-
dando el mandato de Dios y del Evangelio, mandó que fue-
sen bautizados a pesar de estar ya llenos del Espíritu Santo,
para que se viera que no se había omitido nada, sino que la
enseñanza apostólica seguía en todo el mandato de Dios y
la ley del Evangelio. Que el bautismo de los herejes no es 3
bautismo y que nadie entre los adversarios de Cristo puede
obtener nada por la gracia de Cristo, hace poco que se hizo
constar con exactitud en la carta dirigida sobre este asunto a
nuestro colega Quinto, en Mauritania"^, y también en la
que antes habían enviado nuestros colegas a los obispos de
Numidia"^: de las dos te adjunto una copia.

Añadimos expresamente, hermano carísimo, con el con- i
sentimiento y autoridad de todos, que aun los presbíteros o
diáconos que, después de haber sido ordenados en la Iglesia,
se volviesen infieles y rebeldes contra ella, o que hubiesen
sido ordenados entre los herejes, con ordenación profana,
por falsos obispos y anticristos en contra de la disposición
de Cristo y hubiesen intentado ofrecer sacrificios falsos y sa-
crilegos füera de la Iglesia contra el altar único y divino, si
vuelven, deben ser recibidos con la condición de ser consi-
derados sólo como laicos y contentarse con ser admitidos a
la paz después de haber sido enemigos de la paz, y no de-
ben, al volver, conservar aquellas armas de la ordenación y
de la dignidad con las que se rebelaron contra nosotros. Pues i
es preciso que los sacerdotes y ministros que sirven a los
sacrificios del altar sean íntegros, sin tacha, como lo declara
el Señor en el Levítico con estas palabras: «El hombre que
tenga alguna mancha o vicio no se acercará a ofirecer dones
a Dios»"l Y lo mismo manda en el Éxodo cuando dice: «y
los sacerdotes que se acercan al Señor Dios santiflquense,
para que el Señor no los abandone»"^, y en otro lugar: «y cuando se acerquen a servir al altar del santuario, no traerán
ningún pecado, no vayan a morir» Y ¿qué delito puede
haber más grande, qué mancha más fea que haberse rebela-
do contra Cristo, haber dividido la Iglesia que Él preparó y
fundó con sus sangre, haber atacado olvidándose de la paz
y caridad evangélicas al pueblo de Dios, unánime y concorde,

3 con la locura de una discordia hostil? Éstos, aunque después
vuelvan a la Iglesia, no pueden ya restituir ni traer consigo a
los que, seducidos por ellos y sorprendidos fuera por la
muerte, han perecido alejados de la Iglesia, sin la comunión
y la paz; sus almas les serán reclamadas el día del juicio,
porque ellos fueron los causantes y guías de su perdición.
Por eso es suficiente conceder el perdón a unos hombres así
cuando vuelven; pero no debe ser ensalzada la infidelidad
en la casa de la fe. Pues ¿qué reservamos entonces para los
buenos, para los inocentes, para los que nunca se han apar-
tado de la Iglesia, si damos honores a los que se han separa-
do y se han rebelado contra la Iglesia?

3 Hemos puesto estas cuestiones en tu conocimiento, her-
mano queridísimo, atendiendo al respeto mutuo y al sincero
afecto que nos tenemos, pensando además que, habida cuen-
ta de la autenticidad de tu religión y tu fe, te complace cuanto es piadoso y verdadero. Por otra parte sabemos que algunos se resisten a abandonar lo que una vez han aceptado y que no cambian fácilmente su propósito, sino que mantienen de-
terminadas opiniones particulares sin detrimento de la paz y
de la concordia con sus colegas. En esto no hacemos violen-
cia a nadie ni damos ninguna ley, ya que cada prelado tiene
libertad para obrar como quiera en el gobierno de su Iglesia,
y habrá de dar cuenta de su actuación al Señor. Os desea-
mos, hermano carísimo, que sigáis con buena salud.




Cipriano a Yubayano

Recopila Cipriano los abundantes argumentos que viene mane-
jando en relación con el bautismo. Trata de reforzar su razona-
miento con textos del Nuevo Testamento. Una vez más deja a sal-
vo la libertad de cada obispo para hacer lo que crea conveniente, para salvaguardar con paciencia y dulzura la caridad, la concordia episcopal y el vínculo de la fe.

Cipriano saluda a su hennano Yubayano

Me has escrito hermano queridísimo, que deseas co- i
nocer mi opinión sobre el bautizo ejecutado por los herejes
que, hallándose fuera de la Iglesia, reclaman algo que no es
de su derecho y potestad y que nosotros no podemos apro-
bar ni reconocer como legítimo, puesto que consta que no
les es lícito. Y como ya hemos expresado nuestra opinión
sobre esto en cartas anteriores, para abreviar te remitimos
copia de aquella en la que se contiene lo que acordamos di-
versos obispos reunidos en concilio y también de la que
escribí a nuestro colega Quinto ^^"^j en respuesta a su consul-
ta sobre esto mismo. Y ahora también, después de reunimos i
71 obispos de las provincias de África y de Numidia, hemos
ratificado la misma decisión, declarando que hay un solo
bautismo en la Iglesia católica y, por consiguiente, no re-



(Probablemente era obispo, pero no sabemos de qué diócesis.
Esta carta se ha perdido.
Se refiere a la carta 70. El concilio es el primero que se celebró por el asunto del bautismo de los herejes, en otoño del 255.)


bautizamos sino que bautizamos a los que, viniendo del agua
adúltera y profana, necesitan ser limpiados y santificados
con la verdadera agua de salvación.

Y no nos impresiona, queridísimo hermano, lo que dices
en tu carta, que los novacianos rebautizan a los que seducen
de entre los nuestros, pues a nosotros no nos importa abso-
lutamente nada lo que hagan los enemigos de la Iglesia,
mientras nosotros mantengamos el honor de nuestra potes-
tad y la firmeza de la razón y de la verdad. Novaciano, como
los monos, que — no siendo hombres — imitan las acciones
humanas, pretende apropiarse la autoridad y la verdad de la
Iglesia católica, estando como está fiiera de la Iglesia, más
aún, habiéndose mostrado contra ella rebelde y enemigo.
Pues, sabiendo que no hay más que un bautismo, lo reclama
como suyo diciendo que la Iglesia está con él y tachándonos
a nosotros de herejes. Pero nosotros, que poseemos la cabe-
za y la raíz de la Iglesia única, sabemos y creemos que nada
puede hacer él fiiera de la Iglesia y que el único bautismo
que hay es el nuestro, el que él mismo recibió antes, cuando
conservaba la verdad sobre la unidad que procede de Dios.
Y si Novaciano cree que los bautizados en la Iglesia han de
ser rebautizados fiiera de ella, debería haber empezado por
él mismo, siendo el primero en ser rebautizado con el bau-
tismo extraño y herético, puesto que opina que han de ser
bautizados fiiera, a espaldas de la Iglesia, o más bien contra
la Iglesia. Pero ¿cómo es que, osando Novaciano hacerio
así, nosotros creemos que no se ha de hacer? ¿Pues qué?
¿Porque Novaciano usurpa el honor de la cátedra episcopal,
nosotros hemos de renunciar a ella? ¿Y porque Novaciano
intenta contra todo derecho erigir un altar y ofrecer sacrifi-
cios, debemos nosotros prescindir del altar y de los sacrifi-
cios para que no parezca que le imitamos? Sería del todo
vano y estúpido que, porque Novaciano se arroga una apariencia de verdad fuera de la Iglesia, la Iglesia abandonase
la verdad.

No es cosa nueva y reciente entre nosotros pensar que 3
han de ser bautizados los que vienen de la herejía a la Igle-
sia, ya que han pasado muchos años y largo tiempo desde
que diversos obispos, reunidos bajo la presidencia de Agri-
pino, varón de santa memoria, acordaron eso mismo, y de
entonces acá, ¡son tantos los miles de herejes en nuestras
provincias que no desdeñaron ni dudaron, antes bien, con-
vertidos a la Iglesia, aceptaron como cosa razonable y de
buen grado, obtener la gracia del baño de la vida y del bau-
tismo saludable! Pues no le es difícil a un catequista ir insinuando verdades y preceptos al que, habiendo condenado la
maldad de la herejía y reconocido la verdad del Evangelio,
viene a aprender y aprende para vivir. Por nuestra parte no
despleguemos ante los herejes el estúpido orgullo de que los
ayudamos y de que estamos de acuerdo con ellos, y de buen
grado y pronto se someterán a la verdad.

Pero, como en la carta cuya copia me has enviado veo 4
escrito que no es preciso investigar quién fue el que bautizó,
ya que el bautizado pudo recibir el perdón de los pecados
según su fe, he creído que no convenía pasar por alto esta
cuestión, sobre todo al darme cuenta de que en la misma
carta se menciona también a Marción para decir que ni siquiera los que vienen de su secta han de ser bautizados,
pues ya lo han sido en nombre de Jesucristo, según parece.


(Marción Hereje del siglo ii. Atraído por las ideas gnósticas inició una secta en cuyo éxito inñuyó la fuerte personalidad de Marción. Su herejía se basa en la oposición entre el Dios del Antiguo Testamento — justiciero, riguroso — y el Cristo del Nuevo Testamento, Dios del amor y de la misericordia. Llega a afirmar que la antítesis entre Antiguo y Nuevo Testamento demuestra la existencia de dos seres divinos diversos. El Dios bueno envió a Cristo, que estuvo en la tierra con un cuerpo aparente, sin un nacimiento real humano. Al dualismo de su doctrina se une el desprecio de la materia, considerada mala, y un severísimo rigorismo ético.)


2 Entonces hemos de considerar la fe de los que creen fuera
de la Iglesia, a ver si con ella Ies es posible conseguir alguna gracia. Pues si los herejes tienen la misma fe que nosotros, también pueden tener la misma gracia. Si los patripasianos^^^, los antropianos, los valentinianos, los apeletianos, los ofitas, los marcionitas y demás herejes pestilentes, espadas y venenos destructores de la verdad, reconocen al mismo Padre, al mismo Hijo, al mismo Espíritu Santo y a la misma Iglesia que nosotros, habiendo entre ellos y nosotros una misma fe, también puede haber un solo bautismo.

5 Y para no alargamos recorriendo todas las herejías y ob-
servando las locuras o necedades de cada una, puesto que
no es ningún placer hablar de aquello que causa horror o ver-
güenza saber, ocupémonos por ahora sólo de Marción, del
que se habla en ia carta que me enviaste y veamos si puede 2 ser válida la razón de su bautismo. Pues el Señor, al enviar
después de su resurrección a sus discípulos les enseña cómo
deben bautizar, diciendo: «Se me ha dado todo poder en el
cielo y en la tierra. Id, pues, enseñad a todos los pueblos,
bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíri-
tu Santo» Evoca la Trinidad, misterio en el que deben ser
bautizados los pueblos. ¿Es que Marción cree en esta Trini-
dad? ¿Defiende el mismo Dios Padre creador que nosotros?



(Diversas herejías cristológicas y trinitarias: los patripasianos decían que era Dios Padre quien había padecido pasión y muerte. Los antropianos negaban la divinidad de Jesucristo. Los valentinianos afirmaban la existencia de tres dioses. Los apeletianos defendían que el cuerpo de Cristo no fue tomado del de María, sino de unos elementos a los que lo devolvió al resucitar. Los ojitos adoraban a la serpiente del paraíso como Dios que había venido a enseñar la ciencia del bien y del mal.)


¿Reconoce al mismo hijo Jesucristo, nacido de la Virgen
María, que siendo Verbo se encamó, que cargó con nuestros
pecados, que muriendo venció a la muerte, que inició en sí
mismo la resurrección de la carne y mostró a sus discípulos
que había resucitado con la misma came? Es bien distinta la 3
fe de Marción así como la de los demás herejes Más aún,
no hay en ellos más que infidelidad, blasfemia y espíritu de
contradicción, que es enemigo de la salud y de la verdad.
¿Cómo, pues, puede creerse que el que está bautizado por
ellos ha conseguido el perdón de los pecados y la gracia de
la misericordia divina por su fe, si no ha tenido la verdad de
la fe? Y si, como opinan algunos, uno ha podido recibir fue-
ra de la Iglesia algo según sea su fe, el hereje sin duda ha
recibido lo que creyó; y como lo que creía era falso, no
puede haber recibido nada verdadero, sino más bien cosas
adúlteras y profanas, como su fe.


(Los herejes mencionados erraron en la fe trinitaria; pero generalmente cuando bautizaban lo hacían válidamente, pues no faltaban en la materia ni en la forma ni en la intención de hacer lo que hace la Iglesia católica al bautizar. Por este bautismo, pues, se adquiere el carácter imborrable de cristiano; otra cosa es el perdón de los pecados, que no siempre se recibe en el bautizado pues depende de las disposiciones del sujeto. San Agustín aclarará brillantemente todo esto frente a los donatistas en su obra De Bapl\ cf., por ejemplo, 1, 18; 3, 14; 4, 12 y 13.)


Este punto del bautismo profano y falso lo toca de pasada el profeta Jeremías cuando dice: «¿por qué tienen fuerza
los que me afligen? Mi herida es profunda: ¿cómo la curaré? Mientras se me va abriendo se me convierte como en una
agua engañosa e infiel» Habla el Espíritu Santo por boca
del profeta de una agua engañosa e infiel ¿Qué agua es ésta?
Sin duda, la que imita falsamente el bautismo y con su ficción inutiliza la gracia de la fe. Y si alguien pudo con su i
falsa fe ser bautizado fuera de la Iglesia y conseguir el perdón de sus pecados, con la misma fe pudo conseguir también el Espíritu Santo y no necesita, cuando viene a la Igle-
sia, que le sean impuestas las manos para que reciba el Es-
píritu Santo y la confirmación. Pues o su fe es suficiente
para que pueda conseguir ambas cosas fuera de la Iglesia, o
no ha recibido ninguna estando fuera.

7 Bien claro está en dónde y por quiénes se puede conce-
der el perdón de los pecados que se da en el bautismo. Pues
el Señor dio primero a Pedro, sobre el que construyó la Igle-
sia y en el que estableció y manifestó el principio de la uni-
dad, este poder de que quedara desatado en la tierra lo que

2 él hubiese desatado Y después de la resurrección tam-
bién habla a los apóstoles diciendo: «Como me envió mi
Padre, yo os envío. Y habiendo dicho esto, sopló y les dijo:
Recibid el Espíritu Santo; a quien le perdonéis los pecados
le serán perdonados y a quien se los retengáis le serán rete-
nidos» Por estas palabras sabemos que sólo a los prela-
dos de la Iglesia, que se apoyan en la ley del Evangelio y en
las prescripciones del Señor, les está permitido bautizar y
conceder el perdón de los pecados, y que no se puede atar ni
desatar nada fuera, donde no hay nadie que tenga poder para
atar y desatar.

8 Y no decimos esto, queridísimo, sin la autoridad de la
Sagrada Escritura, de modo que afirmamos que Dios ha es-
tablecido todo con leyes fijas y prescripciones propias, y
que nadie puede usurpar contra obispos y sacerdotes nada que
no entre dentro de su derecho o exceda su poder. Pues Coré,
Datán y Abirón^^^ intentaron usurpar el derecho de ofrecer
sacrificios, contra Moisés y el sacerdote Aarón y, sin em-
bargo, no realizaron sin castigo aquello que ilícitamente intentaron hacer. Y los hijos de Aarón ^^"^j que pusieron un fuego profano sobre el altar, fueron exterminados al punto en
presencia del Señor enojado. Éste es el castigo que espera a
los que usan una agua profana para un falso bautismo: la
justicia divina castiga y venga que los herejes hagan en con-
tra de la Iglesia lo que sólo a la Iglesia le es lícito practicar.

Ahora bien, respecto de lo que algunos objetan, que a 9
los que habían sido bautizados en Samaría, al llegar los após-
toles Pedro y Juan sólo se les impusieron las manos para
que recibiesen el Espíritu Santo, pero que no se los rebauti-
zó, vemos, hermano carísimo, que ese pasaje no tiene nada
que ver con la causa presente. Pues aquellos que habían creí-
do en Samaría lo habían hecho movidos por una fe auténtica
y habían sido bautizados por el diácono Felipe, enviado por
los propios apóstoles dentro de la Iglesia que es una y la
única que ha recibido la facultad de conferir la gracia del
bautismo y perdonar los pecados. Y, por tanto, como habían
recibido el bautismo legítimo de la Iglesia, no era necesario
bautizarlos otra vez, sino que Pedro y Juan sólo cumplieron
lo que faltaba: después de haber orado por ellos y de haber-
les impuesto las manos, se invocó y se infundió al Espíritu
Santo sobre ellos. Es lo mismo que hacemos ahora nosotros: i
los que son bautizados en la Iglesia son presentados a los
obispos de la Iglesia y reciben el Espíritu Santo mediante
nuestra oración y por la imposición de las manos, y quedan
consagrados con la señal del sacramento del Señor^^^.

No hay por tanto, hermano queridísimo, ningún motivo lo
para pensar que debamos ceder ante los herejes y que hay
que hacerles entrega del bautismo que sólo ha sido concedido a la única Iglesia. Es propio de un buen soldado defender
contra rebeldes y enemigos el campamento de su general.
Es propio de un caudillo digno de honor salvar las banderas
que le han sido confiadas. Está escrito: «El Señor tu Dios es un Dios celoso» Los que hemos recibido el espíritu de
Dios debemos tener celo por la fe divina, aquel celo con el
que Finees agradó a Dios y mereció apaciguar su ira contra
el pueblo que se estaba perdiendo ¿Por qué nos vamos a
preocupar de los adúlteros, foráneos y enemigos de la uni-
dad divina los que no conocemos más que a un solo Cristo y
una sola Iglesia suya? La Iglesia, cual otro paraíso, tiene árboles frutales dentro de su cercado, y el árbol que no produ-
ce buen ñuto es cortado y echado al fuego. Riega ella estos
árboles con cuatro ríos que son los cuatro Evangelios, a tra-
vés de los cuales distribuye la gracia del bautismo en
oleadas celestes y saludables, ¿Acaso puede regar con el
agua de las fuentes de la Iglesia el que no está dentro de
ella? ¿Puede ofrecer a nadie la bebida saludable y salvadora
del paraíso quien, por estar desviado y condenado por sí
mismo y echado lejos de las fuentes del paraíso, se ha secado y ha desfallecido de sed etema?.

11 Grita el Señor para que el sediento venga y beba de los
rios de água viva que fluyeron de su seno^^^. ¿A quién va a
acudir el sediento, a los herejes, en quienes falta absoluta-
mente la fuente y el arroyo del agua que da vida, o a la
Iglesia, que es única y fundada por la palabra del Señor sobre imo solo que además recibió sus llaves? Ésta es la única
que guarda y posee todo el poder de su esposo y Señor. En 2
esta Iglesia presidimos nosotros, por su honor y su unidad
combatimos, su gracia, a la par que su gloria, defendemos
con fe y devoción. Nosotros, >por delegación .divina, ámvm
de beber al pueblo tle Dios sediento y guardamos los parajes
donde están las fuentes de la vida. Si conservamos el dere-
cho de nuestra posesión, si reconocemos el misterio de la
unidad ¿por qué aparecemos como prevaricadores de la ver-
dad y traidores de la unidad? El agua fiel, saludable y santa
de la Iglesia no puede corromperse ni adulterarse, porque la
núsma Iglesia es incorrupta, casta y pura. Sillos herejes es- 3
tán consagrados a la Iglesia y estáblecidos en la Iglesia,
pueden también usar de su bautismo y de todos los demás
bienes saludables de ella. Pero si no están en la Iglesia, si,
más aún, obran contra la Iglesia ¿cómo pueden bautizar con
el bautismo, de la Iglesia?

Y no es conceder una cosa pequeña e insignificante a 12
los herejes admitir nosotros como bueno su bautismo, ya
que del bautismo toma su origen la fe, por él adquirimos la
esperanza de la vida etema y con él se digna Dios purificar
y dar vida a sus siervos. Porque si alguien ha podido ser 2
bautizado entre los herejes, también ílm .podido conseguir el
perdón de sus pecados. Si ha conseguido el perdón de sus
pecados, también está santificado; si se ha santificado, se ha
convertido en templo de Dios. Yo pregunto ¿de qué Dios?
Si del Dios Creador, no ha podido quien no creyó en él; si
de Cristo, no puede ser templo suyo quien le niega la divini-
dad; si del Espíritu Santo, siendo los tres uno solo ¿cómo
puede el Espíritu Santo favoreoer al que es enemigo del Hi-
jo o del Padre?

Por eso en vano algunos que son vencidos por las razones invocan la costumbre, como si la costumbre tuviese más fuerza que la verdad, o como si en las cosas espirituales no
se hubiese de seguir aquello que fue revelado como mejor
por el Espíritu Santo. Al que yerra por ignorancia se le pue-
de perdonar, como decía de sí mismo el apóstol san Pablo:
«Al principio fui blasfemo, perseguidor e injuriador, pero conseguí misericordia porque lo hice por ignorancia» Pero, después de que ha habido revelación e inspiración, quien
persevera en su error de propósito y a sabiendas, peca sin el
atenuante de la ignorancia, pues, al verse vencido por la ra-

3 zón, se apoya en prejuicios y en cierta obstinación. Y que
nadie diga «seguimos las tradiciones apostólicas», porque
los apóstoles no nos han transmitido más que una Iglesia y
un solo bautismo, que no ha sido establecido más que en la
misma Iglesia, y no encontramos a nadie bautizado por he-
rejes que haya sido admitido por los apóstoles a la comu-
nión de los fieles, de manera que pareciera que los apóstoles
aprobaban el bautismo de los herejes.

14 Eso que algunos mencionan que lo dicho por san Pablo
vale como para favorecer a los herejes «con tal que en cual-
quier caso, ya sea por hipocresía o sinceramente, se anuncie
a Cristo» no hallamos que puedan emplearlo para su defensa los que favorecen y aplauden a los herejes, pues Pablo
no hablaba en su carta de los herejes ni de su bautismo, y
así no se ve que haga ninguna alusión a este asunto. Habla-
ba de los hermanos, tanto de los que vivían desordenada-
mente y contra la disciplina de la Iglesia como de los que
guardaban la verdad del Evangelio movidos por el temor de
Dios^°^ Y de irnos decía que anunciaban la palabra de Dios
con constancia e intrepidez, de otros que andaban entre en-
vidias y disensiones, de unos que observaron para con él bondadosa caridad, de otros que le guardaron disensión y
mala voluntad; y él, sin embargo, lo sobrellevaba todo con
paciencia, con tal que, sincera o hipócritamente, el nombre
de Cristo que Pablo predicaba llegase al conocimiento de
muchos y la semilla de la palabra divina, reciente todavía y
rústica, se extendiese por boca de quienes la predicaban.
Ahora bien, una cosa es que hablen del nombre de Cristo
los que están dentro de la Iglesia y otra que los que están
fuera de la Iglesia y obran contra la Iglesia bauticen en
nombre de Cristo. Por eso, que el defensor de los herejes no
alegue lo que Pablo dijo de los hermanos, sino que muestre
si el Apóstol creía que se debía conceder algo a los herejes,
sí dio por buena su fe y su bautismo o si dejó establecido
que los pérfidos y blasfemos podían recibir el perdón dé los
pecados fuera de la Iglesia.

Y si consideramos qué es lo que pensaron los apóstoles
de los herejes, veremos que en todas sus epístolas los exe-
cran y detestan su impiedad sacrilega. Pues, cuando dicen
que «sus palabras se extienden como un cáncer» ¿cómo
pueden dar el perdón de los pecados unas palabras que se
introducen como un cáncer en los oídos de los oyentes? Y
cuando dicen que «no hay nada en común entre la justicia y
la maldad, nada común entre la luz y las tinieblas» ¿có-
mo pueden las tinieblas iluminar o la maldad hacer justos?
Y, cuando dicen que «ellos no son de Dios sino del espíritu
del Anticristo» ¿cómo pueden tratar las cosas espiritua-
les y divinas unos hombres que son enemigos de Dios y cu-
yos corazones ha poseído el espíritu del Anticristo? Si deja-
mos, pues, las discusiones humanas tan expuestas a error y
nos atenemos sincera y piadosamente a la autoridad del Evangelio y a la tradición apostólica, entendemos que los que
dividen y atacan a la Iglesia, los que son llamados adversa-
rios por el mismo Cristo y anticristos por los apóstoles, no
tienen ningún acceso a la gracia saludable de la Iglesia.

Sin embargo, no hay motivo para que nadie, con el fin
de atacar la verdad cristiana, contraponga el nombre de
Cristo diciendo «los bautizados en el nombre de Jesucristo,
dondequiera y comoquiera, han adquirido la gracia del bau-
tismo» puesto que el mismo Cristo dice «No todo el que me
dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos» y
vuelve a avisar y a enseñar para que nadie se deje engañar
por los pseudoprofetas y por los pseudocristos que querrán
hablar en nombre de ÉL «Muchos — dice — vendrán en mi
nombre diciendo 'Yo soy Cristo' y engañarán a muchos»; y
después añade: «Vosotros estad precavidos; mirad que os lo
he pronosticado todo»^^^ En donde se ve muy claro que no
se debe oír y admitir enseguida todo lo que se profiere como
en nombre de Cristo, sino sólo aquello que se hace al ampa-
ro de la verdad de Cristo.

Que en los Evangelios y en las cartas de los apóstoles se
exprese el nombre de Jesús respecto al perdón de los peca-
dos no quiere decir que el Hijo solo, sin el Padre o contra el
Padre pueda ser útil a nadie; se hace para dar a entender a
los judíos, que se jactaban de tener al Padre, que el Padre no
les serviría de nada si no creían en el Hijo que Él había en-
viado —pues los que conocían a Dios Padre creador tenían
obligación de conocer a su Hijo Cristo — y para que no se
lisonjearan lanzando vítores de conocer sólo al Padre sin el
Hijo, que decía: «Nadie va al Padre si no es por mí»^^. Que
el conocimiento que salva es el de los dos lo manifiesta Él
mismo cuando dice: «la vida eterna es que te conozcan a ti.
Dios verdadero, y a Jesucristo al que enviaste» Si, pues,
de la misma predicación y testimonio de Cristo se deduce
que primero ha de ser conocido el Padre que envió y des-
pués Cristo, el enviado, y que no puede haber esperanza de
salvación sino por el conocimiento de los dos, ¿cómo puede
suponerse que han logrado el perdón de los pecados los que
son bautizados por los herejes en nombre de Cristo pero sin
haber conocido, más aún, habiendo blasfemado de Dios Pa-
dre? El caso de los judíos que vivían en tiempo de los após-
toles era distinto del de los gentiles. Aquéllos, como ya habían recibido el antiquísimo bautismo de la ley y de Moisés
habían de ser bautizados también en nombre de Jesucristo,
según lo que les dice Pedro en los Hechos de los Apóstoles:
«Arrepentios, y que cada uno de vosotros sea bautizado en
el nombre de Jesucristo para el perdón de los pecados, y
recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa es
para vosotros y para vuestros hijos y después para todos a
los que llame el Señor Dios nuestro» Pedro menciona a
Jesucristo no con el intento de omitir al Padre, sino para
unir también el Hijo al Padre.

Finalmente cuando, después de la resurrección, los após-
toles son enviados a los gentiles por el Señor, se les manda
que los bauticen en el nombre del Padre y del Hijo y del Es-
píritu Santo, ¿Cómo, pues, dicen algunos, que un gentil bau-
tizado fiiera de la Iglesia y aun contra ella, sea donde sea y
de cualquier manera que sea, mientras lo sea en nombre de
Jesucristo, puede conseguir él perdón de los pecados, cuan-
do el mismo Cristo ha mandado que los gentiles sean bautizados en nombre de toda la Trinidad? A no ser que quien
niega a Cristo es negado por él, pero quien niega a su Padre,
al que el mismo Cristo confesó, éste no, y quien blasfema
contra aquel que Cristo llamó Señor y Dios suyo recibe de
Cristo en premio de su blasfemia el perdón de los pecados y
la santificación del bautismo. ¿Con qué poder puede conse-
guir en el bautismo el perdón de los pecados quien niega a
Dios Creador como Padre de Cristo, cuando Cristo recibió
el poder de bautizamos y santificamos del mismo Padre, del
cual aseguró que era mayor que él y al cual pidió ser glori-
ficado y a cuya voluntad y obediencia se sujetó hasta beber
el cáliz de la pasión y sufrir la muerte? ¿Qué otra cosa es si-
no hacerse partícipe de las blasfemias de los herejes el que-
rer defender que uno que blasfema gravemente y peca con-
tra el Padre y Señor y Dios de Cristo puede recibir el perdón
de sus pecados en nombre de Cristo? ¿Y cómo se entiende
finalmente aquello de que el que niega al Hijo no tiene al
Padre, en cambio quien niega al Padre parece que tiene al Hi-
jo, habiendo sido el mismo Hijo quien atestigua cuando di-
ce: «Nadie puede venir a mí si no se lo permite el Pa-
dre» ^^'*? Con esto quedó expresado claramente que del Hijo
no se puede recibir ningún perdón de los pecados en el bau-
tismo si consta que no lo ha dado el Padre, sobre todo cuan-
do repite lo mismo al decir: «Todo plantío que no sea hecho
por mi Padre celestial será arrancado de raíz»^^^

(En efecto, la fórmula válida del bautismo cristiano exige la expresión de las tres personas de la santísima Trinidad. Al decir que se bautiza-ba en nombre de Jesucristo ya se entendía que era con la fórmula prescrita por él: cf Mí28, 19.)



Y si los discípulos de Cristo no quieren aprender de
Cristo la veneración y honor que se debe al nombre del Padre, que aprendan por lo menos de los ejemplos de la tierra
y del mundo, y sepan que Cristo afirmó en tono de repren-
sión severísima: «Los hijos de este mundo son más pruden-
tes que los hijos de la luz»^^^. En este mundo si alguien in-
sulta al padre de otro, si injurioso y procaz hiere con lengua
malvada su buen nombre y su honor, su hijo se enoja, se
indigna y hace lo que puede para vengar la ofensa inferida a
su padre. ¿Y tú piensas que Cristo dejará impunes a los im-
píos, a los sacrilegos y a los que blasfeman contra su padre,
y que va a perdonar los pecados en el bautismo a los que
consta que después de bautizados lanzan las mismas injurias
contra la persona del Padre y siguen pecando con su lengua
blasfema? ¿Puede un cristiano, un siervo de Dios concebir
esto en su mente, creerlo con su fe o decirlo con sus pala-
bras? ¿Para qué estarían entonces los preceptos de la ley di-
vina, que dicen: «Honra a tu padre y a tu madre» ^^^? A no
ser que el título de padre, que se manda honrar en el hombre,
se pueda ofender impunemente en Dios. ¿Dónde quedaría lo
que dice el mismo Cristo en el Evangelio: «El que maldiga
al padre o a la madre sea castigado con la muerte» ^^^? A no
ser que el mismo que manda castigar con la muerte a los
que maldicen a los padres camales dé la vida a los que mal-
dicen al Padre celestial y espiritual y a los enemigos de la
madre Iglesia. Además hay quienes afirman algo execrable
y detestable: que ese que condena a quien blasfemare contra
el Espíritu Santo como reo de pecado etemo^^^, ese mismo,
según se dice, santifica con el bautismo de salvación a los
blasfemos contra Dios Padre. Y ahora los que creen que se
debe admitir a nuestra comunión a ésos sin bautizarlos cuando vienen a la Iglesia, ¿no piensan que se hacen partícipes
de pecados ajenos y — lo que es peor — eternos, al admitir
sin bautismo a los que sólo por el bautismo podrían redimir
los pecados de sus blasfemias?

20 ¡Qué locura y qué maldad es, por otra parte, que, cuando
los mismos herejes repudian y abandonan el error o el peca-
do en que habían vivido antes y reconocen la verdad de la
Iglesia, nosotros mutilemos los derechos y sacramentos de
esa misma verdad y les digamos a los que vienen arrepenti-
dos que ya han conseguido el perdón de sus pecados mien-
tras ellos confiesan que han pecado y que por eso vienen a 2 solicitar el perdón de la Iglesia! En consecuencia, debemos
mantener y enseñar con firmeza la fe y la verdad de la Igle-
sia católica y manifestar a través de todos los mandamientos
evangélicos y apostólicos la razón de la disposición divina y
de la unidad.

21 ¿Acaso puede ser mayor y más poderosa la fiierza del
bautismo que la confesión y que el marthio, mayor que con-
fesar a Cristo delante de los hombres y que ser bautizado en
su propia sangre? Y, sin embargo, este bautismo tampoco
sirve al hereje; aunque confesando a Cristo, murió ñiera de
la Iglesia; a no ser que los abogados y defensores de los he-
rejes proclamen mártires a los que mueren en la falsa con-
fesión de Cristo y —contra el testimonio del Apóstol que
dice que, aunque fiieran quemados y sacrificados, de nada
les sirve — les adjudiquen la gloria y la corona del martirio. Y si al hereje no le puede servir para la salvación ni el bautismo de la confesión pública ni el de la sangre porque
no hay salvación fuera de la Iglesia, ¿cuánto menos le servi-
rá recibir un baño de agua corrompida en un escondrijo, en
una cueva de ladrones, con el que no sólo no limpiaría los
pecados antiguos sino que añadiría otros nuevos y mayores?
No podemos, en consecuencia, tener un mismo bautismo
nosotros y los herejes, con los cuales no tenemos en común
ni el Padre ni el Hijo ni el Espíritu Santo ni la fe ni la misma
Iglesia. Y por eso deben ser bautizados los que vienen de la
herejía a la Iglesia, a fin de que quienes se preparan para el
reino de Dios por la regeneración divina con el legítimo,
verdadero y único bautismo de la santa Iglesia, reciban la
vida a través de ambos sacramentos, porque está escrito: «El
que no nazca del agua y del espíritu no puede entrar en el
reino de Dios»^^^

Sobre esta cuestión algunos, como si con argumentos
humanos pudieran destruir la verdad de la doctrina evangé-
lica, nos oponen el caso de los catecúmenos, a saber, si uno
de éstos, antes de ser bautizado en la Iglesia, es capturado y
muerto por confesar el nombre de Cristo, ¿pierde la espe-
ranza de salvarse y el premio de la confesión por no háber
renacido antes por medio del agua? Deben saber, pues, estos
hombres, partidarios e intercesores de los herejes, que esos
catecúmenos tienen, en primer lugar, íntegra la fe y la ver-
dad de la Iglesia y que salen a combatir al diablo desde el
campamento divino con pleno y verdadero conocimiento de
Dios Padre, de Cristo y del Espíritu Santo; y, en segundo
lugar, que no están privados del sacramento del bautismo,
ya que son bautizados con el bautismo de sangre, el más
glorioso y grande, del que afirmaba el Señor que Él tenía
que ser bautizado con otro bautismo Y el mismo Señor
declara en el Evangelio que los bautizados con la propia
sangre y santificados por el martirio consiguen la perfección
y reciben la gracia prometida por Dios cuando habla al ladrón, que en su mismo suplicio cree en él y lo confiesa,
prometiéndole que va a estar con él en el paraíso Por
eso, los que estamos encargados de velar por la fe y la ver-
dad no debemos engañar ni decepcionar a los que vienen a
la fe y a la verdad y, haciendo penitencia, piden que les sean
perdonados sus pecados, sino que, corregidos y reformados
por nosotros, hemos de instruirlos con las doctrinas celestia-
les camino del reino de los cielos.

Pero alguien podría decir: «¿Qué será de aquellos que
en tiempos pasados vinieron de la herejía a la Iglesia y füe-
ron admitidos sin el bautismo?». Dios puede con su miseri-
cordia concederles el perdón y no privar de los dones de su
Iglesia a los que, admitidos de buena fe en ella, murieron
dentro de la misma. Pero no porque se haya errado alguna
vez se ha de errar siempre, cuando más bien es propio de
sabios y temerosos de Dios acatar enseguida y de buena ga-
na la verdad manifestada y conocida, que luchar con perti-
nacia y obstinación en favor de los herejes contra los her-
manos y los sacerdotes.

Y que nadie piense que los herejes, por el hecho de ofre-
cerles el bautismo, escandalizados como si se hablase de un
segundo bautismo, se van a retrasar en venir a la Iglesia. Al
contrario, por eso mismo, ante el testimonio de una verdad
que se les manifiesta y se les demuestra, se ven más impul-
sados a la necesidad de venir. Pues, si ven que nosotros con-
sideramos y definimos como justo y legítimo el bautismo en
el que ellos han sido bautizados, creerán que también poseen
justa y legítimamente la Iglesia y todos sus demás bienes, y
no habrá motivo para venir a nosotros, ya que teniendo el
bautismo parece que tienen lo demás. Sin embargo, cuando
ven que fiiera de la Iglesia no hay bautismo ni es posible el
perdón de los pecados, se dan más prisa y ponen mayor in-
terés en venir a nosotros e implorar los bienes de la madre
Iglesia, convencidos de que de ninguna manera podrán ob-
tener la gracia prometida por Dios si antes no vienen a la
Iglesia verdadera. Y no rehusarán los herejes ser bautizados
por nosotros con el verdadero y legítimo bautismo de la
Iglesia cuando sepan por nosotros que también fueron bau-
tizados por Pablo los que ya lo habían sido con el bautismo
de Juan, como lo leemos en los Hechos de los Apóstoles^^^ ,

Ahora algunos de los nuestros admiten el bautismo de 25
los herejes y, por cierta aversión a lo que es como rebauti-
zar, tienen por ilícito bautizar posteriormente a los enemi-
gos de Dios, cuando encontramos que fueron bautizados los
que ya lo habían sido por Juan^^^ por aquel Juan que fiie
considerado el mayor de los profetas, aquél que fue lleno de
la gracia de Dios ya en el seno materno, el dotado del espíri-
tu y verdad de Elias, que no fue adversario sino precursor y
heraldo del Señor, que no sólo anunció al Señor con pala-
bras sino que lo mostró a la vista, que bautizó al mismo Cris-
to, por quien son bautizados los demás. Porque, si el hereje 2
ha podido obtener el derecho de bautizar sólo porque ha bau-
tizado el primero, ya el bautismo no pertenecerá al que po-
see derecho sobre él sino al que cumple la función de bautizar y, como el bautismo y la Iglesia no pueden por sí separarse ni dividirse de ninguna manera, el que pudo ocupar el
primero el bautismo ocupó también la Iglesia y entonces
comienzas a aparecerle tú a él un hereje ya que, dejándote
adelantar, quedaste el segundo y al ceder y darte por venci-
do perdiste el derecho que habías recibido. La sagráda Es-
critura declara qué peligroso es ceder el derecho y el poder
en las cosas divinas, cuando en el Génesis^^^ Esaú perdió su
primogenitura por este motivo y nunca más pudo recuperar
lo que una vez había cedido.

Esto es lo que con mis modestas luces, hermano queridísimo, te respondo brevemente, sin señalar normas a nadie
ni prejuzgar que cada obispo haga lo que le parezca, pues
tiene libre poder de decidir. Por lo que toca a nosotros, no
discutimos por causa de los herejes con nuestros colegas y
con los compañeros en el episcopado, con los que conser-
vamos la concordia divina y la paz del Señor, principabnen-
te cuando también el Apóstol dice: «Y si alguien pensase en
contradecir, ni nosotros ni la Iglesia de Dios tenemos tal
costumbre» Nosotros guardamos con paciencia y dulzura
el amor del espíritu, el honor del colegio episcopal, el vín-
culo de la fe y la concordia del sacerdocio. Por eso también
hemos escrito ahora, con el querer y la ayuda de Dios y se-
gún nos ha permitido nuestra poquedad, el librito «Sobre el
bien de la paciencia» que te enviamos en prueba de
nuestro mutuo amor. Deseo, queridísimo hermano, que si-
gas bien de salud.

(En Act 19, 2-5 se lee el diálogo de Pablo con unos conversos de Éfeso a los que preguntó si habían recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe. Ellos le respondieron: «Ni siquiera hemos oído que haya Espíritu Santo». Al preguntaries qué bautismo habían recibido y responder ellos que el bautismo de Juan, Pablo explicó que el bautismo de Juan era de preparación para creer en Jesús, que había de venir tras él. «Cuando oyeron esto — concluye — fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús»).





Cipriano a Pompeyo

El problema tan debatido del bautismo de los herejes aparece
una vez más en esta carta. El obispo de Cartago trata de defender lo que él ve como tradición y signo de unidad en la Iglesia, en contra de lo que Esteban de Roma afirma erróneamente, según él: todos los que vienen a la Iglesia de cualquier herejía, recuerda Cipriano, deben ser bautizados con el único y auténtico bautismo.



Cipriano saluda a su hermano Pompeyo

(Pompeyo: obispo de Sabrata, en la Tripolitania; cf. Sentent epist,83-85. Probablemente se refiere a la 72; la respuesta del papa se ha perdido. San Agustín, ferviente admirador de Cipriano, en De Bapt, 5, 25, se esforzará por atenuar estas vehemencias exageradas del obispo de Cartago)

Aunque ya tratamos extensamente todo lo que hay que
decir sobre el bautismo de los herejes en las cartas de las
que te enviamos copias, hermano queridísmo, no obstante,
ya que deseas que te notifique lo que respondió nuestro
hermano Esteban a nuestra carta te envío una copia de su
respuesta: con su lectura verás más y más el error de quien
quiere defender la causa de los herejes contra los cristianos
y contra la Iglesia de Dios^^\ Porque, entre otras cosas alti-
vas o no pertinentes al asunto o contradictorias entre sí que
escribe desacertada e imprudentemente, aún ha añadido lo
siguiente: «Si vienen, pues, a vosotros de cualquier herejía,
no se innove nada, sino que, siguiendo la tradición, impón-
ganseles las manos como a penitentes, ya que los mismos







384



CIPRIANO DE CARTAGO



herejes no bautizan propiamente entre sí a los que vienen a
ellos, sino que sólo lo admiten en su comunión».

Ha prohibido que se bautice en la Iglesia «al que viene
de cualquier herejía», esto es, ha estimado que los bautis-
mos de todos los herejes son justos y legítimos, Y como ca-
da herejía tiene sus propios bautismos y unos errores diver-
sos, él, admitiendo el bautismo de todos, carga juntos sobre
sí los delitos de todos ellos. Y mandó «que no se innovara
nada sino que, siguiendo la tradición», como si fuera inno-
vador el amante de la unidad que defiende un solo bautismo
para una sola Iglesia, y no lo fuera el que, olvidado de la
unidad, se contagia con las mentiras de una ablución profa-
na, «Que no se innove nada y se siga la tradición», dice.
¿De dónde procede esta tradición? ¿Desciende de la auto-
ridad del Señor y del evangelio, o viene de los mandatos de
los apóstoles y sus cartas? Dios declara y recomienda que se
haga lo que está escrito cuando dice a Josué, hijo de Nun:
«No se apartará de tu boca el libro de esta ley y meditarás
en él día y noche para que hagas todo lo que está escrito en
él»^^l También el Señor cuando envía a sus apóstoles les
manda bautizar a los pueblos y enseñarles a cumplir todo lo
que él les ha encargado Si, pues, está mandado en el
Evangelio o se encuentra en las cartas o en los Hechos de
los apóstoles que «los que vengan de cualquier herejía» no
sean bautizados, «sino que sólo se les impongan las manos
como a penitentes, obsérvese esta divina y santa tradición,
Pero si por todas partes los herejes no son considerados sino
adversarios y Aníicristos, si son tratados como gente que se
debe evitar y «perversos y condenados por sí mismos»
¿por qué parece que nosotros no hemos de condenar a los
que consta por el testimonio de los apóstoles que ya están
condenados por ellos mismos? De modo que nadie debe in- 4
famar a los apóstoles, como si hubiesen aprobado el bautis-
mo de los herejes o como si hubiesen estado en comunión
con ellos prescindiendo del bautismo de la Iglesia, ya que
los apóstoles escribieron en tales términos acerca de los he-
rejes, y eso cuando no había brotado aún la peste más cruel
de las herejías ni había salido del Ponto todavía Marción el
Póntico, cuyo maestro Cerdón vino a Roma cuando era obispo Higinio, que fue el noveno en la Urbe(San Higinio, ateniense, gobernó la Iglesia como papa del año 139 al 142 (?). Excomulgó a Cerdón, que fiie quien en Roma hizo conocer a Marción las ideas gnósticas. Concretamente Cerdón negaba que Jesucristo hubiese vivido realmente en la tiena y afirmaba la existencia de dos divinidades.) A éste le siguió
Marción, que aumentando sus crímenes con más desver-
güenza y violencia que los demás, blasfemó contra Dios Pa-
dre creador y suministró armas sacrilegas con toda maldad a
las herejías en furiosa rebelión contra la Iglesia.

Y si consta que después hubo más herejías y peores, y si 3
antes en ningún sitio se mandó ni se escribió que al hereje
sólo se le impongan las manos para recibir la penitencia y
con eso sólo ya se le admita en nuestra comunión, y si sólo
hay un bautismo y éste es el nuestro, el que está dentro de la
Iglesia, única a la que Dios se ha dignado concederlo, ¿qué
obstinación es ésta y qué presunción anteponer la tradición
humana a las disposiciones divinas sin advertir que Dios se
indigna y se irrita siempre que la tradición de los hombres
viola los preceptos divinos y los olvida, como se lamenta
por medio del profeta Isaías diciendo: «Este pueblo me hon-
ra con los labios pero su corazón está muy lejos de mí. En
vano me veneran mientras enseñan leyes y doctrinas de los



255.-13



386



CIPRIANO DE CARTAGO



hombres» ^^^? También el Señor hace esta reprensión en el
Evangelio: «Rechazáis el mandato de Dios para seguir vues-
tra tradición» Acordándose de estas palabras, el apóstol
san Pablo avisa también e instruye diciendo: «Si alguien en-
seña de otra manera y no se atiene a las palabras saludables
de nuestro Señor Jesucristo y a su doctrina, porque se deja llevar de su soberbia y porque es un ignorante, apártate de él»^^l (El sentido irónico de esta exclamación de Cipriano resulta de un gran efecto expresivo.)

¡Bella, sí, y legítima tradición la que se nos propone en
la enseñanza de nuestro hermano Esteban, para darnos ade-
cuada autoridad! Pues en el mismo pasaje de su carta
añadió: «Ya que los propios herejes no bautizan al que vie-
ne de cualquier otra herejía, sino sólo lo admiten en su co-
munión». ¡A este estado miserable ha llegado la Iglesia de
Dios, la esposa de Cristo, a imitar el ejemplo de los herejes,
a tomar de las tinieblas, siendo luz, la disciplina para la ce-
lebración de los sacramentos celestiales, a ver que los cris-
tianos hacen lo que hacen los anticristos! ¿Qué ceguera de
espíritu es ésta, qué perversión no querer conocer la unidad
de la fe que nos viene de Dios Padre y de la enseñanza de
Jesucristo Señor y Dios nuestro? Porque si la causa de que
no hay Iglesia entre los herejes es que sólo hay una y no se
puede dividir, y si la causa de que no esté entre ellos el Es-
píritu Santo es que sólo hay uno y no puede estar con los
profanos y los que se hallan fuera, ciertamente el bautismo,
que también es uno, no puede estar en la herejía, pues no
puede separarse ni de la Iglesia ni del Espíritu Santo.

Y si quieren atribuir la eficacia del bautismo a la majes-
tad del nombre de Cristo, de modo que los bautizados en
nombre de Cristo, en donde sea y como sea, se consideren
renovados y santificados, sépase que entre ellos también se
imponen las manos al bautizado en el nombre del mismo
Cristo para recibir el Espíritu Santo, entonces ¿por qué la
majestad del mismo nombre no es tan válida en la imposi-
ción de manos como pretenden que lo fue en la santificación
por el bautismo? Pues, si el que ha nacido fiiera de la Iglesia i
puede hacerse templo de Dios, ¿por qué no puede infundirse
sobre este templo el Espíritu Santo? ^"^^ Porque quien, una
vez dejados sus pecados con el bautismo, ha sido santifica-
do y transformado espiritualmente en un hombre nuevo, se
ha hecho apto para recibir el Espíritu Santo, ya que dice el
Apóstol: «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo os
habéis vestido de Cristo» ^^ El bautizado en la herejía que 3
puede vestirse de Cristo, mucho más puede recibir el Espíri-
tu Santo que Cristo envió. Además será mayor el enviado
que el que lo envía para que el bautizado fuera de la Iglesia
se haya revestido de Cristo, pero no haya podido recibir el
Espíritu Santo, como si uno se pudiera revestir de Cristo sin
el Espíritu, o el Espíritu se pudiera separar de Cristo. Es otra 4 necedad, siendo espiritual el segundo nacimiento por el que nacemos en Cristo mediante el baño de regeneración, decir
que uno puede nacer espirituahnente entre los herejes, en don-
de niegan que haya Espíritu. Pues el agua sola sin el Espíri-
tu Santo no puede lavar los pecados y santificar al hombre.
Por lo cual, o es forzoso que concedan que allí donde dicen
que hay bautismo también está el Espíritu, o allí donde no
hay Espíritu tampoco hay bautismo, pues no puede haber
bautismo sin Espíritu.

¿Y qué es eso de afirmar y defender que los que no han
nacido en la Iglesia pueden ser hijos de Dios? Pues el santo
Apóstol declara y prueba que es en el bautismo donde mue-
re el hombre viejo y nace el nuevo, cuando dice: «Nos ha
salvado por el baño de la regeneración»^^. Si en el baño,
esto es en el bautismo, está la regeneración, ¿cómo puede la
herejía, que no es esposa de Cristo, engendrar a Dios hijos
por Cristo? La Iglesia es la única que, unida a Cristo estre-
cha y espiritualmente, engendra hijos, como dice de nuevo
el Apóstol: «Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella
para santificarla, purificándola con el baño del agua»^'^l Si
es ésta, pues, la amada y la esposa, la única santificada por
Cristo y purificada por su baño, está claro que la herejía,
que no es esposa de Cristo ni puede ser purificada y santifi-
cada por su baño, no puede engendrar hijos para Dios.

Además, no se nace cuando por la imposición de las ma-
nos se recibe al Espíritu Santo, sino en el bautismo, de mo-
do que el que ya ha nacido recibe el Espíritu, como sucedió
con el primer hombre, Adán, Primero Dios lo modeló, des-
pués insufló el aliento de vida sobre su rostro. Pues el Es-
píritu no puede ser recibido si no existe quien lo reciba. Y
como el nacimiento de los cristianos está en el bautismo, y co-
mo la generación y santificación por el bautismo sólo está
en la única esposa de Cristo, que es la que puede engendrar
y dar a luz espiritualmente hijos para Dios, ¿dónde, de qué
madre y para qué padre ha nacido el que no es hijo de la
Iglesia? ¡Para tener a Dios por padre es preciso tener antes a
la Iglesia por madre! Y no pudiendo tener absolutamente
ningxma herejía ni ningún cisma la santificación del bautis-
mo de salvación, fiiera de la Iglesia, la porfiada obstinación
de nuestro hermano Esteban ha llegado tan lejos que incluso
sostiene que nacen hijos de Dios con el bautismo de Mar-
ción, de Valentín, de Apeles y de tos demás que blasfeman
contra Dios Padre, y dice que se da el perdón de los pecados
en nombre de Jesucristo allí mismo donde se blasfema con-
tra el Padre y contra Cristo, Señor Dios.

En este asunto hay que considerar, hermano queridísi-
mo, como lo exigen la fe y la dignidad del cargo sacerdotal
que ejercemos, si en el día del juicio podrá tener razón un
obispo de Dios que defiende y aprueba y tiene por legítimos
los bautismos de los blasfemos, cuando el Señor amenaza al
decir: «Para vosotros, sacerdotes, ahora éste es el precepto:
Si no me oís y no os proponéis de corazón honrar mi nom-
bre, dice el Señor onmipotente, haré caer la maldición sobre
vosotros y maldeciré vuestra bendición» ¿Honra a Dios
el que está de acuerdo con el bautismo de Marción? ¿Honra
a Dios el que cree que el perdón de los pecados se da entre
los que blasfeman contra Dios? ¿Honra a Dios el que asegu-
ra que nacen hijos de Dios fiiera de la Iglesia, hijos de una
adúltera deshonesta? ¿Honra a Dios el que es infiel a la uni-
dad y a la verdad, que vienen de la ley de Dios, y defiende
las herejías contra la Iglesia? ¿Honra a Dios el amigo de los
herejes y enemigo de los cristianos que piensa que deben
ser excomulgados los sacerdotes de Dios que defienden la
verdad de Cristo y la unidad de la Iglesia? Si así se honra a
Dios, si así practican el temor de Dios y la disciplina sus adoradores y sacerdotes, tiremos las armas, démonos por venci-
dos en marcha hacia el cautiverio, entreguemos al diablo la
ley del evangelio, los mandamientos de Cristo y la gloria de
Dios, dejémonos de cxmiplir los juramentos de la milicia divina, entreguemos las banderas del ejército celestial, que la
Iglesia ceda y se rinda a los herejes, la luz a las tinieblas, la fe a la perfidia, la esperanza a la deseperación, la razón al error, la inmortalidad a la muerte, el amor al odio, la verdad a la mentira, Cristo al anticristo. Justamente por eso aparecen de día en día nuevos cismas y herejías, crecen en número y pujanza, pululando con sus cabelleras de serpientes lanzan con mayor violencia sus venenos contra la Iglesia de Dios, ya que el prestigio y autoridad de algunos les da protección, y se defiende su bautismo y se traicionan la fe y la verdad, y dentro de la propia Iglesia se reivindica lo que se hace fuera en su contra.

Si nosotros tenemos temor de Dios, hermano dilectísi-
mo, sí ponemos la fe por encima de todo, si guardamos los
mandamientos de Dios, si conservamos incorrupta e inma-
culada la santidad de su esposa, si se graban en nuestros sen-
tidos y en nuestro corazón las palabras del Señor cuando dice:
«¿Piensas que cuando venga el Hijo del hombre encontrará
fe en la tierra?» guardemos con el valor de la lealtad,
como fieles soldados de Dios que le sirven con sincero ho-
menaje y devoción, los campamentos que Él nos ha enco-
mendado. Ni la costumbre que se había introducido entre
algunos ha de impedir que la verdad se imponga y triunfe.
Pues una costumbre sin verdad no es más que el enveje-
cimiento de un error. Por eso, dejemos de lado el error y si-
gamos la verdad, sabiendo que también en Esdras se da por
vencedora a la verdad, como está escrito: «La verdad per-
manece y se robustece eternamente, y vive y prospera por
los siglos de los siglos. Y no hay para ella acepción de per-
sonas ni diferencias, sino que hace lo que es justo y no hay
iniquidad en su juicio. En ella hay fortaleza, autoridad, majestad y poder de todos los siglos. Bendito el Dios de la verdad» Y Cristo nos muestra esta verdad diciendo en el
Evangelio: «Yo soy la verdad» Por eso, si estamos en
Cristo y tenemos a Cristo en nosotros, y si permanecemos
en la verdad y la verdad permanece en nosotros, mantenga-
mos las cosas que son verdaderas.

Sin embargo ocurre que por presunción y contumacia
algimos prefieren defender sus teorias pemiciosas y falsas
en vez de adherirse a las de otro por justas y ciertas que sean.

Teniendo en cuenta esto, el apóstol san Pablo escribe a Ti-
moteo advirtiéndole que un obispo no debe ser querellante
ni porfiado sino manso y dócil Y es dócil el que, mos-
trándose apacible, lleva con paciencia la tarea de aprenden
Pues conviene que los obispos, además de enseñar, apren-
dan, ya que enseña mejor el que cada día crece y progresa
aprendiendo cosas mejores. Eso mismo es lo que enseña el
propio apóstol Pablo cuando dice que «si a uno de los que
están en la asamblea le fiiese revelado algo mejor, el prime-
ro calle» En resumen, a las almas religiosas y sencillas
les es fácil desprenderse del error y encontrar y descubrir la
verdad. Pues si vamos a la fiiente y origen de la tradición
divina, cesa el error humano y, al conocer la economía de
los misterios celestiales, todo lo que estaba oculto bajo la nie- bla y la masa de oscuras nubes se aclara con la luz de la
verdad; como cuando un canal de conducción de agua que
antes corría abundantemente de pronto se corta, ¿no se va a



(La cita es de! libro apócrifo conocido como III de Esdras —en la versión de los Setenta, I de Esdras — , que es recogido, aunque apócrifo, por ser citado a veces por los Padres. Cf. Rahlfs, Septuaginta, I, pág. 873, nota a pie de página.)


la fuente para conocer allí la cansa de la escasez, si es que la vena se ha secado en su lugar de nacimiento o si después de
haber corrido abundante desde allí, a medio camino se ha
parado el raudal: para que, si la causa de que no siga flu-
yendo el agua es que se ha roto el conducto o que es poroso,
se repare el desperfecto y el agua llegue a la ciudad para los
usos ordinarios y para la bebida con la misma abundancia
3 con que sale de la fuente? Esto es lo que nos corresponde
ahora hacer a los obispos que somos fieles a los manda-
mientos divinos: si notamos que hay dudas en algo, que la
verdad vacila, retrocedamos al origen, a la tradición del Se-
ñor, del Evangelio y de los apóstoles, y vayamos a buscar
nuestras normas de conducta allí de donde provienen origi-
nalmente.

11 Sabemos, en efecto, por tradición que hay un solo Dios,
un solo Cristo, una sola esperanzja, una sola fe y un solo
bautismo que no se halla más que en la única Iglesia; y que
quien se separa de esta unidad se halla necesariamente entre
los herejes y, mientras los defiende Arente a la Iglesia, ataca
2 el misterio de la tradición divina. El misterio de esta unidad lo vemos expresado también en el Cantar de los Cantares, referido a la persona de Cristo que dice: «Eres huerto cerrado, hermana mía, esposa, fixente sellada, pozo de agua viva, vergel de fiiitales»^^°. Si, pues, la Iglesia de Cristo es un huerto cerrado y una fuente sellada, ¿cómo puede entrar en este huerto o beber en su fiiente el que no está en la Iglesia?

3 Igualmente el mismo Pedro, saliendo en defensa de la uni-
dad, nos hizo presente que sólo nos podríamos salvar por el
único bautismo de la única Iglesia: «En el arca de Noé», di-
ce, «se salvaron por entre el agua pocas personas, sólo ocho;
del mismo modo a vosotros os salvará el bautismo» Con
este resumen breve y espiritual manifestó el misterio de la
unidad, pues, así como en aquel bautismo del mimdo, en el
que se purificó la antigua maldad, el que no estuvo dentro
del arca de Noé no pudo salvarse por entre el agua, así aho-
ra tampoco se puede salvar por medio del bautismo el que
no está bautizado en la Iglesia, que fiie fimdada en la unidad
del Señor según el misterio de aquella única arca.

Después de examinar y reconocer la verdad, hermano n
carísimo, la observancia que guardamos es bautizar con el
único y legítimo sacramento de la Iglesia a todos los que
vienen a ella de cualquier secta herética, con excepción de
aquellos que se habían pasado a los herejes después de ser
bautizados en la Iglesia. Pues éstos cuando vuelven deben
ser recibidos, después de haber hecho penitencia, sólo con
la imposición de manos y ser devueltos por el pastor al redil
de donde se habían extraviado. Deseo, hermano queridísi-
mo, que sigas bien de salud.



75

Firmiliano a Cipriano

La argumentación de Firmiliano refleja la usada por Cipriano
en la cuestión tan debatida de los rebautizantes. La carta es una muestra clara de la tensa situación que se había creado. Firmiliano se muestra totalmente de acuerdo con nuestro obispo en contra de la posición del papa Esteban, sobre la cual ironiza cáusticamente. El tono injurioso usado contra el papa san Esteban hizo que los editores antiguos no se decidiesen a publicar esta carta. La de Esteban, a la que hace alusión, no se ha conservado. San Finniliano fue obispo de Cesárea de Capadocia, y personaje de gran prestigio entonces en las iglesias de Oriente, tanto por su santidad como por su sabiduría.


Firmiliano saluda a Cipriano, su hermano en el Señor.

Hemos recibido a través de Rogaciano, nuestro queri-
dísimo diácono a quien vosotros enviasteis, la carta que nos
habéis escrito, hermano queridísimo, y con este motivo he-
mos dado muchísimas gracias a Dios por haber sucedido
que, a pesar de estar separados el uno del otro corporalmen-
te, nos hallamos unidos en espíritu, no sólo como si habitá-
ramos en una misma región sino como si viviéramos juntos
dentro de una misma casa. Y puede decirse esto porque la
casa espiritual de Dios es una sola. «Pues en los últimos
días», dice, «se hará visible el monte del Señor y la casa de
Dios sobre la cima de los montes» Los que se reúnen en
esta casa están gozosos de estar en ella, según aquello que
se pide al Señor en el Salmo de habitar en la casa de Dios
todos los días de la vida. Por eso también en otro lugar se ha
manifestado que los santos tienen gran deseo de reunirse:
«Ved», dice, «qué bueno y agradable es vivir los hermanos
unidos»

La unión, la paz y la concordia proporcionan un grandí-
simo placer no sólo a los hombres fíeles y conocedores de la
verdad, sino también a los mismos ángeles del cielo, de
quienes dice la palabra de Dios que se alegran por un solo
pecador que se arrepiente y regresa a la xmidad. Esto, sin
duda, no se podría decir de los ángeles, que tienen su estan-
cia en los cielos, si no estuviesen también unidos a nosotros
alegrándose de nuestra unión, y apenándose, por el contra-
rio, cuando ven las diversas maneras de pensar y la división
de voluntades de algunos, que parecen no sólo que no invo-
can juntos al mismo y único Dios, sino que, separados y
divididos los unos de los otros, ya no es posible que conver-
sen o hablen entre ellos. El hecho es que podemos dar gra- 3
cias a Esteban porque gracias a su inhumanidad, hemos
conseguido tener una prueba de vuestra fe y vuestra sabidu-
ría. Pero, a pesar de haber recibido nosotros graciosamente
este beneficio por causa de Esteban, no por eso lo que Este-
ban ha hecho es digno de recompensa o agradecimiento.
Pues tampoco lo que hizo malvadamente con el Salvador el
pérfido y traidor Judas puede parecer meritorio, como si él
hubiera dado ocasión a unos beneficios tan grandes que,
gracias a él quedaron liberados los gentiles y todo el mundo
en la pasión del Señor.

Pero dejemos por ahora los hechos de Esteban, no sea 3
que, al recordar su audacia e insolencia, sus malas acciones
nos acarreen más larga tristeza. En cuanto a vosotros, al en-
teramos de que en la cuestión que ahora nos preocupa ha-
béis actuado conforme a la regla de la verdad y a la sabiduría
de Cristo, hemos sentido un gozo grandísimo y hemos dado
gracias a Dios por haber encontrado en unos hermanos tan
lejanos una unanimidad tan grande con nosotros en la fe y
en la verdad. Pues la gracia de Dios es poderosa para unir y 2
atar con el vínculo del amor y de la unidad incluso aquello
que parece estar separado por una excesiva distancia, así
como también antiguamente el poder de Dios unió con el
lazo de la unanünidad, a Ezequiel y Daniel, que eran poste-
riores en edad, con Job y Noé, a pesar de estar separados de
ellos por el intervalo del tiempo — pues éstos habían vivido
entre los primeros hombres — de modo que, a pesar de la
larga distancia que los separaba, la inspiración de Dios les
3 comunicaba idénticos sentimientos. Es lo que ahora vemos
en vosotros que, estando separados de nosotros por larguísi-
mas distancias, demostráis sin embargo estar imidos a noso-
tros por los sentimientos y por el espíritu. Todo esto es efecto de la unidad en Dios. Pues, siendo un solo y mismo Señor el que habita en nosotros, él une y ata a los suyos en todas partes con el vínculo de la unidad Por eso se expandió por toda
la tierra su voz, porque íueron enviados por el Señor como
quien corre velozmente al impulso del espíritu de la unidad;
como, por el contrario, no les sirve de nada a algunos estar
unidos corporalmente si están alejados en el espíritu y en el
pensamiento, ya que las almas no pueden mantenerse en
unión si se han separado de la de Dios. «Pues he aquí», di-

4 ce, «que los que se alejen de ti perecerán» Pero éstos re-
cibirán del Señor la sentencia que se merecen porque se
alejan de las palabras del que ruega al Padre por la unidad
diciendo: «Padre, haz que, así como yo y tú somos una sola
cosa, también éstos lo sean en nosotros»

4 De verdad que hemos recibido la carta que nos habéis
escrito como si fuese cosa nuestra y no la hemos leído de
corrido, sino que la hemos repetido muchas veces para fijar-
la en la memoria. Y no va contra la causa de la salvación
repetir las mismas cosas para confirmar la verdad o añadir

2 algo para multiplicar las pruebas. Y si añadimos algo, no lo
hacemos como si vosotros hubierais dicho menos, sino por-
que la palabra divina sobrepasa la capacidad humana y un
espíritu no puede abarcarla entera y perfectamente; por eso
hay tantos profetas, para que se distribuya la múltiple sabi-
duría divina entre muchos; de ahí que se mande que calle al
profeta que habla primero si otro recibe alguna revelación después de él. Por este motivo entre nosotros se considera 3
necesario reunimos cada año presbíteros y prelados para
tomar disposiciones sobre lo que nos ha sido encomendado,
para poder dirigir de común acuerdo las cuestiones más im-
portantes, para proporcionar el remedio de la penitencia a
los hermanos caídos, a los que después del bautismo de sal-
vación fueron malheridos por el diablo, y no como si consi-
guiesen directamente de nosotros la remisión de sus pecados,
sino para que, a través de nosotros, vengan en conocimiento
de sus delitos y se vean movidos a satisfacer más generosa-
mente al Señor.

Pero, como el emisario que nos mandasteis tenía prisa 5
por regresar y el invierno se acercaba, hemos contestado a
vuestra carta como hemos podido. Y en cuanto se refiere a 2
lo que dijo Esteban dando a entender que los apóstoles ha-
bían prohibido que fuesen bautizados los que venían de la
herejía y que transmitieron esta observancia a los venideros,
contestasteis magníficamente diciendo que no habrá nadie
tan necio que crea que los apóstoles hicieron eso, ya que
consta que las herejías más detestables, más execrables em-
pezaron más tarde; así hallamos que Marción, el discípulo
de Cerdón, introdujo sus doctrinas sacrilegas contra Dios
con posterioridad a los apóstoles y pasado bastante tiempo
y que Apeles, que se adhirió a las blasfemias de aquél, aña-
dió muchas otras nuevas y más graves contra la fe y la ver-
dad. Y en cuanto a la época de Valentín y Basílides^^^


(Como mencionamos antes, en la carta 73, 4, 1 , Marción vivió en el siglo n. Cerdón, en efecto, fiie maestro de Marción; parece que a él se debe la idea del doble dios inspirador del Antiguo y Nuevo Testamento respectivamente. £1 gnosticismo es una corríente de ideas aunadas por la tendencia sincretista que caracteriza al oriente helenístico, y se intruduce en la Igle- sia al expandirse el cristianismo por aquellas regiones. Arrancando del problema del mal concluye que existe un ser supremo y, por debajo de él, seres semidivinos. Nuestro mundo material e imperfecto no es obra del Dios supremo sino de su creador, el Demiurgo. En el siglo n se produce un despliegue de sectas y sistemas gnósticos, y a su cabeza están Basílides y Valentín. El primero aparece como jefe de secta en tiempos de Adriano y Antonino Pío. Afirma que en el fondo de cada hombre hay un misterio de iniquidad, una culpa virtual Clemente de Alejandría le atribuye una moral rigorista — cf. Stromata IV 24, 1 53 — según la cual Dios no perdona ninguna falta deliberada. Sus ideas estaban contenidas literariamente en Exegetiká, comentarios a los Evangelios que conocían a fondo Ireneo, Hipólito y Orígenes. Valentín, nacido en Egipto, comenzó a enseñar en Alejandría hacia el l35 y ílie a Roma, donde pasó largo tiempo haciendo propaganda gnóstica en la comunidad cristiana. De su secta tenemos noticias
por Ireneo, Hipólito y Tertuliano).


es conocido que se rebelaron contra la Iglesia de Dios con
mentiras infames después de los apóstoles, mucho tiempo

3 después. De los otros herejes consta también que introduje-
ron más tarde sus malvadas sectas y perversas invenciones,
según cada uno era seducido por su error. Está claro que to-
dos éstos se han condenado ellos mismos, que ellos mismos
han pronunciado su inexcusable sentencia contra sí mismos
ya antes del día del juicio. El que da por bueno el bautismo
de éstos ¿qué otra cosa hace sino colocarse en las filas de
ellos y condenarse al hacerse su cómplice?

6 Que los de Roma no observan exactamente en todo las
primeras tradiciones y que vanamente invocan la autoridad
de los apóstoles lo puede saber cualquiera por esto: en cuan-
to a los días de la celebración de la pascua y a muchas otras
ceremonias sagradas, parece que hay alguna diversidad en-
tre ellos y que no se observa todo allí de la misma manera
que en Jerusalén; como también en otras muchísimas pro-
vincias hay numerosas variaciones según es la diversidad de
los lugares y de las personas, y no por eso se ha roto la paz

2 y la unidad de la Iglesia católica. Esto se ha atrevido ahora a






CARTAS



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hacerlo Esteban, rompiendo a vuestras espaldas la paz que
sus antecesores habían conservado siempre con vosotros con
amor y respeto mutuo, llegando incluso a infamar a los san-
tos apóstoles Pedro y Pablo como si fuesen los autores de
esta tradición, ellos que en sus cartas reprobaron a los here-
jes y nos recomendaron huir de ellos. De ahí se manifiesta
claramente que esta tradición, que se pone de parte de los
herejes y defiende que ellos tienen el bautismo que sólo per-
tenece a la Iglesia, es tradición humana.

También habéis respondido bien a aquello que decía 7
Esteban en su carta de que «los herejes mismos están de
acuerdo en el asunto del bautismo» y que «no bautizan a los
que vienen de una secta a otra, sino que sólo los admiten en
su comunión», como si nosotros debiéramos hacer lo mis-
mo. En esta cuestión, aunque vosotros ya probasteis que es 2
bastante ridículo seguir a los equivocados, queremos añadir
a mayor abundamiento que no es extraño que los herejes
obren así, ya que, a pesar de discrepar en algunas cosas de
poca importancia, sin embargo mantienen un mismo criterio
en algo que es gravísimo, en blasfemar contra el creador
fingiéndose unas ilusiones, unas fantasías de un Dios des-
conocido; por esto es lógico que estén de acuerdo en su va-
no bautismo como lo están en repudiar la verdad de la divi-
nidad. Como sería largo responder a cada una de sus despre- 3
ciables infamias, basta decir brevemente en resumen que los
que no tienen al verdadero Señor, al Padre, tampoco pueden
poseer la verdad del Hijo ni del Espíritu Santo; igual que
aquellos que se llaman catafrigios

(Así llamaron los católicos a los seguidores de esta herejía —que se llamaba a sí misma «nueva profecía» — por haberse iniciado en la provincia asiática de Frigia. Es el montañismo, que Tertuliano primero combatió y en cuyo error cayó después. Montano, en el siglo n, con sus compañeras Frisca y Maximilia, había defendido, entre otras cosas, que a los apóstoles no les fue concedida la plenitud del Espíritu Santo, y en cambio la poseía él: afirmaba que los poderes espirituales se perpetúan en la Iglesia no por la sucesión apostólica sino por una transmisión de los carismas, oponiendo así a la Iglesia jerárquica una iglesia «carismática».)



y pretenden hacer uso de unas profecías nuevas no pueden tener al Padre ni al Hijo o al Espíritu Santo. Si les preguntamos qué Cristo es ése que predican, responderán que predican a aquél que envió al Espíritu que habló por medio de Montano y de Frisca. Como en éstos vemos que no estuvo el Espíritu de la verdad sino el del error, sabemos que los que aceptan su falsa profecía contra la fe de Cristo, no pueden tener a Cristo. Pero
también cualesquiera otros herejes, si se separan de la Igle-
sia de Dios, no pueden tener ninguna potestad ni gracia, ya
que toda gracia y toda potestad radica en la Iglesia, en don-
de presiden los ancianos que tienen el poder de bautizar, de
imponer las manos y de ordenar. El hereje, así como no pue-
de ordenar ni imponer las manos, tampoco puede bautizar ni
ejercer ninguna función santa y espiritual, porque está ale-
jado de la santidad espiritual y divinizante. Todo esto ya ha-
ce tiempo que nosotros, reunidos — procedentes de Galacia,
Cilicia y otras regiones vecinas — en Iconio, lugar de Fri-
gia lo acordamos como doctrina que debía mantenerse y
defenderse con firmeza contra los herejes, con ocasión de
que algimos dudaban de estas verdades.

Y ya que Esteban y los que piensan como él defienden
que el perdón de los pecados y el segundo nacimiento pue-
den darse en aquellos entre quienes aun ellos mismos con-
fiesan que no se halla el Espíritu Santo, deben considerar y
comprender que no es posible el nacimiento espiritual sin el
Espíritu Santo, según el ejemplo del apóstol san Pablo que
bautizó de nuevo con bautismo espiritual a los que habían
sido bautizados por Juan, antes de que el Señor enviase el
Espíritu Santo, y así después les impuso la mano para que lo
recibiesen. ¿Y cómo es que, viendo que Pablo vuelve a bau-
tizar a sus discípulos después del bautismo de Juan, noso-
tros dudamos en bautizar a los que vienen a la Iglesia desde
la herejía con un lavado ilícito y profano? A no ser que Pa-
blo fiiera inferior a estos obispos de hoy día y por eso éstos
pueden dar el Espíritu Santo a los herejes que vienen y en
cambio Pablo no era apto para darlo a los bautizados por
Juan si mies no los bautizaba con el bautismo de la Iglesia.

Otro absurdo más es que no piensan que se deba ave-
riguar quién es el que bautizó, puesto que el bautizado pudo
conseguir la gracia al invocar a los tres nombres del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo. Además, ésta debe de ser la
sabiduría que, según escribe Pablo está en los que son
perfectos: que el que es perfecto y sabio en la Iglesia crea y
defienda que la sunple invocación de estos nombres es su-
ficiente para la remisión de los pecados y la santificación
por el bautismo, cuando en realidad estos efectos se produ-
cen si el que bautiza tiene el Espíritu Santo, y cuando el
mismo bautismo, a su vez, no existe sin la acción del Espí-
ritu Santo. Pero dicen que quien, sea como sea, es bautizado
fuera de la Iglesia, puede obtener la gracia del bautismo por
su disposición y por su fe. También eso es ridículo, sin nin-
guna duda; como si ima intención perversa pudiera atraer
del cielo la santificación para los justos, o una fe falsa la
verdad para los creyentes. El mismo Señor nos hace saber
que no todos los que invocan el nombre de Cristo pueden
ser escuchados ni conseguir la gracia que solicitan con su
invocación, cuando dice: «Muchos vendrán en nombre mío diciendo: yo soy Cristo, y engañarán a mucha gente» En
fin, no hay ninguna diferencia entre un pseudoprofeta y un
hereje: pues de la misma manera que el primero engaña va-
liéndose del nombre de Dios o de Cristo, éste se vale del sa-
cramento del bautismo; ambos se valen de la mentira para
engañar la voluntad de los hombres.

Y ahora quiero contaros un hecho que ha ocurrido entre
nosotros y que hace al caso. Hace unos veintidós años, des-
pués del reinado del emperador Alejandro sucedieron
aquí muchas luchas y tribulaciones, unas que afectaron a
todos y otras en particular a los cristianos; hubo muchos y
frecuentes terremotos, de modo que se derrumbaron muchas
casas en Capadocia y en Ponto, y hasta hubo algunas ciuda-
des que fiieron engullidas bajo la tierra abierta. (Alejandro Severo había reinado trece años, del 222 al 235, Durante este tiempo los cristianos disfrutaron de una relativa paz. Su sucesor Maximino decretó la sexta persecución general, que duró hasta su muerte, acaecida a manos de sus propios soldados, el 7 de mayo del 238.) Con este pretexto se produjo una persecución violenta contra nosotros que fue más terrible porque vino de repente a turbar a nuestro pueblo después de un largo período de paz, como calamidad inesperada y rara. El gobernador de nuestra provincia era entonces Sereniano, perseguidor cruel y terrible.

Puestos los fieles en este contratiempo y mientras huían de
acá para allá atemorizados por la persecución y abandona-
ban su patria y pasaban a otras regiones — se podía huir
porque aquella persecución no estaba extendida por todo el
mundo sino que era local — de repente apareció aquí una
mujer que tenía éxtasis, se presentaba como profeta y obra-
ba como si estuviese llena del Espíritu Santo. Se manifesta-
ba de tal manera en ella la influencia de los demonios más
poderosos, que durante mucho tiempo arrastró y engañó a



^5 Me 13, 6.




CARTAS



403



los hermanos haciendo cosas admirables y portentosas y ha-
bía prometido hacer temblar la tierra; no porque el demonio
tenga tanto poder que pueda hacer temblar la tierra o tras-
tomar los elementos por su fuerza, sino porque a veces, sa~
hiendo con antelación que habría un terremoto, el maligno
espíritu fingía que era él quien lo iba a producir. Con estos 3
engaños y alardes había dominado de tal modo las volunta-
des de todos, que le obedecían y se dejaban llevar a donde-
quiera que los mandase. El maligno hacía ir a aquella mujer
por la gélida nieve con los pies descalzos en lo más crudo
del invierno, sin que ella se resintiese en absoluto ni sufriese por la caminata; y aun decía que tenía prisa por llegar a Judea y Jerusalén, fingiendo que había venido de allí. Engañó 4 aquí a un presbítero rural y a xm diácono, de modo que se mezclaron con aquella mujer; este hecho se descubrió poco
después. Pues enseguida se le presentó un exorcista, hombre
virtuoso y exacto cumplidor de la disciplina religiosa, el
cual, impulsado además por algunos hermanos valientes y
dignos de elogio por su fe, se alzó contra aquel espíritu ma-
ligno para vencerlo. Éste ya con sutil astucia había predicho
el hecho diciendo que vendría un enemigo y un provocador
infiel Sin embargo el exorcista, ayudado por la gracia divi-
na resistió con fortaleza y demostró que aquél que antes pa-
recía un santo era un espíritu perverso. Ahora bien, aquella 5
mujer que antes, mediante la influencia y los artificios del
demonio urdía gran número de embustes para engañar a los
fieles, entre otras intrigas con que había seducido a muchos,
se atrevió incluso varias veces a fingir que, con su invoca-
ción eficaz, consagraba el pan y realizaba la eucaristía, y a
ofrecer al Señor el sacrificio con el rito de las palabras acostumbradas; hasta bautizaba a muchos empleando la fórmula
usual y legítima del interrogatorio, de tal manera que, al pa-
recer, no discrepaba en nada de las normas eclesiásticas.

¿Qué diremos, pues, de este bautismo que administró el
demonio malvado por medio de esta mujer? ¿Lo aprobarán
también Esteban y los que están de acuerdo con él, sobre
todo no habiéndole faltado ni el símbolo de la Trinidad ni
las preguntas legítimas de la Iglesia? ¿Se puede creer que
hubo remisión de los pecados o que se efectuó como es de-
bido la regeneración del baño de salvación allí donde todo
fue hecho por el demonio a pesar de la apariencia de ver-
dad? A no ser que los que defienden el bautismo de los he-
rejes sostengan que también por el demonio se ha dado la
gracia del bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, pues en los herejes, sin duda, existe el mis-
mo error, el mismo engaño diabólico, porque no tienen de
ninguna manera el Espíritu Santo.

¿Qué significa asimismo eso que quiere Esteban, que los
que son bautizados entre los herejes tienen consigo la pre-
sencia santificadora de Cristo? Pues si no miente el Apóstol
cuando dice «Todos los que habéis sido bautizados en Cris-
to os habéis vestido de Cristo» ciertamente el que allí fue
bautizado en Cristo se revistió de Cristo. Y si se revistió de
Cristo, pudo también recibir el Espíritu Santo, que fiie enviado por Cristo, y entonces no tiene objeto que al que viene se le impongan las manos para recibir al Espíritu: a no ser que separen de Cristo al Espíritu, de manera que sea posible que entre los herejes esté Cristo pero no el Espíritu Santo.

Pero recorramos brevemente los otros puntos que voso-
tros habéis tratado por extenso y con prolusión, sobre todo
porque nuestro queridísimo diácono Rogaciano tiene prisa
por volver a vosotros. Ahora viene aquello de tener que pre-
guntarles a los que defienden a los herejes, si el bautismo de
éstos es camal o espiritual. Pues, si es camal, en nada se apartan del bautismo de los judíos, del que ellos usan sólo para lavar las impurezas, como si fiiera un baño común y ordi-
nario. Pero, si es espiritual, ¿cómo puede haber \m bautismo
e^kitual entre quienes no tienen el Espíritu Santo? Y, por
lo mismo, el agua con que se lavan sólo es un lavatorio de
su carne, no el sacramento del bautismo.

Si el bautismo de los herejes puede producir la regene-
ración mediante un segundo nacimiento, los que son bauti-
zados por ellos han de ser considerados como hijos de Dios
y no como herejes, pues el segundo nacimiento que se da en
el bautismo engendra hijos de Dios. Pero, si la esposa de
Cristo es una sola, y ésta es la Iglesia católica, ella es la única que engendra hijos para Dios. Pues Cristo no tiene plura-
lidad de esposas, al decir del Apóstol: «Os he desposado
con un único esposo para presentaros a Cristo como una vir-
gen pura»; y: «Escucha, hija, mira, inclina tu oído y olví-
date de tu pueblo, porque el rey se ha enamorado de tu be-
lleza» y: «Ven del Líbano, esposa; vendrás y pasarás
desde el principio de la fidelidad» y: «He entrado en mi
huerto, hermana mía, esposa» Vemos que en todos estos
pasajes se habla de una sola persona porque la esposa es
única. En cambio los herejes y nosotros no tenemos una mis-
ma asamblea, porque la adúltera, la corrompida no es espo-
sa. Por eso no puede dar a luz hijos para Dios. A no ser que,
según opina Esteban, la herejía sí que da a luz hijos, pero
los abandona, y entonces la Iglesia recoge a los expósitos y
alimenta como si fuesen suyos a aquellos a los que ella no
dio a luz, ya que no puede ser madre de los hijos de otra. Y
por eso Cristo, Señor nuestro, para manifestar que su esposa es una sola y para declarar el misterio de la unión con Él,
dice: «El que no está conmigo está contra mí y el que no re-
coge conmigo, desparrama» Si Cristo, pues, está con noso-
tros y los herejes no lo están, es cierto que los herejes están
contra Cristo; y si nosotros recogemos con Cristo y los here-
jes no recogen con nosotros, sin duda ellos desparraman.

No queremos tampoco pasar por alto lo que vosotros ha-
béis afirmado justamente: que la Iglesia, según dice el Can-
tar de los cantares, es un huerto cerrado, una fuente sellada
y un vergel lleno de frutos Ahora bien, los que nunca en-
traron en este huerto ni vieron este paraíso plantado por Dios
creador ¿cómo podrán sacar para nadie el agua viva del ba-
ño de salud de aquella fuente que está cerrada allí dentro y
sellada con el sello de Dios? El arca de Noé, no siendo más
que una figura de la Iglesia de Cristo, la cual guardó ilesos
sólo a los que estuvieron dentro, mientras morían todos los
que estaban fuera, nos manifiesta patentemente la imidad de
la Iglesia, como ya lo dijo san Pedro: «Así también de una
manera semejante nos salvará el bautismo a nosotros»
haciendo ver que, así como los que no estuvieron en el arca
con Noé no sólo no fueron limpiados y salvados por el agua,
sino que perecieron enseguida en aquel diluvio, así también
ahora los que no están con Cristo en la Iglesia se perderán
fuera si no acuden por la penitencia al único y saludable ba-
ño de la Iglesia.

Qué error es y qué ceguera tan grande la del que dice
que el perdón de los pecados puede ser concedido en las
asambleas de los herejes y no se queda ligado al fundamen-
to de la única Iglesia establecida por Cristo sobre la piedra,
se puede comprender del hecho de que sólo a Pedro le dijo Cristo: «Todo lo que ates en la tierra será también atado en
los cielos, y todo lo que desates en la tierra será también de-
satado en los cielos» Y también en el evangelio, cuando
Cristo sopló sólo sobre los apóstoles diciéndoles: «Recibid
el Espíritu Santo; a quien le perdonéis los pecados le serán
perdonados y a quien se los retengáis le serán retenidos» ^*^^.
El poder, pues, de perdonar los pecados se ha dado a los
apóstoles y a las Iglesias que ellos, como enviados de Cris-
to, fundaron, y a los obispos que por legítima ordenación les
sucedieron. Y los enemigos de la única Iglesia católica, en 2
la que estamos nosotros, y los adversarios de los que somos
sucesores de los apóstoles, que reclaman para sí, en contra
de nosotros, un sacerdocio ilegítimo y levantan altares pro-
fanos, ¿qué otra cosa son sino otros Coré, Datán y Abirón,
tan sacrilegos como aquéllos y que como aquéllos recibirán
su castigo junto con los que se les adhieren, tal como enton-
ces murieron de la misma manera ellos y sus cómplices?

Y al llegar aquí yo me lleno de justa indignación ante 17
esta necedad tan clara y manifiesta de Esteban, porque él,
que tanto se gloría de la dignidad de su episcopado, que de-
fiende ser el sucesor del Pedro sobre quien se establecieron
los fundamentos de la Iglesia, admite muchas otras piedras
y establece muchas otras iglesias cuando con su autoridad
defiende que existe entre ellos el bautismo. En efecto, son 2
los bautizados los que sin género alguno de duda forman la
Iglesia; pues bien, el que da por bueno su bautismo está
confirmando que allí hay también una Iglesia integrada por
estos bautizados. Y el que así traiciona y abandona la uni-
dad, no comprende que oscurece y en cierta manera destru-
ye la verdad asentada sobre la piedra de Cristo. De los judios el Apóstol confiesa que, a pesar de vivir en la ceguera
de la ignorancia y de ser reos de un delito gravísimo, tienen
el celo de Dios. Esteban, que pregona tener la cátedra de
Pedro por sucesión, no se siente movido por ningún celo en
contra de los herejes, les otorga no un poco sino todo el po-
der de la gracia, hasta el extremo de decir y asegurar que
ellos, por medio del sacramento del bautismo, limpian las
manchas del hombre viejo, perdonan los pecados mortales
cometidos, hacen hijos de Dios con la regeneración celestial
y disponen para la vida etema mediante la justificación en
el baño divino. Y, cuando así concede y otorga a los herejes
estos grandes y celestiales dones de la Iglesia, ¿qué otra co-
sa hace sino estar en comunión con esos para los que tanta
gracia defiende y reclama? Inútilmente duda ya en convenir
y participar con ellos en lo demás: en reunirse con ellos, en
mezclarse en sus oraciones y en poner un altar y un sacrifi-
cio común.

«Pero a la fe y a la santificación por el bautismo», dice,
«ayuda mucho el nombre de Cristo, de manera que cual-
quiera que en cualquier parte sea bautizado en el nombre de
Cristo, obtiene inmediatamente la gracia de Cristo». A este
punto se puede responder brevemente diciendo que, si el
bautismo en nombre de Cristo vale ñiera de la Iglesia para
purificar al hombre, también puede valer fiiera de ella la
imposición de manos, hecha en el mismo nombre, para re-
cibir el Espíritu Santo. Y comenzarán a parecer justas y le-
gítimas también las otras prácticas de los herejes mientras
se hagan en nombre de Cristo, y de menor importancia lo
que vosotros habéis dicho en vuestra carta, que el nombre
de Cristo sólo puede tener valor en la Iglesia, única a la que
concedió Cristo el poder de la gracia celestial.

En cuanto a refiitar el argumento de la costumbre, la
cual parecen oponer a la verdad, ¿quién habrá tan insensato que anteponga la costumbre a la verdad o que, después de
ver la luz, no abandone las tinieblas? A no ser que también :
a los judíos, cuando viene Cristo — esto es, la Verdad — les
sirve de algo su antiquísima costumbre, gracias a la cual,
desdeñado el nuevo camino de la verdad, se han quedado
con su vieja tradición. Vosotros, los africanos, podéis decir
contra Esteban que cuando conocisteis la verdad abandonas-
teis el error de la costumbre; nosotros, que desde el princi-
pio conservamos lo que nos íue entregado por Cristo y los
apóstoles, jimtamos la costumbre a la verdad, y á la cos-
tumbre de los romanos oponemos la costumbre de la ver-
dad. Y no recordamos cuándo empezó esta práctica entre
nosotros, porque aquí siempre se ha seguido la norma de no
reconocer sino una sola Iglesia de Dios y no aceptar otro
bautismo que el de la santa Iglesia. Pero, como algunos du-
daban del bautismo de aquellos que, a pesar de admitir nue-
vos profetas, parecen reconocer con nosotros al Padre y al
Hijo, nos reunimos un buen grupo en Iconio, estudiamos
con todo cuidado el asimto y acordamos que se debía seguir
rechazando absolutamente toda clase de bautismo que se
administre fliera de la Iglesia.

En cuanto a aquello que, en defensa de los herejes, ale-
gan que dijo el Apóstol: «sea por ocasión, sea con sinceri-
dad, se anuncia a Cristo» sería ima tontería de nuestra
parte el responder, ya que bien claro se ve que el Apóstol en
aquella carta suya donde dijo esto no mencionaba ni a los
herejes ni su bautismo, sino que sólo se dirigía a los fieles,
tanto a los que hablaban contra él con perfidia como a los
que perseveraban en su fe sincera; y no hace falta hablar
extensamente de esto, es suficiente leer la carta y conocer
directamente del mismo Apóstol qué es lo qué dijo.

Entonces, ¿qué será, dicen, de los que, venidos de la he-
rejía, fueron admitidos sin el bautismo de la Iglesia? Si ya
han salido de esta vida, serán como uno de aquellos que
realmente fueron catequizados por nosotros, pero murieron
antes de ser bautizados, los cuales adquirieron la pequeña
recompensa debida a la verdadera fe, a la que habían llega-
do una vez abandonado el error, aunque no consiguieron la
perfepción de la gracia porque la muerte se les anticipó. Pe-
ro los que todavía siguen en el mundo, que sean bautizados
con el bautismo de la Iglesia para que puedan conseguir la
remisión de los pecados, no sea que, víctimas de la presun-
ción ajena, permaneciendo en el error antiguo, mueran sin
llegar a la consumación de la gracia. Por lo demás, ¡qué
grave pecado es, así en los admitidos como en los que admi-
ten que, sin haber lavado sus manchas en el baño de la Igle-
sia ni haberse despojado de los pecados, usurpando temera-
riamente la comunión, toquen el cuerpo y la sangre del Se-
ñor, a pesar de que está escrito: «El que coma el pan o beba
el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y san-
gre del Señor»!

Nosotros también hemos juzgado que se había de tener
por no bautizados a aquellos que lo habían sido por los que
primero fueron obispos de la Iglesia católica y, después de
haberse separado, bautizaron tomtodose el derecho de la
ordenación eclesiástica. La práctica que se sigue entre noso-
tros es ésta: los que han sido bañados por ellos y vienen a
nosotros, como extraños o como si en realidad no hifl)iesen
recibido nada, son bautizados por nosotros con el único y
verdadero bautismo de la Iglesia católica, para que consigan
la regeneración del baño de la vida. Y, sin embargo, hay
mucha diferencia entre el que cayó contra su voluntad y forzado por la violencia de la persecución y el que, llevado
de una voluntad sacrilega, se rebela osadamente contra la
Iglesia, o blasfema impíamente contra el Padre, que es el
Dios de Cristo y el creador de todo el mundo. Y no se aver-
güenza Esteban de defender esto, diciendo que el perdón de
los pecados puede ser conferido por esos individuos, a pesar
de que ellos mismos están cargados de toda clase de peca-
dos, como si en la casa de la muerte fuese posible el baño
de la vida.

¿Qué será de las palabras de la Escritura «abstente del
agua de otros y no bebas de fuente ajena» si, abando-
nando la fuente sellada de la Iglesia, tomas agua ajena como
tuya y manchas a la Iglesia con aguas profanas? Pues al
admitir el bautismo de los herejes, ¿qué otra cosa haces sino
beber el fango de su vorágine y mancharte con el contacto
de la suciedad de otros tú, que estás purificado por la santi-
ficación de la Iglesia? Y ¿no temes el juicio de Dios cuando
das testimonio en favor de los herejes contra la Iglesia, es-
tando escrito: «El testigo falso no quedará impune» ^^°? Aún
eres peor tú que todos los herejes. Pues cuando muchos vie-
nen desde la herejía, tras reconocer su error, para recibir la
verdadera luz de la Iglesia, tú les confirmas en su antiguo
engaño y acumulas tinieblas sobre su noche herética oscu-
reciendo la luz de la verdad de la Iglesia, y, cuando ellos
confiesan que se hallan en pecado y que no tienen nada de
gracia y que por eso vienen a la Iglesia, tú les escamoteas el
perdón de los pecados que se recibe con el bautismo di-
ciéndoles que ya están bautizados y que ya tienen consegui-
da la gracia de la Iglesia fuera de la Iglesia. ¡Y no piensas
que, cuando llegue el día del juicio, estas almas te serán reclamadas a ti, que negaste el agua de la Iglesia a los sedientos y fuiste causa de muerte para los que querían vivir y
que, además de eso, te llenas de indignación!

Mira cuan desacertadamente te lanzas a reprender a quie-
nes, frente a la mentira, se afanan en defensa de la verdad.
¿Y quién tiene más justos motivos para indignarse contra su
adversario, el que defiende a los enemigos de Dios, o el que
se mantiene firme, frente a los enemigos de Dios, a favor de
la verdad de la Iglesia? Por más que está claro que los igno-
rantes son también impetuosos e iracundos, ya que ante la
falta de sentido común y por la pobreza de expresión fácil-
mente se precipitan en la ira, de modo que de nadie mejor
que de ti se dice en la Escritura: «El hombre apasionado
provoca peleas y el iracundo acumula pecados» En efec-
to, ¡qué de peleas y de divisiones has provocado por las
iglesias de todo el mundo! ¡Qué pecado más enorme has
cargado sobre ti cuando te has separado de tantos rebaños!
Porque es a ti mismo a quien has separado, no te engañes,
pues el verdadero cismático es el que apostata de la comu-
nión con la unidad de la Iglesia. Pues, creyendo que todos
pueden ser excomulgados por ti, te has separado a ti solo de
todos. Y no pudieron instruirte en la regla de la verdad y
de la paz ni siquiera las enseñanzas del Apóstol, que hace
estas advertencias: «Encarcelado por causa del Señor os
ruego, por tanto, que os portéis de una manera digna de
vuestra vocación, con toda humildad y mansedumbre, so-
portándoos con paciencia unos a otros con caridad, hacien-
do todo lo posible para guardar la unidad del espíritu con el
vínculo de la paz, formando un solo cuerpo y im solo espíri-
tu, como fuisteis llamados a una sola esperanza de vuestra
vocación. Un solo señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todo y
en todos nosotros»^«l

¡Con qué celo ha cumplido Esteban estas recomendacio-
nes y advertencias saludables del Apóstol, poniendo en prác-
tica ante todo la humildad y la mansedumbre! Pues, ¡qué
puede haber más humilde y dulce que haber disentido de la
opmión de tantos obispos de todo el mundo, rompiendo la paz
con cada uno con diferentes discordias, unas veces con los
orientales, como espero que no os sea desconocido, otras con
vosotros los meridionales, a cuyos obispos representantes
recibió con tanta paciencia y mansedumbre que ni los quiso
admitir a una audiencia ordinaria, más todavía, teniendo pre-
sentes los preceptos del amor y de la caridad, mandó a todos
los hermanos que nadie los recibiese en su casa, de modo
que, al llegar, no sólo se les negó la paz y la comunión, sino
la casa y la hospitalidad! ¿Es «guardar la miidad del espíritu
con el vínculo de la paz»^^^ separarse de la unión creada por
la caridad, obrar en todo de manera hostil a los hermanos y
sublevarse con el íliror propio de la discordia contra el misterio y el vínculo de la paz? ¿Con una persona así puede haberun solo cuerpo y un solo espíritu cuando tal vez en él la
misma alma no es una, siendo tan huidiza, tan móvil, tan in-
constante? Pero dejemos lo que se refiere a él. Examinemos,
más bien, lo que constituye el nudo de la cuestión. Los que
pretenden que los bautizados por los herejes deben ser admi-
tidos como si hubiesen recibido la gracia de un bautismo le-
gítimo, dicen que el bautismo nuestro y el de ellos son uno
solo y que no difieren en nada. Pero ¿qué dice el apóstol Pa-
blo? «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo
Dios». Si el bautismo de los herejes es una misma cosa con el nuestro, indudablemente es también una la fe. Y si la
fe es una, ciertamente lo es también el Señor. Y, si el Señor
es uno solo, es lógico decir que también lo es Dios. Ahora
bien, si esta unidad que no se puede de ningún modo separar
ni dividir, es la misma que tienen también los herejes, ¿para
qué discutir más? ¿Por qué los llamamos herejes y no cris-
tianos? Pero sigamos: como nosotros y los herejes no tene-
mos ni un mismo solo Dios ni un mismo solo Señor, ni una
misma sola Iglesia ni una misma sola fe, ni un mismo solo
espíritu o un mismo solo cuerpo, está claro que nosotros y
los herejes tampoco podemos tener un bautismo en común,
4 puesto que en común no tenemos absolutamente nada. Y, a
pesar de todo, a Esteban no le da vergüenza dar su protec-
ción a estos individuos en contra de la Iglesia, ni dividir a los
fieles para favorecer a los herejes ni, además de eso llamar a
Cipriano pseudo-cristo, pseudo-apóstol y obrero fraudulento.
Y, sabiendo que todas esas lindezas son de su propiedad, se
ha adelantado a achacar falsamente a otro aquello que debe-
ría oír él mismo y con todo merecimiento.

Todos te deseamos que, por nuestro bien, te nos conser-
ves en perfecta salud en compañía de todos los obispos de
África, de todos los clérigos y de todos los hermanos, a fm
de quCj siempre unánimes y animados de unos mismos sen-
timientos, os tengamos unidos a nosotros, a pesar de nuestra
mutua lejanía.


76

Cipriano a Nemesiano

Cipriano se hace presente espiritualmente, con esta carta, ante
los que tienen ya prácticamente en la mano la corona del triunfo y del cielo; los exhorta y les manifiesta su afecto y alegría por el valor demostrado al sufrir primero en el destierro y ahora en las minas.

Cipriano a Nemesiano, Félix, Lucio, otro Félix, Liteo,
Poliano, Víctor, Yadero y Dativo, sus coepíscopos; y tam-
bién a sus compañeros en el sacerdocio, a los diáconos y de-
más hermanos que están en las minas, testigos de Dios Pa-
dre omnipotente y de Jesucristo Señor nuestro y de Dios
salvador nuestro, eterna salud.

Sin duda vuestra gloria requería, hermanos muy dicho- i
sos y muy queridos, que fuese yo mismo a veros y abraza-
ros, si no me lo impidiesen los límites de este lugar señalado,
confinado como estoy también por la confesión del nombre
de Cristo. Pero me hago presente a vosotros como puedo y,
aunque no se me concede ir a vosotros físicamente y por
mis pasos, voy con el amor y con la mente, manifestando en
esta carta el afecto con el que exulto de alegría por vuestras
virtudes y glorias y considerándome partícipe vuestro si no
en los sufrimientos corporales, sí en la unidad del cariño.
¿Me seria posible callar y ahogar mi voz en el silencio cuan- 2
do conozco tantas y tan gloriosas circunstancias con las que
se ha dignado honraros la bondad divina, queridísimos, de
modo que una parte de vosotros ya se ha adelantado, con-
sumando el martirio, a recibir del Señor la corona de sus
méritos, y otra parte permanece aún encerrada en la cárcel o
encadenada en las minas, dando mayor ejemplo con la mis-
ma espera de sus torturas, para comunicar fortaleza y valen-
tía a sus hermanos, aprovechando la misma lentitud de los
tormentos para obtener mayores títulos de méritos, pues van
a recibir tantas recompensas de premios celestiales como
son los días que ahora se pasan entre penas? No me admiro 3
de que os hayan ocurrido estos hechos a vosotros, fortísi-
mos y felicísimos hermanos, de acuerdo con los merecímientos de vuestra religiosidad y de vuestra fe, que el Señor
os haya elevado así a la cima más alta de la gloria honrán-
doos con su glorificación, a vosotros que siempre os dis-
tinguisteis en la Iglesia por vuestra fidelidad en guardar los
mandamientos del Señor con diligencia, la inocencia con
sinceridad, la concordia con amor, la moderación con hu-
mildad, la diligencia en el ministerio, la solicitud en aliviar
a los afligidos, la misericordia para ayudar a los pobres, la
constancia para defender la verdad, el rigor en la austeridad

4 disciplinaria. Y, para que en vosotros no faltase nada que
fuera ejemplo de buenas obras, animáis a vuestros hermanos
al divino martirio confesando con la voz y sufiiendo en el
cuerpo, mostrándoos como guías en la virtud, para que,
mientras el rebaño sigue a sus pastores e imita lo que ve ha-
cer a sus guías, sea coronado por el Señor con méritos seme-
jantes por sus servicios.

2 No es para nosotros deplorable que hayáis sido primero
fuertemente azotados y atormentados y que iniciaseis con
estas penas vuestra confesión de la fe. Pues no se asusta de
las varas el cuerpo de un cristiano, cuya esperanza está en
un madero. El siervo de Cristo reconoce el misterio de su
salvación: redimido en un madero para la vida eterna, por

2 un madero es llevado a la corona. ¿Qué tiene de raro que
vosotros, que sois vasos de oro y de plata, hayáis sido lleva-
dos a las minas, es decir, al domicilio del oro y la plata, si
no es porque ahora se ha cambiado la condición de las mi-
nas, y los lugares que antes solían dar oro y plata ahora los

3 reciben? Han puesto también grilletes a vuestros pies y han
atado vuestros miembros dichosos, templos de Dios, con in-
famantes cadenas como si junto con el cuerpo se atase el es-
píritu o vuestro oro se pudiera manchar con el contacto del
hierro. Son condecoraciones, no ataduras, para los hombres
que se han consagrado a Dios y dan testimonio de su fe con fortaleza religiosa, y no atan los pies de los cristianos para
su deshonra sino que les dan gloria y los coronan. ¡Oh pies
felizmente atados que serán desatados no por un herrero si-
no por el Señor! ¡Oh pies felizmente atados que acortan el
camino de la salvación hacia el paraíso! ¡Oh pies, ahora ata-
dos en el mundo, para estar siempre libres con Dios! ¡Oh pies,
por el momento entorpecidos por grilletes y travesanos, pe-
ro que correrán veloces hacia Cristo por im camino glorio-
so! Que os tenga aquí sujetos con sus ataduras y cadenas to-
do lo que quiera la crueldad envidiosa y malvada, que pronto
llegaréis desde esta tierra y estos tormentos al reino de los
cielos. En las minas no descansa el cuerpo en cama y colchón,
pero descansa en el consuelo y refrigerio de Cristo. En tierra
yacen los miembros fatigados del trabajo; pero no es ningu-
na pena estar en tierra en compañía de Cristo. Los miem-
bros deformados por el lugar y la suciedad van ensucián-
dose por falta de baños; pero se lavan espiritualmente por
dentro, aunque por fuera se afea la carne. El pan escasea
allí, pero «no sólo de pan vive el hombre, sino de la palabra
de Dios»^^^ Faha vestido a los que pasan frío, pero el que
se ha revestido de Cristo está bien vestido y equipado. Los
cabellos de la cabeza semirrapada se erizan, pero siendo
Cristo la cabeza del hombre, siempre estará adornada la ca-
beza que se hizo insigne por el nombre del Señor. Toda esta
fealdad, detestable y horrible para los gentiles, ¡con qué es-
plendor será compensada! Esta breve pena del mundo ¡por
qué premio de honor brillante y etemo será trocada cuando,
según las palabras del santo Apóstol, «transforme el Señor
el cuerpo de nuestra mezquindad conforme al modelo de su
cuerpo glorioso»!
Pero tampoco, hermanos queridísimos, puede sufrir nin-
gún quebranto vuestra piedad o vuestra fe, porque no se les
permita allí a los sacerdotes de Dios ofrecer y celebrar los
divinos sacrificios. Es más, celebráis y ofrecéis a Dios un
sacrificio tan precioso como glorioso, que os ha de ser muy
provechoso cuando os recompensen con los premios celes-
tiales, puesto que la sagrada Escritura habla así: «Un espíri-
tu afligido es un sacrificio para Dios; Dios no desprecia un
corazón contrito y humillado» Éste es el sacrificio que
vosotros ofrecéis a Dios, este sacrificio celebráis sin cesar
día y noche, convertidos en hostias para Dios y presentán-
doos como víctimas santas e inmaculadas, según la exhor-
tación del Apóstol: «Os ruego, pues, hermanos, por la mi-
sericordia de Dios, que hagáis de vuestros cuerpos una
víctima viva, santa, grata a Dios, y que no os ajustéis al ta-
lante de este mundo, sino que os transforméis renovando
vuestros sentimientos para conocer cuál es la voluntad de
Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto»

Pues esto es lo que agrada sobre todo a Dios, con esto
nuestras obras adquieren mayor eficacia para atraerse el
amor de Dios; esto es lo único con lo que los obsequios de
nuestra fe y devoción pagan al Señor por sus beneficios
grandes y salvíficos, como declara y testimonia el Espíritu
Santo en los Salmos: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien
que me ha hecho? Tomaré el cáliz de la salvación e invoca-
ré el nobre del Señor. Es preciosa a los ojos del Señor la
muerte de sus santos» ¿Quién no aceptará de buena gana
y con prontitud el cáliz de salvación?, ¿quién no anhelará
gozoso y risueño aquello con lo que puede recompensar en
algo a su Señor?, ¿quién no aceptará con valor y firmeza una muerte que es preciosa a los ojos de Dios, si sabe que
será grato ante quien, contemplándonos desde el cielo cuan-
do luchamos por su nombre, aplaude a los que aceptan el
combate, ayuda a los combatientes, corona a los vencedo-
res, nos remunera con retribución de bondad y piedad pa-
ternas por aquello mismo que nos dio Él, y honra lo que Él
mismo realizó?

El Señor en el evangelio declara y enseña que es cosa s
suya nuestra victoria y que por Él conseguimos la palma del
mayor combate sobre el enemigo, diciendo: «Cuando os
entreguen, no penséis cómo ni qué habéis de decir; pues en
aquel momento se os dará lo que habéis de decir. Pues no
sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Pa-
dre quien habla por vosotros» Y en otro lugar: «Haceos
el propósito de no pensar en defenderos; pues yo os daré un
lenguaje y una sabiduría que no podrán resistir vuestros ad-
versarios» En esto se ve no sólo la gran confianza de los 2
creyentes sino también la gravísima culpa de los infieles por
no fiarse de aquel que promete ayudar a los que confían en
él, y por no temer, tampoco, a aquel que amenaza con pena
eterna a los que le niegan.

Todo esto, valentísimos y fidelísimos soldados de Cris- 6
to, lo habéis inculcado a nuestros hermanos, cumpliendo
con los hechos aquello que antes enseñasteis con palabras,
mereciendo así ser grandes en el reino de los cielos, como
lo prometió el Señor al decir: «Quien así obre y enseñe será
llamado el mayor en el reino de los cielos» Y, siguiendo 2
vuestro ejemplo, gran parte del pueblo ha confesado la fe
como vosotros y con vosotros ha recibido la corona y, uni-
dos a vosotros con el lazo de la caridad más fuerte, no se han separado de sus jefes ni en la cárcel ni en las minas.
Entre éstos no faltan algunas vírgenes que han añadido el
fruto del ciento por uno al del sesenta y a las qüe una
gloria duplicada ha elevado a la corona del cielo. Hasta en
los niños el valor de la confesión de la fe ha superado lo que
de sus años podía esperarse, de manera que todo sexo y toda
edad han contribuido a glorificar la bendita grey de mártires
que sois vosotros.

¡Qué vigor ahora, queridísimos hermanos, el de vuestra
victoriosa conciencia, qué elevación de espíritu, qué alegría
de sentimientos, qué triimfo en el corazón, hallaros cada
uno de vosotros en disposición de recibir el premio prometi-
do por Dios, estar seguro para el día del juicio, andar en las
minas cautivo de cuerpo, sí, pero reinando con el corazón,
sabiendo que Cristo es su compañero, que disíruta con la
paciencia de sus siervos que andan siguiendo sus caminos y
pisadas hacia los reinos etemos! Contentos esperáis cada día
que llegue el día feliz de vuestra partida y, a p\mto de aban-
donar el mundo de un momento a otro, vais deprisa hacia
los premios de los mártires y a la morada divina, a ver la luz
brillantísima que hay detrás de estas tinieblas del mundo, y
a recibir una gloria superior a todas las pasiones y a todos
los combates, como testifica el Apóstol con estas palabras:
«Los sufrimientos del tiempo presente no son proporciona-
dos a la claridad ñitura que se nos revelará» Porque aho-
ra es más eficaz vuestra súplica, y logra con más facilidad lo
que pide la oración hecha entre tormentos, pedid con más
vehemencia y rogad para que Dios se digne llevar a término
la confesión de la fe de todos nosotros; que nos libre tam-
bién como a vosotros, puros y gloriosos, de estas tinieblas y asechanzas del mundo, para que gocemos juntos en los reinos celestiales todos los que, unidos por el vínculo de la ca-
ridad y de la paz, hemos resistido juntamente las injurias de
los herejes y la opresión de los gentiles. Deseo, felicísimos
y valerosísimos hermanos, que tengáis buena salud en el Se-
ñor y que os acordéis siempre y en todo lugar de nosotros.
Adiós.



77

Nemesiano a Cipriano

Carta, en respuesta a la anterior, llena de gratitud y admiración hacia Cipriano. Elogia sus tratados y escritos y su ejemplo: generoso en las obras, humilde en el servicio e intachable en la buena conducta, como auténtico maestro.

Nemesiano, Dativo, Félix y Víctor, a su hermano Cipriano, salud eterna en el Señor.

Siempre en tus cartas, amadísimo Cipriano, has hablado i
con gran sentido y muy de acuerdo con las circunstancias.
Con su lectura atenta los malos se enmiendan y los hombres
de buena fe se sienten fortalecidos. Explicándonos insistentemente en tus tratados los misterios ocultos, a nosotros nos haces crecer en la fe y a los hombres del mundo se la comunicas Con todo lo bueno que pusiste en tus libros, sin 2
que te dieses cuenta te has retratado ante nosotros. Pues eres
mejor que todos los hombres en la manera de razonar, más
elocuente en el discurso, más prudente en las reflexiones,
más llano en la sabiduría, más generoso en las buenas obras, más santo por la mortificación, más humilde en el servicio,
y más intachable en la buena conducta. Ya sabes, queridí-
simo, que nuestro mejor deseo es verte a ti, que nos enseñas
y nos amas, conseguir la corona de la gran confesión

En efecto, como maestro bueno y auténtico, proclamaste
tú el primero, según las actas proconsulares, lo que a imitación tuya debíamos decir nosotros tus discípulos delante del presidente, hiciste sonar la trompeta para enardecer para el combate a los soldados de Dios revestidos de las armas ce-
lestiales, y, luchando en primera fila, mataste al diablo con
la espada espiritual, arengaste a los ejércitos de los fieles
aquí y allí para preparar emboscadas al enemigo por todas
partes y poder pasar triunfantes por encima de sus cadáveres
y de sus miembros despedazados. Créenos, queridísimo: tu
alma santa no es menos digna del premio del ciento por
uno^^*^, pues ni temió a los primeros ataques del mundo
ni rehusó marchar al destierro ni dudó en abandonar la
ciudad ni se asustó de morar en un lugar desierto. Y porque
ha sido modelo para muchos en su confesión de la fe, ella
proclamó el primer testimonio. Y como con su ejemplo inci-
tó al martirio, no sólo se hizo compañera de los mártires que
ya salían del mundo, sino que contrajo una amistad celestial
con los que en adelante lo serían.

Por este motivo todos los que están condenados con no-
sotros te dan muchísimas gracias en la presencia de Dios,
Cipriano carísimo, porque has reanimado con tu carta los

Es decir, el martirio; efectivamente, se hizo digno de esta corona por su brillante confesión de la fe ante él procónsul Aspasio Patemo, que lo exilió.

Alusión a la misma referencia que había hecho Cipriano en su carta, la anterior, al evangelio de san Mateo (13,8).

El ataque de la persecución de Valeriano ftie la octava persecución general y comenzó en el año 257.

El de Cúrubis,



CARTAS



423



corazones afligidos, has curado los miembros heridos por
los azotes, has liberado los pies prisioneros de los grilletes,
has poblado de cabellos las cabezas medio rapadas, has ilu-
minado las tinieblas de la cárcel, has allanado las montañas
de las minas, has hecho llegar fragancia de flores a nuestra
nariz y has disipado el olor repugnante del humo. Tu soco-
rro y el de nuestro queridísimo Quirino, que nos enviaste
para su distribución por el subdiácono Hereniano y los
acólitos Lucano, Máximo y Amancio, nos ayudó y ha conti-
nuado ayudándonos a remediar nuestras necesidades corpo-
rales» Ayudémonos, pues, mutuamente con nuestras oracio-
nes y roguemos, según tu encargo, para que Dios, Cristo y
los ángeles sean nuestros protectores en todos nuestros ac-
tos. Deseamos, señor y hermano, que tengas siempre buena
salud y te acuerdes de nosotros. Saluda a todos los que están
contigo. Todos los nuestros que están con nosotros te aman,
te saludan y desean verte.



78

Lucio a Cipriano



Un grupo de mártires representados por Lucio agradecen el
consuelo, desvelos y ejemplo que les han animado en la confesión del nombre de Cristo. Esta carta nos aporta datos y vivencias de los mártires del 257.

Lucio y todos los hermanos que le acompañan saludan a su hermano y colega Cipriano.


1 Cuando estábamos llenos de regocijo y alegría en Dios
porque nos había armado para la lucha y se había dignado
concedemos la victoria, nos llegó tu carta, hermano queri-
dísimo, que nos enviaste por el subdiácono Hereniano y
por los acólitos Lucano, Máximo y Amancio. Con su lectu-
ra hemos recibido alivio en medio de estas cadenas, consue-
lo en nuestra tribulación, socorro en nuestras necesidades,
y nos hemos sentido animados e impulsados con mayor vi-
gor para todas las otras penas que puedan venimos encima.

2 Pues antes de sufrir padecimiento ya fuimos estimulados a
la gloria por ti, que nos hiciste de guía yendo por delante
para la confesión del nombre de Cristo. Nosotros, que he-
mos seguido las huellas de tu confesión, esperamos una gra-
cia como la tuya. Pues el que es primero en la carrera lo es
también para llevarse el premio; y tú que llegaste primero
nos has hecho participar de lo que iniciaste, manifestando
así el gran amor que siempre nos tuviste, de modo que los
que tuvimos un solo espíritu para la unión en la paz, tenga-
mos también la gracia de tus oraciones y una misma corona
de la confesión.

2 Pero tú, hermano queridísimo, tienes el mérito de las
obras además del de la confesión, mérito que el Señor pre-
miará abundantemente en el día de la recompensa. Tú te
hiciste presente a nosotros por medio de tu carta y en ella
volvimos a ver tu corazón puro y generoso que siempre he-
mos conocido, haciendo elogios de nosotros con la largueza
que sale de él, no según la medida de nuestros merecimientos sino según la de tu magnanimidad. Tú con tus palabras
acabaste de disponemos y animamos para sufrir las mismas
penas que experimentamos» con la seguridad de conseguir el
premio celestial, la corona del martirio y el reino de Dios,
según el vaticinio que, lleno del Espíritu Santo, nos haces
en tu carta. Todo esto se realizará, queridísimo, si nos tienes
presentes en tus oraciones, lo que confiamos que harás, co-
mo nosotros también lo hacemos.

Hemos recibido, pues, hermano muy añorado, la ayuda
que nos enviaste de tu parte y de la de Quirino, como una
ofirenda pura por todos los conceptos. Igual que Noé ofreció
un sacrificio a Dios y Dios se deleitó por su suave olor y lo
miró favorablemente, así mira también el vuestro y se delei-
ta al recompensaros esta obra tan buena. Te pido que hagas
que se transmita a Quirino la carta que le escribimos. Deseo,
hermano queridísimo y añoradísimo, que tengas siempre
buena salud y te acuerdes de nosotros. Saluda a todos los
que están contigo. Adiós.


^™ Son condenados de otra mina que contestan, como los autores de la anterior, a la misma carta 76 de san Cipriano, que también les había sido llevada por los mismos clérigos.


79

Félix a Cipriano

Breve carta de estos mártires condenados a las minas, en la
cual responden a la carta 76 y agradecen la ayuda económica y
moral que han recibido.

Félix, Yadero, Poliano junto con los presbíteros y todos
los que están con nosotros en las minas de Sigus™^ al ama-
dísimo y carísimo Cipriano, salud etema en Dios.

Fuertes y con salud gracias a tus oraciones, hermano que-
ridísimo, respondemos a tu saludo por medio del subdiáco-
no Hereniano y de nuestros hermanos Lucano y Máximo.
Hemos recibido de éstos la ayuda económica y la carta que
nos enviaste, en la que te dignaste confortamos como a hi-
jos con palabras del cielo. Y hemos dado gracias a Dios Padre omnipotente por medio de su Cristo y las seguimos
dando porque tus exhortaciones nos han comunicado valor
y ánimo, invocando tus buenos sentimientos para que te
dignes tenemos presentes en tus continuas oraciones para
que el Señor complete la confesión, tuya y nuestra, con que
se dignó favorecemos. Saluda a todos los que están contigo.
Deseamos, hermano queridísimo que sigas bien de salud en
el Señor. Yo, Félix, la he escrito. Yo, Yadero, la he firmado.
Yo, Poliano, la he leído. Saludo a mi señor Eutiquiano™^.


--Sigus era una aldea dependiente de Cirta, en la Numidia.

"^^^ Seguramente este Eutiquiano es el obispo de Numidia que figura como uno de los destinatarios de la carta 70.
Era obispo de Abbir y discípulo de san Cipriano. Murió mártir con los santos Montano y Lucio, entre otros.




80

Cipriano a Suceso

Esta breve carta aporta noticias sobre la persecución de Vale-
riano: confirma el rescripto de la persecución y da a conocer sus términos, así como la fecha y circunstancias del martirio del papa Sixto II.

Cipriano saluda a su hermano Suceso

1 El motivo de no haberos escrito enseguida, queridísimo
hermano, fue que todos los clérigos, en espera de la lucha,
preparados todos para conseguir la corona divina y celestial
con toda la generosidad de su corazón, habían de permane-
cer necesariamente aquí. Debéis saber que ya han vuelto los
que yo había enviado a Roma para que nos trajesen la ver-
dad de lo decretado sobre nosotros, füese lo que fuese. Pues corren opiniones muy diversas y muy vagas. Lo que hay de
cierto es esto: Valeriano ha dado un rescripto al Senado or-
denando que los obispos, presbíteros y diáconos sean ejecu-
tados inmediatamente, y que los senadores, hombres ilustres
y caballeros romanos pierdan su dignidad y sus bienes; y si,
después de haber sido desposeídos insisten en ser cristianos,
sean condenados a muerte; que las matronas pierdan sus
bienes y sean exiliadas; que a todos los cesarianos que hu-
biesen confesado antes o que confiesen ahora les sean con-
fiscados los bienes y, una vez encadenados, se los reparta
por las posesiones del emperador, levantándose acta de
ellos. El emperador Valeriano ha añadido además a su escri-
to una copia del documento que ha enviado a los gobema-
dores de las provincias sobre nosotros. Esperamos cada día
que llegue este documento; mientras, nos mantenemos en
pie con la firmeza de la fe para sufrir los tormentos y espe-
rando por obra y gracia del Señor la corona de la vida eter-
na. Sabed que Sixto fiie martirizado en un cementerio junto
con cuatro diáconos, el día ocho antes de los idus de agos-
to Además los prefectos de la ciudad activan cada día
esta persecución, de modo que cuando se les presenta al-
guien lo ejecutan y le confiscan los bienes.

Os ruego que comuniquéis esto a todos los demás cole-
gas nuestros, a fin de que en todas partes la comunidad de
fieles sea fortalecida con sus exhortaciones y preparada para
la lucha espiritual, de modo que todos y cada uno de los
nuestros no piensen tanto en la muerte como en la inmorta-
lidad y, entregados al Señor con plena fe y con toda clase de
virtudes, más que temer, se alegren en esta confesión, en la
cual saben los soldados de Dios y de Cristo que no mueren sino que son coronados. Te deseo, hermano carísimo, que
sigas bien de salud.


'^^'^ El 6 de agosto del 258. Los diáconos fueron Jenaro, Magno, Vicente y Esteban. Sixto era el sucesor de san Esteban en el papado y fue decapitado en el cementerio de Calixto.



428



CIPRIANO DE CARTAGO






81

Cipriano a los presbíteros y diáconos
y a todo el pueblo

Parece ser la última carta de san Cipriano; sabiendo que pretendían llevarlo a Útica para sentenciarlo allí, se oculta no por cobardía, sino porque deseaba ser testigo del Señor con el martirio en medio de su pueblo, en Cartago.

Cipriano saluda a los presbíteros y diáconos y a todo el
pueblo.

Habiendo llegado a mi conocimiento, queridísimos her-
manos, que habían sido enviados unos frumentarios para
conducirme a Útica, y habiéndome aconsejado unos amigos
muy queridos que me alejase por ahora de mis jardines, he
consentido en ello al haber ima justa causa, la de convenir
que un obispo confíese al Señor en aquella ciudad en la que
es prelado de la Iglesia del Señor, y que todo el pueblo sea
glorificado con la confesión de quien entonces es su prela-
do. Pues todo lo que dice un obispo confesor de la fe en el
momento mismo de la confesión lo dice, por inspiración de
Dios, en nombre de todos. Además se mermará el honor de
nuestra Iglesia gloriosísima si yo, que soy obispo puesto al
frente de otra Iglesia, al haber recibido en la ciudad de Útica
la sentencia por mi confesión de fe, voy desde allí mártir a



™^ Este nombre, que antiguamente correspondía a comerciantes de trigo, designa en esta época a agentes encargados de la policía de seguridad



CARTAS



429



la presencia del Señor, cuando yo, no sólo por mí sino tam-
bién por vosotros, pido con incesantes oraciones y deseo,
como debo desearlo, con toda mi alma, confesar mi fe entre
vosotros y ahí padecer y desde ahí irme con el Señor. Por
eso espero aquí, escondido en mi retiro, la venida del pro-
cónsuF*'^ de vuelta para Cartago, para saber por él qué han
determinado los emperadores respecto a los cristianos, tan-
to laicos como obispos, y para decir lo que entonces quiera
el Señor que diga. Entretanto vosotros, hermanos queridísi-
mos, mantened la paz y la tranquilidad, según la disciplina
que, basada en los preceptos del Señor, os he inculcado
siempre y según lo que habéis aprendido de mis frecuentí-
simas explicaciones, y que nadie de vosotros promueva ningún
alboroto entre los hermanos, ni se entregue espontáneamen-
te a los gentiles. Pues el que sea apresado y entregado a los
magistrados, es el que debe hablar, ya que en aquel momen-
to hablará por nosotros el Señor, que mora en nosotros y
que ha querido de nosotros una simple confesión de nuestra
fe más que una profesión de la misma. Ya dispondremos
en vista de las circimstancias, con la ayuda del Señor, lo que
nos conviene hacer antes de que el procónsul dicte sentencia
contra mí por la confesión del nombre de Dios. Que el Se-
ñor Jesús, hermanos queridísimos, os haga permanecer fir-
mes en su Iglesia y se digne conservaros en la misma.



Galeno Máximo.
Valeriano y Galieno.

Contrasta aquí Cipriano los verbos conflteri y proflteri, ambos derivados de fateor, «hablar», con los prefijos cum y pro; confiten significa «manifestar», «reconocer sencillamente», mientras que proflteri indica «declarar abierta y públícamentente», «proclamar a voces».



255.-15



ÍNDICES



ÍNDICE DE NOMBRES*



Aarón, 3, 1, 2; 67. 3, 2; 4, 1;

dP, 8, 1; 72, 3,2; 7i, 8, 1-2.
Abel,<5,2, 1;5«, 5,1; 5P, 2, 4.
Abirón, 3, 1,2; 67, 3, 2; 69, 8,

1-9, 1; 7i, 8,1; 75, 16,2.
Abraham, 2, 2, 2; 55, 5, 1; 10,

1;5P, 3, 3; 63,4,1-2.
Adán, 74, 7, 1.
Adelfio, 67.

África, 52, 1, 2; 55, 6, 2; 5P,
14, 2; (55,2, 1; 7i, 4, 1; 73,
1,2; 75, 25, 4.

Agripino, 7i, 4, 1; 73, 3, 1.

Ahimmo, 55.

Alejandro Severo, 75, 10, 1.
Alejo, 22, 3, 2.
Amando, 77, 3, 2; 75, 1, 1.
Ampio, 57.

Ananías, 6, 3, 1; 55, 5, 1,
Anticristo, 22, 1, 1; 58, 1-2; 7,
1; 5P, 13, 4; 18; 60, 3, 2;



67, 2, 3; 67, 7; 7ft 2, 2-3;

73, 15, l;74í,2,3.
Antoniano, 55; 70.
Apeles, 7< 7, 3; 75, 5, 2.
Aristón, 22, 2, 2.
Arlés,65, 1,1; 3,1; 5, 2.
Astúrica, 67.
Asuras, 65.

Augendo (confesor), 50, 1, 1,
Augendo (diácono), 4h 2, 2;

-^2;-^^, 1,1.
Aurelio (lector), 27, 1, 2; 4; 35,

1;3P, 1;2; 3P, 4, 3; 5,1.
Aurelio (obispo), 57; 67.
Azarías, 6, 3, 1; 55, 5, 1.

Babilonia, 67, 8, 2.
Basílides, 67, 1, 1; 5; 6; 9; 75,
5,2.

Basiano, 5, 3, 4; 22, 2, 2.
Baso, 22, 2, 2.



* Los números en cursiva indican la carta; los números en redonda, el
capítulo y párrafo correspondiente.



434



CIPRIANO DE CARTAGO



Bel, i&5,2.
Benjamín 69, 6, 3.
Bona,24, 1, 1.

Caldonio, 24, 1, 1; 41; 42; 44,
1,2; 45, lU 4,2; 48, 2,1;

4, 1;57; 70,
Calpumio, 21, 4, l; 22, 3,1.
Cándida, 21, 2, 2; 3, 2; 22, 2, 2.
Capadocia, 75, 10, 1.
Capitolio, 8, 2, 3; 5P, 13, 3; 18,

1.

Cartago, 8; 24; 36, 3, 1; ^ft 1,
U41, 2, 3; 52, 2, 3; 59, 10,
1; 11,1; 57, 1,1.

Casio, 70.

catafrigios, 75, 7, 3.

Cecilio, ^; 57; 63; 67; 70.

Cecilio (Cipriano), 66, 4, 1.

Celerina, 39, 3, 1.

Celeríno, 21, 1, 2; 22,- 27, 3, 2-
3; 37, 1,1; 3P, 1,1; 3,1.

Cerdón, 7^, 2, 4; 75, 5, 2.

Cesaraugusta, 67, 6, 1.

Cilicia, 75, 7, 5.

Cipriano, l\ 30, 1; Ji, 2, 1;

5, 2; 4, 1; 7, 2; 70; 75,
25,4; 77, 1, 1;3,L

Citino, 70.

Clemenciano, 56, 1,1.

Colónica, 22, 3, 2.

Coré, 5, 1,2; 67, 3,2; 69, 8, 1;

9, 1; 73, 8, 1; 75, 16,2.
Cornelia, 21, 4, 2; 22, 3, 1.
Comelio (centurión), 72, 1,2.
Comelio (papa), ^5; ^7; 49,

X 3; 52; 53; 55, 1; 2; 5; 6;



8-12; 57;5P, 2, U 60, 1,2;

d7, 6,3;5&2, 1;5, 1.
Crédula, 22, 2, 2.
Cremencio, 8, 1, 1; P, 1, 1; 2, 1;

20, 3, 1.

Daniel, 55, 5, 2; 57, 2, 1; (Í7, 8,

2; 75, 3, 2.
Datán, 3, 1,2; 67, 3,2; 6P, 8, 1;

9, 1; 73, 8, 1; 75, 16,2.
Dativa, 22, 3, 1.
Dativo, 76; 77.
Décimo, 2^, 1, 1.
Demetrio, 57; 70.
Dida,3< 1.
Dionisio, 50, 1, L
Donata, 22, 3, 1.
Donato, 7^4; 57; 5P, 10, 1; 70.
Donátulo, 56.

Eleazar, 67,4,1.

Elias, 67,8, 2; 75,25, 1.

Elio, <Í7.

Eliseo,<í4, 3, 1.

Emérita, 27, 4, 2; 22, 3, 1.

Epicteto, 65.

Esaú, 73, 25, 3.

Esdras, 74, 9, 2.

Espesina, 22, 3, 1.

Estacio, 27, 4, 1.

Esteban, ^< 1, 3; ^5, 1, 2; ^5,
4, 1; 57, 5, 3; 68; 72; 74,
1,1; 4,1; 7, 3; 75, 2, 3; 5,
2; 6, 2; 7, 1; 8, 1; 12, 1;
14,2; 17, 1-2; 19, 3; 22, 2;
25, 1,4,

Eucracio, 2.



ÍNDICE DE NOMBRES



435



Eutiques, 57.
Eutiquiano, 70; 79, 1,2.
Evaristo, 50, 1, 1-2; 52, 1,2.
Ezequiel, 70, 1,3; 75, 3,2.

Fabián, 30, 5, 2; 55, 8, 4; 5P,

10, 1;5P, 3,2.
Faraón, 5P, 15, 1-2.
Faustino, 57; 68, 1, 1.
Fausto, 57.
Favorino, 34, 4, 1 .
Feliciano, 5P, 9,4; 10,1.
Felicísimo, 5, 4, 1; 41, 1; 2; 42;

43, 2,1; 3,1; 7, 2; 45,4, 1-

2; 52,2, 3. 59, 1, 1; 9, 1;4;

16,1.
Felipe, 73, 9, 1.
Félix (confesor), 24, 1, 1.
Félix (obispo), 57; 57, 6, 1; 70.
Félix (obispo cismático), 5P, 10,

2.

Félix (otro obispo) 75; 77; 7P.
Félix (presbítero), 57.
Fido, 54.

Filomeno, 34, 4, 1.

Finees, 73, 10, 2.

Firmiliano, 75.

Firmo, 22, 2, 2.

Florencio, 55.

Floro, 55, 1, 1.

Fortunaciano, 55, 1, 1; 4, 2.

Fortunata, 22, 2, 2.

Fortunato (obispo), 44, 1, 2; 45,

1;4; 48, 2, 1; 4, 1; 55; 57;

57; 70.

Fortunato (obispo cismático), 5P,
9-11; 15; 16.



Fortunato (presbítero), 74, 4.
Fortunato (subdiácono), 34, 4, 1;

35, 1, 1.
Fortunato Víctor, 57.
Fortunión, 22, 2, 2.
Frigia, 75, 7, 5.
Eructo, 22, 2, 2.
Futuro, 35, 4, 2.

Galacia, 75, 7, 5.
Galia, 55, 2, 2.
Gargilio (dos obispos), 70.
Gayo, 34, 1.

Geminio, 57.

Geminio Faustino, 7, 1, 1; 2, 2.
Geminio Víctor, 7, 1, 1; 2, 2.
Getúlico, 22, 3, 2.
Gordio, 74, 4.

Hadrumeto, 48, 1; 2.
Herculáneo, 57.
Herculano, 47; 42; 70.
Hereda, 22, 2, 2.
Hereniano, 77, 3, 2; 74 1, 1; 79,
1,1.

Herenio, 22, 2, 2.
Higinio, 74, 2, 4.
Hipócrates, 69, 13, 1,
Honorato, 57; 52; 57; 70.
Hortensiano, 57; 70.

Iconio, 75, 7, 5.
Ignacio, 3P, 3, 1.
Irene, 42.

Isaac, 2, 2, 2; 55, 10, 1.
Isaías, 70, 4, 2; 53, 7; 8; 14; 57,
2,1; 74, 3,1.



436



CIPRIANO DE CARTAGO



Jacob. 2, 2, 2; 58, 10, 1; 59, 2,
4.

Jenara, 22, 3, 1-2.
Jenaro (obispo), 62; 67; 70,
Jenaro (otro obispo), 67.
Jeremías, 73, 6, 1.
Jeroboán, 69, 6, 2.
Jerusalén, 69, 6, 2; 75, 6, 1; 10,
3.

Jezabel, 55, 22, 2.

Job, 75, 3, 2.

Joel, 55, 22,3.

José, 5P, 2,4; 66, 10,2.

Josué, 74, 2, 3.

Jovino, 5P, 10,2.

Juan (apóstol), 58, 1, 3; 70, 3,

2; 7i, 9, 1.
Juan (Bautista), 63, 6, 1; 73, 24,

3;25,1; 75, 8,1.
Judá,d3, 6, 1;(JP, 6, 1,3.
Judas, 67, 4, 2; 75, 2, 3.
Judea, 75, 10, 4.
Junio, 57; 70.
Julia, 22, 2, 2.

Lambesa, 35, 4, 1-2; 59, 10, 1-2.
Laurentino, 3P, 3, 1.
Lázaro, 59, 3, 3.
León, 67,
Líbano, 75, 14, L
Liberal, 4& 1;57; 70; 71,
Liboso, 67.
Liteo, 76,

Longino, 4^^, 1, 1; 5ft 1, 1.
Lot, 11, 1,2.

Lucano, 77, 3, 2; 75, 1, 1; 7P, 1,
1.



Luciano (confesor), 21, 4, 1;

22, 2,2; 3, 3; 23; 27, 1, 1;

2,1; 77, 1,1.
Luciano (obispo), 67; 70,
Lucio (confesor), 24, 1, 1.
Lucio (obispo), 67; 70; 76; 78.
Lucio (otro obispo), 76; 78,
Lucio (papa), 61; 68, 5, 1.
Lyén 68, 1, L

Macario, 21, 4, 2; 22, 3, 1; 4P,

1,3; 57, 1,1; 53,- 54.
Magno, 69,
Mantaneo, 57.

Mapáiico, 10, 4, 1, 3; 22, 2, 2;

27, 1,1.
Maqueo, 44, 1, l;5ft 1, 1.
Marcelo, 67,

Marcial (apóstata), 67, 1; 5, 6; 9.

Marcial (mártir), 22, 2, 2.
Marciano, 1, 1; 2, 1; 3, 1, 4;

4, 3; 5, 2.
Marción, 73, 4, 1; 5, 1-2; 74, 2,

4; 7, 3; 8, 2; 75, 5, 2.
Marco, 70.

María (cristianas), 27, 4, 1; 22,
3,1.

María (Virgen), 73, 5, 2.

Marrucio, 57; 7í}.

Matatías, 67, 8, 2.

Máximo (acólito) 77, 3, 2; 75,

1,1; 7P, 1,1.
Máximo (confesor) 27, 4.
Máximo (hereje), 44, 1, 1; 46;

4P, 1, 3; 2, 2, 5; 50, 1, 1;

57. 1, 1; 53; 54; 55, 5, 1;

5P, 9, 2; 10, 2.



ÍNDICE DE NOMBRES



437



Máximo (obispo), 28, 1-2; 37;

32, 1, 1; 37; 62; 70,
Mérida, 67.

Metió, 45, 4, 3; 47, 1,2.
Misael,6, 3, 1; 55, 5, 1.
Mediano, 62; 70.
Moisés (confesor), 27, 4; 25, 1-2.
Moisés (patríarca), 55, 16, 2;

67, 3, 2; 6P, 8, 1; 9, 1; 15,

1; 73,8, 1; 17,2.
Moisés (presbítero), 37; 32, 1,

\\37;55, 5,2.
Mónnulo, 57.

Montano, 27, 1, 1; 75, 7, 3.
Nabat, 69, 6, 2.

Nabucodonosor, 6, 3, 1; 55, 5, 1.
Námpulo, 62; 70,
Náríco, 7, 1.

Nemesiano, 62; 70; 76; 77,
Nicéforo, 45, 4, 3; 4P, 3, 1; 52,

1, 1-2.
Nicomedes, 57; 67; 7(?.
Nicóstrato, 27, 4; 37; 32, 1, 1;

46; 50, 1,1-2; 52, 1,2.
Niño, 56, 1, 1.

Noé, 63, 3, 1; 11, 3; 69, 2, 2;
74, 11, 3; 75, 3, 2; 15, 2;
75,3,1.

Novaciano, 44, 1, 1-2; 47, 1, 1;
52, 1, 1;55, 1;2, 1; 3, 1; 5,
2; 24-27; 29; 5P, 9, 2; 18,1;
60, 3, 1; 65, 1, 1; 2, 1-2; 4,
3;6P, 1, 1;3, 1-2; 5, 2; 7, 1;
8, 3; 9; 73, 2,1.

Novato (hereje), 47, 1, 1; 50, 1,
1-2; 52, 1, 1;2, 1-2.



Novato (obispo), 74, 4.
Numeria, 27, 2, 2-3, 2; 22, 2, 2.
Numidia, 45, 3, 2; 5P, 11,1; 77,

4,1; 72, 1,3; 73, 1,2.
Numídico,4ft 1, U 41; 42; 43,

1,1.
Nun, 72, 2, 3.

Ofítas, 73, 4, 2.

Optato, 2P, 1,2; 35, 1, 1;56.

Oseas, 67, 3,1; 4, 4; 6P, 9, 2.

Pablo (apóstol), 3, 3, 3; 70, 4,
3; 77, 5, 1; 74, 2, 3; 22, 2,
1-2; 52, 1, 3; 55, 18, 3; 55.

1, 3; 5P, 13, 4; 62, 2, 2;
63,4, 2; 10, 1; 67, 9, 2; 6P,

2, 3; 4, 2; 15, 1; 77, 3, 1;
73, 13, 1; 14, 1, 3; 74, 3, 2;
10, 1; 75, 6, 2; 8, 1; 9, 1;
25,3.

Pablo (mártir), 22, 2, 1-2; 27, 1,

1;3,3;35, 1,1.
Pablo (obispo), 27, 1, 1-2; 2, 1;

3, 3; 35, 1,1; 67.
Pacomio, 4.
Paula, 42.

Pedro (apóstol), 77, 5, 1; 73, 3,
2; 33, 1, 1; 43, 5, 2; 55, 8,
4; 55, 2, 2; 5P, 7, 3; 64, 5,
1;66, 8, 2-3; 67,3,2; 70,3,
1; 77, 3, 1; 72, 1,2; 73, 7,
1;9, 1; 17, 2; 74, 11, 3; 75,
6,2; 15,2; 17, 1-2.

Pedro (obispo), 67.

Perseo, 59, 9, 4.

Poliano, 76; 7P.



438



CIPRIANO DE CARTAGO



Policarpo, 48, 1; 2, 2; 57; 67;
70.

Pompeyo, 44,\,3;45,l, 2; 48,

4, 1; 74.
Pomponio, 4; 57; 67; 70.
Ponto, 7^, 2, 4; 75, 10,1.
Primitivo, 44, 2, 2; 45, 1.
Primo, 5ft 1,2;<57; 70.
Prisca, 75, 7, 3.
Prisco, 57.
Privaciano, 56; 57.
Privato, 35, 4, 1-2; 5P, 10, 1-2.
Próculo, 62; 70.
Pupiano, 66.

Quieto, 67.

Quintiano, 22, 3, 2.

Quinto, 55, 2, 1; 57; 57; 70;

71; 72, 1,3; 7i, 1, 1.
Quirino, 77, 3,2; 78, 3, 1.

Rajab,5P, 4, 1.

Reposto, 42, 1, 1; 59, 10, 3.

Rogaciano, i; 5; 7, 1; 73; 47;

42; 45, 1, 1;57;57; 70; 75,

1,1; 13,1.
Rogato, 57.

Roma, 9; 20; 27; 29, 1,1; 30;
32, 1, 1; 35; 35; 45, 3, 2;
52, 1,2; 2,2-3; 55, 5, 1; 6,
2; 8, 4; 9, 1; 59, 11, 2; 57,
5, 3; 74, 2 , 4; 75, 6, 1; 5ft
1,1.

Rufmo, 37; 32, 1, 1.
Rutila, 42.

Sabina, 22, 3, 1.



Sabino, 57, 1, 1; 5, 2; 6, 1.
Salem, 53, 4, 1.

Salomón, 3, 2, 2; 73, 2, 2; 59,

20, 1; 53, 5, L
Samaría, 59, 6,3; 73, 9, 1,
Samuel, 3, 1,2; 55, 3,2.
Satio, 57; 57; 70.
Satumino (obispo), 27, 4, 2; 22,

3,1; 27, 1,1,4; 57; 67; 70.
Saturnino (otros obispos), 57;

57; 70.
Saturnio, 70.

Sáturo, 22, 3, 2; 29, 1,2; 32, 1,

2; 35, 1,1; 59, 1,1.
Saúl, 3, 1,2; 73, 2,2.
Secundino, 57; 57.
Sedato, 4; 57; 70.
Sereniano, 57, 10, 1,
Sergio, 5.

Severiano, 27, 4, 1.
Sicilia, 30, 5, 2.

Sidonio, 49, 1,3; 2, 2; 57, 1, 1;

53; 54.
Sigus, 79.
Simón, 5, 1,2.
Sixto, 50, 1,4.
Sofía, 22, 3, 2.
Sofronio, 42.
Soliaso, 42.
Sorano, 59, 13, 1.
Suceso, 57; 57; 70; 50.
Superio, 55, 1, 1.
Susana, 43, 4, 3.
Sutunurca, 59, 10, 3.

Tascio, 55.
Ténax, 57.



ÍNDICE DE NOMBRES



439



Terapio, 64, 1 .

Tértulo, 4; 72, 2, 1; 74, 1, 2;

57; 70.
Tibaris, 55.

Timoteo, 3, 3,3; 74, 10, 1.
Tomás, 39, 2, 3.
Trófimo, 55, 2, 1; 11.

Uranio, 22, 3,2.

Urbano, 49, 1, 3; 49, 2, 2; 57, 1,

\\53;54.
Útica, 57, 1, 1-2.

Valentín, 74, 7, 3; 75, 5, 2.
Valentiniano, 73, 4, 2.
Valeriano, 50, 1,2-3.
Venancio, 57.
Venusto, 22, 2, 2.
Veriano, 57,



Vicente, 57.
Víctor (apóstata) 54, 1.
Víctor (diácono), 73, 7.
Víctor (mártir), 22, 2,2;
Víctor (obispo), 4; 42; 57; 57;

70; 75; 77.
Víctor (otro obispo), 52; 70.
Victoria, 24, 1, 1.
Victórico, 57; 57.
Victorino, 22, 2, 2.
Vircio, 43, 1, 1.

Yadero, 75; 79.
Yambo, 57; 57.
Yubayano, 73.

Zacarias, 59, 17, 1.
Zaqueo, 53, 4, 2.
Zeto, 50, 1,2.



ÍNDICE DE MATERIAS



antropianos, 73, 4, 2.
apeletianos, 73, 4, 2,

bautismo, 27, 3, 3; 28, 2, 2; 5i,
7-9; 18; d^; 66, 5.

bautismo (controversia de los re-
bautizantes), 69; 70; 71; 72;
73; 74; 75.

catecúmenos, & 3, 1; 18, 2, 1;

73, 22, 1-2.
cismáticos, 3, 3, 2; 42; 43; 44;

45; 46; 48; 49; 50; 51; 52; 53;

55, 15; 17; 24; 59, 1, 5; 13-

\5\60;66,5\68;69;70;7L
clero, 7, 1; 1, 1; 15, 1; 2ft

2; 3; 27; 25; 29; 38; 39, 1;

4; 40, 1; 52, 2, 2; 55, 5, 1;

59, 19, 1;67, 6,3.
clínicos, 69, 13; 16.
colegio episcopal, 55, 1, 1; 59,

5,2; 68, 1-3; 73, 26.
confesores, 5; 6; 10; 12; 13;

14, 2, 2; 2i, 1; 4; 24, 1, 2;



27, 3, 2; 28; 30, A, \\31, 3;
37; 4ft* 56, 1, 1; 5ft 1, 1;
61, 2, 1; 75; 77; 75; 79; 5i.

diáconos, 3, 1; 3; 4, 4, 1; 74, 3,

2; 75, 1, 2; 75, 1, 2; 72, 2,

1; 73, 9, 1.
disciplina, 4; 77; 73; 75, 3; 4;

79; 28; 30; 59; 63, 15-18;

67,9; 57, 1,4.

eucaristía 75, 1-2; 16, 2, 2; 57,
2, 2; 4, 2; 55, 9, 2; 50; 53;
75, 8, 5.

herejes, cf. cismáticos; 57; 72;
73; 74; 75.

Iglesia, 49, 2, 4; 55, 24, 2; 59,
1;2; 77, 1.

lapsos, 75; 75; 77; 75; 79; 20;
21; 22; 24; 25; 26; 27; 30;
31; 33; 34; 35; 36; 43; 49;



442



CIPRIANO DE CARTAGO



54. 3; 4; 56; 57; 59, \2AA\
64, \\65;66, 5,2; 68, 5.
libeláticos, 20, 2; 30, 3, 1; 55,
3; 10; 13; 14; 17; 26.

marcionitas, 73, 4, 2; 7^.

mártires, 6, 8, 3; 70; 72; 75;
16; 18; 20; 22; 213, 3; 28;
31; 37; 39; 40, 1; 55, 2; 56,
\l58, 3; 60, 2; 68, 5; 7i, 2,
1; 7(J; 77; 7<?; 79; 81.

obispos, 7, 2; i; 4, 4; 9; 75; 77,
2; 20; 37, 6, l;ii, 4, l;^i.



4, 4; ^5; ^5, 4; ^9; 55, 5-9;
59, 1;4; 5; 14; 18; 60, 1-3;
<Í7, 3; 4; 3-5; 8; 67, 2-7;
7J, 2; 26.



patripasianos, 73, 4, 2.
presbíteros, 75, 1; 16, 1-3; 77;
i9, 5; 40; 49, 2; 72, 2.



sacrificados, JO, 3, 2; 55, 3; 10;
13; 14; 17; JO, 3, 2.



valentinianos, 73, 4, 2.



ÍNDICE GENERAL



Nota Editorial 7

Introducción 9

1. Ambientación histórica 9

2. Fíírfa rfe 5aw Cipriano 16

3. Producción literaria y estilo 28

4. El epistolario: manuscritos y ediciones 35

4.1. Manuscritos 38

4.2. Ediciones 40

Bibliografía 45

Cartas 53

Índice de nombres 43 3

Índice de materias 441


 

 

 

 



 

 


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